PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL PERÚ ESCUELA DE POSGRADO La Roma del Perú: resurgimiento católico, espacio público y política en Arequipa (1860-1925) Tesis para optar el grado de Magíster en Historia que presenta el licenciado ROLANDO IBERICO RUIZ Dirigido por CRISTÓBAL ALJOVÍN DE LOSADA, PH.D. Lima, junio de 2017 Resumen La investigación estudia el proceso de resurgimiento católico en Arequipa en el contexto de modernización del Perú entre 1886 y 1925. El resurgimiento en Arequipa, protagonizado principalmente por el laicado de elite y clase media, formó parte de un proceso de renovación del catolicismo global durante el siglo XIX, que permitió ubicar a la Iglesia Católica en el proceso de modernización y secularización. El contexto de resurgimiento católico, bajo el liderazgo del clero ultramontano, permitió la formación de un laicado militante organizado en sociedades católicas de piedad, apologéticas y de carácter social. Estas sociedades permitieron pensar el papel del catolicismo arequipeño en el espacio público en el contexto de la modernización institucional y cultural del Perú e, incluso, la reflexión teológico-política del clero y el laicado propuso una alternativa de orden social católico para el país. Además, el intento fallido de formar un Partido Católico, iniciativa surgida en Arequipa con alcance nacional, fue el punto culmen de la búsqueda de articular un proyecto nacional católico para el país. El fracaso, por el importante desinterés del arzobispo de Lima, impidió la formación de una alternativa nacional católica al proceso modernizador. Sin embargo, la vitalidad del laicado formó una identidad católica en Arequipa que permitió pensar la ciudad como un bastión religioso contra una Lima centralista y secular. Sin ser un laicado numeroso, las actividades públicas de las sociedades católicas caritativas y apologéticas y, la formación de laicos, como la realizada en el Círculo de Obreros Católicos, muestran la fuerza del resurgimiento del catolicismo en la ciudad. A pesar de no lograr un impacto en la construcción de políticas de estado, en Arequipa el catolicismo permitió pensar una alternativa política desde una perspectiva regional y religiosa. La investigación da cuenta de este proceso de transformación del catolicismo en Arequipa y su actividad pública entre 1886 y 1925. Palabras claves: Historia de la Iglesia Católica, Historia regional, Arequipa (Perú), resurgimiento católico, sociedades católicas, siglo XIX, siglo XX Abstract The research studies the process of Catholic revival in Arequipa in the context of the modernization of Peru between 1886 and 1925. The revival in Arequipa, mainly carried out by the laity of the elite and the middle class, was part of a process of renewal of global Catholicism during the 19th century, which allowed the Catholic Church to be placed in the process of modernization and secularization. The context of Catholic revival, under the leadership of the ultramontane clergy, allowed the formation of a militant laity organized in Catholic societies of piety, apologetics and social action. These societies thought the role of Catholicism of Arequipa in the public space, in the context of the institutional and cultural modernization of Peru, and, even, the theological and political reflection of the clergy and the laity proposed an alternative of Catholic social order for the country. In addition, the failed attempt to form a Catholic Party, an initiative emerged in Arequipa with national scope, was the highlight of the search to articulate a national Catholic project for the country. The failure, because of the important disinterest of the archbishop of Lima, prevented the formation of a national Catholic alternative to the modernizing process. However, the vitality of the laity built a Catholic identity in Arequipa, that allowed to think of the city as a religious bastion against a centralist and secular Lima. Without being a large number of laymen and laywomen, the Catholic societies’ public activities of charitable and apologetic and the formation of lay people, such as the one held in the Circle of Catholic Workers, show the force of revival of Catholicism in the city. Despite not having an impact in the construction of state policies, Catholicism in Arequipa allowed to think an alternative policy from a regional and religious perspective. The investigation gives an account of this process of transformation of Catholicism in Arequipa and its public activities between 1886 and 1925. Keywords: Catholic Church History, Regional history, Arequipa (Peru), Catholic revival, Catholic societies, 19th Century, 20th Century A Sandra y su vivificante sonrisa Al padre Jeffrey Klaiber S.J. (+), testigo de una Iglesia en salida Índice Agradecimientos ............................................................................................................... 1 Introducción ...................................................................................................................... 3 Capítulo 1. La construcción de la “Roma del Perú”: catolicismo, política y sociedad en Arequipa (1821 – 1884) .................................................................................................. 17 1.1. La Iglesia católica en Arequipa: institucionalidad, resurgimiento y laicado (1821- 1879) ........................................................................................................................... 18 1.1.1. La organización del laicado militante: el caso de la Sociedad Católico- Peruana de 1867 ...................................................................................................... 27 1.2. El factor religioso-político en la Arequipa católica y republicana (1821-1867) . 31 1.3. Arequipa y los cambios económicos y sociales (1830-1884) .............................. 42 1.4. Catolicismo y patria: la Iglesia arequipeña durante la Guerra del Pacífico (1879- 1884) ........................................................................................................................... 46 Capítulo 2. Piedad, política y modernización: las sociedades católicas y la acción laical en Arequipa (1886-1925)................................................................................................ 49 2.1. Sociedades católicas: laicado militante y espacio público ................................... 50 2.2. Las cofradías y las sociedades de piedad: entre una fe pública y privada ........... 53 2.3. Las sociedades apologéticas y la defensa católica en el espacio público ............ 60 2.3.1 La Unión Católica de Arequipa (UCA): política, catolicismo social y espacio público ..................................................................................................................... 61 2.3.2. El fallido intento de formar una “acción católica” apologética .................... 76 2.4. Los católicos y la política partidaria en Arequipa: el Partido Católico del Perú (1913-1919) ................................................................................................................ 78 2.5. Los laicos y laicas militantes: actores del resurgimiento católico de Arequipa .. 84 Capítulo 3. El catolicismo social arequipeño: entre el resurgimiento y el orden social cristiano (1878-1930) ..................................................................................................... 86 3.1. El catolicismo social como caridad cristiana en el espacio público .................... 87 3.1.1. La caridad cristiana contra la filantropía secular .......................................... 88 3.1.2. La Sociedad de Señoras de la Caridad de San Vicente de Paul: el cuidado de los pobres enfermos y pistas de una reflexión teológica ......................................... 92 3.1.3. La Unión Católica de Señoras de Arequipa: el catolicismo apologético-social en el espacio público ............................................................................................... 98 3.2. De la regeneración del obrero a la construcción del orden social cristiano: la labor del Círculo de Obreros Católicos de Arequipa ......................................................... 100 3.2.1. El Círculo de Obreros Católicos: periodificación, organización y presencia pública ................................................................................................................... 102 3.2.2. Regeneración y cultura católica obrera: pastoral apologética y social del Círculo de Obreros Católicos (1896-1915) ........................................................... 107 3.2.3. Obreros católicos y sociedad: el inicio de la pastoral de nueva cristiandad en el Círculo de Obreros Católicos (1915-1930) ....................................................... 110 Conclusiones ................................................................................................................. 118 Fuentes y bibliografía ................................................................................................... 125 Archivos y bibliotecas .............................................................................................. 125 Periódicos .................................................................................................................. 125 Fuentes primarias impresas ....................................................................................... 125 Bibliografía ............................................................................................................... 134 Lista de cuadros Cuadro 1. Población de la ciudad de Arequipa y alrededores (1862-1917) ................... 44 Cuadro 2. Población de la provincia de Arequipa y pertenencia religiosa (1862-1940) 46 Cuadro 3. Cofradías y sociedades de piedad fundadas entre 1870 y 1920 ..................... 60 Cuadro 4. Sociedades apologéticas entre 1868 y 1925 .................................................. 61 Cuadro 5. Ornatos litúrgicos donados por la “Obra de los tabernáculos” entre 1908 y 1924 ................................................................................................................................ 73 Cuadro 6. Matrimonios, bautizos y visitas realizadas por la “Obra de San Francisco de Regis” entre 1908 y 1924 ............................................................................................... 74 Cuadro 7. Escritos canjeados y quemados por el “Apostolado de la Prensa” entre 1908 y 1924 ................................................................................................................................ 75 Cuadro 8. Escritos repartidos por el “Apostolado de la Prensa” entre 1908 y 1924 ...... 75 Cuadro 9. Obras sociales realizadas por la Sociedad de San Vicente de Paul de Arequipa entre 1878 y 1928 ........................................................................................................... 94 Cuadro 10. Actividades religiosas realizadas por la Sociedad de San Vicente de Paul de Arequipa entre 1878 y 1928 ........................................................................................... 95 Cuadro 11. Número de niñas y niños matriculados y el promedio de asistencia a la “Escuelas dominicales” entre 1908 y 1924 .................................................................... 99 Cuadro 12. Ropa donada por la obra el “Roperío de Santa Juana Francisca de Chantal” a adultos y niños en 1918 ................................................................................................ 100 Cuadro 13. Enfermeras y visitas realizadas por la obra “Enfermeras a domicilio” entre 1911 y 1914 .................................................................................................................. 100 Ilustraciones Imagen 1. Portada de “La Colmena” que conmemora los 25 años de fundación del Círculo de Obreros Católicos de Arequipa ................................................................... 115 Agradecimientos Mi interés por la historia de la Iglesia católica nace de mi itinerario espiritual y mi compromiso creyente, así como del reconocimiento de papel histórico cumplido por la Iglesia católica en la formación del país. Más allá de los juicios de valor, el estudio del catolicismo constituye una aproximación necesaria para comprender los procesos de construcción del estado, del espacio público, de la sociedad civil e, incluso, de la secularización. Mis búsquedas de creyente y de intelectual se entrecruzan para formar parte de mi propia identidad de historiador. Por ello, me detengo a escribir estas líneas para agradecer a las instituciones y, sobretodo, a las personas que han acompañado la historia de la investigación y redacción de la tesis. En ella están volcadas ambas búsquedas. Quiero comenzar agradeciendo al Katholischer Akademischer Ausländer-Dienst (KAAD), institución de la Iglesia católica alemana, por la beca brindada para cursar la Maestría en Historia en la PUCP. A Thomas Krüggeler, director del Departamento de América Latina del KAAD, y a Álvaro Ezcurra, presidente del KAAD Perú, por acompañar académica y personalmente mis estudios de maestría. Del KAAD, no solo he recibido soporte económico, sino la oportunidad de pertenecer a una importante comunidad académica católica internacional. De igual manera, en el 2015 obtuve un fondo de investigación de la Dirección de Gestión de la Investigación de la PUCP, a través de la subvención DGI-2016-1-0037, que me permitió realizar el trabajo de campo en Arequipa y en Lima. La parte más importante de la investigación se desarrolló en Arequipa, en tres viajes realizados entre marzo del 2016 y octubre del 2016. Quiero agradecer a María Elena Arce, quien me contactó con historiadores locales; a Alejandro Málaga, profesor de la UNSA; Fernando Valle, profesor de la UCSP; y a Rubén Pachari, director de la Biblioteca de la Facultad de Ciencias Histórico-Sociales de la UNSA. En mi trabajo de archivo, la atención generosa de Álvaro Espinoza de la Borda, director del Archivo Arzobispal de Arequipa, hizo mi investigación muy confortable y productiva. De igual manera, me encuentro profundamente agradecido por la apertura confiada y gratuita de Víctor Conce Yauri, O.F.M., director del Museo y Biblioteca del Convento de La Recoleta, y la bibliotecaria Helen Ryan, una extraordinaria norteamericana jubilada y ex 1 bibliotecaria de la Universidad de Iowa. Gracias a ambos, logré revisar las fuentes documentales y bibliográficas custodiadas en La Recoleta. También debo agradecer la valiosa ayuda del joven conserje Paulo Vizcarra, sin cuya pericia con la cámara fotográfica no hubiera logrado reunir el material suficiente para la investigación. Tengo una deuda muy grande con Víctor, Helen y Paulo. En esta aventura académica he contado, nuevamente, con la asesoría de Cristóbal Aljovín de Losada. Estoy muy agradecido por aceptar acompañarme en esta nueva investigación con entusiasmo y rigurosidad. A nivel personal, muchos amigos y amigas estuvieron atentos al desarrollo de la tesis. Quiero agradecer a Claudia y Juan Pablo Loayza, Pedro Velazco S.J., Christian Orbegozo, Martín Carrera, Marco Prieto, Lenin Alves, Marco Pinedo, Lorena Ruiz, Diego Barahona y Angelo Soto por su cercanía y preocupación en este tiempo. A mis amigos del Departamento Académico de Teología de la PUCP, especialmente a Felipe Zegarra, Carlos Castillo, Andrés Gallego y César Lozano. A Scarlett O’Phelan y Carlos Giesecke, amigos siempre atentos y cercanos. A mi querido amigo Juan Miguel Espinoza, valioso interlocutor de la tesis y con quien comparto el interés por la historia del catolicismo y la fe. Agradezco profundamente a Sandra, mi esposa, mi total gratitud y mi corazón por su cercanía en estos años. No concibo este tiempo ni la vida misma sin sus sonrisas, su complicidad, su comprensión y su amor. Ella confirma siempre lo generosa que es la vida. Estoy agradecido con sus padres, Carlos y Elizabeth, y a sus hermanas, Silvana, Silvia y Samantha, por su generosidad y cariño en tantos años juntos. A mis padres, Rolando y Mari, y mis hermanos, Enrique y Priscila, por hacerme sentir siempre cuidado y amado. Les debo mucho por toda la gratuidad de su presencia afectiva. Gracias. Sin la lectura de “La Iglesia en el Perú”, tal vez otras serían mis inquietudes históricas. Por ello, quiero agradecer al padre Jeffrey Klaiber S.J., quien nos dejó muy pronto. Su amistad, su cercanía y su entusiasmo por mis investigaciones sobre el catolicismo, desde la tesis de licenciatura, me siguen acompañando y animando. Además, su vida fue testimonio de un historiador comprometido con una Iglesia en salida. 2 Introducción El 27 de octubre de 1940 – en el mensaje al II Congreso Eucarístico Nacional realizado en Arequipa – el papa Pio XII denominaba a la ciudad como la “Roma del Perú”. El título pontificio reconocía el dinamismo vivido por el catolicismo arequipeño desde finales del siglo XIX, que había tenido como protagonistas a religiosos y laicos. La “Roma del Perú” había encabezado el resurgimiento católico en el país, mediante la atenta recepción del magisterio pontifico, un complejo proceso de negociación y rechazo de los valores modernos, el uso de medios modernos como la prensa, la vida asociativa y la visibilidad en el espacio público y la constitución de una alternativa de modernidad católica para el país. Entre 1886 y 1925 se desarrolló una manera de ser católico y arequipeño vinculado a la vida asociativa, la práctica de la caridad y la búsqueda de visibilidad política en el espacio público. En este proceso fueron claves la consolidación institucional e ideológica del catolicismo durante el siglo XIX y el resurgimiento católico, que dieron forma a una nueva sensibilidad católica preocupada por la recuperación del espacio público y la construcción de una presencia política que asegurase la catolicidad del estado y la sociedad. Por ello, el estudio de las sociedades de laicos y laicas, del clero y el episcopado ultramontano abren puertas para comprender cómo la Iglesia arequipeña articuló diversas respuestas a las coyunturas de cambios económico, social, cultural y político vividas en el Perú en los años estudiados. La vitalidad pública de los católicos arequipeños convirtió a la ciudad en el bastión ideológico y político del catolicismo o, como afirmó el papa Pio XII, en la “Roma del Perú”. Global y local: el “nuevo catolicismo” entre la intransigencia y la renovación Los recientes estudios historiográficos sobre el catolicismo en los siglos XIX y las primeras décadas del siglo XX han puesto de manifiesto dos procesos centrales para la Iglesia católica que permiten entender la historia política, ideológica y religiosa del siglo XIX en Europa y América Latina. En primer lugar, la consolidación institucional y doctrinal de la Iglesia católica y, en segundo lugar, el proceso de resurgimiento de la vida intelectual, doctrinal y litúrgica del catolicismo desde la segunda mitad del siglo XIX (Ivereigh, 2000; Clark y Kaiser, 2003; Burleigh, 2005). La vida institucional del 3 catolicismo se consolidó como consecuencia del proceso político abierto por las revoluciones atlánticas, que introdujeron nuevos valores políticos como la libertad, la razón, el individualismo, la tolerancia de cultos y la autonomía de lo temporal. El papado, el episcopado y el clero perdieron de forma progresiva y a lo largo del siglo XIX el poder político, social y cultura como consecuencia de una nueva legitimidad secular surgida desde la Francia revolucionaria y trasmitida hacia el resto de occidente (Uertz, 2011, p. 56). Esta situación produjo en Roma una situación compleja que se expresó en dos posturas ideológicas respecto a la nueva situación. Por un lado, los cardenales zelanti, que buscaban un retorno al sistema político del antiguo régimen basado en la alianza entre el Trono y el Altar; y, de otro lado, los cardenales politicanti, favorables a establecer una camino de entendimiento con la nueva situación política (Jedin, 1978, VII, pp. 117-118). La profunda diferencia ideológica entre los cardenales se puso de manifiesto en los cónclaves del siglo XIX y fueron el signo de la misma división dentro del catolicismo respecto a la relación con el mundo moderno. Los pontificados de Gregorio XVI (1831-1846) y Pio IX (1846-1878) fueron centrales para la consolidación de la postura antimoderna del discurso católico oficial. Ambos pontífices se opusieron al liberalismo, el indiferentismo religioso y al racionalismo, pues cuestionaban el orden sobrenatural encarnado en la Iglesia católica y la inmutabilidad católica en la siempre convulsionada historia humana. En 1832, Gregorio XVI publicó la encíclica Mirari vos donde recordada que la Iglesia se encontraba en una lucha contra los “poderes de la oscuridad” para defender la fe y donde el Papado era el guardián de la verdadera doctrina. Además, rechazó la doctrina “protestante” de la libertad de consciencia, religión y pensamiento, la pretensión de separar el Estado y la Iglesia, y la desobediencia a las autoridades legítimas (Uertz, 2011, p. 69). En 1864, Pio IX publicó la encíclica Quanta cura, con un anexo titulado Syllabus errorum, donde se exponían los “errores” del mundo moderno. El documento papal era un alegato a favor de la intransigencia católica contra el racionalismo, el materialismo, el laicismo, el liberalismo, el socialismo y todo los “ismos” construidos por la errada civilización moderna. De esta manera, ambos pontífices sentaron las bases para la formación de una nueva sensibilidad católica opuesta a los valores modernos con un registro lingüístico antimoderno y con propuestas teológico-políticas de carácter transnacional. La política pontificia contra los valores de la modernidad y la centralización del poder eclesial en Roma se apoyó en el movimiento ultramontano. Los ultramontanos 4 fueron un movimiento católico surgido como reacción a algunos grupos católicos favorables a la intervención del estado en la vida de las iglesias locales.1 Para ellos, la Iglesia constituía una “sociedad perfecta”, es decir una institución autónoma y superior moral, espiritual y sobrenatural respecto del estado. Defendían la infalibilidad pontificia, promovieron devociones, reforzaron prácticas católicas como la misa y los sacramentos, se preocuparon por la educación de los niños y jóvenes y realzaron el papel de las mujeres como agentes centrales de la familia y la caridad (Iberico, 2016, pp. 31-32; Anderson, 2000, p. 33). En este contexto, la Iglesia católica se presentó como una institución abiertamente antimoderna desde el plano doctrinal, pastoral y político. El Concilio Vaticano I (1869-1870), convocado por Pio IX, ratificó dogmáticamente el dogma de la infalibilidad papal, aseguró la organización jerárquica y centralizada de la Iglesia y mostró la unidad católica global. La consolidación institucional y doctrinal del catolicismo fue acompañado del resurgimiento católico de la vida intelectual, misionera, sacramental y política. La primera característica fue la aparición de un grupo de intelectuales pertenecientes a diversos sectores de la sociedad. Eran profesores, trabajadores, profesionales, religiosos y políticos quienes mostraban la “racionalidad” de la fe cristiana en el mundo moderno y se esforzaron por estrechar la distancia entre el catolicismo popular e intelectual mediante nuevas devociones y prácticas litúrgicas comunes. Una segunda característica fue el espíritu misionero sustentado en la premisa de que el mundo necesitaba ser cristianizado2 que se expresaba en la labor educativa, hospitalaria y de asistencia de las congregaciones religiosas y las sociedades laicas. De igual manera, el resurgimiento trajo un nuevo énfasis en la vida sacramental de los católicos y convirtió a la misia en una práctica central de la identidad religiosa. La misa contaba con tres elementos públicos para la identidad católica: es un rito corporativo, pues unía a los diversos grupos de fieles en un solo acto que hacía visible a la Iglesia. Es un rito diferenciador, pues se cree en la presencia real de Cristo en la eucaristía que los hace distintos de otros grupos cristianos y de movimientos seculares con valores cristianos. Es un rito clerical, pues depende exclusivamente de la presencia del presbítero (Anderson, 2000, pp. 23- 33). La centralidad de la eucaristía se confirmó durante el pontificado de Pio X, quien permitió en 1905, por un decreto de la Congregación del Concilio, la comunión diaria 1 Para el Perú, un estudio sobre los debates teológico-políticos entre católicos ultramontanos y católicos liberales-regalistas, consultar Iberico (2016). 2 Las misiones fueron un lugar común para las iglesias católica y protestantes. Ambos tenían la finalidad de instaurar una civilización católica en su accionar pastoral (Anderson, 2000, p. 28). 5 para los fieles laicos y laicas. De esta manera, se abría una revolución de la práctica litúrgica católica entre los fieles y volvió central la celebración de congresos eucarísticos como medio de educar a los fieles y visibilizar la fe católica (Chadwick, 1998, pp. 361-364).3 La oposición a los valores de la modernidad, propias del proceso de consolidación y del resurgimiento, formó parte de la constante definición de la identidad de la misma Iglesia católica en el proceso de democratización y secularización de los siglos XIX y XX en Occidente y América Latina (Perreau-Saussine, 2011). Estos cambios históricos del catolicismo están estrechamente vinculados con la secularización del siglo XIX, que reconfiguró las referencias religiosas de las instituciones estatales, la sociedad, la economía y la cultura (Di Stefano, 2012, pp. 199-200). De esta manera, se gestó un “nuevo catolicismo” a partir de los procesos católicos de institucionalización y resurgimiento, al que se sumaron el desafío de la secularización y las nuevas ideas políticas y sociales como el liberalismo, el socialismo y el anarquismo. Este nuevo catolicismo se caracterizó por su mayor uniformidad ideológica y una fuerte centralización en el papado. Además, con los matices que corresponden a cada país, se produjo una mayor convergencia entre las devociones de la élite y populares, un involucramiento de laicos y laicas en la defensa y promoción de la religión católica, una retórica vehemente contra los “enemigos” del catolicismo y un uso eficiente de los medios modernos de comunicación, como la prensa (Clark, 2003, p. 11; Arx, 1998). Todo este proceso tuvo un marcado carácter internacional, especialmente en la trasmisión de información e imágenes simbólicas que permitieron la construcción de identidades colectivas y de culturas políticas católicas transnacionales (Clark, 2003, p. 13). El proceso de resurgimiento católico en Arequipa se enmarca en este proceso de construcción de un nuevo catolicismo pos revoluciones atlánticas. La militancia de los laicos y laicas en el espacio público y el quehacer político con la finalidad de defender los derechos de la Iglesia y de abordar la “cuestión social” fueron asuntos centrales del nuevo catolicismo. Esta militancia católica del laicado se realizó a través de sociedades organizadas por iniciativas clericales, laicales o de ambas. Como afirma Jedin, “la historia de la vida de la Iglesia católica desde mediados del siglo XIX es en buena parte la historia de las asociaciones católicas” (1978, VIII, p. 314). La participación del laicado en el espacio público significaba el reconocimiento de 3 La Acción Católica Peruana se fundó oficialmente en el I Congreso Eucarístico Nacional, realizado en Lima en 1935. 6 la pluralidad de los estilos e ideas culturales, no la aceptación ni la viabilidad pública de dicha pluralidad. Además, la vida asociativa católica, en sus vertientes apologética, piadosa y caritativa, daban cuenta de la necesidad de introducirse en el mundo, pues la explicación “católica” del mundo y el lugar de la Iglesia católica en el orden político habían sido cuestionados por el mundo moderno. Este nueva situación supuso el abandono del anterior “trasfondo ingenuo” para dar paso al “trasfondo reflexivo”, es decir, el catolicismo tuvo que fundamentar su presencia en un mundo donde no todos eran creyentes y donde existían ideologías cuestionadoras del orden católico (Taylor, 2014, pp. 37-39). De esta manera, el nuevo catolicismo implicaba la consciencia clerical y laical del cambio de época, aunque no significó de ninguna forma la aceptación de esta realidad. Más bien, la oposición y el rechazo al nuevo tiempo fue la manera de ubicarse en el nuevo contexto. La presencia en el espacio público se completó con la participación política de los católicos en el nuevo escenario cultural. La doctrina establecida por Gregorio XVI y Pio IX era opuesta a las formas y lenguaje de la política moderna y a las doctrinas de las revoluciones atlánticas. Sin embargo, el rechazo a la modernidad no significó que la Iglesia en Europa y América Latina se adaptara rápidamente a las nuevas formas de hacer política y estar en el espacio público abiertas por la modernidad. En América Latina, la consolidación del catolicismo fue de la mano con la formación del estado y los procesos de modernización de este último fueron, en algunos casos, reforzados por la preocupación católica por la educación de los jóvenes y niños, la salud y la actividad misionera como forma de civilizar. En Arequipa, la preocupación de las sociedades católicas por la educación y la atención de sectores marginados de la ciudad formaba parte de la entrada católica en el mundo (Ivereigh, 2000, pp. 11-12). Además, como afirma Ivereigh, la oposición católica a la política moderna debe ser complejizada. Los laicos católicos expresaron sus demandas a través de formas políticas modernas como fueron las actas enviadas a las autoridades estatales, la organización de partidos políticos, el apoyo a candidatos católicos, los periódicos, las campañas, las revueltas y los mítines (2000, p. 12-13). Esta paradoja, entre el antimodernismo pontificio y el reconocimiento político de la modernidad, caracterizó la vida católica en los años estudiados y debe ser abordada desde la complejidad propia del proceso secularizador y modernizador de Europa y Latinoamérica. Los conflictos en Colombia, Alemania o Perú no pueden ser abordados exclusivamente desde la perspectiva pontificia del discurso antimoderno o el “paradigma francés” de la radical 7 oposición entre la Iglesia y la revolución,4 pues sería dejar de lado la complejidad de las situaciones locales que obligaron a los católicos a responder de diversas maneras – oposición, negociación o adaptación – a la modernización y la secularización. Por ello, se puede afirmar, que la entrada de los católicos en la esfera política y pública implica la asimilación de las prácticas culturales modernas, con un claro rechazo o negociación de los valores políticos modernos. La elección de León XIII (1878-1903) significó el ascenso de un conservador moderado al trono de san Pedro. Durante su pontificado se ratificaron algunas ideas establecidas en el Syllabus como la condena a la libertad y a la tolerancia, y León XIII declaró que los masones, a quienes denominó la secta massonica, como propagandistas de los errores modernos y del reino de Satán. No obstante su oposición a estos nuevos actores, León XIII reconoció, que a pesar del error de la noción de la soberanía popular, esta se podía reconocer como válida igual que todo sistema político surgido de los valores políticos modernos (Chadwick, 1998, pp. 294-304). Dos encíclicas fueron fundamentales para abrir la posibilidad de diálogo y negociación con el mundo moderno. En 1891, la encíclica Rerum novarum, a pesar de oponerse a las huelgas por inmorales, permitió la formación de sociedades católicas de trabajadores que a la larga fueron espacios de politización para los laicos obreros y artesanos. Igualmente, la encíclica Graves de communi de 1901 usó por primera vez en el magisterio papal el término “democracia cristiana”, como reconocimiento de que el término reconocía las ideas de justicia, del derecho a la propiedad y la preocupación por los desfavorecidos (Chadwick, 1998, pp. 320-322). De esta manera, favoreció a los católicos favorables al diálogo con el mundo moderno y permitió consolidar la necesidad de construir un orden social cristiano, que recogiera los elementos positivos del mundo moderno. A la muerte de León XIII, fue elegido pontífice Pio X (1903-1914), quien tenía un perfil más pastoral y deseaba ser recordado como “un papa que tuvo coraje para oponerse a las sectas y errores dominantes de su tiempo” (Chadwick, 1998, p. 338). Durante su pontificado se desarrolló la crisis modernista que permitió mostrar claramente que desde la postura institucional de la Iglesia el conflicto con el mundo moderno era una cuestión de fe y, a la misma vez, la existencia de sectores religiosos y laicales al interior del catolicismo favorables al diálogo y la negociación con los valores 4 El libro Varieties of Ultramontanism (2000) analiza cómo el ultramontanismo se adaptó a las situaciones políticas nacionales en Europa y América y, por tanto, complejiza la radical oposición entre modernidad y catolicismo planteada por el ultramontanismo papal y francés. 8 modernos. Incluso, para algunos católicos como el presbítero alemán Herman Schell (1850-1906), era necesario pensar la reconciliación del catolicismo con la ciencia y la filosofía modernas (Chadwick, 1998, pp. 346-349). Sin embargo, tres documentos condenaron magisterialmente el “modernismo” en 1905, mediante un decreto de la Comisión Bíblica. En 1907, el Santo Oficio publicó el decreto Lamentabili junto a la encíclica Pascendi, donde se condenaba el agnosticismo, el evolucionismo, el simbolismo y el reclamo académico de ser libres en la búsqueda de la verdad. Finalmente, en 1910 se creó el juramento antimodernista tomado a los clérigos que ocupaban cargos académicos.5 Los años finales del pontificado de Pio X estuvieron marcados por un ambiente tenso en el Vaticano y en las principales facultades teológicas europeas (Chadwick, 1998, pp. 354-358). A pesar de la continuidad magisterial opuesta a los valores modernos, León XIII y Pio X, la vida católica más allá de Roma y las grandes facultades de teología se movía a su propio ritmo. Incluso, León XIII abrió la posibilidad de establecer puentes de negociación y adaptación al mundo moderno a través del reconocimiento de la necesidad de formar sociedades de trabajadores y del concepto de “democracia cristiana”, a pesar de mantener la condena radical de algunos valores políticos modernos. La postura política y social del catolicismo era claramente antimoderna, pero las sociedades, los partidos políticos y los periódicos católicos emplearon medios modernos para publicitar y defender sus posturas religiosas. Además, paradójicamente, las sociedades, los partidos políticos y los periódicos católicos fueron formas de modernidad al interior del propio catolicismo, facilitaron formas de negociación y adaptación con la modernidad y permitieron la constitución de una Iglesia capaz de reconocer la necesidad de hacerse visible en el espacio público como un actor válido para los nacientes estados nacionales (Altermatt, 1994, pp. 42-44). Si bien los procesos de modernización en Europa fueron más rápidos, en América Latina la Iglesia católica, también, fue capaz de negociar y adaptarse, a partir de medios modernos y la entrada en el espacio público, al proceso de cambios políticos, sociales y culturales producidos por la modernización política, económica y cultural. 5 El juramento fue abolido por el papa Paulo VI en 1967. 9 El “nuevo catolicismo” en la Iglesia peruana y arequipeña: resurgimiento, cultura política y modernidad La Iglesia peruana logró conservar su legitimidad social, cultural y política luego de la revolución de independencia. Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo XIX, se abrió un proceso intenso de reformas liberales que buscaron consolidar política y económicamente al estado y que afectaban los intereses eclesiales. El conflicto con los liberales, permitió paradójicamente fortalecer internamente a la Iglesia católica, pues se afianzaron aquellos defensores de la autoridad pontificia, del reconocimiento del patronato como donación papal y de la autonomía eclesial para reformar sus asuntos internos. Este proceso se sustentó en la teología ultramontana que legitimaba los cambios institucionales del catolicismo y deslegitimaba a aquellos católicos liberales y regalistas. De esta manera, se forjó una nueva sensibilidad católica, un “nuevo catolicismo”, apologética, con un discurso antimoderno según el paradigma pontificio y, a la vez, en búsqueda de ocupar el espacio público mediante sociedades y prensa católica. El nuevo catolicismo en el Perú, y en cierto sentido en América Latina, se caracterizó por un resurgimiento distinto al ocurrido en Europa. En el Perú, especialmente desde la segunda mitad del siglo XIX, las vocaciones sacerdotales se redujeron, pero a la par que el clero se “romanizó” y vinculó con las ideas ultramontanas (Iberico, 2016; Klaiber, 1981). La postura ultramontana del clero fortaleció el proceso de resurgimiento católico, a la que se sumó la presencia de laicas y laicos militantes, como la marca dominante. Desde la segunda mitad del siglo XIX, se fortalecieron las asociaciones laicales como las cofradías, las sociedades de piedad, apologéticas y de caridad, dirigidas por clérigos y laicos. Estas sociedades se fortalecieron con la llegada de nuevas congregaciones y órdenes religiosas nacidas en Europa y dedicadas a la educación, la salud y la atención de los pobres. De esta manera, el resurgimiento en América Latina forjó un catolicismo laical y militante, liderado por clérigos ultramontanos, pero capaces de acoger medios modernos para dar visibilidad al catolicismo en una sociedad en proceso de modernización. El resurgimiento católico podría estudiarse como un proceso cronológico que se inició con la romanización y la creciente presencia ultramontana en la Iglesia peruana (1830-1860). La consolidación institucional de la Iglesia peruana permitió la formación de un laicado militante como resultado de la unidad doctrinal e institucional del catolicismo. La segunda etapa se abre hacia fines de la década de 1860, cuando los 10 laicos peruanos se involucran activamente en la defensa del catolicismo desde medios modernos como las sociedades, la prensa y la participación apologética en el espacio público. En 1867, en Lima se constituyó la Sociedad Católico-Peruana, por iniciativa del obispo Teodoro del Valle, cuya finalidad era defender como “católicos soldados” la religión de sus diversos enemigos (Klaiber, 1988, pp. 102-103).6 Sin embargo, en el Perú la militancia laical se afianzará en el periodo pos Guerra del Pacífico desde 1886 con la fundación de la Unión Católica del Perú en Arequipa.7 En 1891, León XIII publicó la encíclica Rerum novarum, sobre la cuestión obrera. Las nuevas ideologías políticas como el socialismo, el comunismo y el anarquismo, que hacían eco entre los obreros europeos, motivaron al pontífice a proponer una alternativa católica al proletariado para renovar la sociedad (Jedin, 1978, p. 62; Lynch, 2012, p. 301). Se trataba de una reacción ante el avance de estas nuevas ideologías, pero que abrió un espacio importante para la consolidación del “catolicismo social”, como una propuesta teológica y pastoral sobre el orden de la sociedad, la política y la cultura. Esta situación complejizó la actividad militante católica de carácter apologético, pues el catolicismo social abrió una nueva etapa marcado por una militancia católica comprometida con las cuestiones sociales y en un diálogo ambiguo con el mundo moderno. La propuesta de una civilización católica social, de un orden social cristiano o del “reinado social de Jesucristo” expresaban el deseo político, social y cultural de presbíteros y laicos por constituir una sociedad que recogiese los principios morales, doctrinales y sociales del catolicismo. Además, mostraba la intención del episcopado y el laicado de participar en los principales debates políticos y sociales del país. El catolicismo social convivió con el catolicismo apologético, pues formaban parte del mismo proceso de compromiso/negociación del catolicismo con el mundo moderno, que implicaba adaptarse, permanecer ambiguo e, incluso, rechazar radicalmente algunos elementos de la modernidad.8 El catolicismo militante, social y apologético, era parte del nuevo catolicismo y se prolongó hasta el Concilio Vaticano II. 6 Similar proceso de militancia católica, como un momento posterior a la consolidación institucional e ideológica, se observa en otros países de la región. En 1868 en México, los laicos se organizaron en la Sociedad Católica de México, cuyo principal objetivo era tener presencia pública a través de la prensa (Lynch, 2012, pp. 195-196). 7 Klaiber establece la etapa del laicado militante desde la década de 1930 cuando surge la Acción Católica Peruana (1988, pp. 41-43). Sin embargo, la militancia laical se constituye en experiencias previas de sociedades laicas de carácter público. 8 El término engagement – compromiso – permite explicar el proceso por el que el catolicismo latinoamericano y, también, europeo se vinculan en el complejo entramado de acomodarse, permanecer ambiguos y rechazar tajantemente elementos modernos (Wright-Rios, 2009, p. 26). 11 La historiografía nacional reconoce la identidad católica de la ciudad de Arequipa como un elemento político a tomar en cuenta. Esta vinculación con el catolicismo se consolidó desde mediados del siglo XIX y se extendió hasta las primeras décadas del siglo XX. Para Klaiber (1988), García Jordán (1991), Armas (1998) y Martin (2012), Arequipa se convirtió en un espacio donde la identidad religiosa sirvió como plataforma para reivindicaciones regionales y permitió articular la identidad local en oposición al creciente centralismo y liberalismo limeños. Con el soporte institucional e ideológico de sus obispos, Bartolomé Herrera (1860-1864), José Benedicto Torres (1868-1880), Juan Ambrosio Huerta (1886-1896), Manuel Segundo Ballón (1898-1905) y Mariano Holguín (1907-1943), el catolicismo arequipeño articuló una cultura política católica a partir del lenguaje pontificio transnacional y las reivindicaciones políticas locales. Por ello, el estudio del catolicismo arequipeño permite comprender la complejidad del proceso de recepción y adaptación del lenguaje teológico-político del pontificado y el proceso del resurgimiento católico. Este proceso se dio en el marco de la modernización política, económica y cultural vivida en el Perú y en la ciudad entre 1885 y 1925, que permitió articular una cultura política católica en Arequipa, vivida desde la identidad local y religiosa, y con la capacidad de proponer alternativas a la modernidad limeña y considerada como indiferente de la Iglesia. La particularidad del catolicismo arequipeño radica en la conjunción de factores religiosos, socio-económicos y políticos, que consolidaron a la ciudad como el bastión del catolicismo en el Perú. A nivel religioso, la llegada en 1869 de un importante grupo de franciscanos de origen español facilitó el resurgimiento devocional, litúrgico e ideológico en la ciudad. Ellos provenían de una España donde el catolicismo se había radicalizado a causa del ultramontanismo, del carlismo y la represiva ofensiva liberal y anticlerical, por lo que realizaron un fuerte activismo desde la palabra escrita y la organización laical. Consideraban que era necesario re-cristianizar la sociedad, por lo que se organizaron a través de la predicación de misiones urbanas que promovían la devoción, la vida sacramental y la identidad católica apologética. En 1869, bajo la dirección de José Masía y con el apoyo del obispo José Benedicto Torres, se predicó la primera misión en Arequipa. Dado el éxito de la primera misión y por insistencia de la De esta manera, se hace posible, por ejemplo, el catolicismo social crítico de las ideologías socialistas y del capitalismo y abierto al espacio público y la vida asociativa. El término “compromiso” puede ser entendido, también, como “negociación” de la cultura política católica con la modernidad que puede concluir en adaptaciones, ambigüedades y rechazos. Por ello, se emplean ambos términos en este estudio. 12 población arequipeña, ese mismo año se creó el colegio apostólico de la Recoleta franciscana con 15 religiosos entre padres y estudiantes. En 1898, el Colegio tenía una fama regional importante y se sumaron 26 estudiantes españoles que continuaron impulsando la obra de re-cristianización de la sociedad (Klaiber, 1988, p. 160). Los franciscanos de la Recoleta contaron con el apoyo de importantes miembros de la élite como la familia López de Romaña, Ricketts y Landázuri. Entre los franciscanos recoletanos más importantes se pueden mencionar a Elías del Carmen Passarell, Francisco Cabré y José Masía, todos ellos españoles que estuvieron comprometidos con el resurgimiento católico en la ciudad. Passarell llegó a publicar más de 140 obras de divulgación entre textos apologéticos y devocionales entre 1870 y 1910 (Catálogo, 1906). Sus escritos devocionales y apologéticos tenían un formato pequeño, de bajo costo y accesible a los laicos y laicas. Eran documentos de divulgación de la teología pontificia y ultramontana en Arequipa. Cabré, por su parte, se vinculó a la dirección del Círculo de Obreros Católicos en la primera década del XX, fue editor del periódico del Círculo “La Colmena” y promotor del catolicismo social que entendía la labor católica como la construcción de un orden social católico. Por su parte, Masía estuvo vinculado a las sociedades apologéticas de Arequipa como conferencista y fue un gran promotor de devociones como la de la Virgen Dolorosa. Finalmente, fue nombrado obispo de Loja, en Ecuador en 1875, y fue conocido por su beligerancia política contra el liberalismo dado su formación ultramontana, lo que le consiguió la expulsión del país en varias ocasiones. Murió en Lima en 1902. A los franciscanos se unieron, a fines del siglo XIX, un importante grupo de jesuitas, formados en el ultramontanismo y el catolicismo social, que colaboraron en el proceso de organización y formación de los laicos. En 1898 fundaron el colegio San José de Arequipa para la educación de las elites. También llegaron otras órdenes a Arequipa como los sacerdotes de la misión o lazaristas, encargados de la Sociedad de San Vicente de Paul de señoras. Estos religiosos fueron capaces de responder a los cambios políticos e ideológicos vividos en el país, y de adaptar el discurso pontificio apologético y social a la práctica pastoral de la caridad y el asistencialismo. La importancia del liderazgo de estos religiosos, especialmente de los franciscanos recoletos, se evidencia en el ascenso al episcopado de varios de ellos como ocurrió con los franciscanos Mariano Holguín y Buenaventura Uriarte y el vicentino Emilio Lissón. El segundo factor es el socio-económico que se sustenta en la escasa brecha existente entre la elite, los sectores medios y un sector de la plebe. La propiedad no 13 constituyó, como en otras regiones del país, un elemento de ruptura y diferenciación social, pues de ella usufructuaban casi todos los sectores sociales de la ciudad. Esto facilitó la ambigüedad entre los sectores sociales desde finales del siglo XVIII (Chambers, 1999). Además, con la independencia, la Universidad de San Agustín permitió el ascenso social de los sectores medios a través de las profesiones liberales y, con ello, su incorporación a la cultura letrada y católica de la elite local. Muchos de los laicos militantes provenían de los sectores medios formados en la universidad. Además, la población de la ciudad era relativamente pequeña en comparación con Lima. En 1908, Arequipa tenía una población de 35000 habitantes, mientras Lima contaba con 141000 (Klarén, 1992, p. 257). Sin embargo, desde finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, las condiciones sociales de los sectores marginales empeoraron con la inserción de Arequipa en el comercio internacional, pues la diferencia de estilos de vida entre la élite, denunciada por un sector del catolicismo como lujosa, se contradecía escandalosamente con la pobreza de los trabajadores de la ciudad. Con el auge del comercio lanero este ambiguo equilibrio social comenzó a resquebrajarse, pues emergió una oligarquía arequipeña vinculada a las casas comerciales que reforzaron los modos de producción tradicionales. A diferencia de la oligarquía azucarera del norte y por causa de unos ingresos menores, la elite arequipeña invirtió sus ingresos en minería, textiles y construcción y nunca fue lo suficientemente rica como sus pare limeñas y norteñas (Klarén, 1992, p. 262). Finalmente, la oposición al creciente centralismo y protagonismo político de Lima desde finales del siglo XIX fueron un factor político aglutinador para la consolidación de una cultura política católica en Arequipa como lo expresó la constitución del Partido Católico en 1913. También, el ascenso de nuevos actores políticos como los liberales y filo socialistas arequipeños, surgidos de la modernización de la ciudad, permitió consolidar la cultura política católica arequipeña. Los liberales arequipeños provenían en su mayoría de la UNSA, espacio devenido liberal desde inicios del siglo XX, y se articularon alrededor de intereses comunes como la secularización de la vida política y social, y cierta actitud anticlerical (Martin, 2012; Onken, 2013, pp. 241-248). Por ello fue posible que desde Arequipa se planteara como alternativa al proyecto de modernidad limeño, una modernidad católica regional. Desde la década de 1880, en el periodo posterior a la Guerra del Pacífico, hasta las primeras décadas del siglo XX, en el contexto de la República aristocrática, se fue constituyendo 14 una reflexión sobre la necesidad de constituir un orden social cristiano que tomó cuerpo en consonancia con el discurso pontificio. Los cambios políticos, económicos y sociales de Arequipa entre las décadas de 1880 y 1920 no significaron el repliegue del catolicismo y su radicalización ideológica, como afirman García Jordán (1993, p. 218), Martin (2012) y Onken (2013, p. 246). Más bien, el periodo investigado permite estudiar como los católicos y las católicas arequipeños respondieron desde el rechazo ideológico, el activismo político y social, y el uso de medios modernos a los cambios vividos en la ciudad y el país. Este proceso de negociación/compromiso con la modernidad tuvo como finalidad, desde la década de 1910, elaborar un proyecto de progreso y desarrollo que mantuviese al catolicismo como un pilar central de la identidad nacional. El proyecto de una modernidad católica regional fue la concreción de una experiencia teológica y pastoral consolidada y de la cultura política católica en Arequipa. La alternativa de modernidad católica constituía una recepción del magisterio pontificio adaptado a la realidad nacional. De esta manera, Arequipa se constituyó en una pequeña “Roma”, pues articuló iniciativas apologéticas, sociales y políticas que tuvieron repercusión nacional como la Unión Católica, el Círculo de Obreros Católicos y el Partido Católico. ____________________ La tesis analiza el proceso de consolidación de una cultura política católica en el marco de la consolidación institucional e ideológica de la Iglesia y del resurgimiento católico. El primer capítulo estudia las bases religiosas, socio-económicas y políticas del resurgimiento católico de Arequipa en el marco del proceso de modernización vivido en el país entre el periodo de la Reconstrucción nacional y el primer lustro del Oncenio de Leguía. El segundo capítulo recoge la historia de las sociedades de piedad y apologéticas surgidas en Arequipa, desde el periodo de la Reconstrucción hasta el Oncenio. Las sociedades de piedad son analizadas cómo espacios de constitución de nuevas prácticas devocionales y sacramentales, acordes al nuevo espíritu católico decimonónico. Por su parte, las sociedades apologéticas se estudian desde una perspectiva política y del espacio público. De manera especial destacan la Unión Católica y el Partido Católico, las que constituyen espacios de negociación-adaptación a la creciente modernización y de articulación de proyectos políticos de índole católico. Finalmente, las sociedades de caridad y el catolicismo social son estudiadas en el 15 capítulo tercero. Se destaca el papel de la Sociedad de Señoras de San Vicente de Paul y la Unión Católica de Señoras que dio un marcado rostro femenino al ejercicio de la caridad cristiana. La labor apologética fue de la mano con la práctica de la caridad. Una última sociedad estudiada en este capítulo es el Círculo de Obreros Católicos que constituye una iniciativa arequipeña en el marco del surgimiento de trabajadores marginados producto de la modernización económica de la ciudad. Esta asociación era una forma de recepción apologética y social del magisterio pontificio y permitió elaborar un proyecto pastoral de orden social cristiano. 16 Capítulo 1. La construcción de la “Roma del Perú”: catolicismo, política y sociedad en Arequipa (1821 – 1884) Arequipa fue fundada por Garcí Manuel de Carvajal, teniente de Francisco Pizarro, el 15 de agosto de 1540, día de la Asunción de la Virgen María. La ubicación geográfica de la ciudad permitió que se articulase rápidamente a los circuitos comerciales que surgieron alrededor de Potosí en el Alto Perú durante el periodo colonial y, posteriormente, en la república, al circuito lanero del sur andino. Arequipa se encontraba a dos días del puerto de Mollendo desde donde se conectaba por vía marítima con Lima y otras regiones del país. Entrando en la sierra, se encontraba a seis días de distancia de Puno y a diez de Cuzco; además, la cercanía a Moquegua la insertaba en las rutas comerciales hacia La Paz y Potosí. Además, el valle alrededor de la ciudad – la llamada campiña – permitió desarrollar un pequeño y sólido mercado local de cosas de pan llevar (Chambers, 1999, pp. 21-24). En 1609, la ciudad de Arequipa fue designada sede de una larga diócesis que abarcaba hasta las actuales provincias chilenas de Arica y Tarapacá y cuya extensión se redujo con la anexión de Tarapacá y Arica, luego de la Guerra con Chile, y, en el siglo XX, con la creación de las prelaturas de Caravelí (1957) y Chuquibamba (1962). El primer obispo en tomar posesión de la diócesis, tras el fallecimiento de sus dos antecesores antes de pisar suelo arequipeño, fue el agustino fray Pedro de Perea en agosto de 1619. La ciudad de Arequipa tuvo a la plaza de armas como su centro religioso, político y comercial. Las iglesias, cuyos campanarios dominaban el paisaje urbano, eran como hitos que daban nombre a las calles y barrios e, incluso, sus toques de campana regían la vida cotidiana de la ciudad (Chambers, 1999, p. 25). Diversas órdenes religiosas establecieron sus iglesias y conventos en Arequipa, como los dominicos, los agustinos, los mercedarios, los franciscanos y los jesuitas. Además, se establecieron los monasterios de religiosas de clausura de Santa Catalina, Santa Teresa y Santa Rosa, y un pequeño monasterio franciscano para el retiro de los frailes conocido como La Recoleta, que llegó a ser un dinámico espacio de encuentro para los laicos católicos arequipeños desde la segunda mitad del siglo XIX. Con la instauración del sistema republicano, la ciudad adquirió una nueva vitalidad asociada al comercio lanero, a la instalación de casas comerciales extranjeras y a la activa participación política de la ciudad en el devenir del país a lo largo del siglo XIX e inicios del XX. 17 1.1. La Iglesia católica en Arequipa: institucionalidad, resurgimiento y laicado (1821-1879) El proceso de independencia y los primeros años de la república fueron sorteados vigorosamente por el obispo de Arequipa José Sebastián de Goyeneche y Barreda, un prominente miembro de la elite local. El joven prelado – nombrado obispo en 1818 – se convirtió pronto en un defensor de los derechos de la Iglesia. En Arequipa, los conflictos entre el poder civil y el religioso adquirieron notoriedad en marzo de 1831 con la intempestiva fuga del convento de Santa Teresa, de la carmelita descalza Domingo Gutiérrez de Cosío.9 El intempestivo abandono desató un escándalo público que dio origen a un intenso conflicto sobre los fueros civil y eclesiástico (Guevara, 2009, p. 320). Goyeneche abrió un proceso por apostasía contra Gutiérrez, al que se opusieron los liberales de la Corte Superior de Arequipa en defensa de la libertad de la religiosa y contrarios al fuero eclesiástico. El conflicto llegó a Lima, donde la Corte Suprema reconoció la jurisdicción exclusiva de la Iglesia sobre el asunto (Guevara, 2009, pp. 327-334). El caso de Gutiérrez ejemplifica bien el conflicto entre el naciente estado y la Iglesia por el tema de las jurisdicciones y la autoridad sobre los ciudadanos. El caso Gutiérrez dejó en claro a Goyeneche la necesidad de buscar en Roma un baluarte para la seguridad jurídica de la Iglesia local. En febrero de 1832, Gregorio XVI felicitó al prelado arequipeño por el firme deseo de observar las normas de la Iglesia. (Rojas, 2006, p. 164). La comunicación de Goyeneche con Roma se podía datar unos años antes del conflicto en torno a la religiosa carmelita. A mediados de 1826, el prelado arequipeño escribió una extensa misiva dirigida al papa León XII donde ratificaba su fidelidad a la Iglesia, “mi Esposa”, a cuyo servicio “devo [sic] consagrar mis días, bienes y vínculos de carnes y sangre” (citado en Rojas, 2006, p. 94). Una de las preocupaciones centrales del obispo era el peligro que corría la Iglesia de desestructurarse jerárquicamente ante la ausencia de obispos, por lo que solicitaba el nombramiento de nuevos prelados para el continente (Rojas, 2006, p. 95). La cercanía de Goyeneche con Roma iniciaba un proceso de cambio en las relaciones entre la iglesia local y el papado, a quien se confiaba la seguridad y continuidad de la Iglesia en América. En una segunda carta a León XII, escribía sobre la acefalía de los feligreses americanos: “Tiemblo, Beatísimo 9 Gutiérrez elaboró cuidadosamente elaborada su escape, que consistió en fingir su muerte al ingresar un cadáver a su celda y proceder a quemarlo para evitar el reconocimiento. Sin embargo, su plan fue pronto descubierto rápidamente (Guevara, 2009, p. 320). 18 Padre, al considerarlo y sólo diviso en el báculo de Vuestra Santidad la virtud preservativa de estos males” (citado en Rojas, 2006, p. 95). En 1828, León XII lo nombró Prelado Doméstico y Asistente al Sacro Solio Pontificio. La relación con Roma se afianzó en 1832, cuando el pontífice nombró a Goyeneche Visitador de Regulares y Delegado Apostólico para toda América Meridional (Rojas, 2006, p. 167). La Sede Apostólica solicitó al prelado arequipeño que informase sobre la pertinencia y fidelidad a Roma de los candidatos al episcopado y, también, sobre aquellos que no eran considerados aptos para el cargo. Además, Gregorio XVI le solicitó realizar una visita como delegado papal con plenos poderes a los obispados de Cuzco, Huamanga, Maynas, Trujillo y al arzobispado de Lima. La finalidad de su visita era reformar la vida religiosa y enviar un informe detallado a Roma (Rojas, 2006, p. 168). Sin embargo, como afirma Rojas, Goyeneche era un hombre de antiguo régimen, para quien el patronato de la Iglesia era aceptable cuando las “regalías” afianzaban la seguridad de la Iglesia. El obispo no aprovechó el poder concedido por el papado para reformar la estructura de las iglesias locales. No logró comprender que para Roma el patronato y cualquiera otra forma de intervención del poder civil en la Iglesia era inaceptable y mellaba la autoridad pontifica sobre las iglesias locales. (2006, pp. 172-173). Goyeneche no comprendía los cambios ideológicos e institucionales propios del nuevo catolicismo, surgido de las revoluciones francesa y atlánticas, aunque si percibió la necesidad de acercarse a Roma en busca de seguridad jurídica y doctrinal. Goyeneche era la expresión de un momento de cambio ideológico al interior de la Iglesia católica. En 1859, el clérigo ultramontano Bartolomé Herrera era nombrado obispo de Arequipa, en reemplazo de Goyeneche, quien era trasladado a la sede de Toribio de Mogrovejo. El resurgimiento católico en Arequipa, que se afianzó en las décadas siguientes, se sustentó en la actividad ultramontana y romanizadora liderada por el obispo Herrera y sus sucesores. Los medios para la difusión del ultramontanismo fueron las cartas pastorales, la prensa y las reformas episcopales de la educación catequética. Por otro lado, los obispos facilitaron la llegada de nuevas órdenes religiosas como los franciscanos españoles, los sacerdotes de la misión o lazaristas y de los jesuitas. Estos religiosos, pero de manera especial los franciscanos del convento de La Recoleta fueron activos agentes del resurgimiento católico de la ciudad al dirigir diversas actividades religiosas, algunas sociedades católicas y crear espacios para la formación doctrinal del laicado. El resurgimiento constituyó un proceso central de la consolidación del nuevo 19 catolicismo decimonónico en Arequipa, pues era la muestra clara del triunfo de la romanización y el ultramontanismo en la Iglesia católica. El breve gobierno episcopal de Herrera se embarcó en el proceso de romanización de la vida eclesial de Arequipa, a través de la adhesión del clero y los fieles al papado. Entre 1861 y 1863, el prelado promovió varias colectas y rogativas para asistir al papa Pio IX ante el avance de las tropas italianas y las necesidades económicas de la Sede Apostólica. En la “Circular a los párrocos” de enero de 1861 solicitaba a los párrocos y fieles hacer de “las rogativas una necesidad de cada corazón católico: no las rogativas de pocos días y algunos momentos cada día, sino de todos los días y de todos los momentos”.10 Con la finalidad de afianzar en el corazón de la iglesia arequipeña la presencia del papa, el obispo ordenó la realización de misas en todas las iglesias de la ciudad, de preces en la Catedral y las iglesias de órdenes religiosas, del rosario en las familias arequipeñas y de oraciones comunitarias y privadas. Con ello, aseguraba el prelado, se buscaba de Dios “que abrevie los días de prueba que estamos atravesando, para que acepte [Dios] en bien del mundo el martirio prolijo que sufre el Sumo Pontífice y la Iglesia”.11 La “Circular” concluía con la organización de una colecta en toda la diócesis mediante una lista de suscriptores de los donantes, encabezada por el mismo obispo, quien donó 1000 pesos. La carta de Herrera destacaba la noción comunitaria de Iglesia, pues las dificultades sufridas por Pio IX y el peligro de perder los Estados Pontificios eran un problema que concernía a todos los creyentes desde el obispo hasta los fieles. De la asistencia a misa al rosario en casa, la solicitud del prelado arequipeño construía elementos de identidad alrededor del pontífice y la defensa de la Iglesia universal. El pedido episcopal resonó fuertemente en los generosos corazones del clero y la feligresía arequipeña. La colecta, hecha para el “auxilio de Su Santidad Pio IX”, recaudó fondos provenientes de los conventos, monasterios de clausura y de fieles de las parroquias de la ciudad, de los pueblos aledaños a Arequipa y de las zonas alejadas de la diócesis, como la ciudad de Arica.12 Las listas de donantes conservadas en el Archivo Arzobispal de Arequipa muestran la nueva sensibilidad de la gente frente al 10 AAA. Curia diocesana. Correspondencia: 1856-1868 (Circular a los párrocos del obispo Bartolomé Herrera, firmada el 28 de enero de 1861 y hecha pública el 26 de febrero). 11 AAA. Curia diocesana. Correspondencia: 1856-1868 (Circular a los párrocos del obispo Bartolomé Herrera, firmada el 28 de enero de 1861 y hecha pública el 26 de febrero). 12 La lista de las parroquias, comunidades religiosas y personas particulares que donaron se encuentran ubicadas entre los años 1861 y 1862 en: AAA. Curia diocesana. Correspondencia: 1856-1868. 20 tema propuesto por el obispo Herrera y las formas de participación de la sociedad en la nueva sensibilidad pro romana promovida por el obispo. La donación realizada por el clero y la feligresía para auxiliar al pontífice muestran cierta pertenencia a esta nueva cultura y lenguaje católicos de defensa de la Iglesia y de culto al pontífice como nueva formas del catolicismo decimonónico. Los jubileos y las pastorales sirvieron para crear una experiencia de catolicidad universal y unificada en la figura del pontífice. En la Pastoral enviada a la Iglesia arequipeña con motivo de su entronización como prelado, Bartolomé Herrera equiparaba a la Iglesia católica con la “patria” que […] no tiene otros limites en el mundo que los del mundo. […] A ninguna pertenecemos tan entera y completamente, con todo nuestro ser, como a ella. Ninguna sino ella satisface los delicados y más escondidos sentimientos del corazón y sus nobles tendencias. En ella y no en otra halla su perfección el hombre y se hace imagen cabal de la divinidad. Sus ciudadanos son los únicos hombres libres de la tierra, porque son los únicos que solo obedecen a Dios. […] Adhirámonos con todas las fuerzas de nuestra alma y con todo el ardor de la caridad católica a nuestra noble y dulcísima Patria religiosa. En ello nada pierde el amor de la Patria política, ni la debida obediencia a sus autoridades y a sus leyes, así como el amor de la Patria política no perjudica el amor de la familia, ni el amor de la familia al de nosotros mismos. El amor a la Iglesia comprende en sí todos estos amores; los ordena jerárquicamente; los enciende; los purifica, y los has capaces de producir los admirables hechos y las inmolaciones gloriosas. (Herrera, 1860b, pp. 5-6) La identidad católica sobrepasaba las identidades confinadas a los estados y los ordenaba en el orden sobrenatural querido por Dios para el mundo. El lenguaje del ultramontano obispo estaba cargado de una retórica divina y política que exaltaba a la Iglesia como una comunidad de comunidades, cuyo valor sagrado la convertía en paradigma del orden político y social presente. La sociedad eclesial se reunía alrededor del papa, por lo que los problemas que padecía el papado eran “aflicciones de que no podéis dejar de participar” sin dejar de ser católico (Herrera, 1860b, p. 7). La nueva sensibilidad católica impulsada por el prelado fue promovida, de igual manera, a través de la educación de los futuros clérigos y la instrucción religiosa de los niños y fieles realizada en las parroquias de la diócesis sureña. Para mejorar la educación del clero, central en los objetivos ultramontanos del obispo, se reformaron las instalaciones y, especialmente, el plan de estudios del Seminario de San Jerónimo. Se ampliaron los salones y el mismo obispo se hizo cargo de la enseñanza de Filosofía y de 21 la preparación de los textos para los cursos de Metafísica y Teología. Obsequió una imprenta al Seminario que había traído consigo de Lima y asistía a todos los exámenes de los estudiantes (Cateriano, 1908, p. 241; Martínez, 1933, p. 246). Con el decreto del 5 de febrero de 1863, el prelado introdujo el curso de Teología moral en el plan de estudios del seminario, que hizo extensivo a la formación de los coristas conventuales de las ordenes regulares de la ciudad (Benito, 2013, p. 519). En 1861, Herrera convocó a un concurso para la provisión de curatos de la diócesis donde señalaba que los candidatos debían tener el “celo infatigable” y dispuestos al martirio en los tiempos agrestes que se vivían contra la Iglesia (Benito, 2013, p. 518). La preocupación por la educación y el compromiso del clero fueron centrales para el prelado y la Iglesia. De la misma forma, la formación del laicado tuvo un papel importante en la política episcopal de Herrera. El 2 de mayo de 1863, envió una carta al Prefecto de Arequipa donde respondía a la solicitud de la comisión de Instrucción de la Provincia para que los niños de las escuelas asistan los domingos a la parroquia para recibir enseñanza sobre el catecismo.13 La iniciativa de la prefectura encontró eco en Bartolomé Herrera, que inmediatamente ordenó en una “Circular” a los párrocos de la ciudad y alrededores14 que se procediese a la instrucción de los niños con los catecismos llamados “Doctrina Cristiana” y el “Catecismo” de Astete. A los párrocos se recomendaba consultar el Catecismo de Mazo, quien explicaba el catecismo de Astete.15 La “Circular”, señalaba, con cierta expectativa, que con el cumplimiento de la orden “no pasarán muchos años sin que se sienta la influencia del catolicismo en las costumbres individuales, en la felicidad de las familias y en el orden público”.16 La preocupación por la educación religiosa pareció dar sus frutos en las décadas siguientes con el compromiso laical, la creación de nuevos valores como el cuidado de la familia y la preocupación por la catolicidad del estado. La educación constituyó un elemento clave del debate político desde fines del siglo XIX e involucró a las sociedades de laicos 13 AAA. Curia diocesana. Correspondencia: 1856-1868 (carta del obispo al Prefecto de Arequipa, 5 de mayo de 1863). 14 La Circular fue recibida por los párrocos de las iglesias del Sagrario, Yanahuara, Cayma, San Pedro de Uchumayo, Santa Gertrudis de Tio, Santiago de Tiabaya y San José de Vítor. AAA. Curia diocesana. Correspondencia: 1856-1868 (Circular, 6 de mayo de 1863). 15 Los catecismos mencionados eran los más comunes en la instrucción religiosa de los niños y fueron escritos en el siglo XVI. De ellos, el más importante fue el Catecismo de Santiago José García Mazo, canónigo vallisoletano, escrito en 1837 y que comentaba el del Astete. En Arequipa fue publicado en 1859 con la autorización del obispo Goyeneche y reimpreso en segunda edición en 1867. 16 AAA. Curia diocesana. Correspondencia: 1856-1868 (Circular, 6 de mayo de 1863). 22 y laicas como a los sacerdotes.17 El 10 de agosto de 1864, Bartolomé Herrera falleció en el palacio episcopal del Buen Retiro, acompañado de su confesor, el presbítero José Quintanilla. La sucesión de Bartolomé Herrera originó una disputa política y teológica. El 2 de noviembre de 1864, el Congreso eligió al cura de Characato José Manuel Vargas como nuevo obispo. Las autoridades de la ciudad y “todos los fieles Católicos, Apostólicos, Romanos” rechazaron la elección en un folleto dirigido al papa Pio IX, el 18 de noviembre de 1864 (Representación, 1864, p. 1). El escrito representaba la voz del laicado en un asunto episcopal y gubernamental. Acusaban a Vargas de haber sido favorecido por su cuñado, el segundo vicepresidente Pedro Diez Canseco.18 El folleto denunciaba como un “precedente corrupto y anticatólico” que se pueda negociar el “Apostolado de la grey católica del Perú” como una “mercancía obtenible a merced del influjo político, del móvil de la especulación, y de las intrigas profanas y sacrílegas que hoy no respetan ni los intereses de Dios y de nuestra Religión” (Representación, 1864, p. 6). Los católicos detrás del manifiesto denunciaban, además, como impedimento la antigua actitud liberal como diputado por Caylloma en la Convención Nacional de 1855 – tiempo que coincidió con la prefectura ejercida por Diez Canseco, su cuñado, en Arequipa. Afirmaban que “tuvo la desgracia de proponer y sostener la tolerancia de cultos” (Representación, 1864, p. 11). También se le acusó de tener impedimentos canónicos por no tener el grado ni de licenciado ni doctor en teología, requisito para ser nombrado obispo, y de tener una malformación en el rostro a causa de una “úlcera cancerosa” que podría hacer del electo obispo “un objeto de asco y de alejamiento absoluto” (Representación, 1864, pp. 7-10). El escrito era muestra de la apropiación del lenguaje teológico y político ultramontano por parte de algunos grupos de laicos en Arequipa. La Representación mostraba cómo para algunos católicos era de suma importancia la historia de vida del candidato al episcopado y su compromiso con la 17 En Antioquía (Colombia) la educación fue elemento central del debate político entre liberales y católicos, quienes se involucraron activamente – tanto las asociaciones laicales como las órdenes religiosas – en la construcción de una sólida educación católica desde la mitad del siglo XIX (Londoño-Vega, 2002, pp. 187-197). 18 Pedro Diez Canseco Corbacho (1815-1893) fue un militar arequipeño vinculado activamente con la política nacional. Fue prefecto de Arequipa entre octubre de 1855 y febrero de 1856, tiempo durante el cual contribuyó con 10000 pesos para la finalización de la reconstrucción de la Catedral de Arequipa (Martínez, 1938, p. 155). 23 defensa de los derechos de la Iglesia. Casi diez años antes, la política pontificia de nombrar candidatos de tendencia ultramontana impidió la elección de Juan Gualberto Valvidia al obispado del Cuzco, a causa de sus posturas liberales regalistas en la Convención Nacional de 1855 y por firmar la Constitución liberal de 1856 (Iberico, 2016, p. 42).19 De la misma manera, la actividad parlamentaria de Vargas a favor del liberalismo en la misma Convención lo hacía inaceptable para el cargo de obispo, por lo que se solicitaba a Pio IX que “si el que profesa tales ideas y doctrinas, puede rejir con provecho de Dios y de la moral cristiana, unas de las Iglesias Apostólicas, Romanas del Perú que se jacta en honra de su catolicismo”. Esta fama de liberal generó un “concepto desfavorable y [de] total desprestigio en el Pueblo que desea apacentar” (Representación, 1864, p. 11). Por tanto, ser católico se vinculaba con la defensa de los derechos de la Iglesia y de la autoridad absoluta del pontífice sobre las iglesias locales. Si bien varios de los redactores de la Representación eran discípulos de Calienes, obispo auxiliar de Arequipa (1864, p. 5; Cateriano, 1908, p. 252), el folleto mostraba la familiaridad de un sector de los laicos con el lenguaje católico del ultramontanismo y que los hacía protagonistas del resurgimiento católico. La muerte de Juan Manuel Vargas el 4 de enero de 1865 evitó que el conflicto escalase. En su reemplazo, el 23 de enero el Congreso eligió al obispo auxiliar fray Juan Calienes como titular de la sede arequipeña, quien fue preconizado por Pio IX el 31 de marzo. El periódico La Bolsa destacó que el nombramiento del obispo había generado júbilo en la población. Una comitiva se acercó a felicitarlo, presidida por el prefecto Mariano Ignacio Prado y los discípulos del obispo, los ex alumnos del Colegio de San Francisco. El periódico, finalmente, felicitaba al congreso por la elección de Calienes (citado en Benito, 2001, p. 31).20 El duro viaje a Lima para recibir las bulas papales, en agosto de 1865, sacudió la frágil salud del anciano prelado quien llegó a recibir la extremaunción en Chorrillos por la aparente cercanía de su muerte (Cateriano, 1908, p. 254). A su retorno a Arequipa, en febrero de 1866, se refugió en el convento de la Recoleta, desde donde autorizó el 2 de marzo de ese año al obispo de Puno Juan Ambrosio Huerta, preconizado posteriormente como obispo de Arequipa, para que se 19 El papa Pio IX rehusó extender las bulas de nombramiento a Valdivia, pese a haber sido propuesto por la Convención Nacional en 1856, a pedido de su amigo el presidente Ramón Castilla (Fernández, 2000, p. 381). 20 La Bolsa (Arequipa, 15 de enero de 1865). Este periódico fue fundado por los hermanos Francisco y Valentín Ibáñez, hijos de Jacinto Ibáñez quien instaló la primera imprenta en Arequipa poco después de 1823 (Martínez, 1938, pp. 31-36). La Bolsa tuvo un marcado carácter liberal, aunque no anticlerical (Eguiluz, 2014). 24 encargase de ordenar a los religiosos preparados y de consagrar y confirmar en todo el obispado. El prelado de Puno permaneció hasta el 12 de abril de ese año (Piérola, s/f, pp. 13-12, 149). El breve gobierno episcopal de Calienes – solo de nueve meses – no le permitió aplicar ninguna acción concreta. Escribió una carta pastoral, fechada el 20 de marzo, donde dejaba en claro su opción político-teológica ultramontana. Señalaba que lo más importante era mantenerse firme en la doctrina cristiana y solicitaba a sus “venerables hermanos [el clero] y amados hijos” que guardaran la doctrina “en toda la extensión de nuestra Diócesis” (Anexo 2 en Benito, 2001, p. 49). Solicitaba a mantener “estrechísima adhesión al Romano Pontífice que es la piedra angular que sirve de fundamento a esta misma Iglesia Católica” y vigilar “porque los sagrados derechos de la Iglesia, sus inmunidades y prerrogativas se guarden sin detrimento y sean respetados” (Anexo 2 en Benito, 2001, p. 50). Finalizaba la romanizadora pastoral exhortando a los párrocos a continuar formando a los fieles “por medio de la constante predicación evangélica y la frecuente lección del Catecismo” y continuar con la formación del clero en el Seminario (Anexo 2 en Benito, 2001, pp. 50-51). Cuatro meses después de la publicación de la carta, el 26 de julio de 1866 falleció el prelado en La Recoleta. A finales de 1868, José Benedicto Torres fue nombrado obispo de Arequipa. Fue promotor de la Sociedad Católico-Peruana, junto al canónigo Mariano Lorenzo Bedoya y los laicos mencionados. Arribó a la ciudad junto a varios predicadores del Convento de los Descalzos de Lima, quienes se instalaron en el Convento de La Recoleta en setiembre de 1869 (Garreaud, 2015, 3, p. 18). La misión de religiosos estaba conformada por los presbíteros José María Masía, José María Rodó, Rafael Llauradó, Juan Estévanez y el hermano José Álvarez; luego se les sumarían Elías Passarell, Buenaventura Seluy y Pedro Serra (Espinoza de la Borda, 2009, p. 171). El año de su arribo a Arequipa, lograron que el convento sea convertido en un Colegio Misionero, llamado San Jenaro, lo que le otorgó autonomía respecto a la Provincia franciscana del Perú. Dependían de la Comisaría General del Perú, cuya sede era el Convento de los Descalzos de Lima. De esta manera, se dedicaron a las “misiones populares” que consistían en grupos de religiosos que salían del convento para el apostolado catequético, sacramental y devocional en las ciudades y alrededores. Eran propulsores de una nueva sensibilidad católica devocional, sacramental y apologética. Los franciscanos de La Recoleta convirtieron a Arequipa y sus alrededores en una zona de 25 “misión popular” como muestran los más de 10000 matrimonios celebrados entre 1869 y 1899 (Espinoza de la Borda, 2009, pp. 178-179). La nueva comunidad en 1869 contaba con 20 religiosos, entre presbíteros y estudiantes. En 1893, habían 33 religiosos; en 1899, 35; en 1904, 39; y en 1906, 37 (Espinoza de la Borda, 2009, p. 174). El número se había casi duplicado y mantenido a lo largo de una década. La recuperación, sin embargo, solo fue comparable con la labor desempañada por el grupo de religiosos en las misiones populares, la prédica en fiestas y conferencias, la prensa católica, y el trabajo con el Círculo de Obreros Católicos y la Tercera Orden Franciscana. En 1908 se concretó la división de la Provincia franciscana de los XII Apóstoles del Perú. El 1 de mayo el Colegio de la Recoleto se incorporó como convento a dicha provincia hasta 1914, año en que se integraría a la Provincia de San Francisco Solano. No obstante, los cambios administrativos el convento de La Recoleta continúo siendo un centro importante para el catolicismo local. En 1926, el catalogo del padre Cabré mostraban que la biblioteca contaba con alrededor de 15000 libros de diversas temáticas relacionadas al catolicismo apologético, social y otros temas referentes a los problemas asociados al mundo moderno (Espinoza de la Borda, 2009, p. 177). Los franciscanos de La Recoleta fueron centrales en el proceso de resurgimientos por su activismo en la ciudad, a través de las “misiones populares”, y por la orientación ideológica de mucho de sus miembros. La mayoría de ellos provenía de España y consideraban el componente apologético como un elemento central para el laicado militante en el espacio público. Además, estos religiosos se encontraban al tanto de los debates teológicos y políticos de Europa y la región. En la investigación se encontraron periódicos católicos y críticos de otras regiones del país, de Chile, Argentina y Bolivia; así como boletines franciscanos y estatutos de sociedades apologéticas, sociales y piadosas de España, Italia y Francia. En la biblioteca de La Recoleta es posible consultar casi la totalidad de “La Civiltà Cattolica” de los jesuitas italianos. De esta manera, se encontraban informados de la realidad de la Iglesia universal y local, tanto desde la perspectiva católica como crítica. En el espacio de la Recoleta cuajaron iniciativas asociativas de carácter social como el Círculo de Obreros Católicos, fundado por Mariano Holguín y dirigida desde 1916 por Francisco Cabré, promotor del pensamiento social católico en Arequipa. Cabré entendía la acción pastoral del catolicismo social como un proceso mayor de construcción de un orden 26 social cristiano en el mundo. Era el ideal de restablecer una civilización católica en el mundo. El convento de La Recoleta se convirtió en los años estudiados en un importante centro del resurgimiento. Los franciscanos, españoles en su gran mayoría, se encontraban al tanto del devenir eclesial global. Su papel se complementó con el trabajo de otras órdenes religiosas llegadas en el mismo periodo episcopal de Torres. La Guerra del Pacífico, sin embargo, significó un freno al proceso de resurgimiento en la medida en que los esfuerzos se orientaron a atender a las víctimas del conflicto y dar soporte teológico al discurso nacional peruano. El periodo de la posguerra fue un nuevo momento para el resurgimiento y el activismo laical, característica fundamental de este proceso. Monseñor Torres, el artífice de la llegada de los franciscanos, murió el 8 de enero de 1880 en Lima. En agosto de 1880, Juan Ambrosio Huerta fue nombrado obispo de Arequipa y recibió sus bulas en diciembre de ese año. Huerta era un destacado clérigo ultramontano desde sus años mozos como editor de “El Católico” en Lima entre 1855 y 1860, y conocido por enfrentarse al ministro de Justicia y Culto, el liberal Marino Felipe Paz Soldán, cuando obispo de Puno para defender la autonomía eclesial. Había organizado un sínodo episcopal en 1868 y asistido al Concilio Vaticano I (1869-1870), sin solicitar autorización del poder civil. La disputa concluyó con su renuncia al episcopado en 1875. Su regreso a una nueva sede episcopal era la reivindicación de su actuación como clérigo católico y ultramontano. 1.1.1. La organización del laicado militante: el caso de la Sociedad Católico- Peruana de 1867 La complicada situación política generada por las reformas liberales del gobierno de Prado empujaron a un grupo de destacados católicos a reunirse en mayo de 1867 con “el objeto de formar una sociedad, que trabaje activamente por sostener y defender el catolicismo y sus derechos en este desgraciado país” (Acta de instalación, 1867). Reunidos en Lima, en la casa de Teodoro del Valle, obispo de Huánuco, el 22 de mayo se creó la Sociedad Católico-Peruana que en los meses siguientes abrió sedes en Arequipa, Huánuco, Puno, Cuzco, etc., y se formó la rama femenina de la sociedad. El discurso del prelado de Huánuco, con ocasión de la reunión, resaltaba la necesidad de formar sociedades católicas como las que había en otros países y cuya finalidad era “reanimar ese sentimiento católico [que] es el principio de regeneración”. La Sociedad 27 tenía como finalidad hacer resurgir la unidad social, las buenas costumbres, reafirmar la moral y el sentimiento religioso y permitir el florecimiento de la ciencia; pues el catolicismo garantizaba la regeneración de las sociedades humanas frente a “los errores más funestos, que puestos en práctica por la juventud que de ellos se nutre, conducen a nuestra sociedad a un abismo profundo”. Frente a la inexperiencia y falta de visión de los liberales, en tanto “jóvenes”, los “hombres del orden” deben organizarse como los primeros para obrar con “un solo pensamiento y voluntad” (Acta de instalación, 1867). Del Valle planteaba que la Sociedad debía organizarse a través de una junta central con sedes departamentales y provinciales dependientes de la sede de Lima (Acta de instalación, 1867). En Arequipa, la Sociedad Católico-Peruana se inauguró el 19 de julio de 1868. La nueva sociedad estaba presidida siempre por un religioso encargado de la formación y el cuidado pastoral; sin embargo, solo se admitían laicos como miembros plenos y a los religiosos como miembros honorarios. Este modelo se inspiraba, como lo había afirmado Del Valle, en sociedades similares como la “Sociedad para propagar la Religión” creada en Inglaterra y que reunía a nobles ingleses o la “Sociedad de jóvenes católicos” en Estados Unidos (Acta de instalación, 1867). Los laicos pertenecientes a la sociedad eran considerados como de “nuestra clase culta”, al referirse a quienes asistieron a la primera reunión en Puno, o los más “notables” de la sociedad, como ocurrió en la fundación en mayo de 1867 en Lima.21 Del Valle y los laicos limeños dirigían, claramente, su militante llamado a la élite de la sociedad (Klaiber, 1988, p. 102). Sin embargo, los miembros de la asociación en Arequipa22 provenían de sectores de la élite y la clase profesional de la sociedad. El presidente, Pedro José Bustamante, 21 Las personas mencionadas aparecen en el Acta de instalación de la asociación en Lima, el 22 de mayo de 1867. La lista completa de los cargos es la siguiente: Electos como vocales: Isidro Aramburú, Juan Nepomuceno Vargas, Pedro A. Del Solar, Manuel Pomar, Gerónimo de Agüero, José Rueda, Manuel Benjamin Cisneros, Melchor T. García, Juan Mariano Goyeneche. Consejo central permanente: Presidente: Isidro Aramburú - Vicepresidente: Juan Nepomuceno Vargas - Secretarios: Pedro A. Del Solar y Manuel Pomar - Octavio Tudela, Francisco Carasas, José María Puente, Gerónimo de Agüero, José Rueda, Manuel Benjamín Cisneros, Melchor T. García, Juan Mariano Goyeneche. Consejeros honorarios: José Ignacio Larrea, Juan Antonio Torrico, Simón Gregorio Paredes, Jorge Loayza, Casimiro Vera y Tudela, Francisco García Calderón, Manuel Antonio Barinaga, José Manuel Idiáquez y Manuel Ignacio León. 22 Consejo Departamental de Arequipa. Presidente: Pedro J. Bustamante – Vicepresidente: Manuel M. Cornejo – Secretario: Manuel E. Piérola – Tesorero: M. Dámaso Romaña – Juan Manuel Chávez, José Luis Gamio, José M. de la Jara e Ignacio Olazábal. Consejeros honorarios: Valeriano Bustamante, Manuel Mariano Echegaray, Agustín Jiménez, José B. Martínez, Bernardino Murga, Nicanor Pórcel, José María Romaña y Francisco Vermejo. (Anales de la SCP Arequipa, I, 1868, p. 12). 28 activo colaborador de Diez Canseco durante la revolución de 1867, era un reconocido magistrado y político que había llegado ser representante arequipeño ante los congresos de 1847, 1855 y 1858. En 1866, como Fiscal se negó a abrir un juicio al arzobispo Goyeneche, por lo que renunció al cargo (Martínez, 1938, pp. 166-167). El tesorero era Dámaso Romaña, un reconocido artesano, electoral municipal de Arequipa en 1858 (El Peruano, 2-I-1858, p. 14) y encargado en 1879 de la instalación del púlpito de la actual Catedral de Arequipa, junto al cónsul francés Eduardo Posignon y el carpintero Sebastián Garay (Revista Católica, 1-I-1880, pp. 8-9), y los consejeros Juan Manuel Chávez, José Luis Gamio eran conocidos abogados de la ciudad. Esta composición menos elitista caracterizó el movimiento laical católico en Arequipa. Los miembros se distribuirían en legiones, centurias y decurias, de acuerdo al número de afiliados a la sociedad en cada departamento y provincia (Anales de la SCP Arequipa, I, 1868, p. 4). Ningún miembro tenía derecho a voto y las decisiones se tomaban en el Consejo Central. Este espíritu militante, consideraba que el católico debía asumir un rol activo en la defensa y propagación del catolicismo en la sociedad y, con ello, contribuir a combatir los errores ideológicos del siglo. Dichos errores habían sido ya definidos en la encíclica Quanta cura y el Syllabus de 1864. Del Valle destacó en la misa de inauguración de la Sociedad, que “en nuestra sociedad hay mucho, muy buenos católicos: pero debemos distinguir, entre los que son simplemente católicos, y los que son católicos soldados” (Anales de la SCP Arequipa, I, 1868, p. 42). Los enemigos del soldado católico eran el protestantismo, el racionalismo, el positivismo y el panteísmo (Anales de la SCP Arequipa, I, 1868, p. 42). Para García Jordán, los objetivos de la “Sociedad Católico-Peruana” era las siguientes: 1. Defensa de las inmunidades y privilegios detentados por la iglesia y el clero; 2. Regulación del derecho del patronato ejercido por el poder civil; 3. Denuncia de la supresión de conventos y enajenación de sus bienes; y, 4. Protesta por la reducción de las rentas eclesiásticas y la progresiva asimilación del clero como funcionarios del estado (1991, p. 205). La rama arequipeña, en el mismo espíritu militante, rechazaban el liberalismo y las otras teorías “disolventes” europeas por intentar “desnudar a la Iglesia, reducirla a la miseria, para romper en seguida el vínculo sagrado de la alianza que la liga con el Estado, proclamando tardíamente su superación recíproca bajo el prestesto de darle libertad” (Anales de la SCP Arequipa, I, 1868, p. 34). La necesidad de frenar la secularización institucional del estado y su consecuencia última, la separación entre el estado y la iglesia, constituyó uno de los objetivos centrales de la Sociedad y claro eco 29 de la condena de Pio IX a la separación entre Iglesia y Estado planteada en el Syllabus.23 La centralidad de la defensa del catolicismo y sus derechos, y la propagación de las doctrinas católicas, no significó el programa político de construir un estado teocrático. Se buscaba asegurar un estado donde la Iglesia cumpliese la función de guardiana de la moral, la unidad y el orden de la sociedad, y reconociese la exclusividad del culto católico. Ese era el ideal del ultramontano proyecto constitucional de Herrera en 1860. Por ello, el lenguaje empleado por los miembros de la “Sociedad Católico- Peruana” se constituyó sobre bases teológicas y políticas ultramontanas y pontificias. Con ello, los católicos asumían su rol ciudadano en la batalla por el espacio público y la opinión pública para cuestionar las políticas del gobierno que atentasen contra la religión católica. Su entrada en el debate político era un signo de su actitud moderna. Estos católicos, afirma Forment, buscaron defender en el espacio público, con un lenguaje de base republicana, la importancia de la religión católica para la formación del país (2013, p. 317). Sobre este punto, Pedro Bustamante, presidente de la SCP de Arequipa afirmaba que la religión católica es una institución social que comprende y abarca en su vasta esfera las instituciones civiles y políticas, que les comunica movimiento y vida, que afianza el orden moral, y que es la expresión del sentimiento nacional en la más noble y elevada de sus aspiraciones […] Considerada la Religión bajo este aspecto, sobre todo cuando ha sido adoptada como una de las leyes fundamentales del Estado, se enlaza natural y necesariamente con las cuestiones del orden civil y político, y desde entonces sus derechos pueden ser reclamados, vindicada su autoridad, defendidos sus intereses, no ya solo por el Sacerdote y el Pontífice, sino también por cualquier ciudadano que tenga convicciones sinceras, y a quien no sea indiferente la suerte de su patria. (Anales de la SCP Arequipa, I, 1868, pp. 25-26). Para Bustamante, la fe católica permitía corregir y dar plenitud a los afanes de orden civil y político y, como hombre de leyes, reconocía que todo creyente estaba en el deber de defender los derechos de la religión como ciudadano y patriota. Esta asociación, como otras surgidas en las décadas posteriores, fueron espacios para la formación de una ciudadanía católica y activa en el espacio público que reconocía la necesidad de la religión en la vida pública y política del país. Eran los cimientos de la cultura política católica. 23 El punto 55 del Syllabus condenaba como anatema la afirmación de que “La Iglesia debe estar separada del Estado, y el Estado debe estar separado de la Iglesia”. 30 La propuesta asociativa y política de la Sociedad Católico-Peruana tuvo una vida efímera. Las actividades se resumieron en encuentros formales animados por oradores religiosos y laicos. Hacia inicios de la década de 1870 no se encuentra noticia de la sociedad, solo su organización o refundación en Cuzco en 1874 (García Jordán, 1993, p. 207). Para Klaiber su decadencia puede estar vinculada a la falta de dirección y de un programa de actividades concreto (1988, pp. 102-103). Por otra parte, el ambiente político se distendió durante el gobierno de José Balta (1868-1872), que se caracterizó por cierto pragmatismo y por las cuestionadas decisiones económicas aplicadas en su mandato. De igual manera, durante la presidencia de Manuel Pardo (1872-1876) las reformas se rigieron por el ideal de construir una “República práctica”, es decir, donde se plasmasen los ideales de la libertad, la igualdad y la justicia; todo este proyecto articulado a través de redes sociales y provinciales que permitieron cierta colaboración con el poder ejecutivo.24 1.2. El factor religioso-político en la Arequipa católica y republicana (1821-1867) Durante el siglo XVIII, la élite arequipeña logró consolidarse económica y políticamente, se mostró más resistente a los intentos centralizadores del gobierno virreinal y buscó crear su propio espacio de influencia en el sur andino (Chambers, 1999, pp. 29-30). Desde la época colonial, las fronteras legales de la república de españoles y la república de indios no definieron claramente las identidades raciales en Arequipa, más bien dieron forma a una situación ambivalente donde el estatus social o la “calidad” permitieron moldear y borrar las divisiones de castas y la dicotomía entre la élite y la plebe (Chambers, 1999, p. 47). De esta forma, la sociedad que emergió en Arequipa en los siglos XVIII e inicios del XIX se caracterizó por ser jerárquica, basada en códigos de honor dados por los apellidos y los vínculos religiosos; con la particularidad de que la riqueza de las élites ni la pobreza de los sectores populares fueron extremas como en Lima. La propiedad tenía una fuerte base rural, con propietarios agrícolas y ganaderos medianos e, incluso, modestos (Quiroz, 1990, p. 421). El sector medio en Arequipa incluía a miembros empobrecidos de la élite, por un lado, y de la plebe, por el otro. Esta situación de ambigüedad permitió a la mayoría de 24 Sobre el ideal civilista de la “República práctica”, consultar McEvoy (1997, pp. 121-178) y sobre la formación del Partido Civil y las redes durante el gobierno de Manuel Pardo, ver Mücke (2010). 31 los arequipeños reclamar abiertamente su “blancura” en la vida social de la urbe (Chambers, 1999, p. 90). Con el inicio de la república, los espacios comunes como vecindarios, las fiestas religiosas y, más adelante la Iglesia, permitieron moldear entre la élite, los sectores medios e incluso los sectores populares una cultura política regional, con un lenguaje y rituales políticos que sirvieron de repertorios para motines y revueltas políticas (Chambers, 1999, pp. 92-93). En 1826, en Arequipa se produjo una conspiración para procurar la separación de las provincias sureñas y anexarlas al Alto Perú, que fue respaldada por el prefecto de Arequipa el general Antonio Gutiérrez de la Fuente ante el descontento de las élites locales contra las autoridades limeñas (Quiroz, 1990, p. 426). Los vínculos políticos con el Alto Perú y los deseos de constituir una federación en unión con Puno, como afirmaba Sucre en carta a Gamarra (Quiroz, 1990, p. 426), solo se consolidaron mediante los lazos económicos establecidos por el comercio lanero desde la segunda mitad del siglo XIX y la formación de una cultura católica regional. No obstante, el fracaso de los intentos federativos, el siglo XIX se caracterizó por el protagonismo de Arequipa en la vida política del Perú. Con el estallido de la revolución de 1834, Arequipa inicia su camino como una importante ciudad política en el Perú. Las élites y los sectores medios decidieron apoyar a José Luis de Orbegoso contra Agustín Gamarra, bajo el liderazgo de Juan Gualberto Valdivia, sacerdote de tendencia liberal-regalista,25 y del general Domingo Nieto. Durante los años de la Confederación Perú-Bolivia (1836-1839), Valdivia tuvo un importante protagonismo como defensor del proyecto confederado a través del periódico “El Yanacocha” y contó con el apoyo del obispo José Sebastián de Goyeneche (1818-1859). El prelado fue acusado por Salaverry de sostener con su prédica y accionar la Confederación y, con ello, impedir la adhesión de los arequipeños a la lucha contra el proyecto confederado (Quiroz, 1990, p. 445). El proyecto de la Confederación mostró claramente los intereses políticos de los diversos sectores arequipeños que buscaban autonomía respecto de Lima. Tras la caída del proyecto en 1839, Agustín Gamarra nombró prefecto de Arequipa a Manuel Ignacio de Vivanco, un 25 El término liberal-regalista se refiere a los liberales peruanos que vinculaban la defensa de la tolerancia de cultos, la abolición de privilegios como los diezmos y fueros privados, y la desamortización de propiedades con ideas teológicas regalistas y filojansenistas como la independencia de los obispos frente a la autoridad jurídica y doctrinal de Roma y la supremacía jurídica de los concilios sobre la autoridad pontificia. Además, defendían el Patronato y la autoridad del estado sobre la Iglesia, la que debía definirse en términos nacionales, es decir al servicio de las políticas del estado (Iberico, 2016, p. 13). 32 caudillo limeño y católico, y que inició en 1841 la revolución “regeneradora” contra Gamarra y que lo condujo al exilio en Bolivia ese mismo año. No obstante, logró el control de la república en 1843 con el título de Supremo Director de la República hasta que cayó derrotado en Carmen Alto, en Arequipa, a pesar de contar con el apoyo de sectores populares de la ciudad (Quiroz, 1990, pp. 463-464). La consolidación de la economía guanera desde 1845 significó el inicio de la distancia política y económica de Lima respecto de otras regiones del país. La “pax castillista”, construida mediante redes de clientelares y sostenida con la renta proveniente del guano, asoció a las élites limeñas – los “Hijos del País” – al proyecto de conservación del orden y al modelo castillista, a través de la consignación del guano (McEvoy, 1997, pp. 24-32). La revolución de 1854 puso en crisis el modelo político de Castilla y creó un espacio para discusión de ideas políticas y religiosas en torno a la necesidad de reformar el país y de pensar cuál era el rol de la Iglesia católica en la vida de la república. El periodo de 1855 a 1860 estuvo marcado por el debate político y teológico entre católicos ultramontanos y liberales-regalistas. El debate político- teológico permitió consolidar institucional e ideológicamente al catolicismo peruano, en consonancia con los procesos transnacionales de romanización y de expansión del ultramontanismo (Iberico, 2016). Bartolomé Herrera, Juan Ambrosio Huerta, Manuel Antonio Bandini, Pedro José Tordoya, José Jesús Ayllón, entre otros, lideraron el debate desde el bando ultramontano. Estos clérigos, con excepción de Ayllón, fueron premiados por Roma con el episcopado en las siguientes décadas. Los debates limeños estuvieron acompañados de una actividad política en provincias. El 16 de octubre de 1856, la Convención Nacional – dominada por grupos de liberales regalistas, radicales y moderados – aprobó una constitución marcadamente liberal que abolía los fueros privados y los diezmos. La reacción eclesial no solo se produjo entre los ultramontanos de Lima; pues desde Arequipa el obispo Goyeneche presentó una “Representación a la Convención Nacional sobre el fuero eclesiástico”. En ella afirmaba que el fuero eclesiástico era un “ordenación divina” y constituía un “derecho de la Iglesia” (Goyeneche, 1856). Finalmente, ese mismo año el episcopado peruano se negó a jurar fidelidad política a la carta. La oposición a la constitución provocó en Arequipa una revolución contra el régimen liberal de Lima. El 31 de octubre de 1856, bajo el liderazgo de Manuel Ignacio de Vivanco y el grito “¡Viva Jesucristo!”, los arequipeños ultramontanos, conservadores 33 y opositores al régimen se levantaron contra el gobierno de Castilla (Quiroz, 1990, p. 480; Iberico, 2016, pp. 56-57). Incluso desde Lima, el presbítero y editor de “El Católico” – periódico ultramontano del clero limeño –José Jesús Ayllón se trasladó a Arequipa para apoyar al movimiento de Vivanco como “Vicario del ejército”, donde predicó y escribió a favor del levantamiento.26 Ayllón y los levantados eran una muestra de la sensibilidad combativa del nuevo catolicismo decimonónico. La rebelión arequipeña de 1856 aglutinó a diversos grupos (católicos, conservadores y opositores al centralismo limeño) que encontraron en el lenguaje político del catolicismo una reivindicación legítima para defender el orden y la estabilidad del país. Sin embargo, no se trató de una revolución religiosa (Armas, 1998, pp. 95-97). El manifiesto de Vivanco del 4 de diciembre de 1854 – publicado en “El Regenerador” el 10 de diciembre de 1856 – dejaba en claro la centralidad de la Iglesia como garante del orden político. El manifiesto proclamaba que no contentos con haber adelantado [los liberales] tanto su obra de destrucción, ya osaban los males descargar sobre los indestructibles muros de la Iglesia de Dios, depositaria de santos dogmas y de su moral divina, en la cual estriba la estabilidad y el poder de las Naciones, así como es bienestar y felicidad de los individuos. Vosotros no podíais consentir que esa obra de iniquidad se consumara (nota 41 citado en Armas, 1998, p. 96)27 La proclama vivanquista era una defensa de la religión, en tanto baluarte del orden y la moral que garantizaban la estabilidad y el progreso del país. Finalmente, la Convención Nacional fue disuelta por el coronel Pablo Arguedas el 2 de noviembre de 1857. En 1859 Bartolomé Herrera era nombrado obispo de Arequipa, quien era un auténtico ultramontano y símbolo del nuevo catolicismo. Antes de su partida a Arequipa, Herrera, diputado por Jauja y presidente del Congreso Constituyente de 1860, presentó el “Proyecto de reforma constitucional” donde se reconocía la primacía y autonomía de la Iglesia católica y su pertenencia a las instituciones que daban estabilidad y orden al estado (Herrera, 1860a). El proyecto constitucional de un estado católico fue rechazado por el Congreso, pues se decidió 26 AAL. NSG – IX: 186A, carta del Ministro del Mar al arzobispo Pasquel (17 de abril de 1857). Aparentemente, en abril de 1857 el presbítero había sido capturado en Lambayeque y trasladado al Convento de San Pedro para ser juzgado por sedición. 27 “El Regenerador”, periódico de Manuel Ignacio de Vivanco, era dirigido por el jurista Toribio Pacheco, quien llegó a ser ministro de Relaciones Exteriores en 1865 como parte del “Gabinete de los talentos” de Mariano Ignacio Prado. Para una biografía intelectual y un estudio de la producción jurídica de Toribio Pacheco, consultar Ramos (2008). 34 conservar algunas reformas liberales como la abolición de diezmos y fueros. Herrera se retiró del Congreso para dedicarse a su labor como obispo de Arequipa. Desde 1865, Mariano Ignacio Prado ocupaba el gobierno junto a un gabinete formado por conocidos liberales,28 dispuestos a iniciar reformas estatales que incluía una progresiva secularización institucional.29 Dos temas fueron claves: el patronato y las manifestaciones públicas de la fe. El primer conflicto ocurrió alrededor de la validez jurídica de la bula del jubileo papal para el año de 1866, para celebrar la encíclica Quanta Cura (8 de diciembre de 1864). La encíclica de Pio IX era uno de los símbolos fundamentales de la nueva sensibilidad católica opuesto al liberalismo, al que se condenaba de forma explícita en el anexo conocido como Syllabus.30 Goyeneche, arzobispo de Lima defendió la aplicación de la bula sin exequatur.31 El secretario Tejeda decidió abrir un juicio al arzobispo (Basadre, 2005, 6, p. 238). El fiscal, el católico arequipeño Pedro José Bustamante, se negó rotundamente a abrirle juicio al arzobispo y decidió renunciar a su cargo (Martínez, 1938, pp. 166-167). La aprobación de un nuevo “Reglamento de la Policía Municipal”, el 4 de junio de 1866, empeoró la relación del gobierno de Prado con la Iglesia. El reglamento inspirado en ideales modernizadores establecían normas para la edificación, el entierro, la seguridad y otros temas referentes a la vida urbana. La polémica se desató alrededor del Título IX sobre los toques de campanas de las Iglesia, que cuyo repique se reducía solo a las conmemoraciones civiles y sujetaba a permisos civiles “los repiques particulares de las iglesias” (Reglamento, 1866, artículos 95-97).32 Además, el artículo 105 establecía la prohibición de “conducir el Viático por las calles con toques de campana ni solemnidad alguna. El Viático se conducirá reservadamente por los respectivos párrocos, al domicilio de los que lo hayan menester” (Reglamento, 1866). 28 El “Gabinete de los talentos” estuvo formado por José Gálvez, en la Secretaría de Guerra; José María Químper, en Gobierno; Toribio Pacheco, en Relaciones Exteriores; Manuel Pardo, en Hacienda; José Simeón Tejeda, en Justicia, Instrucción, Culto y Beneficencia. 29 En este apartado seguimos a Charles Taylor (2014) para quien la secularización institucional (Secularización 1) se entiende como el proceso por el que se distinguen/separan las esferas eclesial y civil, a la par que los asuntos religiosos se consideran un tema privado. De esta manera, la sociedad política se conforma de creyentes y no creyentes. Este tipo de secularización no implica que la creencia y la práctica religiosa disminuyan entre la población. (I, pp. 19-21). 30 El capítulo X incluía cuatro puntos donde se condenaba toda forma de liberalismo y la posibilidad de conciliar a la Iglesia con los valores liberales. 31 El exequatur es la autorización otorgada por el poder civil a los bulas y documentos pontificios. 32 Solo se repicaría las campanas de las Iglesias para conmemorar la independencia, la batalla de Ayacucho, el combate del Dos de mayo y otras efemérides establecidas por el gobierno. 35 De esta manera, la reforma buscaba que la publicidad católica fuese restringida al ámbito privado y la parafernalia vinculada al traslado del viático abandonase el espacio público, cuya exclusividad pretendía el poder civil. La reacción contra el reglamento se produjo a través de la prensa y de manifiestos de ciudadanos en varias ciudades del país. En Lima, a través del periódico “El Bien Público”, el presbítero José Antonio Roca y Boloña y el diácono Manuel Tovar dirigieron una feroz campaña contra el reglamento y el régimen liberal de Prado. Además, el arzobispado de Lima organizó grandes repiques y procesiones que acompañaban el santo viático bajo un palio lujoso e iluminado; lo mismo hicieron muchos párrocos en Lima. Muchas mujeres fueron protagonistas de las manifestaciones contra el reglamento y salieron en defensa de los curas detenidos por el gobierno (Basadre, 2005, 6, p. 240). En Arequipa, los católicos a través del Municipio, publicaron el “Acta de la Honorable Municipalidad”33 contra el artículo 105 del nuevo reglamento. El documento denunciaba los contenidos opuestos a las “prescripciones de la Religión Católica, Apostólica y Romana que el Estado profesa”, especialmente los concernientes a la prohibición de “que se haga pública manifestación del respeto y adoración que todo cristiano debe tributar al Todopoderoso en el adorable sacramento de la Eucaristía” y la prohibición de que se rinda “los sufragios que la Iglesia ha establecido desde tiempo inmemorial para el alma de los difuntos” (La Bolsa, 25-IV-1866, p. 3). El acta acusaba a Químper como el responsable de la norma, en tanto era “reo de los crímenes de lesa majestad divina y de impiedad”, y se solicitaba la derogación de los artículos 99, 102 al 105 y 112 al 117 (La Bolsa, 25-IV-1866, p. 3). Culminaba el documento solicitando que se considerasen los temas solicitado por “este pueblo por versarse sobre un asunto eminentemente católico” (La Bolsa, 25-IV-1866, p. 3). El acta fue firmada por el alcalde Juan Corrales Melgar,34 el síndico Mateo Garzón, los regidores Manuel de la Fuente, Mariano Aranívar, José Delgado, César Rivero, Armando Bustamante y el secretario Electro Corzo. La centralidad de la eucaristía daba cuenta de la importancia sacramental en la identidad católica decimonónica en Arequipa. 33 El Acta de la Honorable Municipalidad se publicó en La Bolsa (25-IV-1866). 34 Juan Corrales Melgar era sobrino del poeta Mariano Melgar. En 1872, en Arequipa hizo campaña a favor de la candidatura presidencial de Manuel Pardo y en 1872 fue nombrado Prefecto de Arequipa, cargo al que renunció en octubre de ese año por desavenencias con Pardo y acusaciones de abuso de poder (Mücke, 1999, p. 181). En el segundo gobierno de Prado fue nombrado ministro de estado (Martínez, 1946, p. 277). 36 Una proclama dirigida al presidente Prado y publicada en La Bolsa (25 de junio de 1866) por “los ciudadanos católicos” se pronunciaba contra el artículo 105 del nuevo reglamento de policía. Estos católicos y ciudadanos comparaban el reglamento con la “Constitución civil del clero” de 1790 de la Francia revolucionaria del reglamento de “Policía de Cultos” (1863) de Nueva Granada,35 que había producido la pérdida “no solo el culto católico, sino hasta su ilustración y cultura” (La Bolsa, 25-IV-1866, p. 3). Lo ocurrido en Francia y Colombia hacían temer que se forzase a la Iglesia del Perú, que es “una pequeña parte de la Iglesia Católica”, a abdicar su independencia y soberanía espiritual en manos del poder estatal. Esta situación encontraría a los obispos dispuestos a sufrir “espoliación, la espatriación y las persecuciones más atroces” y en los ciudadanos y el ejército, “numerosos héroes de la fe” (La Bolsa, 25-IV-1866, p. 3). La proclama exigía libertad para que los católicos “pudiesen ejercer su culto con la mayor publicidad y sin la menor cortapisa” y la abolición de los artículos “antipolíticos” que son “germen de la disolución y de la discordia” (La Bolsa, 25-IV-1866, p. 3). Acusaban a Químper, “un mal ministro”, del ataque contra la religión y exigían su destitución “por cuanto un cristiano disidente del Catolicismo, no debe subsistir en el seno de nuestra comunión” (La Bolsa, 25-IV-1866, p. 3). El manifiesto daba cuenta de que entre algunos católicos existía la consciencia de universalidad y romanidad, el sentimiento de persecución por causa de su fe y la responsabilidad política y ciudadana por defender la catolicidad de la sociedad. En este contexto, desde marzo de 1867 el gobernador eclesiástico, Pedro de la Flor, solicitó a los monasterios, conventos y párrocos de la ciudad y de otros poblados de la diócesis una colaboración para sostener “un periódico con el objeto de defender la Religión Católica y derechos de la Iglesia que se están atacando por los proyectos de ley presentados en la actual legislatura”.36 La iniciativa era exclusivamente clerical, con el apoyo de religiosas y religiosos. El 6 de abril vio la luz el primer ejemplar de “Arequipa Católica”, donde se denunció la actitud de los liberales a favor de la desamortización, la 35 La ley del 23 de abril de 1863 sobre policía nacional en materia de cultos formaba parte de la segunda oleada liberal colombiana que tuvo su cenit con la Constitución de los Estados Unidos de Colombia de mayo de 1863. Esta constitución eliminó el usual “En nombre de Dios”, decretó la libertad de cultos, prohibió la presencia de clérigos en oficinas estatales, se opuso a la interferencia eclesial en política y prohibió que las corporaciones eclesiásticas adquiriesen y poseyesen propiedades (Londoño-Vega, 2002, p. 35) 36 AAA. Curia diocesana. Correspondencia: 1856-1868 (Carta de la priora del Monasterio de Santa Rosa, Hermenegilda de Santa María, al gobernador eclesiástico de Arequipa, Pedro de la Flor, 4 de abril de 1867). 37 libertad de imprenta y enseñanza, la restricción del exequatur y la libertad de cultos. Sin embargo, no bastaban las manos humanas, en una carta de Pedro de la Flor a los párrocos de la diócesis se solicitaba que “se incluya en las misas solemnes como en las feriadas `pro quacumque necessitate´”, pues la situación política “demanda imperiosamente el que todos los fieles Católicos y especialmente los Ministros del Santuario, elevemos nuestras preces al Señor del Misericordia y Supremo Legislador de las sociedades para que apiadándose de nosotros, ilumine a los que rijen nuestra República”.37 La plegaria pro quacumque necessitate (para cualquier necesidad) era recitada para solicitar el auxilio del Altísimo en una situación de conflicto y persecución. Con ello, quedaba claro el espíritu combativo católico y la perspectiva sagrada que adquiría la lucha contra el reformismo liberal. En este ambiente convulsionado, en 1867, los liberales consiguieron aprobar una nueva constitución. Los temores de la “descatolización” del país se hicieron realidad con los artículos 18 y 24 de la constitución relativos a la libertad de imprenta “sin responsabilidad en asuntos de interés general”, y a la libertad de enseñanza primaria, media y superior (Basadre, 2005, 6, p. 259). Además, el artículo 49 prohibía la elección parlamentaria de los arzobispos, obispos y de todo otro eclesiástico (Quiroz y Vilca, 2000, p. 34). En Arequipa, el prefecto Miguel Valle Riestra ordenó la instalación de unos tabladillos en la plaza de armas de la ciudad para la jura de la constitución. El 11 de setiembre, fecha designada para la juramentación, “se voceaba en la ciudad de Arequipa que se activaría una revolución” como declararon posteriormente Valle Riestra y el coronel Daniel Ginés, jefe militar de la ciudad, en un informe publicado el 20 de setiembre en “El Peruano” (citado en Quiroz y Vilca, 2000, p. 38). El “pretesto religioso” era el artículo 24 sobre la libre enseñanza. El 11 de setiembre, mientras se realizaba el Te Deum en la Catedral, un grupo de mujeres con crucifijos en manos y acompañadas de sus criadas protestaron contra la constitución y el gobierno con vivas a Jesucristo, la religión, la moral y los dogmas católicos (Carpio, 1990, p. 498; Quiroz y Vilca, 2000, p. 39). El disturbio concluyó con el tabladillo de la plaza de armas quemado junto a la constitución, como si de un auto de fe se tratase. La turba hizo lo mismo con los tabladillos de las plazas de Santo Domingo, Santa Marta y San Francisco que tenían el mismo propósito (Carpio, 1990, p. 499). 37 AAA. Curia diocesana. Correspondencia: 1856-1868 (Carta, 4 de marzo de 1867). 38 El prefecto Valle Riestra acusó en una carta a Pedro de la Flor, gobernador eclesiástico,38 de permitir el desorden político en nombre de la religión. Valle Riestra afirmaba que “habían Eclesiásticos, que bajo pretexto religioso, conmovían las masas para que fuesen conducidas, sin comprenderlo quizás, a un trastorno político” y señalaba a los presbíteros Montes, Alfaro, Nuñez y a otros de azuzar a las señoras. El prefecto defendía la catolicidad de la nueva constitución y reclamaba al gobernador que la carta se había promulgado en la Catedral de Lima y que él y otros miembros del gobierno eclesiástico “no la han considerado herética, como hoy se hace consentir en las masas, ni han hecho reclamación alguna”. Sin embargo, “se han hecho circular papeles sueltos, impresos y aun se han reproducido en el periódico Arequipa Católica llamando [a la ciudad] abiertamente a la revolución”.39 Valle Riestra consideraba que los laicos y laicas eran manipulados por los curas. Sin embargo, estos publicaron dos proclamas en “La Bolsa”, importante periódico local, el 16 de setiembre. Ambos manifiestos defendían ante la opinión pública la reacción de los ciudadanos contra la constitución. La “Protesta del Pueblo Arequipeño” rechazaba “con toda la vehemencia de su corazón, esa impía carta”, pues como “discípulos del Crucificado” la ciudad de “Arequipa no reniega de su Religión, de su amor a la libertad y de su adhesión a la justicia” (La Bolsa, 16-IX-1867, p. 1). Por su parte, la segunda proclama firmada por destacadas damas arequipeñas afirmaba la defensa cerrada de la moral y los dogmas católicos.40 Entre las firmantes estaba Gavina Olazábal, esposa de Francisco Diez Canseco, hermano del segundo vicepresidente Pedro Diez Canseco quien capitaneó la revolución de 1867 (Quiroz y Vilca, 2000, p. 40). La revolución pareció sofocarse tras la renuncia de Valle Riestra y la designación de Ginés como nuevo prefecto el 20 de setiembre. Sin embargo, dos días después, el alférez Mariano Corrales Melgar – hermano del alcalde católico Juan 38 Tras la muerte de Bartolomé Herrera en 1864, se eligió como obispo de Arequipa al franciscano Juan Calienes quien solo gobernó la diócesis por pocos meses, pues falleció en el convento de la Recoleta en 1865. 39 AAA. Curia diocesana. Correspondencia: 1856-1868 (Carta del prefecto de Arequipa Miguel Valle Riestra a Pedro de la Flor, Vicario y gobernador eclesiástico, 11 de setiembre de 1867”. 40 La lista de señoras es la siguiente: Josefa O. de Somocurcio, Gavina O. de Canseco, María M. Rivero, Nicolasa G. de Córdova, Aniseta Franco, Raquel Córdova, María T. Villagra de San Martín, María Barreda del Carpio, Manuela Pacheco, María Manuel Arias de Delgado, Benita R. de Somocurcio, Mercedes R. de Somocurcio, Francisca Canseco, Teresa Vargas de Angulo, Josefa Rada de Bustamante, Manuel Somocurcio de Sánchez, Manuel Gómez de Tirado, Bernabé A. de Olazábal, Jesús Llosa de Masías, María E. Peña, Manuela Tejeda, Mariana Bedoya de Murguía, Juana T. Cáceres de Bedoya, Isabel M. de Romaña, Manuela L. Soto, Elisa Landázuri, entre otras señoras (Quiroz y Vilca, 2000, pp. 39-40). 39 Corrales y opositor al Reglamento de Policía de 1866 – se sublevó junto con el batallón “Ayacucho” con el grito “¡Viva la religión!”. Se le unió rápidamente la población con vivas a la religión y a Jesucristo y en manifiesta oposición a la constitución. La jornada concluyó con la muerte del prefecto Ginés, a manos de sus propios soldados (Carpio, 1990, p. 501; Quiroz y Vilca, 2000, p. 50). La situación se agudizó con el Acta firmada en Arequipa ese mismo día por varios señores arequipeños,41 entre ellos Juan Manuel Polar concuñado y asesor político de Diez Canseco, que reconocía la autoridad de la “voluntad del pueblo” manifestada en los días previos, restablecía la “Contitución Política reformada en 1860” y reconocía la exclusiva autoridad del segundo vicepresidente de la república, el general Pedro Diez Canseco (Acta citada en Carpio, 1990, p. 502). En lugar de Ginés, el general Francisco Chocano asumió la prefectura y reconoció la autoridad ejecutiva de Diez Canseco. Con ello, quedaron dos gobiernos establecidos en el Perú: en Lima, el régimen liberal de Prado y en Arequipa, el régimen católico-conservador de Diez Canseco. La revolución se extendió durante cuatro meses. La vida urbana en Arequipa se desarrolló con normalidad, mientras hombres jóvenes y adultos se alistaban en el ejército para ofrecer su vida por su fe como si de una santa cruzada se tratase. Tal es el caso de Hilario Rivera quien afirmaba que me presento en nombra de Dios y María Santísima al batallón de Ayacucho: que pertenecía a la séptima compañía como verdadero cristiano y católico. Por la religión moriré con gusto. Dios me favorecerá de algunas desgracias como al hombre de buena intención; Dios quiera que triunfe esta revolución, al fin él nos dará fuerza y valentía; para pelear con los impíos cismáticos para con Dios no hay imposibles que pude haber en el Mundo, es mi intención que me acompaña (La Bolsa, 9-X-1867, citado en Quiroz y Vilca, 2000, p. 55) La promesa de Hilario Rivera mostraba el rostro apologético del resurgimiento católico en Arequipa. Ejemplificaban la fuerza ideológica del nuevo catolicismo, la apropiación del lenguaje combativo y providencial de la lucha del catolicismo contra los valores liberales y la articulación de dicho lenguaje con el simbolismo republicano expresado en el batallón Ayacucho. Era posible ser republicano y católico, validar la revolución y ser católico. 41 Los firmantes del Acta fueron el mencionado Juan Manuel Polar, Francisco Chocano, Fernando Alvizuri, Tomás Gutiérrez, Juan M. Diez Canseco, Domingo Gamio, Manuel Manrique, Hilario Muñoz, Diego Masías, Eugenio Escobedo, J. Benigno Pacheco, José S. Barreda, Mariano Vargas, J. Saturnino Flores, entre otros. 40 Diez Canseco alentaba a los soldados con imágenes republicano-religiosas como “Arequipeños.- La bandera de la ley será nuestra arca santa; y como el pueblo de Dios os bastará ponerlo delante de vuestros enemigos para huyan despavoridos” y “Soldados.- nunca falto el denuedo en el combate a los que pelean por la religión” (citado en Quiroz y Vilca, 2000, p. 76). Al igual que Israel, el nuevo pueblo de Dios de Arequipa, estaba llamado a liberar al Perú del liberalismo desintegrador y anticatólico. El gobierno eclesiástico, por su parte, ordenó la realización de procesiones y rogativas para invocar el auxilio divino, y proclamó la justicia de la revolución arequipeña desde el púlpito (Quiroz y Vilca, 2000, p. 77). El Cabildo eclesiástico donó algunas campanas para la fabricación de cañones para la resistencia de la ciudad y se comprometió a repicar las campanas de la catedral de acuerdo a la solicitud del gobierno de la revolución.42 El prefecto Francisco Chocano solicitó a los propietarios la donación de un caballo o su equivalente para la formación del regimiento “Lanceros de Arequipa”. Entre la lista de donantes se encontraban curas como Manuel Bejarano, Fernando Salas y Mateo Valdivia (Quiroz y Vilca, 2000, pp. 79-80). Los curas mencionados, junto a otros comprometidos como capellanes y en la prédica, mostraba la politización del discurso católico de la defensa de la fe en el contexto de la fuerte retórica republicana que legitimaba el alzamiento de Arequipa contra la ilegítima y liberal dictadura de Prado en Lima. El asedio de Arequipa se inició el 19 de noviembre y se extendió hasta finales de diciembre de 1867. El 20 de noviembre una hoja suelta titulada “El Combate de ayer” daba cuenta del enfrentamiento y señalaba “la visible protección que la Divina Providencia dispensa a la mas justa de las causas” (El Combate de ayer, 1867). Las semanas siguientes, Arequipa se convirtió en una ciudad amurallada por las trincheras levantadas hacia el sector de Yanahuara y Paucarpata, y cuyas atalayas eran las torres de las iglesias de la ciudad (Basadre, 2005, 6, p. 274). El 27 de diciembre, la derrota de Prado era un hecho consumado y el júbilo en Arequipa era indescriptible. Las campanas repicaban sin cesar, los combatientes sin importar su origen social se abrazaban, las mujeres piadosas arrodilladas besaban el suelo, hacían plegarias y otras impartían bendiciones (Carpio, 1990, p. 506). Prado dimitió el 5 de enero de 1868 y el 22 de enero el general Pedro Diez Canseco se hizo del mando de la república en Lima. Se anularon los actos administrativos del régimen de Prado y con ello se eliminaron las reformas 42 AAA. Catedral y Cabildo Eclesiástico. Actas Capitulares. 1867. 41 consideradas lesivas contra la Iglesia, y finalmente, la constitución de 1860 recuperó su vigencia. Los católicos victoriosos no reclamaron abolir la carta de 1860, solo la abolición de las normas que prohibían las manifestaciones públicas de la fe católica. La revolución de Arequipa mostró la articulación entre la retórica republicana de la libertad, la legalidad y la defensa de la religión. Al igual que en 1856, la revolución política adquirió un claro matiz religioso, pues el catolicismo cumplía una función central en la configuración de la identidad política y regional de Arequipa. Con activos clérigos en la vida pública, la centralidad de la educación religiosa en las parroquias y la prensa católica, Arequipa se constituyó en una ciudad con un claro cariz católico, especialmente entre los sectores de la pequeña élite y la clase media profesional. Frente a una élite limeña más próxima al liberalismo y sin capacidad de articular el poder sobre el territorio nacional sin la alianza con los militares, la élite política arequipeña se hizo del discurso republicano y católico como ejes para sustentar su lucha por el poder central de la república (Carpio, 1990, p. 508). La revolución de 1867 planteó la necesidad de una defensa organizada del catolicismo en el espacio público, por lo que las décadas siguientes se organizaron sociedades de laicos y laicas con fines políticos, piadosos y sociales. De esta manera el laicado pasó a tener un rol activo, militante, en la acción católica en el espacio público. La revolución de 1867 había dado cuenta de un laicado que se había apropiado del lenguaje católico trasnacional. Las décadas siguientes, se abrió el proceso de consolidación del laicado militante en Arequipa. 1.3. Arequipa y los cambios económicos y sociales (1830-1884) Desde 1834, las lanas comenzaron a adquirir importancia en el comercio sureño por la demanda europea, fundamentalmente británica, y permitieron la inserción de Arequipa y el sur andino en el sistema económico internacional. El crecimiento de la exportación de lanas (oveja, alpaca, llama y vicuña) se duplicó de 1850 a 1860 con respecto a la década anterior, según los registros de aduanas del nuevo puerto: Islay (Quiroz, 1990, p. 477; Flores Galindo, 1993, pp. 298-299). Desde la década 1840, se inicia el establecimiento de las casas comerciales de exportación-importación en Arequipa (dos inglesas, una francesa y una alemana) y, a partir de la década de 1860, la exportación de lanas se vuelve el principal producto del sur. El ingreso generado por la exportación de lanas aumentó el consumo de productos lujosos entre la elite arequipeña, que como en tiempos coloniales se emparentaron con los miembros de las casas 42 comerciales instaladas en la ciudad (Flores Galindo, 1993, pp. 299-303).43 De esta manera, Arequipa inició un proceso de construcción de su hegemonía sobre el sur del país, a costa de la progresiva decadencia del Cuzco. La construcción del ferrocarril Arequipa-Mollendo, inaugurada en 1870; la operatividad de la línea ferroviaria Arequipa-Juliaca desde 1876, que facilitó el intercambio con el altiplano; la fundación del Banco de Arequipa en 1871 y de un club, a imitación de los existentes en Inglaterra, fortalecieron el predominio y prestigio arequipeño sobre la región (Flores Galindo, 1993, pp. 322, 327). Las redes ferroviarias permitieron convertir a Arequipa en un “puerto mediterráneo”, pues los productos de lana provenientes de pueblos, haciendas y comunidades de Puno, Cuzco, Madre de Dios, del interior de Arequipa e, incluso, el norte de Bolivia, eran exportados por Mollendo (Carpio, 1990, p. 526). La transformación de Arequipa fue radical, pues como retrató Mario Polar “la aldea agrícola se trocó en una ciudad de tránsito que centralizó y dirigió todo el comercio del sur del país” (citado en Flores Galindo, 1993, p. 322). La hegemonía de Arequipa sobre el sur andino se consolidó al convertirse en la sede de las grandes transacciones comerciales y espacio de tránsito, pues llegaban las mercaderías europeas y las recuas de mulas desde la sierra con lana y otros productos. Los productos europeos y andinos eran rostro de la convivencia de la modernidad con la tradición. Este ritmo comercial era impulsado por las casas comerciales como Braillard, Gibbs and Sons, Gibson, Stafford, Weis, Tejeda, Taconnet, Iturburu, Escomel, Harmsen y Sawers Woodgate (Flores Galindo, 1993, p. 321). En la década de 1870 se instalaron siete casas comerciales; en la de 1880, marcada por la desastrosa Guerra con Chile, solo se instaló una casa; en la de 1890, llegaron tres casas comerciales; en la de 1900, cinco; en la de 1910, seis; en la de 1920, que incluye la década de 1930, cinco casas comerciales (Garreaud, 2015, 1, p. 202). La importancia económica de Arequipa transformó las bases de la urbe colonial que se reducía hasta la década de 1860 al actual casco histórico y al barrio de Santa Marta, sumado Yanahuara, un pueblo rural al que se llegaba a través del Puente viejo (hoy llamado Bolognesi). En 1862, el cónsul británico el señor Wilthew anotaba sobre Arequipa 43 Flores Galindo (1993) menciona que de Gran Bretaña se importaban tejidos de lana y algodón, seda, lozas y hierro en barras. De Francia y Hamburgo se traían vinos, licores, vestidos, seda y utensilios metálicos (p. 303). 43 Las mejoras continúan en la ciudad. El puente sobre el río Chili está siendo reparado, las antiguas cañerías de arcilla están siendo reemplazadas por unas de fierro, y alrededor de dos millas de la ciudad, en las vecindades de San Pedro, ha sido construido un reservorio y filtro de agua (citado en Flores Galindo, 1990, pp. 325-326). La vivacidad comercial de Arequipa fue paralizada por el terremoto del 13 de agosto de 1868. El terremoto marcó profundamente la historia urbana de Arequipa y la consciencia católica arequipeña hasta los inicios del siglo XX, como dan cuentan las diversas pastorales escritas por el obispo de Arequipa Juan Ambrosio Huerta en la conmemoración por el sismo en 1883, 1884, 1886, 1887, 1888, 1891 y 1895. Este evento catastrófico, no obstante, permitió la gestación de una nueva ciudad con la reconstrucción de nuevas calles en las zonas periféricas y el uso de materiales modernos como el ladrillo. (Garreaud, 2015, 1, p. 18). El crecimiento de la ciudad, también se reflejó en el aumento relativo de la población de la ciudad entre 1862 y 1917. La importancia comercial arequipeña atrajo a nuevos habitantes que provenían de otras ciudades del sur andino como Cuzco y Puno. En paralelo al crecimiento de la población, la elite logró consolidarse y tener más presencia en la actividad política, además de lograr articularse alrededor del catolicismo y sus intereses regionales. En la correspondencia de inicios de la década de 1870, Eduardo López de Romaña afirmaba con complacencia, al referirse al involucramiento comercial de sus pares, que “se ve luego en esta vez, que la gente decente toma parte más directamente en la cosa pública” (citado en Flores Galindo, 1993, p. 327). Por todo ello, la estructura urbana y la sociedad fueron resignificadas por el ingreso al mercado internacional del comercio lanero del sur andino peruano. Cuadro 1. Población de la ciudad de Arequipa y alrededores (1862-1917) 44 Año Arequipa Yanahuara Miraflores Total 1862 21,700 1,730 4,382 27,812 1876 23,805 2,875 5,432 33,112 1917 34,781 3,654 5,774 44,209 La transformación económica facilitó la aparición de nuevos grupos humanos en Arequipa. Los protestantes fueron parte del panorama humano en el país desde la segunda mitad del siglo XIX. En 1898, los adventistas, un grupo marginal al interior del 44 Cuadro tomado de Garreaud (2015, 1, p. 24) y Flores Galindo (1993, p. 327). 44 protestantismo, iniciaron sus actividades en Mollendo dirigidos por el carpintero chileno Escobar. Sin embargo, hacia 1905, su labor más intensa se realizó en Puno entre la población campesina e indígena (Fonseca, 2002, pp. 89-90). No obstante, en Arequipa se instalaron otros grupos protestantes, especialmente hacia finales del siglo XIX e inicios del XX, como la Regions Beyond Missionary Union (RBMU), la Iglesia Evangélica Peruana y la Unión Evangélica de Sudamérica. La presencia de estos grupos protestantes no alteró significativamente la vida urbana de la ciudad. Entre 1913 y 1930, solo se instalaron tres congregaciones en toda la región de Arequipa, muy por debajo de las 46 de Junín y las 19 de Lima y Callao (Fonseca, 2002, pp. 160-161).45 A nivel ideológico, los protestantes se presentaron como una alternativa modernizadora en el Perú. Consideraban que el cambio individual era el punto de partida para la transformación de la sociedad y no a la inversa, como era el paradigma católico (Fonseca, 2002, p. 283). En este sentido, la visibilidad pública en el mundo protestante tenía un papel secundario, pues buscaban el reconocimiento de la tolerancia y libertad de cultos. Eran modernizadores en la medida en que estaban a favor de la legislación que reconocía la pluralidad religiosa protestante, como lo muestran sus luchas desde inicios del siglo XX a favor de las leyes a favor de la tolerancia y libertad de cultos (Fonseca, 2002, p. 299). Sin embargo, tuvieron una fuerte hostilidad contra el catolicismo (Fonseca, 2002, p. 337). No obstante la presencia protestante se fue consolidando desde la década de 1930, en Arequipa no se registra un crecimiento evangélico, a pesar de la presencia de extranjeros pertenecientes a las casas comerciales desde la segunda mitad del siglo XIX. Problablemente se debe a que muchos de ellos provenían de las Iglesias históricas, anglicanos y luteranos, cuyas congregaciones nunca tuvieron repercusión significativa en la sociedad peruana. Además, desde fines del siglo XIX varios apellidos extranjeros se encuentran entre miembros de la elite católica arequipeña como los Ricketts, Witch, Weiss, etc. En medio de estas transformaciones, la población arequipeña – tanto de la ciudad, los alrededores y el conjunto de toda provincia – se mantuvo mayoritariamente católica, en un porcentaje cercano al 100 %, hasta el censo de 1940. Los cuadros señalan la presencia de la fe católica entre la población y que será progresivamente articulada, especialmente en el área urbana de Arequipa, por sociedades laicales de diversa índole. Como señala el cuadro 2, la población que se confesaba no católica era 45 En ese mismo periodo solo se establecieron una sola congregación en Piura, Apurímac y Amazonas (Fonseca, 2002, pp. 160-161). 45 menos del 1% en relación al porcentaje global de la población arequipeña en 1862, 1876 y 1940. De esta manera, es posible afirmar que la población protestante no tuvo una presencia significativa en la vida pública de la ciudad. Lo que no significó que simbólicamente resultasen para la consciencia católica una amenaza al exclusivismo público de la Iglesia. Además, la información del cuadro 2 muestra que no hubo crecimiento de la presencia protestante entre 1862 y 1940, pues el porcentaje relativo se mantuvo en menos de 1% frente a un abrumador 99% de personas que se confesaban católicas. Cuadro 2. Población de la provincia de Arequipa y pertenencia religiosa (1862- 1940) 46 Año Total Hombres Mujeres Católicos No católicos Sin religión 1862 53,334 23,524 44.106% 29,811 55.894% 53,005 99.477% 279 0.523% - 1876 59,696 26,792 44.881% 32,904 55.119% 59,394 99.494% 302 0.506% - 194047 128,809 Sin datos 128,184 99.507% 547 0.424% 77 0.069% 1.4. Catolicismo y patria: la Iglesia arequipeña durante la Guerra del Pacífico (1879-1884) La Guerra del Pacífico constituye un proceso violento y traumático en la historia del país. Con la guerra se interrumpió el proceso de consolidación comercial de Arequipa, a la par que la Iglesia católica se convirtió en el sostén moral y emocional en medio de la difícil e incierta situación del país. En 1879, Torres, obispo de Arequipa, dirigió una carta pastoral al clero y los feligreses donde expresaba la relación entre la paz y la justicia con los valores propios del catolicismo. Señalaba que “El Perú sin más interés que el de la justicia, sin otra mira que la concordia de la América latina, había hecho cuanto esfuerzo generoso inspira el patriotismo y la civilización católica” (Torres, 1879, p. 2). Lamentaba profundamente el rechazo chileno a los buenos oficios del Perú para evitar la guerra y oponía la civilidad católica peruana a la actitud chilena, “que se ha divorciado con el camino de la rectitud y con las inspiraciones de la verdad” 46 El cuadro se ha elaborado con datos extraídos de Quiroz (1998, pp. 130-137). 47 Se toma como referente poblacional la Provincia de Arequipa y no el conjunto del Departamento. 46 (Torres, 1879, p. 2). Frente al uso desmedido de las armas, “la matanza y el esterminio”, por parte del ejército chileno, el prelado consideraba “deber nuestro es hijos muy amados exhortaros a vosotros que habéis de tomar las armas, que solo uséis de ellas para castigar el crímen y sacar ilesa la justicia” (Torres, 1879, p. 6). Era necesario defender la civilización católica peruana. De igual manera, el prelado arequipeño establecía lazos entre el amor patrio y la fe católica, una relación que obligaba a entrar a los creyentes en la guerra para defender el suelo patrio. Por ello, los convocaba como católicos y peruanos ¡Arequipeños todos! Hijos de nuestro corazón, echad una ojeada a vuestras glorias, volved los ojos hacia vuestras tradiciones inmortales gravadas para siempre en la historia de los siglos, salid al encuentro a nuestros enemigos que la bendición de vuestro y de vuestro Pastor va con vosotros dada de los intimos de nuestro corazón: salid y probad al mundo que en el suelo de Arequipa solo existe una generación de valiente que aman sus glorias y saben morir por Dios y por su patria: salid y que los ángeles tutelares de esta ciudad y de nuestra nación os amparen (Torres, 1879, p. 7). Arequipa, la cuna de las revoluciones políticas en defensa de la fe católica, era un nuevo baluarte de resistencia católica contra la injusticia de la guerra iniciada por Chile. Este periodo permitió afianzar la relación entre el catolicismo y la construcción del estado. El libro “El Patriotismo” del franciscano Elías Passarell planteaba las ideas claves de la teología política ultramontana sobre la importancia de la religión para el orden social y el progreso. En libro respondía a un contexto donde “las revoluciones se suceden unas a otras casi sin interrupción, hacen y deshacen, edifican y demuelen” (Passarell, 1881, pp. 3-7); es decir, un siglo oscurecido por la muerte de Abraham Lincoln, la de García Moreno en Ecuador y la de Balta y Pardo en Lima, así como “la guerra de esterminio que se hacen tres naciones” (Pasarell, 1881, p. 8). El autor destacaba que “la religión es la más firme garantía de la tranquilidad e independencia de los gobiernos y de los pueblos” (Passarell, 1881, p. 43). En el contexto de derrota, solo quedaba como esperanza el retorno al catolicismo. Passarell citando a un capellán militar, esbozó la historia peruana anterior a la guerra como dominada por los malos gobernantes [que] han desmoralizado la administración, empobreciendo la hacienda, y desorganizando el ejército, el indisciplinado ejército se ha prestado a servir de vil instrumento a los planes de la demagogia, pesando de un modo funesto en la balanza de la moralidad pública: […] Teneis razón hijos míos; el profundo despretijio en que ha caído para nosotros el principio de autoridad, y la habitual desobediencia a 47 sus ordenaciones y mandatos, son la inmediata causa de la tristísima condición en que nos hallamos colocados (Passarell, 1881, pp. 119-120) Por ello, el religioso se preguntaba y respondía ¿cuál es el origen de esa profunda desmoralización que tanto nos empequeñece hasta el punto que veamos seriamente amenazada nuestra seguridad interna por la presencia de un ejército, que esparce la desolación en nuestras comarcas del sur? […] el olvido de la santa ley de Dios” (1881, p. 120). El libro de Passarell ponía en el centro la importancia del catolicismo en la reorganización social, en medio del conflicto que azotaba al país. De igual forma, sin considerar el catolicismo, era imposible reconstruir o regenerar el país y asumir un debate político y social sobre las causas de la derrota. El reconocimiento de la indiferencia del estado con la Iglesia y la permisividad con las ideologías “disolventes” de la autoridad y el orden como el liberalismo y otras se encontraban en la decadencia peruana. Por tanto, un estado abiertamente confesional y respetuoso de la independencia y supremacía moral de la Iglesia podía insertarse en el camino de la prosperidad, el progreso y el engrandecimiento. No obstante, la propuesta de visibilizar el catolicismo, algunos arequipeños como el catedrático de la Universidad de San Agustín, Mariano Belisario Llosa y Rivero,48 destacaron el papel ambiguo jugado por los sacerdotes en la historia del país, pues “con suprema aflicción de las almas verdaderamente católicas, el confesionario y el pulpito convertidos en la trípode del demagogo y el templo de Jesucristo en la tienda de los mercaderes de la rebelión” (Llosa, 1881, p. 7). Esta visión sobre el rol de los religiosos en la historia peruana se enfrentaba a la propuesta política de Passarell sobre la función del catolicismo en el destino del Perú. Sin embargo, la crítica de Llosa no pretendía culpar a la estructura religiosa por la decadencia y la guerra, sino solo a algunos clérigos, los que buscan beneficios personales. Luego de la ocupación chilena de Arequipa el 29 de octubre de 1883 y la posterior capitulación, la ciudad se declaró favorable a la paz (Carpio, 1990, p. 537). El 20 de octubre se firmó la paz con el Tratado de Ancón. La cesión perpetua de Tarapacá implicó una importante pérdida de territorio para el obispado de Arequipa; sin embargo, las zonas de producción lanera y el comercio lanero se normalizó progresivamente en los años de la reconstrucción nacional (Carpio, 1990, p. 542). 48 Mariano Belisario Llosa nació en Arequipa en 1857. Se doctoró en Jurisprudencia en 1878 en la Universidad San Agustín y se desempeñó como catedrático de Estética y Literatura en la misma universidad. Es conocido por su obra “Sor María”. Fue bisabuelo de Mario Vargas Llosa. 48 Capítulo 2. Piedad, política y modernización: las sociedades católicas y la acción laical en Arequipa (1886-1925) Las primeras décadas del resurgimiento tuvieron un marcado carácter clerical, romanizador y piadoso como muestra el énfasis dado a los jubileos pontificios, los manuales de piedad y la reforma de los seminarios. En Arequipa, el resurgimiento católico se consolidó con la presencia de obispos ultramontanos como Bartolomé Herrera, quien reformó el seminario y dio énfasis a la formación dominical de los niños; labor continuada por José Benedicto Torres, quien facilitó la llegada de los franciscanos recoletanos, propulsores del resurgimiento, promovió la Sociedad Católico-Peruana en Arequipa e involucró a los laicos en asociaciones piadosas como la Hermandad del Santo Sepulcro (1870) y la Hermandad de San José (1873). Este primer resurgimiento estuvo liderado por la jerarquía y el clero urbano de Arequipa que buscaron volver las prácticas piadosas más rigurosas y romanas. El renacimiento de cultos como el de San José y la creación de nuevos como el del Santo Sepulcro, que nos remite a una piedad católica global, forman parte de este proceso de romanización de la vida eclesial en Arequipa. Finalmente, el Sínodo de 1883, liderado por el obispo Juan Ambrosio Huerta, concluyó parte del proceso de reformas institucionales para modernizar la Iglesia local local y asemejarla al modelo pontificio: piadosa, apologética y jerárquica. En este proceso, los obispos Juan Ambrosio Huerta (1880-1897), Manuel Segundo Ballón (1898-1905) y Mariano Holguín (1905-1945) cumplieron el papel de orientar las prioridades políticas, pastorales y sociales de la Iglesia local y elaboraron el lenguaje teológico y político de dichas prioridades. Ellos representaban la voz oficial del papa en Arequipa e hicieron eco de las preocupaciones de Roma en tierras arequipeñas, como muestran sus cartas y exhortaciones pastorales. Además, el gobierno de los obispos reflejó el cambio de actitud de los pontificados en relación al mundo moderno y la necesidad de negociar con él. Se podría establecer un primer momento episcopal (1880-1905), durante los gobiernos de Huerta y Ballón, caracterizado por el lenguaje pontificio antimoderno y una pastoral apologética. Además, reforzaron la romanización y el ultramontanismo del clero y el laicado, se opusieron ferozmente a los masones, liberales y otros grupos políticos, y buscaron visibilizar a la Iglesia en la política y la sociedad mediante el espacio público. Las asociaciones laicales fueron centrales en esta tarea. Un segundo momento corresponde con el gobierno episcopal de 49 Holguín, quien, sin dejar el discurso y pastoral apologética, permitió iniciativas católicas sociales y abiertas al diálogo con algunos elementos de la modernidad. Incluso, promovió el Partido Católico y la participación laical en la política como medio para discutir la validez del catolicismo en la formación del estado y la sociedad. Monseñor Holguín representaba la paradoja católica respecto de la modernidad, entre la condena y la negociación. 2.1. Sociedades católicas: laicado militante y espacio público La tradición de las asociaciones católicas se remonta a los tiempos coloniales. Las cofradías eran las asociaciones que respondían a este orden cultural, donde el culto se vinculaba con el deseo de obtener la vida eterna (Serrano, 2008, p. 97). La permanencia de las cofradías en la república, como ha planteado Serrano para el caso chileno, permite matizar la secularización de la vida pública y estudiar las transformaciones culturales al interior de ellas (2008, pp. 98-99).49 En Arequipa, los cambios institucionales e ideológicos de la Iglesia, la consolidación lenta del Estado y el ascenso del laicado militante transformaron las cofradías en espacios de culto y formación en la nueva cultura católica decimonónica devocional y sacramental. Además, muchos de sus miembros pertenecían a sociedades apologéticas. La Tercera Orden Franciscana en Arequipa, de origen colonial, fue un claro reflejo de los cambios culturales del catolicismo decimonónico, pues como asociación laical asumió una labor intensa en la educación, la caridad y la defensa de la fe en la diócesis, de acuerdo con los nuevos tiempos. Las cofradías, de origen colonial, reunían a los creyentes en torno a una advocación de Cristo, de la Virgen o de un santo o una santa, un episodio de la Pasión o una reliquia. Tenían como finalidad la asistencia de las fiestas religiosas de su patrón o patrona y, por tanto, otorgaban publicidad a la práctica católica en la ciudad. En el siglo XIX, muchas cofradías también promovieron formas nuevas de piedad entre los laicos. Junto a las cofradías, durante la segunda mitad del siglo XIX surgieron sociedades católicas laicales con la finalidad de defender la fe católica en abierta negociación (engagement) con el mundo moderno y para promover prácticas devocionales. Las 49 Como ha estudiado Serrano para Chile, las cofradías sufren cambios a causa de la presión de los estados liberales-regalistas por reformarlas y expropiar sus bienes, y de la Iglesia que buscaba tenerlas bajo control. No obstante, la resistencia de las cofradías al control episcopal, la Santa Sede reconoció la autoridad exclusiva sobre las cofradías, incluida las dependientes de órdenes regulares (2008, p. 107). 50 sociedades estudiadas se agrupan en tres categorías: piadosas, apologéticas y de carácter social. Las sociedades piadosas fomentaban la práctica de la piedad católica privada y la expresión pública de los símbolos de la fe, mediante el uso de medallas, cruces y otros símbolos. Publicaban manuales y folletos con contenidos devocionales para la práctica de sus miembros, que eran escritas por sacerdotes locales como los franciscanos Passarell y Cabré. Muchas cofradías asumieron prácticas propias de una sociedad de piedad, por lo que se encuentran cruces de funciones en los años estudiados. De otra parte, las sociedades apologéticas tuvieron como objetivo la defensa de la fe católica en el espacio público y la promoción de los valores y la doctrina católica en la ciudad, mediante la prensa y la actividad proselitista. Finalmente, las sociedades de carácter social estuvieron centradas en el ejercicio de la caridad con los sectores desfavorecidos y, en el caso del Círculo de Obreros Católicos, la preocupación tenía la finalidad de asegurar la permanencia de los trabajadores en la Iglesia. Las dos últimas formas sociedades fomentaron de diversas maneras el ideal de construir una civilización católica en Arequipa y el Perú, y articularon discursos a favor de una alternativa de modernidad católica desde inicios del siglo XX en el contexto de la República aristocrática y el Oncenio de Leguía. Las sociedades piadosas se mantuvieron durante el periodo estudiado como espacios para el ejercicio de la fe y la vida comunitaria de sus socios. Mientras las sociedades apologéticas tuvieron mucha actividad pública desde finales del siglo XIX hasta la primera década del siglo XX. La sociedad apologética más importante fue la Unión Católica, surgida en Arequipa y de alcance nacional. Su activismo público se paralizó hacia inicios del episcopado de monseñor Holguín. Varios de sus miembros aparecen, posteriormente, en la creación del Partido Católico de Arequipa en 1913 – culmen de la labor apologética y política del activismo laical arequipeño. Si bien el Partido surgió como respuesta al avance liberal en la propia ciudad y para defender la catolicidad del estado y a la misma Iglesia, era un signo del reconocimiento de la modernidad política del país. Entrar en política era el camino para la construcción de un estado y una sociedad católicos. El fracaso del Partido Católico hacia finales de la década provocó el repliegue de los laicos católicos y, hacia 1925, se vincularon progresivamente al trabajo pastoral de la Acción Católica, movimiento laical de iniciativa pontificia y vinculada al trabajo parroquial. De esta manera, el gran activismo apologético del laicado masculino se encuentra entre 1886 y 1919. Por su parte, el laicado militante femenino tiene su auge desde el inicio del episcopado de Holguín, 51 quien dio un vinculó el trabajo apologético con el apostolado social de las católicas de Arequipa. Entre 1907 y 1925, la labor apologética y caritativa estuvo en manos de mujeres católicas, para quienes su labor era una forma de visibilizar su compromiso religioso y la validez pública de la fe católica para el estado y la sociedad. Como se ha mencionado, los laicos podían estar vinculados a cofradías, sociedades de piedad, apologéticas y sociales al mismo tiempo como el caso de Pedro José Bustamante, quien ejerció la presidencia de la Sociedad Católico-Peruana y fue secretario de la Hermandad del Señor del Santo Sepulcro, o Mariano Belaunde, destacado miembro de la Unión Católica y presidente de la Sociedad de la Virgen del Perpetuo Socorro. Los laicos pertenecientes a las sociedades estudiadas manifestaron su compromiso público por la defensa de la fe y de un modelo de sociedad regida por los valores católicos. Y en ese compromiso articularon su identidad católica con la identidad regional, pues defendieron la exclusividad de Arequipa como el baluarte católico del país. La identidad regional y religiosa fue enarbolada, también, por los obispos locales quienes destacaron a Arequipa como el centro del catolicismo y la garantía de la catolicidad del país. Monseñor Huerta lo expresaba con claridad meridiana: Entre los pueblos del Perú, se ha distinguido siempre Arequipa, por su proverbial espíritu religioso, por su pronunciado catolicismo. Esta digámoslo así, el pueblo escogido de Dios entre los pueblos del Perú […] El individuo, la familia, la sociedad arequipeña toda, se hacían notar por su piedad sincera, por sus costumbres sencillas y severas en materia de moral (Huerta, 1890, p. 9). La particularidad de Arequipa, entre las ciudades del Perú, se debía a su acendrado catolicismo y su calidad de baluarte moral, en tanto “pueblo elegido” de Dios. Catolicismo y regionalismo se hacían presente para fortalecer el compromiso público de los católicos y las católicas militantes. El obispado de Arequipa, en consonancia con la política romana,50 asumió la autoridad absoluta sobre todas las asociaciones católicas de la ciudad. En 1900, el obispo Manuel Ballón publicó un conjunto de normas para la administración de la diócesis y las celebraciones litúrgicas católicas, elaboradas tras una larga visita en su dilatada diócesis. En la sección sobre las “Cofradías, asociaciones y legados píos” se establecía que todas debían ser “erigidas con autorización apostólica [pontificia] o 50 En 1853, Roma reconoció la autoridad del arzobispo de Santiago de Chile sobre todas las asociaciones católicas de la ciudad. Era un gesto político para demostrar la autoridad del diocesano y, a la larga, del papado sobre el gobierno de la iglesia (Serrano, 2008, p. 107). 52 papal” y sus reglamentos aprobados por el ordinario. Las cuentas debían ser claras y los administradores de los bienes, síndicos y tesoreros, debían ser nombrados por el obispo. Estaban obligados a rendir cuenta anual a la diócesis y realizar un inventario de todos los bienes. Además, ninguno de los bienes inmuebles podía alquilarse sin tener noticia y aprobación del prelado local (1900a, p. 32). Este control sobre los estatutos y la administración de los bienes buscaba reafirmar la autoridad episcopal sobre la iglesia local, las cofradías y las sociedades católicas. La preocupación material no agotó la inquietud de Ballón. Las obligaciones espirituales como los retiros y comuniones frecuentes, así como la atención a los jubileos e indulgencias debían tener un carácter central en la vida de todas las asociaciones laicas, como solicitaba el obispo (Ballón, 1900a, pp. 32-33). 2.2. Las cofradías y las sociedades de piedad: entre una fe pública y privada En Arequipa, existieron pocas cofradías y sociedades de piedad, siempre establecidas alrededor de alguna iglesia. Las cofradías y las sociedades de piedad tuvieron actividad pública a través de las procesiones y las publicaciones piadosas. También fueron espacios de romanización y lograron mantenerse en el tiempo – algunas existen hasta hoy en Arequipa – por el significado social que otorgaba la pertenencia a estas asociaciones. De las trece asociaciones identificadas, ocho se pueden identificar claramente como cofradías por estar vinculadas al sostenimiento del culto de una advocación mariana, cristológica, de una santa o un santo. Las cinco restantes fueron sociedades de piedad, vinculadas al fortalecimiento de la piedad personal de sus miembros alrededor de devociones y prácticas piadosas como el rosario. En las siguientes líneas se detallarán la organización y actividades de algunas de estas sociedades y cofradías en los años estudiados. La Hermandad del Santo Sepulcro se estableció el 29 de abril de 1870 en la Iglesia de Santo Domingo, con el objeto de cuidar el culto al Señor del Santo Sepulcro y de la Virgen de los Dolores, así como “para que aumente el número de sus devotos” (Hermandad del Santo Sepulcro, 1904, p. 3). De igual manera, la cofradía se comprometía a fomentar “la colecta que se hace por los Religiosos Franciscanos de tierra Santa, a favor de los Santos Lugares de Jerusalén, y que está destinada al sostenimiento del culto, reparación de los Santuarios y otros objetos menos piadosos” (1904, pp. 3-4). La colaboración económica con los franciscanos de Tierra Santa era parte del nuevo catolicismo del resurgimiento consciente de la globalidad de la Iglesia y 53 de lo que ocurría en otras latitudes católicas. La Hermandad destacaba esta nueva identidad católica al vincular la devoción al Santo Sepulcro con los Caballeros del Templo del tiempo de las cruzadas que se oponían al “maléfico influjo de las congregaciones secretas, que perturbaban el orden social y religioso” (1904, p. 17). Como en las cruzadas, los miembros de la Hermandad se sentían en el mismo espíritu combativo contras las nuevas sociedades que atentaban contra el orden social y religioso. A pesar de que el reglamento establecía solo fines cultuales, el estatuto revelaba la oposición de sus miembros a los enemigos de la iglesia en un lenguaje apologético y sobrenatural, propio del pontificado de Pio IX. La Archicofradía de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y de San Alfonso María de Ligorio fue erigida en la vice-parroquia de San Lázaro el 28 de enero de 1883. Estuvo conformado por mujeres y era iniciativa de los padres redentoristas Grisar y Lainet, posiblemente venidos de Francia para instalar la congregación en Arequipa.51 El director de la Archicofradía fue el vice-párroco Clemente Cornejo. La archicofradía se trasladó en 1890 a la Iglesia del Monasterio de Santa Rosa y 1892 a la Iglesia de San Agustín, proceso que se hizo con la autorización del obispo Ballón. El mismo año de su fundación, los redentoristas solicitaron que la archicofradía sea agregada a la del mismo nombre en Roma, con los privilegios concedidos por la Sagrada Congregación de Indulgencias y la prohibición de que se agregase a la archicofradía romana otra fundada en Arequipa con ese mismo nombre ya sea de regulares o seculares (Archicofradía, 1905, pp. 3-4). El vínculo con Roma fortalecía la identidad de sus “socias”52 con la nueva sensibilidad global de la Iglesia; además, el reglamento favorecía una experiencia casi religiosa de pertenencia a la sociedad, pues para ser admitida debían ser postulantes por un año, periodo de maduración de su pertenencia y preparación para la profesión solemne. Con su ingreso aceptaba una larga lista de obligaciones que iban desde la imitación de las virtudes marianas a oraciones repetidas diariamente, misas y comunión. De igual manera, recibía un manual con las indulgencias a las que podía ganar y una medalla que debía usar todos los días, y sabía que en sufragio de su alma se haría una 51 La Congregación del Sagrado Redentor, fundada por Alfonso María de Ligorio en Italia en 1732, concentraba su trabajo entre los sectores pobres de las ciudades. Tras algunos intentos de fundar una sede en Chancay y Arequipa, los redentoristas se instalaron en 1884 en Lima, en la parroquia del Perpetuo Socorro del Rímac (Redentoristas Perú, 2016; Klaiber, 1988, p. 172). 52 El artículo 2 del reglamento de la Archicofradía permitía el ingreso “sin distinción de sexo, estado, ni condición social” (Archicofradía, 1905, p. 7). Sin embargo, durante sus primeros años estuvo en la práctica conformada por mujeres, llamadas “socias”. 54 misa y comunión (1905, pp. 10-11). Con ello, se reforzaban las prácticas romanizadoras y ultramontanas en el catolicismo piadoso arequipeño. Algunas sociedades se dedicaron a promover publicaciones devocionales como la Asociación del “Vía Crucis” perpetuo, establecida en el convento franciscano de La Recoleta. Era un signo de la apropiación de elementos de la modernidad para fines eclesiásticos. No obstante, la asociación de espiritualidad franciscana más importante fue la Tercera Orden Franciscana (TOF), cuyos orígenes datan del periodo colonial. El resurgimiento de la TOF se produjo por el impulso del papa León XIII, quien en mayo de 1883 promulgó una Constitución y Regla aplicable a la Tercera Orden de todas las iglesias católicas del mundo. Era la primera vez en la historia del catolicismo que un pontífice reformaba una asociación laical y la proponía como modelo para el orbe católico. La segunda vez y, con mayor duración e importancia, fue la fundación de la Acción Católica internacional por el papa Pio XI en 1928. La Tercera Orden Franciscana reorganizada por León XIII tenía como finalidad “acomodar las antiguas leyes a la moderna manera de vivir”. Los admitidos, hombres y mujeres, debía prepararse a lo largo de un año, como novicios, tras lo cual profesaban en la TOF y se comprometían a seguir la moral católica y a obedecer a la Iglesia (TOF, 1887, p. 8). La revalorización de la TOF se produjo en el contexto de la posguerra del Pacífico. Por ello, la nueva regla establecía que era necesario evitar el lujo y la “refinada elegancia”, la asistencia a espectáculos y danzas inmorales y a banquetes, la abstinencia de carne todos los miércoles y proponía levantarse de la mesa dando gracias. Además, se debía guardar vigilia la festividad de la Inmaculada Concepción y de san Francisco de Asís (TOF, 1887, p. 9). Era una respuesta, engagement, católica al mundo moderno, pues el reglamento recogía la austeridad de las formas como signo de control de la vida pública del fiel y constituía una forma de ser católico. El capítulo dedicado a las indulgencias53 reforzaba la romanización, pues para ganar las plenarias y la “bendición papal” se debía rezar cinco padrenuestros, avemaría y el gloria Patri por la prosperidad de la Iglesia y otro padrenuestro, avemaría y gloria Patri por las intenciones del papa. Para las indulgencias parciales, se aplicaba el mismo procedimiento (TOF, 1887, pp. 13-15). La actividad “social” de la TOF se entendía como la promoción de la espiritualidad franciscana entre posibles nuevos terciarios. 53 Las indulgencias pueden ser plenarias o parciales. Ellas obtienen para el fiel la remisión total o parcial ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados, en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia (CIC, n. 1471). 55 Eran en realidad actividades proselitistas. En 1916, al celebrarse el VII centenario de la indulgencia de la Porciúncula,54 la TOF se encargó de la “Sección social” del programa de celebración, cuya finalidad era dirigir una serie de charlas y conferencias sobre san Francisco y la juventud en centros educativos de varones, a cargo de los franciscanos Bisbal y Morison; y de mujeres, a cargo de los frailes Gamboa y Arrisueño (Programa VII centenario, 1916). Estas conferencias tenían una finalidad propagandista para la Tercera Orden, a la cual se podía ingresar según el reglamento desde los 14 años. En 1921, se celebró el VII centenario de la Tercera Orden Franciscana, ocasión para la cual monseñor Holguín dirigió una carta pastoral a toda la diócesis. El prelado se apropió de la retórica papal de Benedicto XV sobre la construcción de la paz desde los valores católicos, surgida durante la Gran Guerra en Europa. Para Holguín, la paz en la sociedad se conseguiría con la promoción de los dogmas y la observancia de la moral, es decir “penetrar a los individuos y a las sociedades del espíritu de Jesucristo” (1921, p. 7). Para Benedicto XV ante “las convulsiones de la humanidad en estos momentos de aguda crisis mundial”, la TOF era una más apropiada asociación para afrontar la crisis de paz en el mundo (Holguín, 1921, p. 8). Por ello, Holguín consideraba que solo la espiritualidad franciscana de la renuncia a los bienes, la compasión, la generosidad y la caridad, era la forma de restablecer los vínculos entre “los miembros de la gran familia humana” – un importante concepto católico sobre la unidad de la humanidad – para producir la paz individual y social (1921, p. 10). El ideal de una civilización católica o de un orden social cristiano, noción madurada en los pontificados de León XIII y Pio X y el pensamiento social católico, aparece tímidamente enunciado en el escrito del prelado arequipeño y constituye, sin duda, una de las propuestas capitales del catolicismo desde las primeras décadas del siglo XX. La TOF llegó a tener en 1914, un total de 1 433093 de miembros alrededor del mundo (citado en Holguín, 1921, p. 17). El gran número de fieles la hacía una asociación importante – desde la perspectiva pontificia – para la evangelización de la vida privada de los fieles y la promoción de la moral y doctrina católicas en la sociedad. Solo en la diócesis de Arequipa, la TOF se encontraba en Arequipa, Sachaca, Tingo 54 La indulgencia de la Porciúncula debe su nombre a la Iglesia de la Porciúncula para la que san Francisco solicitó al papa Honorio III se conceda indulgencia plenaria a todo aquel que entrara en ella para enrolarse en las Cruzadas o sostener a la Iglesia con sus ofrendas. Posteriormente, la gracia dada a la iglesia de la Porciúncula se extendió a todas las iglesias franciscanas del mundo cada 2 de agosto (Enciclopedia franciscana). Con la reforma de León XIII, la indulgencia plenaria se ganaría siempre que se rezase por las intenciones del pontífice. 56 Grande y Tingo Chico, Quequeña, Yarabamba, Mollebaya y Mollendo, Sóndor, Pitay, Aplao (Majes), Corire y Huancarqui, Chuquibamba, Yray, Pampacolca y Viraco, Machagay, Camaná, Ocoña, Caravelí y Chala. También se encontraban en Moquegua, Ilo, Torata, Yacango, Carumas, Tacna y Tarata. Las 29 asociaciones eran las vinculadas al convento franciscano de La Recoleta. Hacia inicios de 1940 se calculaba un total de 5000 terciarios franciscanos en la diócesis de Arequipa y 45000 en todo el país (Cabré, 1959, pp. 402-403). En 1897, los mercedarios organizaron una Orden Tercera de la Merced (OTM) para señoras y señores en el convento mercedario de San Juan de Letrán de la ciudad. La OTM solicitaba a sus miembros ciertas prácticas privadas como llevar el escapulario de la Virgen, el rezo de tres avemarías y tres padrenuestros en honor del fundador de la orden mercedaria, san Pedro Nolasco. Se obligaban a asistir a la novena y fiesta de la Virgen de la Merced, a la procesión, novena y fiesta del escapulario, y a la novena y fiesta de san Pedro Nolasco. De igual manera, el terciario mercedario tenía la seguridad de que a su muerte se celebraría una misa al modo de la celebrada para los religiosos, en caso las indulgencias ganadas no fueran suficientes (OTM, 1897, pp. 7-8). La dirección la llevaban los laicos con la excepción del Rector, quien era un religioso mercedario encargado del cuidado espiritual y la aceptación de nuevos miembros (OTM, 1897, pp. 9-12). El Reglamento establecía la prioridad de los laicos en el manejo de los bienes, la organización de sus actividades y el cuidado del culto OTM; además, el y la presidente de cada rama tenía que presentar una memoria anual sobre la administración de la orden laical (TOF, 1897, p. 14). De esta manera, la OTM fue un espacio de cierta autonomía laical frente al mundo religioso en el contexto del resurgimiento católico arequipeño, pues fortalecía su identidad y compromiso con su fe en un mundo de cambios. Esta relativa autonomía caracterizó más ampliamente las organizaciones apologéticas como la Unión Católica. En diciembre de 1897, el obispado aprobó el reglamento del “Círculo Caballeros de la Inmaculada” (CCI) cuya finalidad era realzar la procesión y fiesta de la Virgen de la Concepción, custodiada en la Iglesia de San Francisco (CCI, 1898, p. 5). Para pertenecer a la cofradía, el socio debía reconocerse “católico, apostólico y romano” y “condenar todas las doctrinas que la Iglesia condena”. Además, como en otras cofradías el uso del escapulario, en este caso de la Virgen Purísima, era obligatorio y el Círculo garantizaba la celebración a la muerte de una misa (1898, p. 5). Se informa de que el reglamento era válido para la rama de señoras, pero no se encontró información sobre 57 dicha sección. Alrededor de 1896, el canónigo Manuel Ballón, futuro obispo auxiliar de Arequipa, fundó la “Asociación de Madres Católicas”. En 1899 se trasladaron a la Iglesia de San Agustín, reconstruida por el ya obispo titular Ballón con la ayuda de la asociación de “Madres Católicas” y, además, el prelado logró que la asociación fuera añadida a la Archicofradía Primaria de los agustinos de Roma, que significaba acceso a indulgencias plenarias (Martínez, 1933, p. 280; AMC, 1924, p. 15). Las “Madres Católicas” tenían como patrona a santa Mónica, madre de san Agustín y conocida por orar infatigablemente por la conversión de su esposo y su hijo al cristianismo. El nombre de la sociedad mostraba el rol clave de las mujeres en la tradición católica, pues su maternidad estaba ligada a la educación de sus hijos y al cuidado de la familia. Tanto la educación como la familia eran valores del nuevo catolicismo. Por ello, la oración piadosa de estas mujeres y madres católicas procuraba “las gracias sobrenaturales” para “sus hijos y familias” (AMC, 1924, p. 3). En junio de 1900, monseñor Ballón aprobó el estatuto del “Círculo Monteagudo de Caballeros” (CMC) para “hacer propaganda de la causa canónica de beatificación” de Ana de los Ángeles Monteagudo – religiosa dominica del convento de Santa Catalina del siglo XVII–, y conseguir los fondos necesarios para la causa (CMC, 1900, p. 7).55 El mismo Ballón aprobó, en 1899, la Sociedad de la Virgen del Perpetuo Socorro para varones y mujeres en el convento de Santo Domingo. Al momento de ser admitidos, los socios y socias debían condenar “todas las doctrinas que la Iglesia prohíbe”; además, para garantizar la salvación eterna, la sociedad ofrecía una misa por el alma de los socios fallecidos (Sociedad, 1904, p. 3). En 1911, se fundó la Hermandad del Señor de la Sentencia en sus dos ramas, masculina y femenina, en el convento de la Merced. En 1913, monseñor Holguín aprobó el reglamento de la cofradía y concedió 50 días de indulgencia por cada acto de piedad de sus socios y socias (Hermandad señoras, 1914; Hermandad caballeros, 1917). La Hermandad logró convertir al Señor de la Sentencia en una devoción importante en la ciudad, especialmente en las celebraciones de Semana Santa. La preocupación por la formación de los jóvenes se hizo cada vez más evidente en el magisterio episcopal. En 1890, el obispo Huerta alertaba que “la juventud arequipeña con no pocas honrosas escepciones, marcha por una senda muy peligrosa. El error en materia de doctrina no solo religiosa, sino filosófica y científica, (error que 55 La beatificación de Ana Monteagudo se realizó el 16 de julio de 1985 en una misa presidida por el papa Juan Pablo II en Arequipa. 58 creemos inconsiente) desoriente sus inteligencias” (p. 10). Esta preocupación fue recogida por el mencionado Círculo de la Juventud Católica (CJC), fundado alrededor del periodo de inicio de actividades de la Unión Católica en 1886. El Círculo o Congregación, como también se llamaba, adquirió vitalidad cuando se vinculó a la Compañía de Jesús, en 1898, con la fundación del Colegio San José, a pedido de la élite arequipeña. La asociación se afilió a la Congregación de la Virgen Inmaculada y San Luis Gonzaga, agregada a la misma de Roma, y tenía la finalidad de ayudar en los congresos católicos. Para afianzar la romanización de los jóvenes socios, estos debían llevar una insignia con las banderas del Papa y del Perú. El director era nombrado por el Superior del Colegio jesuita de San José y estaba organizada en academias de Jurisprudencia, Letras, Ciencias, Comercio, Bellas Artes, Militar y Beneficencia y culto, destinada para el trabajo con la clase obrera (CJC, 1899, pp. 5-7, 15). La última tenía por finalidad enseñar la doctrina cristiana, fundar escuelas dominicales y dar conferencias a las asociaciones de obreros (CJC, 1899, p. 9). Las cofradías y las sociedades de piedad, cuyas funciones se entrecruzan frecuentemente, dan cuenta de la importancia de las devociones en la estructura de la fe del laico y laica creyente. Muchas sociedades de piedad compartían similitudes con las cofradías como el cuidado de la piedad externa, la promoción de la piedad privada, la oración por los difuntos, la aceptación y defensa de la doctrina de la Iglesia. Contribuyeron a forjar un nuevo catolicismo cuyas identidades públicas eran la procesión, la celebración de la misa y la promoción de las nuevas devociones entre la feligresía. De la misma manera, en consonancia con el nuevo tiempo moderno y de temprana secularidad, la privatización de la práctica religiosa se expresaba en las oraciones, rosarios y el ritual para obtener indulgencias. Los obispos Huerta y, su sucesor, Ballón dieron un cariz más apologético a las cofradías y sociedades de piedad. La pertenencia a estas sociedades debía ir de la mano con la fidelidad a la doctrina y la moral católicas, y la abierta defensa de la fe. Sociedades de piedad y cofradías debían explicitar su catolicidad al aceptar como socios y socias a quienes se opusieran a las doctrinas contrarias a las enseñanzas de la Iglesia. Era parte de la nueva sensibilidad católica o del nuevo catolicismo. Estos espacios de piedad y vivencia comunitaria de la fe no se contradecían con los espacios apologéticos, pues como se ha mencionado algunos laicos y laicas pertenecían a dos sociedades en el mismo periodo de tiempo. 59 Cuadro 3. Cofradías y sociedades de piedad fundadas entre 1870 y 1920 Nombre de la asociación Año de Tipo de asociación fundación Hermandad del Santo Sepulcro 1871 Cofradía Hermandad del Patriarca Señor San José 1873 Cofradía Archicofradía de Nuestra Señora del Perpetuo 1883 Cofradía Socorro y de San Alfonso María de Ligorio Asociación del “Vía Crucis” perpetuo 1886 Sociedad de Piedad Círculo de la Juventud Católica 1886 Cofradía Tercera Orden Franciscana 1887 Sociedad de piedad Orden Tercera de la Merced 1897 Sociedad de piedad Círculo Caballeros de la Inmaculada 1897 Cofradía Asociación de Madres Católicas 1896? Sociedad de piedad Círculo Monteagudo de Caballeros 1900 Sociedad de piedad Sociedad de la Virgen del Perpetuo Socorro 1904 Cofradía Hermandad del Señor de la Sentencia para 1911 Cofradía Caballeros Hermandad del Señor de la Sentencia para 1911 Cofradía Señoras 2.3. Las sociedades apologéticas y la defensa católica en el espacio público Las sociedades católicas apologéticas fueron las más tempranas formas de asociación católica moderna en Arequipa. En 1868, con la fundación de la Sociedad Católico-Peruana se inició una nueva manera de comprender la misión del laicado en la vida pública y en la vida institucional de la Iglesia. Sin embargo, la SCP tuvo una vida efímera. De las seis asociaciones apologéticas identificadas, cinco debían su origen a alguna iniciativa episcopal y una, la Unión Católica, fue una iniciativa laical de carácter nacional. La presencia episcopal permitió que diversos presbíteros seculares y religiosos se vincularan a la labor de estas asociaciones sin comprometer el carácter diocesano de la sociedad. Además, permitió que laicos y laicos de diversas espiritualidades y formas de piedad se vincularan con el único fin de promocionar y defender la fe católica en la vida pública en Arequipa, en un contexto de cambios sociales, culturales y económicos. Las otras dos asociaciones apologéticas estaban asociadas a dos órdenes religiosas. En la dirección religiosa de las sociedades destacaron los jesuitas y los franciscanos del 60 Convento de La Recoleta. Estos últimos definieron su espiritualidad como misionera, es decir, como la cristianización de la ciudad y del espacio público. La actividad apologética fue un espacio claramente masculino hasta 1907, cuando las mujeres de la Unión Católica asumen la actividad apologética y social de la sociedad hasta casi finales de la década de 1920. Cuadro 4. Sociedades apologéticas entre 1868 y 1925 Sociedad Católico-Peruana 1868 Iniciativa episcopal Unión Católica 1886 Iniciativa laical, con soporte episcopal Centro de Acción Católica de Arequipa 1904 Iniciativa episcopal (Centró Católico) Liga contra Espectáculos Inmorales 1914 Iniciativa episcopal - laical Acción Social Franciscana 1921 Franciscanos – Catequesis Sociedad guiada por el Acción Social Católica 1925 concepto pontificio de “acción católica” 2.3.1 La Unión Católica de Arequipa (UCA): política, catolicismo social y espacio público La sociedad apologética más importante fue la Unión Católica. Su fundación está ligada al surgimiento de la “causa católica” producida por la campaña organizada por los liberales y masones contra los jesuitas y que culminó con su expulsión por el parlamento en octubre de 1886 (Klaiber, 1988, p. 111).56 La “causa católica” movilizó a los laicos a organizase en una sociedad apologética para defender los intereses de la Iglesia. Si bien, la primera reunión nacional se realizó en el Teatro Politeama de Lima en octubre de ese mismo año, el presidente de la Unión Católica nacional, Carlos Elías destacó que fue en Arequipa donde se “tomó la iniciativa de promover […] el establecimiento de un centro católico” (como se citó en García Jordán, 1991, p. 320). Incluso, la iniciativa de organizar una sociedad de carácter nacional surgió de la Unión Católica de Arequipa (UCA), que envió a Mariano Belaunde y Manuel Bustamante a 56 La expulsión se debió al conflicto surgido en torno al libro Compendio de Historia del Perú del jesuita Ricardo Cappa, profesor de la Inmaculada en Lima, quien exaltó la labor de España en América y disminuyó el papel cumplido por los peruanos en la independencia. Los jesuitas retornaron al país un año después (Klaiber, 1988, p. 111). 61 Lima para organizarla a nivel nacional. El primer Consejo Directivo de la UC de Arequipa de 1887 estuvo integrada por 17 miembros. El presidente, Juan Manuel López de Romaña y el vicepresidente, Enrique Marcó del Pont. Los vocales José de la Fuente, Melchor J. Bedoya, J. Casimiro Valdez, Manuel Aguirre, José Santos Talavera, Daniel E. Villalonga, Santiago Vargas, Benjamín Angulo, José A. Vivanco, Alejandro López de Romaña, Mariano A. de Belaunde, Elías Soto Marina e Isaac Cáceres Vargas. Finalmente, los secretarios Manuel T. Marina y Manuel Bustamante y Barreda (UCA, 1887, p. 14). La componían sectores de clases altas y sectores profesionales y artesanos de la ciudad. Detrás de la iniciativa laical arequipeña, se encontraba el soporte episcopal de Juan Ambrosio Huerta quien reconocía en la nueva sociedad la concreción de los Círculos Católicos, sociedades laicales promovidas por los pontífices Pio IX y León XIII para enfrentar el avance del liberalismo y la masonería. Huerta les dedicó una pastoral, en la que recomendaba la lectura del capítulo 24 del evangelio según san Mateo57 para tomar consciencia del momento de persecución que vivían los católicos y la necesidad de mantenerse perseverantes en defensa de la fe (Huerta, 1886b, pp. 3-4). Para Huerta, el principal objetivo de la Unión Católica era defender al catolicismo contra el liberalismo y la masonería en el espacio público y en la actividad política. El prelado consideraba a la masonería y al liberalismo como enemigos reales del catolicismo y les dedicó varias pastorales, en consonancia con el discurso pontificio establecido por Pio IX en el Syllabus (1864) y la encíclica Humanum genus de León XIII (1884). El obispo exigía a los laicos de la UC la participación en política, en tanto ciudadanos: “¿con qué derecho podría reprocharse a los católicos, tan ciudadanos como los que mas, que asociados para trabajar en la defensa de los principios del Catolicismo en todo orden, se ocupen de la política?” (1886b, p. 5). De esta manera, se debía hacer política como católicos y ciudadanos, para que se construya un estado y una sociedad sobre la base de los principios de la moral y la religión, especialmente ante las reformas seculares que amenazaban restringir el espacio público para la Iglesia (Huerta, 1886b, pp. 7-8). La preocupación del prelado se daba en el marco de la expulsión de los jesuitas por la presión liberal de Lima y la tentativa de reformas como parte de la 57 El capítulo 24 del evangelio según San Mateo detalla en tono escatológico los padecimientos que los discípulos de Jesús sufrirán el tiempo previo a su segunda venida para juzgar a la humanidad. 62 Reconstrucción nacional. El gobierno central, dirigido por Andrés A. Cáceres, articuló un modelo republicano-autoritario con el soporte ideológico de liberales y positivistas reformistas (Mc Evoy, 2017, pp. 229-232, 261-265) que atemorizaban a los sectores católicos. Por ello, concluía Huerta recordando la necesidad del trabajo conjunto entre los laicos de la nueva sociedad y la jerarquía (1886b, p. 8) para defender la fe católica ante los embates reformistas. La “vida pública” de la Unión Católica de Arequipa se inició tan pronto se fundó. En noviembre de 1886, la sociedad recogió más de 10000 firmas en una Acta en apoyo de la Compañía de Jesús (Garreaud, 2015, 2, p. 38). Era la primera muestra de la capacidad de convocatoria y de la canalización pública del sentimiento católico laical, no solo clerical, por parte de la UC de Arequipa. Sin embargo, el Acta enviada al parlamento, no logró detener la expulsión de los jesuitas. En Arequipa, la situación se complicó el 19 de enero de 1887, tal como explicitaron en un pronunciamiento público (UCA, 1887). Reunidos en el Palacio Episcopal de Arequipa, se encontraban el Consejo Directivo de la Unión Católica, algunas laicas y laicos, miembros del clero y tres sacerdotes jesuitas que preparaban una nueva acta para solicitar la permanencia de la Compañía de Jesús en el país. Alrededor de las nueve de la noche irrumpieron las autoridades en la residencia – tras derribar la puerta –para llevarse a los jesuitas al exilio. Recorrieron el Palacio Episcopal, incluida la capilla y el cuarto de estudio del prelado, de manera tal que “los ministros de las tinieblas parodiaron tristemente la escena del Huerto de los Olivos” (UCA, 1887, pp. 7-8). Luego de encontrar a los jesuitas, estos fueron expulsados a La Paz. La situación, descrita en lenguaje bíblico, expresaba claramente la sensación de persecución que los católicos vivían ante la amenaza liberal y masónica. Como Jesús de Nazaret, ellos eran perseguidos por los agentes del mal. La sensación de persecución se afianzó con la provocación del gobernador de Arequipa, el comandante Romero, quien junto a su familia y al joven Tomás Málaga Torres llegaron al pueblo de Quequeña donde fueron invitados a la Iglesia. Málaga permaneció con sombrero durante los oficios religiosos y la procesión y se negó a quitárselo, ni ante la solicitud del Inspector de Policía. Al contrario, lo amenazó con un revolver, lo que provocó la exaltación de la población con el afán de quitarle el sombrero. El comandante Romero amenazó con encarcelar a los pobladores, “agregando que en Arequipa no había tal Catolicismo”, y denunció a la Unión Católica 63 de Quequeña de instigar una rebelión contra el Supremo Gobierno (UCA, 1887, pp. 12- 13). La sensación de amenaza vivida por los católicos reafirmó entre los miembros de la UCA, como señalaba su primer estatuto, la necesidad de entrar en política para defender y propagar “los principios y obras católicas” y defender “la libertad y derechos de la Iglesia” en “la vida pública” (UCA, 1887, pp. 3-4). Señalaron que su labor política era cristianizar […] a los gobiernos y a los pueblos, de trabajar por que los Congresos den leyes justas y convenientes con las cuales se procure el adelante del país, sin provocar conflictos, considerando siempre el progreso material no como fin sino como medio de alcanzar la perfección moral; de influir en el ánimo del Jefe del Estado y de sus Ministros para que en todos los ramos de la administración impere la doctrina católica (UCA, 1887, pp. 4-3) Con ello, la participación política, aceptada como “provechosa” por León XIII en la encíclica Immortale Dei de 1885, era considerada una necesidad para defender a la Iglesia y a la sociedad de la descristianización. De esta forma, el laicado militante arequipeño entraban en el moderno plano del debate político. La propuesta católica era construir una sociedad católica o una civilización católica. Por ello, “la política no es, ni puede ser otra cosa que el gobierno de los pueblos con sujeción a los principios de la ley evangélica”, de manera tal que “las doctrinas de la Iglesia sean para los pueblos lo que es la sangre para el cuerpo” (UCA, 1887, p. 5). La política era un medio para implantar un proyecto cristiano sobre el estado. La tarea de finales del siglo XIX era recuperar para Cristo y la Iglesia el sistema político moderno y evitar su caída en el liberalismo y la masonería. Durante el periodo de la Reconstrucción (1885-1895) se afianzó un espíritu reformista con miras a modernizar mediante “leyes progresistas” las estructuras del país. Estas leyes modernas tenían fundamentalmente la bandera liberal, y la de otros grupos políticos – positivistas, masones – emergentes en el escenario político de fines del siglo XIX e inicios del siglo XX. Además, en los partidos Civil, Demócrata y Constitucional se encontraban minorías liberales, antirreligiosas y anticlericales, que se volvieron en activos promotores de la modernización del país (Armas, 1988, p. 116). Un ejemplo de estos nuevos radicalismos fue el programa anticlerical del partido Unión Nacional de 1891, donde se defendía la necesidad de “laicalizar el estado, estableciendo libertad de cultos, el matrimonio y el cementerio civiles, la escuela 64 neutral y todas las reformas que se reclama el espíritu del siglo” (citado en Armas, 1998, p. 117). Con la República Aristocrática (1895-1919), el discurso modernizador, como proceso de europeizar el país, modeló las políticas públicas y la identidad de un sector de la élite, fundamentalmente en Lima (Espinoza, 2015, pp. 99-100). El proyecto civilista se concretizó en propuestas de ley que facilitasen la modernización del país mediante el reconocimiento de la legalidad del matrimonio civil, de la laicización de los cementerios, de la tolerancia y la libertad de cultos y de la expropiación de bienes eclesiales (García Jordán, 1988; García Jordán, 1991; Armas, 1998). De esta manera, se podría atraer mayor migración extranjera, pues varios de ellos eran protestantes. Además, las iglesias protestantes defendieron las reformas legislativas, especialmente la tolerancia de cultos (Fonseca, 2003, p. 216). De esta manera, se buscaba proyectar la imagen de un país moderno para las sociedades latinoamericanas y europeas. En este contexto de reformas modernizadoras, la UCA de laicos y laicas buscó consolidar su presencia pública a través de la prensa, la actividad apologética y social, y la participación política. En 1890, se fundó el periódico “El Deber”, con una imprenta traída de los Estados Unidos por el sacerdote José María Carpenter.58 A pesar de no estar vinculada oficialmente a la UC, Estuvo dirigido por laicos miembros de la asociación como Abraham de Vinatea, Adolfo Chaves y José Miguel de la Rosa, y los presbíteros Francisco Rubén Berroa, Juan Gualberto Guevara y Víctor M. Barriga. Víctor Andrés Belaunde narra como su padre Manuel Belaunde, activo miembro de la UCA y “un proselitista del catolicismo”, “convencido de que el catolicismo necesitaba no solamente el púlpito sino de la tribuna popular del periódico, empleando su propio patrimonio y el de su hermana María, con la colaboración de la Unión Católica fundó El Deber” (citado en Garreaud, 2015, 2, p. 41). Por tanto, “El Deber” era una obra iniciada por los laicos católicos con la finalidad de tener impacto en la “vida pública” de la ciudad para defender la fe católica. La donación de Mariano y María Belaúnde era signo del compromiso laical por visibilizar el catolicismo en el espacio público y emplear medios modernos como la prensa en la recuperación de la política para Cristo. Las actividades públicas de la UC aumentaron durante el ciclo de reformas secularizadoras entre 1885 y 1915. Durante estos años los gobiernos nacionales, buscaron construir un marco legislativo secular que permitiese la modernización del 58 José M. Carpenter fue un sacerdote arequipeño perteneciente a una familia de comerciantes de origen español. En 1898 fue nombrado obispo auxiliar de Lima. 65 país (García Jordán, 1988, p. 73). En 1889, los miembros de la UCA participaron de una campaña, organizada por la diócesis contra el informe de Guillermo Seoane, ministro de Justicia, Instrucción y Culto, sobre la necesidad implementar el matrimonio laico para facilitar la inmigración extranjera. La campaña criticaba la postura del gobierno de conceder el “matrimonio laico” para “el inmigrante que trae distintas creencias”, en lugar de respetar “la veneranda religión de nuestros padres católicos” (citado en García Jordán, 1988, p. 69). Se publicó un folleto, a “espensas de la Unión Católica”, es decir de los laicos católicos, que contenía el resumen de las actividades realizadas contra la propuesta de Seoane, donde se destacaba la fidelidad de Arequipa, resguardo de la catolicidad del país, frente Lima, propensa a las nuevas ideas (Garreaud, 2015, 2, p. 41). Para la ocasión se realizó un triduo59 entre el 3 y el 5 de octubre de 1889 con la asistencia de “personas de todas las clases sociales” de la ciudad y “ha sido la primera en esta vez como en otras, en levantar su voz contra el error y la impiedad” (citado en Garreaud, 2015, 2, pp. 41-43). Ese mismo año se organizó otro triduo para desagraviar al papa y a la Iglesia universal por “los impíos de Roma”, que instalaron una estatua de Giordano Bruno (Garreaud, 2015, 2, p. 43). Las dos actividades mostraban la publicidad católica preocupada por atender la situación nacional e internacional. La conservación de la religión en el país y la defensa del papado eran parte del programa católico arequipeño. En noviembre de 1895, la discusión de la ley de administración estatal de los bienes de los conventos en el Senado, produjo la inmediata reacción de la UC de Arequipa. En una serie de cables a senadores opositores a la ley, solicitaban detener la discusión en la cámara alta para “calmar la excitación” en Lima (Bandini, 1895, pp. 71- 73). Desde Arequipa, se unieron a las iniciativas coordinadas por el arzobispo de Lima Manuel Bandini, a la que se unieron otros obispados y sociedades católicas del país. Esta presión nacional era una muestra de fuerza de los sectores católicos en la política nacional. Al año siguiente el 23 de diciembre de 1896, Piérola promulgó la ley del matrimonio civil que produjo la renuncia del jefe del Gabinete Alejandro López de Romaña, hijo del presidente de la UC de Arequipa, porque la nueva norma atentaba contra sus principios religiosos (Garreaud, 2015, 2, p. 44). En noviembre de 1896, se celebró el Primer Congreso Católico en Lima, bajo la presidencia honorario del arzobispo de Lima y la vicepresidencia del obispo de 59 Un triduo es un conjunto de rezos y celebraciones que dura tres días. Puede incluir rosarios, rezos y misas especiales para solicitar una gracia o realizar un desagravio por una ofensa a Dios. 66 Arequipa. La vicepresidencia de Huerta mostraba la importancia de la Iglesia arequipeña a nivel nacional. Los 300 delegados, entre hombres y mujeres, se reunieron en la iglesia de San Francisco. La UCA nombró delegados a Abraham de Vinatea y a Mariano Belaúnde, quien ocupó una de las vicepresidencias de la comisión organizadora del congreso y presidió la comisión de Prensa y propaganda católica. Además, asistió Pedro José Rada, destacado católico arequipeño y político, del Círculo de la Juventud Católica, una asociación vinculada a la Unión Católica. Mariano Belaúnde fue invitado a dar uno de los discursos en el congreso, donde expresó la preocupación por la necesidad de educar a los jóvenes en la moral católica y formar asociaciones “de un ángulo a otro del Perú” para frenar los ataques contra la religión. Con ello se lograría “acometer la regeneración de la Patria; y entonces y sólo entonces entrará majestuoso el Perú en los dilatados horizontes del progreso” (1896, pp. 107- 108). De igual manera, Rada estableció la relación entre el progreso y el avance regenerador del catolicismo en el Perú, por lo que se oponía al positivismo y las nuevas doctrinas filosóficas, cuya presencia se hacía más visible en la política limeña. Estas doctrinas desconocían el aporte del catolicismo al progreso del país. Por ello, la juventud debía formarse bajo la religión católica para consolidar la civilización católica en el Perú (1896, pp. 261-265). El Congreso Católico estableció la necesidad de organizar y reforzar la presencia de la Unión Católica en los departamentos, provincias y parroquias del país, a la par que se volvía una sociedad articuladora de las otras asociaciones de jóvenes, obreros y de caridad, con excepción de las sociedades iniciadas por órdenes. Además, estableció la importancia de algunas obras como fueron la Obra de los Tabernáculos, las Escuelas dominicales para niños y niñas, el Apostolado de la Prensa, la Obra de San Francisco de Regis para legitimar uniones ilegítimas y el Dinero de San Pedro. Este último tenía un carácter más diocesano, pues la organizaba el obispo con el concurso de las sociedades católicas como ocurría en Arequipa. Estas obras se relacionaban directamente con la presencia de los grupos católicos en el espacio público y la promoción de la doctrina y moral católicas, bajo el liderazgo del episcopado. La unidad entre los obispos y los laicos tenía como finalidad frenar el avance secularista de las reformas políticas de la posguerra y articular un discurso donde el catolicismo era el eje para obtener el verdadero progreso y orden. 67 Al iniciar el nuevo siglo, la Unión Católica de señores inició un proceso de reforma por solicitud del obispo Ballón.60 El prelado se reunió con los miembros de la UC en su palacio para reforzar el papel combativo de la sociedad contra “los ataques que los enemigos de la religión hacen a las creencias católicas y a la piedad de este pueblo”. Igualmente se encargó al nuevo directorio “ganar terreno como el centinela avanzando y cuida y vela por el catolicismo de Arequipa” (El Deber, 8-VIII-1900, p. 2). El presidente nombrado fue Mariano Belaunde, en ese momento ministro de hacienda del presidente de la república Eduardo López de Romaña, y también miembro de la sociedad. Los vicepresidentes fueron Manuel T. Marina y Melchor J. Bedoya. Los secretarios eran Juan Mariano Ugarte y Luis F. Llosa. El tesorero Carlos Molina y el auxiliar Samuel Chocano (Garreaud, 2015, 2, p. 46). La preocupación apologética de monseñor Ballón se daba en el contexto de surgimiento de grupos liberales en Arequipa, que eran abiertamente críticos del poder económico e ideológico del catolicismo en la ciudad y, además, cercanos a las iglesias protestantes. El ambiente católico de la ciudad se vio sacudido por la presencia de liberales, la tercera generación en palabras de Ballón Lozada (1992), que introdujo un reto local a la Iglesia arequipeña y moldeó el debate y la práctica del episcopado y las asociaciones católicas de la ciudad. Además, a inicios del siglo XX, fundaron el Partido Liberal Independiente. La actividad pastoral de monseñor Ballón se concentró en oponerse a las nuevas ideas y actividades públicas de los grupos. En abril de 1901, Ballón publicó la encíclica de León XIII sobre la democracia cristiana, Graves de Communi Re (18 de enero de 1901), con una breve introducción donde destacaba los “errores socialistas que, desgraciadamente, cubren el mundo amenazando su ruina, y permite a los hombres ver los escollos y peligros que le amenazan en la vida social” (Ballón, 1901a, pp. 3-4).61 La interpretación del prelado no reflejaba la compleja y ambigua línea trazada por León XIII sobre el reconocimiento del sistema político democrático y la necesidad de la participación política de los laicos en dicho sistema (Chadwick, 1998, pp. 320-322). 60 En su carta de toma de posesión de la diócesis señalaba que la misión “importantísima” de la Unión Católica y otras sociedades piadosas “nos dan derecho para esperar, con la más íntima convicción, de que, llenas de celo, defenderán siempre los dogmas sagrados de nuestra augusta religión, darán gloria a Dios (1898, p. 23). Para el prelado, las asociaciones laicales tenían un claro objetivo apologético. 61 La interpretación apologética de los documentos de León XIII ocurrió en otras diócesis iberoamericanas, a causa de la perspectiva ultramontana de la sola defensa de la fe católica. Un claro ejemplo fue el obispo de Zamora (España), Luis Felipe Ortiz, quien dedicó en su casi totalidad la presentación de la encíclica papal a condenar el socialismo y sus consecuencias nocivas en la sociedad (Hernández, 2016, p. 224). 68 Entre la defensa de la cuestión social, el papel de la religión en la vida pública y la defensa de la fe católica, León XIII perfiló una vía para la participación pública de los católicos en el plano social y político. Esta dimensión surgida desde las asociaciones laicas a finales de la década de 1880, fue profundizada durante el episcopado de Mariano Holguín. Ballón condenó los escritos “impíos e inmorales” que circulaban en Arequipa, junto a las actividades nuevas como “novelas y pinturas obscenas, y representan comedias antirreligiosas, y saturadas de tanta inmoralidad” (Ballón 1900b, p. 4). La actitud ofensiva se repitió en 1904 cuando se planteó el matrimonio civil en el parlamento, pues Ballón afirmaba que “el llamado matrimonio civil solo puede concebirse, pues en los pueblos que han perdido toda idea de Dios y de religión, o que admiten el herético y lamentable absurdo de que el Estado es Dios” (Ballón, 1904, p. 14). La batalla del prelado era contra las nuevas ideas políticas y, también, contra los cambios culturales producto del crecimiento económico experimentado en la ciudad. Los espectáculos, novelas y exposiciones de arte eran reflejo del cambio cultural vividos en la ciudad en los años del episcopado de Ballón. Para el prelado todo este proceso era parte de la decadencia del sistema, al que la Iglesia estaba llamada a corregir. Los liberales como Francisco Mostajo, Lino Urquieta, Modesto Málaga, Alberto Campos, Francisco Chiquiwanca Ayulo y Alejandro Docarmo encabezaron la crítica social y política en Arequipa desde diversos frentes como la Liga Independiente, denominado luego como Partido Liberal, y periódicos como “El Ariete” (Ballón, 2001, pp. 156, 161). Estos liberales eran críticos del empobrecimiento y las condiciones de vida de los sectores empobrecidos de la ciudad, a causa del crecimiento comercial y la progresiva consolidación de la elite y la burguesía (Carpio, 1990, p. 550). En las páginas de “El Ariete” denunciaban la nueva esclavitud del obrero por obra de su amo el burgués o capitalista. Por ello, criticaban a “las clases acomodadas” que “hacen alarde también de ser poseedores de una supremacía moral que ni siquiera comprenden” (Lino Urquieta, “Discurso” en El Ariete, año 1, nº 3 citado en Carpio, 1990, p. 550). La contradicción entre la fe y la vida era criticada por los liberales arequipeños. Además, Málaga afirmaba que ellos eran enemigos del clericalismo apóstata de ese clericalismo que en vez de ceñir sus actos a las doctrinas de la religión, los ciñe a sus bajas pasiones y a sus encendidos odios; de ese clericalismo que en lugar de ser redentor es verdugo, que en lugar de ser reflejo de 69 caridad y de mansedumbre, es retrato de avaricia, de soberbia, de lujuria, de odio; somos enemigos de ese clericalismo inquisidor que cree ver en cada libertad a una enemiga del cielo; que cree ver en el progreso un reflejo del infierno; que cree ver en cada conciencia libre una rebelión, y en cada derecho individual una anarquía (Modesto Málaga, “El Ukase eclesiástico” en El Ariete, 17-IV-1902 citado en Carpio, 1990, p. 549). No se trataba de una crítica anticlerical feroz y laicista, sino de un anticlericalismo crítico de la actitud de la Iglesia católica frente al sistema económico y social. Además, entre los liberales se encontraba un destacado miembro de la élite comercial, Eduardo Forga, quien se convirtió al protestantismo. Forga fundó en 1904 junto a David Watkins, la Iglesia Evangélica Independiente de Arequipa. En ella colaboraron Felipe Muñoz y Ramón Espinoza, quienes establecieron una oficina de venta de biblias en la ciudad y sus alrededores. Estos últimos fueron atacados por una turba de católicos. Forga, además, redactó un folleto donde criticaba abiertamente el programa político de José Pardo, por lo que tuvo que salir del país tras un juicio en 1906. (Fonseca, 2002, pp. 97-102). La actitud liberal y protestante de Forga facilitó la colaboración entre ambos grupos, por la coincidencia de intereses en contra del catolicismo. La crítica liberal contra el catolicismo tomó cuerpo el 9 de abril de 1905 cuando se realizó el primer meeting anticlerical en la plaza de armas de la ciudad. Se reunieron para solicitar a las autoridades el cumplimiento de la resolución del gobierno central de tomar el palacio episcopal del Buen Retiro para volverlo un lazareto provisional, ante la crisis de salud desatada por peste bubónica en Mollendo y Arequipa (Ballón, 2001, p. 159). La presión de los liberales se vio favorecida por la actitud liberal del prefecto Alvizuri, denunciada por “El Deber” como alguien guiado y agradecido con los liberales (13-IV-1905, p. 2).62 Además, los editores del periódico denunciaron que el verdadero objetivo del meeting había sido “insultar públicamente al Iltmo. Obispo [Ballón] y hacer escarnio de la Religión que el Estado garantiza” (11-IV-1905, p. 2). No obstante, la presión pública de “El Deber”, que denunció la negligencia de los médicos en Mollendo por transportar enfermos sin control en el tren desde Mollendo a Arequipa 62 En unos cablegramas enviados a Carlos Elías, presidente de la Unión Católica de Lima, se informó que uno de los organizadores del meeting, Chávez Bedoya apareció por la ventana de la prefectura con el prefecto Alvizuri. Los otros organizadores fueron Frisancho y Mostajo. Además, un obrero de apellido Goizueta se dirigió a Alvizuri para solicitarle tomar el Buen Retiro y la supresión del artículo 4 de la Constitución, sobre la exclusividad del culto católico (El Deber, 11-IV-1905, p. 2). 70 (El Deber, 12-IV-1905, p. 2), los liberales consiguieron que se tomara el Buen Retiro con el uso de la fuerza pública. El obispo Ballón quedó desprestigiado, desautorizado, deslegitimado y cargó con el peso de su falta de caridad por negarse a convertir su palacio episcopal en un lazareto, en plena situación de crisis de salud. En consecuencia, se vio obligado a renunciar al obispado de Arequipa en carta al papa Pio X (Ballón, 2001, p. 164).63 El ultramontano combate del prelado contra “las fuerzas del mal”, inscrito como un programa en su escudo episcopal – Virgo, cunctas haereses sola interemisti (Oh, Virgen, tu sola has destruido todas las herejías) – culminó con su renuncia. La renuncia de Ballón al obispado de Arequipa mostró la fuerza movilizadora del liberalismo. Además, los protestantes ligados a Forga aprovecharon la coyuntura para fortalecer la nueva congregación fundada en la ciudad. A pesar de la expulsión de Forga, los misioneros Jarret y Ritchie continuaron la relación los liberales y sectores obreros de Arequipa. En 1907, apareció el periódico “La Bandera Roja”, en la que Jarret expresó públicamente su complacencia con el liberalismo en los siguientes términos: Si la clase obrera abraza el cristianismo, abandonando el catolicismo, oirán la palabra de Cristo que les dice: “La verdad os hará libres […]. Sin duda, para disfrutar de esta libertad propia de los hijos de Dios, deben alentar en el corazón obrero la moral, el amor de Dios y el espíritu fraternal cristiano” (citado en Fonseca, 2002, p. 113). La colaboración entre el liberalismo arequipeño y el protestantismo se sustentaba en la oposición al catolicismo, que en la confluencia de ideas. El lenguaje de moralidad del protestantismo no distaba mucho de discurso sobre la moralidad entre los católicos. A pesar de la presencia protestante y el vinculo con los liberales, no ocurrió una expansión vertiginosa de las congregaciones evangélicas en la ciudad y la región. En 1907, la llegada de Mariano Holguín al obispado de Arequipa implicó un cambio en la manera de enfrentar el proceso secularizador, las críticas anticlericales del liberalismo y el problema social. Ese año, monseñor Holguín inició un nuevo proceso de reforma de la Unión Católica de Arequipa que afianzó la presencia del clero en el organigrama del directorio de la asociación, al nombrar a un sacerdote como representante suyo. Además, ordenó la apertura de los registros de inscripción para todo 63 En carta del 9 de abril, el obispo informó al prefecto de la imposibilidad de entregar el Buen Retiro por cuestiones de salubridad, pues “se pone en inminente peligro de contagio al Monasterio de Santa Rosa, al Colegio Salesiano, a la importante población de San Antonio, a la Ranchería y en consecuencia a toda la ciudad” (El Deber, 12-IV-1905, p. 2). El 10 de abril, los miembros de la Unión Católica y otros señores de la ciudad firmaron un Acta de desagravio por los insultos contra el obispo (El Deber, 14-IV-1905, p. 2). 71 varón arequipeño dispuesto a vincularse en la defensa de su fe (El Deber, 2-III-1907, p. 3). Tal vez como respuesta a la presencia liberal y protestante. Además, el obispo fortaleció las sociedades de caridad y promovió el Círculo de Obreros Católicos, fundado por él cuando era presbítero franciscano. Por ello, decidió fortalecer el papel de los laicos e incentivar una participación pública, no solo apologética, sino social para enfrentar las críticas de los liberales y evitar, posiblemente, el avance protestante. Sin embargo, en estos documentos no aparece mención alguna al problema protestante, probablemente por su escaso número. El catolicismo apologético y social de monseñor Holguín fue asumido por las señoras de la UCA, pues el activismo público y político de la rama masculina sufrió un proceso de declive en los siguientes años. La UC de laicas trabajó en la Obra de los Tabernáculos, las Escuelas dominicales, el Apostolado de la prensa y la Obra de San Francisco Regis para legitimar uniones ilegítimas; todas ellas consideradas prioritarias desde el Congreso Católico de 1896. Las actividades de la Unión Católica de señoras les permitió asumir roles activos en la vida pública de la ciudad y en la vida eclesial. Estas obras surgían en el contexto del ya mencionado programa modernizador de la República aristocrática. Además, fortalecían nuevos valores religiosos como el matrimonio, amenazado por el matrimonio civil y el divorcio, y el papel de la mujer en la familia como educadora y defensora de la fe. Cada una de las obras cumplía una tarea importante en la nueva sensibilidad católica del cambio del siglo, donde las mujeres eran el rostro público, apologético y social, y privado, como madre y educadora, de la fe católica. La Obra de los Tabernáculos se inició en Lima en 1890 y se organizó en Arequipa por el obispo Ballón en el Colegio de las monjas de los Sagrados Corazones con 43 socias. En 1907, con el aval de monseñor Holguín, la administración pasó a las señoras de la UC (UC de Señoras, 1908, p. 9). La obra se encargaba de confeccionar el ornato litúrgico para las iglesias pobres de la diócesis. La finalidad era resaltar la importancia de la liturgia y la celebración adecuada de la misa. De esta manera, se destacaba la importancia de la celebración de la eucaristía en la espiritualidad católica militante y en la identidad del creyente frente a los indiferentes, los ateos y los cristianos no católicos (Anderson, 2000). En los 16 años estudiados, de 1908 a 1924, se conservan datos de los ornatos litúrgicos donados que suman un total de 5163 piezas.64 64 El número de ornatos litúrgicos donados se basa en los datos proporcionados por las Memorias de la UC de Señoras entre dichos años, con excepción de los años de 1915, 1916, 72 En 1920, no se lograron entregar piezas por lo que se subastó el anillo de una socia para pagar ornatos litúrgicos pedidos de Europa, la aduana y comprar tela blonda para la costura (UC de Señoras, 1921, p. 7). Cuadro 5. Ornatos litúrgicos donados por la “Obra de los tabernáculos” entre 1908 y 192465 Obra de los tabernáculos 1908 1909 1910 1911 1912 1913 1914 1918 1920 1921 1923 1924 Capa pluvial 1 1 Casulla 8 7 8 8 12 Alba 4 13 12 8 14 12 2 14 Roquete 2 2 2 2 2 1 2 3 Mantel de altar 7 17 24 21 25 13 12 Amito 12 31 20 19 27 32 23 20 Corporal 32 46 61 70 16 103 116 134 215 Purificador 35 88 103 115 35 1474 148 166 259 Lavabo 17 63 20 40 30 77 76 59 94 Toalla 6 8 7 12 6 7 Cuello de estola 34 600 77 70 42 Velo de copón 2 2 2 2 5 1 6 Paño de hombro 1 1 3 Paño de altar 1 Misal 1 Cíngulos 7 19 14 12 12 12 6 14 Vendón 1 Vinajeras 3 Sobrealtar 1 1 Bonete 3 Estola 1 Bendón 3 Cintas para el misal 11 Casulla importada de Francia 6 Alba importada de Francia 6 Total 128 329 204 894 s/d 134 1829 511 413 s/d 721 s/d Suma de todos los ornatos litúrgicos 5163 La Obra de San Francisco de Regis se propuso defender la institución de la familia, amenazada por las reformas legales a favor del matrimonio civil y el divorcio desde 1889. La defensa de la familia se convirtió en un componente central de la moral y la doctrina católica desde fines del siglo XIX hasta afianzarse como una de las banderas del catolicismo político hoy en día. La preocupación por la familia surgió en la 1917, 1919 y 1922, cuyas memorias no fueron ubicadas. Esta situación se repite para las otras obras estudiadas. 65 Los cuadros 5 al 8 toman sus datos de las Memorias anuales de la Unión Católica de Señoras de Arequipa citadas en la bibliografía. Los cuadros son elaboración propia. 73 oposición al matrimonio secular que amenazaba la sacralidad del matrimonio católico, la moralidad pública y la piedad de los fieles y, con ello, la sacralidad del origen de la sociedad. Para el obispo Huerta, destruir la sacralidad del origen de la sociedad, también destruiría el orden social y perjudicaría a la mujer (García Jordán, 1988, p. 70). La obra pro matrimonios de las señoras de la UC se organizó, en sus primeros años, en las parroquias del Sagrario, Santa Marta y San Antonio, y la vice-parroquia de San Lázaro. Posteriormente, se extendió por otras áreas de la diócesis. Entre 1908 y 1924, realizaron aproximadamente 604 matrimonios religiosos de parejas en uniones ilegítimas y 1828 visitas a diversos hogares para informar sobre la importancia del matrimonio religioso. En 1908, cuando se realizaron 280 visitas y 24 matrimonios, la obra contaba con 16 consejeras, 7 titulares y 9 visitadoras (UC de Señoras, 1908, p. 14). Cuadro 6. Matrimonios, bautizos y visitas realizadas por la “Obra de San Francisco de Regis” entre 1908 y 192466 Obra de San Francisco de Regis 1908 1909 1910 1911 1912 1913 1914 1918 1920 1921 1923 1924 Matrimonios 24 28 35 38 44 41 74 70 97 43 66 44 Bautismos 2 2 4 1 2 3 2 1 2 Visitas realizadas 280 155 247 172 53 203 303 109 106 85 61 54 Matrimonios realizados (1908-1924) 604 Visitas realizadas (1908- 1924) 1828 El Apostolado de la Prensa era el programa apologético por excelencia de las señoras de la Unión Católica, pues se encargaba de vigilar las publicaciones periódicas, folletos, libros y material gráfico que atentase contra la moral y la doctrina católica. La tarea apostólica consistía en canjear y quemar libros, folletos y estampas consideradas inmorales, como le ocurrió a una comisión de señoras nombrada para comprar “un gran lote de más de dos mil tarjetas postales, con vistas de una inmoralidad escandalosa”, ofrecidas en la plaza de armas. Como madres y mujeres tenían el papel de cuidar la educación y la moral. El día de la compra se cruzaron con “un padre de familia”, quien ofreció – no se sabe con qué fines – una cantidad mayor por el lote. Sin embargo, el trabajo de la comisión de señoras logró su cometido, compraron las postales y las quemaron (UC de Señoras, 1926, p. 3). Entre 1908 y 1924, se canjearon y quemaron alrededor de 10997 libros, folletos y estampas. La labor inquisitorial no culminaba con 66 Ver nota 65. 74 la expurgación del material inmoral, pues se repartían hojas sueltas, algunas colecciones de libros bajo el título de “Buen combate” y “Biblioteca ligera”, y se donaron libros para los enfermos del Hospital Goyeneche y los centros de obreros. En las mismas fechas, el material repartido suma un aproximado de 16818 libros, hojas sueltas y folletos. La defensa de la fe parecía estar garantizada, por lo menos en la cultura escrita. Cuadro 7. Escritos canjeados y quemados por el “Apostolado de la Prensa” entre 1908 y 192467 Apostolado de la Prensa 1908 1909 1910 1911 1912 1913 1914 1918 1920 1921 1923 1924 Libros y folletos canjeados y 200 740 120 1000 700 253 600 518 863 650 406 quemados Estampas inmorales 3000 1000 quemadas Cuadernos de propaganda 947 Escritos canjeados y quemados por 1147 740 120 1000 700 253 600 518 3863 1650 406 s/d año Escritos canjeados y quemados (1908- 10997 1924) Cuadro 8. Escritos repartidos por el “Apostolado de la Prensa” entre 1908 y 192468 Apostolado de la Prensa 1908 1909 1910 1911 1912 1913 1914 1918 1920 1921 1923 1924 Hojas repartidas 9000 1000 900 Opúsculo "Buen Combate" 909 700 200 600 "Biblioteca ligera" 800 600 300 200 Folletos varios 137 75 680 Libros entregados en el Hospital Goyeneche y a 180 190 347 obreros Escritos repartidos por años 9000 2709 600 2200 500 200 s/d 180 137 265 1027 s/d Escritos repartidos (1908-1924) 16818 67 Ver nota 65. 68 Ver nota 65. 75 El activismo social de las señoras de la Unión Católica de Arequipa, no impidió que algunas de ellas se organizaran en una asociación llamada Liga contra Espectáculos Inmorales desde 1914. Con la bendición del obispo Holguín, quién señalaba los espectáculos públicos como propagadores de la inmoralidad, se organizó un Comité directivo conformada por señoras y señoritas católicas, y una Junta de señores censores, elegidos por el Comité de señoras (Liga, 1914, pp. 3-8). A este último grupo pertenecían, también, algunas personas vinculadas a la Unión Católica. La Liga contra Espectáculos Inmorales tenía como objetivo cuidar la moralidad de la sociedad, a través de la oposición pública e, incluso, legal contra los espectáculos con contenido ofensivo contra la fe, las buenas costumbres y la piedad cristiana. Igualmente eran espectáculos inmorales los que contenían impiedades y obscenidades, así como injurias contra el clero, el matrimonio y la familia. También, entraban en esta categoría los que promovían el amor libre y no condenaban el suicido (Liga, 1914, pp. 10-11). Al igual que el Apostolado de la Prensa, esta obra tenía la paradoja católica de ser antimoderna, al rechazar la pluralidad de opiniones y manifestaciones públicas, pero buscaba crear visibilidad al catolicismo al repartir textos católicos en un espacio público que se reconocía, sin aceptar, como plural. La Liga ponía de manifiesto el modelo de mujer cristiana o “apóstol”, encargada no solo de la labor social sino de conservar las “buenas costumbres” y la moral católica. Este modelo femenino se vincula con el surgimiento de la preocupación por la familia, como se ha indicado. Este tema emerge desde fines del siglo XIX y se afianza como una bandera del catolicismo en su lucha contra el avance secularizador en la educación y la vida familiar. Como afirmaba el folleto de presentación de la Liga, la mujer podía ser o como Eva o como María, “la una apóstol de la serpiente; la otra apóstol de Dios” (Liga, 1914, p. 15). Todo dependía del lugar en el que se ubicaba más allá de su familia, es decir en el espacio público y al servicio de la Iglesia. En 1920, se disolvió para unirse a la obra el “Apostolado de la Prensa” de la UC de Señoras (UC de señoras, 1920, p. 6). De esta manera, se unían esfuerzos para afianzar la campaña moralizadora en la ciudad. 2.3.2. El fallido intento de formar una “acción católica” apologética El 8 de diciembre de 1904 se conmemoró el 50 aniversario de la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción. Para la ocasión se organizó una celebración en la Universidad de San Agustín, organizada por un comité conformado por los directivos de las asociaciones católicas de la ciudad y presidido por el vicario Manuel A. Palma. 76 Lorenzo Montoya, miembro destacado de la Unión Católica,69 elegido presidente del Centro de Acción Católica (CAC) – aprobada por la diócesis el junio de ese año –, presentó la nueva sociedad como resultado de la discusión del comité. El 50 aniversario era la ocasión idónea para la inauguración de la nueva sociedad que definía dos fines claros: defender y propagar la doctrina católica y sostener las instituciones, el orden y la paz de la república (Montoya, 1905, p. 9). Los dos objetivos incluían, como detallaba el estatuto, la participación dirigida de “la acción de los católicos en el ejercicio de sus derechos sociales y políticos”, la protección de la prensa católica, la propagación de las obras del Centro mediante la prensa, conferencias, etc., y la restauración de la moral cristiana en las familias” (CAC, 1905, pp. 4-5). La sociedad buscaba integrar los esfuerzos apologéticos de la Unión Católica y de otras sociedades de piedad de la ciudad. En el complejo contexto político generado por los liberales, los católicos buscaron articular sus esfuerzos asociativos en un proyecto común. La fundación del Centro respondía a una concepción sobre el término “acción”, referida a “dar señales de vida”, es decir que los católicos deben aprender a responder “con hechos y con obras” a los enemigos, educar en la doctrina cristiana y, rechazar y censurar aquello que “rebaje el nivel moral y ofenda la dignidad humana, en escritos, en grabados y en cualquiera otra”. Esta “acción católica” era una cooperación en la misión de la Iglesia Católica sobre la tierra, haciendo que predominen las enseñanzas sublimes del Evangelio y las inspiraciones de la fe, en la escuela, en el colegio y en la universidad; en la tribuna y en el parlamento; y que se difunda en el pueblo, de palabra y por escrito, en hoja suelta y por folleto, por el libro y por el periódico, hasta conseguir que el espíritu católico brille en todas las inteligencias y palpite en todos los corazones (Montoya, 1905, pp. 14-15). Montoya mostraba la clara recepción en la Iglesia arequipeña, autoridades eclesiásticas y laicales, de las iniciativas pontificias que promovían la activa participación laical en la “misión de la Iglesia Católica”, entendida como “acción católica” en el espacio público y en la política para construir un orden católico. En este sentido, se adelantó a la discusión episcopal de la década de 1920 sobre el sentido de “acción católica” y la intervención de los laicos en política (Ara, 2012, pp. 148-147, 165). Monseñor Holguín bendijo la fundación del CAC y lo propuso como el homenaje “de su valor y de su fe” para la Inmaculada Concepción, cuyo encargo era 69 En 1907, cuando el obispo Mariano Holguín inició la reforma de la Unión Católica, fue nombrado presidente del consejo interino de la UC (Garreaud, 2015, 2, p. 52). 77 defender hasta el martirio la única y verdadera religión (CAC, 1905, pp. 30-31). Aparentemente el Centro no logró articular las sociedades arequipeñas y no se encuentra información más allá de 1905, hasta la reaparición de la Acción Social Católica en 1925. En 1905, Pio X en la encíclica Il fermo proposito solicitó a los obispos italianos la promoción de la “acción católica” para el apostolado laico, como una forma de “restaurar todas las cosas en Cristo”. De esta manera, los cristianos se involucraban en la construcción de una sociedad cristiana y comprometía a los laicos en la actividad social y política en el espacio público.70 Esta carta papal fue el germen de la Acción Católica Internacional. 2.4. Los católicos y la política partidaria en Arequipa: el Partido Católico del Perú (1913-1919) La participación política de los católicos fue siempre frecuente, especialmente desde la segunda mitad del siglo XIX a través de actas y manifestaciones de protestas firmadas por infinidad de católicos. Incluso, a pesar de la poca claridad del magisterio papal sobre el tema hasta León XIII, los obispos ejercían presión a favor de los intereses de la Iglesia ante el gobierno y el parlamento. Además, en situaciones críticas, algunas revoluciones como las iniciadas en Arequipa en 1856 y 1867 se legitimaron con la bandera de la defensa de la religión y del orden social. Esta actividad política no era partidaria, ni expresaba claramente un plan político para el Perú; era la acción política católica en el espacio público. Como afirma Klaiber, la participación política más activa en los órganos de gobierno la desempeñó el clero, aunque su número fue reduciéndose a lo largo del siglo XIX. Entre los 70 diputados del congreso de 1823 había 23 eclesiásticos; mientras que hacía finales de siglo, de 150 diputados y senadores, solo 8 eran presbíteros (1988, p. 122). Sin embargo, la participación del clero tampoco tuvo un planteamiento unificado e institucional, como lo muestran las desavenencias entre los diputados presbíteros de la Convención Nacional en 1856 al momento de discutir la abolición de fueros y diezmos (Iberico, 2016). La presencia de liberales y activistas políticos contrarios a la Iglesia activó en Arequipa la preocupación por articular una acción política unificada. Desde inicios de la década de 1910, el modelo político de la República aristocrática entró crisis. En 1912, el 70 Encíclica Il fermo propósito de Pio X (11 de junio de 1905): https://w2.vatican.va/content/pius-x/en/encyclicals/documents/hf_p-x_enc_11061905_il-fermo- proposito.html 78 civilismo se mostró incapaz de articular la demanda política y social de los nuevos sectores sociales. En 1912, la victoria presidencial de Guillermo Billinghurst, candidato alterno al civilismo, permitió el ascenso de sectores medios y de las nuevas ideologías como el anarquismo y el socialismo. Las clases medias y los grupos populares se vieron representados en el flamante presidente, cuyo gobierno fue interrumpido por un golpe militar en 1914. Además, las elecciones habían mostrado el agotamiento del modelo centralista del civilismo y permitió el surgimiento de alternativas políticas en provincias. (Mc Evoy, 2017, pp. 353-355). En este contexto crítico para el centralista civilismo, en octubre de 1913, se publicaron las “Bases provisionales del Partido Católico”, cuya finalidad era la “defensa de los principios católicos y su aplicación a todas las manifestaciones de la vida política de la República” (Anexo 1 en Klaiber, 1983). Si bien las Bases declaraban la independencia del partido respecto de la Unión Católica, varios de sus miembros participaron en su formación, como revela la carta del presidente de la UC Manuel Marina al obispo del Cuzco, Gregorio Castro, donde afirma que comprendiendo la Unión Católica que no es del todo eficaz remitir a los Poderes Públicos memoriales o actas suscritas para impedir sus sectarios procedimientos contra la Religión Católica, ha resuelto organizar en este departamento el Partido Católico (citado en Klaiber, 1983, p. 160). Por tanto, se trataba de una iniciativa absolutamente laical para defender la doctrina, la moral y el modelo político del catolicismo, a través de la política partidaria. El Partido Católico, si bien iniciativa de los laicos de la UC, contó desde el inicio con el abierto apoyo del obispo de Arequipa, Mariano Holguín. En la Instrucción pastoral para cuaresma de 1914, Holguín centró su reflexión sobre la defensa de la religión, no solo desde la apologética, sino desde el involucramiento activo de laicos en la política partidaria (1914a, p. 3). La preocupación nacía de la aprobación parlamentaria de la tolerancia de cultos, que concluyó en la aprobación definitiva en noviembre de 1915 de la libertad religiosa (Armas, 1998, pp. 197-198). El prelado apelaba a la noción pontificia de “acción católica” como una forma de “fomentar la fe y defenderla de los ataques del error” y de “inyectar en el cuerpo social la savia divina de la moral del Evangelio”. La “acción católica” era entendida como la labor apologética como la del Apostolado de la Prensa, el cuidado de la moralidad pública, la labor de “mejoramiento de la condición económica del pueblo” y el incremento de la piedad y la vida cristiana; pero, también, como la “actuación resuelta en la vida pública, en la 79 política del país” (Holguín, 1914a, p. 3). De esta manera, el laico católico podría participar de las instituciones estatales para promover el progreso verdadero del país. Desentenderse de la política era participar de una “complicidad criminal; porque si son criminales los impíos que socavan los fundamentos del orden social, no lo son menos los que no oponen resistencia a su obra nefanda” (Holguín, 1914a, p. 3). El obispo señalaba como obligación “en conciencia” de todo católico en Arequipa la organización e inscripción en el Partido Católico del Perú. Se debía inscribir el partido en los Registros y promover la inscripción de los laicos no solo en el Cercado sino en todas las provincias de la diócesis. Para ello, facilitaba la estructura institucional de la diócesis de Arequipa. Además, el obispo resaltó la importancia del derecho a votar y la relación con los intereses del país; también destacó la obligatoriedad del voto y la militancia católica en el ejercicio del voto. De esta manera, el obispo reconocía el valor de la práctica electoral y legitimaba el sistema político. Esta actitud teológica era signo del proceso de modernización al interior del pensamiento y pastoral católicas en la primera mitad del siglo XX. Para el prelado era “deber ineludible de conciencia que todo católico y patriota, actuar en la Política del país con la mayor eficacia posible”. Por su parte, al sacerdote le tocaba la labor de “adoctrinar a los ciudadanos en los deberes que como tales deben cumplir” y, por tanto, debe “ejercer su ministerio pastoral en el campo de la Política” (Holguín, 1914a, p. 4). Con ello, monseñor Holguín se mostraba a favor de una comprensión amplia de la noción de “acción católica” como participación de los laicos en la política partidaria para, con ello, obtener una representación política del catolicismo en los órganos de gobierno. La postura de Holguín implicaba el reconocimiento de la diversidad política en el contexto de cambios del país, aunque sin validar – como se ha afirmado antes – dicha diversidad. En 1915, los miembros de la Junta Departamental de Arequipa, bajo la presidencia del conocido católico Lorenzo Montoya y la de los vicepresidentes Manuel Marina y Carlos Federico Tester, redactaron una presentación de los fines del Partido Católico del Perú.71 En ella reclamaban “distinguir” la religión de la política y la moral; 71 Los otros miembros de la Junta Departamental de Arequipa eran los secretarios E. Adolfo Chaves y Luis O. De Piérola, el prosecretario J. Enrique Velarde Chocano, el tesorero Augusto Benavides, el tesorero auxiliar Carlos A. Artieda y los vocales Rubén Bustamante, Manuel Guillermo de Castresana, Abraham de Vinatea, José Domingo Muñoz Nájar, Roberto E. López de Romaña, Manuel Barreda y Barreda, Juan José Soto Landázuri, Luis Fernando Llosa, Carlos A. Bouroncle, J. Luis de Romaña, Roberto Chocano, Teófilo Zuzunaga y Mariano Gaitán. 80 sin embargo, la religión “es la causa informadora y determinante de la Moral, como lo es también de la Política” (Partido Católico del Perú, 1916, p. 4). La preocupación central era la moral pública que se perfecciona con los principios del catolicismo y la estabilidad política del país frente a los partidos sin principios fijos y reemplazados por caudillos (Partido Político del Perú, 1916, p. 5). Por ello, negaron el sobrenombre de “conservadores”, pues si en la conciencia pública está que de todos los ámbitos del país se alza un grito de angustia, porque en todo él se sienten síntomas alarmantes de descomposición y de derrumbamiento social, ¿qué sería lo que quisiéramos conservar nosotros? Si somos los primeros en pensar que este país necesita un renovamiento; si las masas se sienten decepcionadas de todos los partidos políticos y su la corrupción de estos corre pareja con el indiferentismo religioso y el positivismo moral que han tratado y tratan de infiltrar en las costumbres primero y en las leyes después, ¿cómo alzaríamos bandera conservadora? (Partido Católico del Perú, 1916, pp. 5-6). Para los partidarios católicos, el título de “católico” expresaba la “única acción renovadora eficaz” en la política. La regeneración del país solo era posible desde la implantación de una legislación católica. Por ello, se trataba de regenerar la política nacional desde el catolicismo. El manifiesto destacó papel central cumplido por los católicos de Arequipa en la organización del partido y la cesión de la dirección nacional a Lima. No obstante, el partido permitió articular el catolicismo con la reivindicación regional de Aerquipa. Por ello, el organigrama del partido permitía “ir hasta el fondo mismo del pueblo a conocer sus necesidades”. Además, la estructura buscaba evitar “ese centralismo absorvente” que destruye y corrompe la política y, más bien, se proponía “una democracia sincera” que recogiese intacta la voz de las regiones. De esta manera, los católicos arequipeños defendían el derecho de la región a tener igualdad de voz en la política y, por tanto, se hacían del discurso descentralista de la época (Partido Católico del Perú, 1916, p. 7). Los católicos arequipeños se hacían ecos de las demandas sociales explotadas en la elección de Billinghurst en 1912 y la demanda por un sistema más representativo y descentralista. Las reivindicaciones religiosas y políticas eran articuladas desde la plataforma católica de Arequipa. Desde inicios de 1916, como signo de su Los delegados de las Juntas Distritales eran Manuel Francisco López (Cayma), Luis M. Delgado (Tiabaya), Luis Arrisueño Guillén (Paucarpata), Mariano González Carpio (Quequeña) y Víctor F. Bernal (Characato) (Partido Católico del Perú, 1916, pp. 8-9). 81 descentralización, se organizaron directivas del Partido Católico en Ocoña, Huambo, Pampacolca, Ilabaya y San Juan de Siguas (Garreaud, 2015, 2, p. 105). Los años iniciales de organización del Partido Católico en Arequipa coincidieron con el surgimiento de nuevas alternativas políticas frente al desgastado sistema político civilista. En 1915, en Lima surgieron dos propuestas políticas para afrontar la crisis: el Partido Nacional Democrático, fundado por el intelectual liberal José de la Riva- Agüero, y la Convención de los partidos políticos que agrupaba a civilistas, liberales y constitucionalistas. El partido de Riva-Agüero dado su fuerte perfil intelectual no logró cuajar más allá de círculos académicos reformistas y críticos del civilismo. Sin embargo, la Convención logró articular nuevamente una propuesta política que dejó fuera a las nuevas fuerzas sociales emergidas públicamente desde 1912. Además, no se hizo eco de las reivindicaciones regionales. El candidato de la Convención José Pardo, se hizo con la presidencia entre 1915 y 1919 (Mc Evoy, 2017, pp. 362-369). El Partido Católico surgió en el contexto de reivindicaciones de nuevos intereses político- regionales, que en el caso de Arequipa se articularon a partir de la pertenencia religiosa y que, utilizando el marco institucional de la Iglesia, pretendió ser un partido político de alcance nacional. En marzo de 1917, en el mensaje de cuaresma, monseñor Holguín criticó abiertamente a “esos católicos a medias que creen en la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y al mismo tiempo profesan doctrinas terminantemente condenadas por ella” (Holguín, 1917, p. 7). El domingo de ramos, el prelado acusó a los católicos “que hacen lujo de ser católicos y que a título de tales han medrado y pretenden encumbrarse más, se les oyó vitorear estruendosamente al Partido Liberal y proclamar a voz en cuello sus pretendidos triunfos” (1917b). Incluso, esos católicos no votaron a favor de los católicos y como Judas “venden a su divino Maestro por un puñado de dinero, por un vil interés, por un miserable respeto humano” (Holguín, 1917b). El polémico sermón causó revuelta entre los liberales, incluso el diario limeño “La Prensa” criticó al obispo por convertir el templo en casa política e intervenir en ella, siendo el obispo un asalariado del estado (Garreaud, 2015, 2, p. 111). La respuesta a la afrenta liberal, publicado por los laicos católicos, destacó la “grave obligación que tienen los católicos de intervenir en la política del país para defender los intereses trascendentales de la Religión y de la patria” (Candente actualidad política, 1917, p. 5). El laicado reconocía, en su defensa del obispo, la pluralidad de actores en la arena política y la necesidad, por tanto, del catolicismo de participar en ella. Sin 82 embargo, no reconocían que era un mito suponer la existencia de “un credo político común” entre los católicos (Partido Católico del Perú, 1916, p. 1). Los “católicos a medias” eran sujetos que no calzaban en la estructura unificada ideológicamente el nuevo catolicismo pos revoluciones atlánticas. Prueba de ella fuer la deslegitimación de los católicos liberales y regalistas en Europa y América Latina (Iberico, 2016). Por tanto, era imposible conjugar en la identidad del laico, su fe católica y su militancia política en agrupaciones críticas de la Iglesia católica. De esta manera, la pluralidad política entre los creyentes era objetada por quebrar la unidad doctrinal, moral e ideológica del catolicismo. No existía una espacio público católico, como ha planteado Romero (2008) para el periodo del pos Concilio Vaticano II en el Perú. No se trataba de una debilidad política, sino de una manera de comprender el catolicismo propio del siglo XIX y de la primera mitad del XX, donde se destacaba la unidad ideológica, institucional y doctrinal como un elemento cohesionador para enfrentarse a las nuevas ideologías políticas. Hacia finales de 1918, el nuncio apostólico en el Perú monseñor Lorenzo Lauri, en contra de la postura del arzobispo de Lima Emilio Lissón, alentó al obispo de Arequipa a coordinar y organizar el voto católico para las elecciones de 1919 (Ara, 2012, p. 163). La cercanía de los candidatos el civilista Antero Aspíllaga y el constitucionalista Augusto Leguía con los liberales y protestantes hacía necesario un voto católico fuerte canalizado por el partido. No obstante, el apoyo explícito del nuncio, Holguín en carta a Lauri del 4 de febrero de 1919 – previo a las elecciones – reconocía la dificultad para organizar el Partido Católico en Arequipa, que había entrado en receso; especialmente, luego de que Lissón se declarase opuesto al mismo. Sin haberse pronunciado sobre el tema, consideraba que a causa de la desorganización de los católicos se obtendría poco impacto en la elección de representantes (nota 34 en Ara, 2012, p. 157). Las desavenencias de los obispos peruanos sobre la participación política partidaria de los católicos impidieron la consolidación de un partido católico nacional sólido y activo en la vida política y pública, como ocurrió en otros países en Europa y América Latina. Hacia finales de 1919, el Partido Católico se encontraba en total decadencia.72 Solo subsistió el modelo de asociación laical apologética y social en el espacio público. La politización de los laicos esperó hasta el posconcilio, pero 72 La desaparición del Partido Católico significó el regreso de las Actas como formas públicas para realizar presión política sobre el estado. En la Memoria de 1924 de la UC de señoras, se informa del envío al presidente del Senado de una representación firmada por las señoras de la UC para solicitar que no se sancione como ley la laicización de los cementerios (pp. 5-6). 83 marcado por la pluralidad de las opciones políticas y no por la elaboración de un programa político católico común. 2.5. Los laicos y laicas militantes: actores del resurgimiento católico de Arequipa En el discurso de inauguración del Centro de Acción Católica de Arequipa, el flamante presidente Lorenzo Montoya describía su trabajo y el de otros católicos como el de “soldados voluntarios del apostolado laico, [que] venimos a engrosar sus filas y a librar las buenas batallas al lado del orden, del bien, de la justicia, de la instrucción y del trabajo honrado” (1905, p. 11). De esta manera, los laicos arequipeños como Montoya se concebían a sí mismos como “soldados” de la misión de la Iglesia en el mundo, pues el término “apostolado laico” expresaba la labor exclusiva de los católicos, no miembros del clero, por la recristianización del mundo y porque “reine Dios en el corazón del hombre y en la voluntad del pueblo” (Montoya, 1905, p. 15). Estos católicos no perdieron la dimensión corporativa de la misión, expresada en la preocupación pastoral por la familia, la sociedad y la política. De igual manera, la preocupación por la piedad y la labor apologética se complementaba con la labor política y el reconocimiento la importancia del catolicismo. Por ello, como afirma Klaiber, era común que un buen católico militante fuera miembro a la vez de una sociedad piadosa o hermandad, la Unión Católica y el Partido Católico (1988, p. 122). Las tres formas de catolicidad no se contradecían, más bien se conjugaban como parte de la identidad laica del nuevo catolicismo. Además, cabe destacar que las asociaciones laicales nunca fueron numerosas. Los miembros de la Unión Católica, de las sociedades piadosas e, incluso, el Partido Católico provenían de sectores sociales medios, profesionales y artesanos, y de la elite de la ciudad. Pertenecieron a estas sociedades miembros de la élite arequipeña como Eduardo y Alejandro López de Romaña, hijos del primer presidente de la UC Juan Manuel. El primero ocupó la presidencia de la república, y el ministerio de Gobierno y la prefectura de Arequipa, el segundo. Del mismo grupo social eran los miembros de la UC y el Partido Católico Abraham de Vinatea y José Domingo Muñoz Nájar. Otros laicos como Lorenzo Montoya, Manuel Marina y Adolfo Chaves provenían de sectores profesionales y artesanos de la clase media arequipeña. Montoya era abogado y catedrático de derecho en la Universidad de San Agustín y, posteriormente, llegó a ser senador por Arequipa entre 1896 y 1901. Chaves fue alcalde en 1901 y director de “El 84 Deber”, y Marina desempeñó el cargo de prefecto en 1898 y de director de la Beneficencia. El compromiso con la actividad apostólica católica se trasmitió, en algunos casos, hasta por tres generaciones en una misma familia. Este fue el caso de los López de Romaña, ya descrito, los Belaunde y los Bustamante (Garreaud, 2015, 2, p. 9). Por ejemplo, Mariano Belaunde, fue presidente de la Unión Católica en 1900, y su hijo Víctor Andrés Belaunde fue bibliotecario de la misma sociedad durante su juventud. Otro caso similar es el de Pedro José Bustamante, presidente de la Sociedad Católico- Peruana, cuyo hijo Manuel Bustamante y Barreda, fue un miembro activo de la Unión Católica, al igual que su nieto José Luis Bustamante Rivero, miembro de la UC en 1919 y presidente del Perú entre 1945 y 1948 (Garreaud, 2015, 2, p. 56). El pequeño grupo de laicos de clase media y alta, donde apellidos y generaciones se repitieron durante más de 50 años, tenía en común la pertenencia a la cultura letrada local y a la nueva cultura católica militante surgida en el XIX. Su identidad se forjó al calor de su apostolado laical en la dimensión piadosa, apologética y política en el espacio público. De esta manera, su identidad católica enlazaba la globalidad adquirida por el catolicismo decimonónico, la identidad regional y los procesos de adaptación y negociación con el mundo moderno. 85 Capítulo 3. El catolicismo social arequipeño: entre el resurgimiento y el orden social cristiano (1878-1930) La denominada “cuestión social” confrontó al clero y al laicado a una nueva forma de pensar la relación entre el catolicismo y la realidad social, económica y política. El catolicismo social, planteado como respuesta a la cuestión social, fue la entrada pastoral de la Iglesia en los problemas del mundo moderno. Mientras el catolicismo apologético concentraba sus esfuerzos en obtener una publicidad católica para defender los intereses institucionales y morales de la religión en la constitución del estado, la sociedad y los debates políticos, el catolicismo social proponía un accionar público mediante el asistencialismo caritativo y una crítica moderada al sistema capitalista imperante y a las nuevas ideologías como el socialismo y el anarquismo. El concepto de “cuestión social” hace referencia a la emergencia de nuevos actores sociales, los artesanos y los obreros fundamentalmente, producto de las nuevas condiciones laborales y sociales del lento proceso de industrialización y urbanización. La “cuestión social”, también, remite a las consecuencias sociales, laborales e ideológicas producidas por el sistema económico capitalista y la progresiva urbanización, así como a las nuevas condiciones de vida de obreros y pobres (nota 2, Stuven, 2009, p. 79). En respuesta a la “cuestión social”, el mundo católico tuvo diversas iniciativas que iban desde las actividades de asistencia o caridad hasta el activismo asociativo con los sectores afectados por los cambios laborales y urbanos. El compromiso católico se inició abiertamente en Francia bajo el liderazgo del laico católico Frédéric Ozanam quien en 1833 inició las Conferencias de San Vicente de Paul para la asistencia a los pobres. Sin embargo, esta primera propuesta, como otras similares, estaba situada en la perspectiva apologética de reconquistar la sociedad para Cristo y defender a la Iglesia (Monreal, 2009, p. 24). A partir de 1870, con la caída de la Roma papal en manos italianas, los católicos europeos conservadores ser organizaron para lograr la “restauración del reinado social de Jesucristo”, cuyos ecos se hicieron presentes en América Latina y en Arequipa. La propuesta de un estado intervencionista y la acción católica para mejorar las condiciones de vida de los obreros, artesanos y pobres, constituyó el inicio de un camino político y social que desembocaría en la Rerum Novarum en 1891, la formación de la Doctrina Social de la Iglesia y la democracia cristiana (Monreal, 2009, pp. 28-29). De esta manera, la encíclica de León XIII fue el 86 culmen de una preocupación católica, entre apologética y social, surgida en la primera mitad del siglo XIX y que dio forma al catolicismo social, como respuesta del episcopado, el clero y los laicos a los problemas sociales, políticos e ideológicos producidos por los cambios introducidos por el sistema capitalista, fundamentalmente, en Europa y América Latina. De esta manera, se constituyó una pastoral – que se podría denominar – de nueva cristiandad cuyo objetivo fue la regeneración social y la constitución de un orden social cristiano.73 3.1. El catolicismo social como caridad cristiana en el espacio público Entre 1870 y 1930 se producen cambios profundos en las sociedades locales de América Latina como parte del proceso de inmigración e inserción económica en el comercio internacional. Este proceso va gestando una consciencia católica respecto de la “cuestión social” que da origen a asociaciones y prácticas de caridad entre los católicos laicos y laicas. De esta manera, los católicos buscaron responder pastoralmente a los nuevos desafíos planteados por las transformaciones económicas, políticas y sociales en sus respectivos países (Lynch, 2012, p. 299). La preocupación de la Iglesia por esta nueva clase trabajadora, semi industrial y en riesgo de descristianizarse provocó la reacción católica como práctica caritativa con los desfavorecidos y a través de asociaciones laicales para construir una alternativa cultural católica para la sociedad. 73 El teólogo peruano Gustavo Gutiérrez (1976) plantea la existencia de cuatro modelos pastorales en la historia de la Iglesia latinoamericana. La pastoral de cristiandad, la pastoral de nueva cristiandad, la pastoral de la madurez de la fe y la pastoral profética. Si bien el esquema de Gutiérrez ayuda a clasificar la forma de relación con el mundo establecida por la Iglesia; desde una perspectiva histórica se puede discutir la clasificación planteada. Los dos primeros modelos pastorales podrían integrarse bajo el rótulo de “Pastoral de nueva cristiandad”, pues se encuentran en ella varios elementos de lo que él denomina “pastoral de cristiandad”, – la que se debe complejizar desde una perspectiva histórica considerando los quiebres culturales y políticos existentes entre el periodo colonial y republicano y los cambios globales de la Iglesia a lo largo del siglo XIX. Elementos de la “pastoral de cristiandad” como la centralidad de los sacramentos y las devociones, la necesidad de asegurar la catolicidad del estado y la organización asociativa de los laicos constituyen la respuesta eclesial a los cambios culturales del continente en el periodo estudiado. Y están, en paralelo, con el surgimiento de la consciencia política y ciudadana de los cristianos, la preocupación por la justicia – aunque no por la transformación de las estructuras sociales –, la consolidación de las asociaciones políticas y sociales laicales, y la formación de un clero intelectual. Este proceso no implicó el reconocimiento de la validez de otras ideologías para explicar y abordar los problemas políticos y sociales del mundo. Estos cristianos estaban preocupados por constituir un orden social cristiano en el mundo (pp. 14-24; 29-41). A esta forma compleja, moderno y antimoderna a la vez, de comprender el trabajo de la Iglesia en el mundo se puede rotular como “pastoral de nueva cristiandad”. 87 La respuesta al desafío de la “cuestión social” tuvo diversos momentos en cada país de la región y se fue consolidando de acuerdo a la recepción del magisterio pontificio. La práctica de la caridad era muy antigua en América Latina, existían casas de caridad, de niños expósitos, mujeres recogidas y hospitales, casi desde la instalación de las primeras instituciones coloniales. Sin embargo, la práctica de la caridad católica asumió un carácter asociativo y desvinculado del estado durante el siglo XIX, pues era la mejor forma de canalizar la asistencia a los nuevos pobres urbanos y enfermos. Además, la caridad tuvo un claro rostro femenino, especialmente desde la segunda mitad del siglo XIX, y siempre bajo la guía de presbíteros. La “feminización de la caridad”, como denomina Serrano a este proceso, se sustentaba en el asumido dote natural que la mujer tenía para el ejercicio de la caridad por su espíritu compasivo y su sentimiento maternal (2008, p. 153).74 La práctica de la caridad, como forma del catolicismo social, permitió una participación más activa de las mujeres en el espacio público y transformó el concepto católico del rol de la mujer en la Iglesia. Sin embargo, esta presencia pública se hizo para hacer visible a la Iglesia y no se ligó con la búsqueda de derechos políticos (Serrano, 2008, p. 155). En Chile desde la segunda mitad del siglo XIX surgieron asociaciones de mujeres como el Círculo de Mujeres en 1864 o la Sociedad de San Vicente de Paul en la década de 1860 e, incluso, organizaron un periódico en 1865, “El Eco de las Señoras de Santiago” (Serrano, 2008, pp. 153-159). En Arequipa, la caridad se organizó, también, desde sociedades laicales. En 1870 se organizaron las mujeres católicas en la sociedad Compañía de María y en 1878 se instaló en la ciudad la Sociedad de Señoras de la Caridad de San Vicente de Paul bajo el liderazgo de los padres lazaristas o padres de la misión. A finales de la década de 1880 se fundó la Unión Católica de Arequipa como una sociedad apologética, cuya rama femenina fue reformada por el obispo Mariano Holguín en 1907 – casi como una refundación – que vinculó el trabajo apologético de la Unión Católica de señoras con la perspectiva pastoral del catolicismo social como acción caritativa en el espacio público local. 3.1.1. La caridad cristiana contra la filantropía secular La caridad cristiana, como primer impulso del catolicismo social en Arequipa, compartió los objetivos del catolicismo apologético. La caridad era considerada parte de 74 Como afirmaba un presbítero chileno en 1844: “Solo la mujer, ángel del cielo […] siente por todos, simpatiza con todo el que padece” (citado en Serrano, 2008, p. 153). 88 la actividad pública del catolicismo y se entendía como la asistencia a los pobres de la ciudad. De esta manera, se rechazaron otras formas de asistencialismo que entrasen en competencia con la caridad cristiana, especialmente la propiciada por otros grupos como los masones, las beneficencias y los bomberos. Estos grupos propugnaban la filantropía como una forma de asistencia de los desvalidos y un acto de solidaridad, sin referencia al componente religioso. Estos grupos filantrópicos, como los bomberos, fueron organizados por inmigrantes en Lima desde fechas tan tempranas como 1860, cuando se funda la Unión Chalaca, la Compañía 1 de bomberos.75 Para algunos de estos grupos, la filantropía era un acto de los hombres en auxilio de sus semejantes que mostraba la liberalidad del filántropo, en muchos casos una persona de mejor situación económica, respecto de su fortuna para mejorar la suerte de otras personas (Valdivia, 2010, pp. 63-64). De esta manera, la filantropía se proponía como un accionar público distinto de la caridad católica y, por tanto, era una nueva alternativa para asistir a los pobres, solo por el simple hecho de ser personas; era en cierto sentido un humanismo secular. La filantropía era un gesto de generosidad de una clase superior sobre otra desvalida, sin articular un proyecto de cambio estructural de la sociedad. En este punto coincidían con la práctica caritativa católica. En Arequipa, la primera compañía de bomberos se fundó en Mollendo en 1886 y en la misma ciudad en 1914. Sin embargo, desde el gobierno episcopal de monseñor Huerta se cuestionó la práctica de la filantropía como opuesta a la caridad católica. Su actitud apologética se manifestó en 1884, cuando cuestionó a la masonería y su “cortejo de racionalismo y liberalismo” por alejar a los católicos para que sentéis plaza de voluntarios en los grupos insurrectos contra Dios y su Cristo. Se pretende que troquéis vuestra caridad, o sea vuestro amor a Dios y al prójimo por Dios, por la filantropía, que ni se refiere a Dios ni realiza sus obras de beneficencia con intención pura y desinteresada, ¡cambio absurdo que despojando al cristiano de su nobleza sobrenatural, solo se ofrece en compensación los harapos y la miseria propios de la naturaleza humana degradada. (Huerta, 1884, p. 6) El prelado, un declarado opositor a la masonería como fuente de todos los males del país y la Iglesia, defendía la primacía sagrada de la práctica de la caridad que se hacía en plena consciencia de Dios y del bien al prójimo como parte de la acción sobrenatural 75 Entre 1860 y 1898 se fundaron en el Perú un total de dieciseis compañías de bomberos cuya labor no solo era el control de incendios, sino la asistencia a los vecinos. Quince eran de Lima y una de Mollendo, fundada en 1886 (Coz, 2009, p. 41). 89 cristiana en el mundo. La filantropía, para el obispo, negaba la acción divina a través del cristiano y era una clara competencia para la acción católica en el espacio público. La oposición de Huerta lo condujo a criticar “la bolsa de los pobres”, una cuota voluntaria reunida en los encuentros de los masones para ayudarse mutuamente. Para el obispo, era el claro signo de la mezquindad masónica y cómo el trabajo filantrópico se reducía a los miembros de su grupo. Además, comparaba la “caridad masónica” con la cristiana, capaz de estar “a la cabecera de un pobre enfermo para consolarlo”; tal como lo había hecho Pedro Claver con los esclavos o Vicente de Paul con los pobres enfermos. Por ello, se preguntaba Huerta, “¿es el masonismo el que pretende dar lecciones de caridad a los Católicos? ¿Es la masonería la que ataca bruscamente so pretesto de caridad a la Iglesia Católica y a su sacerdocio, causa, origen y alma de todas las instituciones de beneficencia, importadas en el mundo desde hace diez y nueve siglos?” (Huerta, 1886, pp. 10-11). De esta manera, Huerta destacaba la universalidad de la caridad cristiana, ejercida con todas las personas y ejercicio de lo sobrenatural – la presencia providencial de Dios en la Iglesia – en el siglo. La reflexión sobre la caridad cristiana formó parte de la fundamentación católica sobre el ejercicio público de la asistencia a los necesitados. En 1902, se publicaron una serie de discursos del franciscano Elías Passarell leídos con ocasión de los aniversarios de la sociedad Compañía de María. La obra estaba dirigida a la juventud católica arequipeña para que no se dejen seducir por el nuevo lenguaje que ha “venido a ser el flagelo de la sociedad moderna” (Passarell, 1902, p. III). El tema central era la caridad cristiana que Passarell definía como “la base y fundamento de la religión cristiana” y “el antídoto mas eficaz para salvar a los pueblos de las horribles desgracias con que están amenazados” (1902, p. 95). De esta manera, el franciscano consideraba la caridad, primero como un elemento clave en la identidad del cristiano y, segundo, como central en la construcción de una sociedad civilizada. La prédica de Huerta y Passarell se realizaba en el momento que empezaban a surgir grupos liberales que cuestionaban la actividad pública de la Iglesia, a través de la caridad. Como parte integrante de la identidad cristiana, la caridad movilizaba al hombre a la práctica del bien y “es el vínculo que estrecha más y más las relaciones del hombre con Dios, y de los hombres entre sí” (1902, p. 102). Además, a partir del mandamiento 90 de Jesús del amor a Dios y al prójimo,76 Passarell identificaba como “el segundo emana del primero, y aún puede decirse que los dos componen un solo mandamiento: porque en el amor del prójimo se contiene el amor a Dios, no pudiendo darse este sin aquel” (1902, pp. 135-136). La identidad entre el amor a Dios y el amor al prójimo, profundizada por la teología latinoamericana pos Vaticano II como compromiso de liberación de los oprimidos, no conllevó a una reflexión teológica sobre el problema de las estructuras de injusticia del sistema político y social. Ese desarrollo debía de esperar aún el largo camino del siglo XX. Passarell reconocía que la religión afirma la dignidad de los pobres, pues llevan “las señales más seguras del Salvador” y “Jesucristo haciéndose pobre ha formado sociedad con sus semejantes”. Sin embargo, en la identificación entre Jesús y el pobre desaparece la enemistad entre el rico y el pobre, y provoca la tranquilidad del espíritu turbulento de la época que amenaza con destruir la sociedad. Solo “en el terreno de la caridad cristiana […] reinará la concordia, la paz y la felicidad” (1902, pp. 112-113). La actividad caritativa católica era la garantía de la concordia social y la paz en el país, en contraposición con el espíritu disolvente del liberalismo. La identidad del amor a Dios y al prójimo permitía, más bien, el perfeccionamiento cristiano y el compromiso para asistir a los pobres. En este proceso se procuraba el “bienestar social” que evitase la “guerra social” propugnada por el socialismo y el comunismo que buscaba minar el orden y la estabilidad de la sociedad (1902, pp. 102, 111). Mediante la caridad cristiana se encontraba el camino de la regeneración social y la construcción de la civilización cristiana que convierte en un paraíso terrenal “este amargo valle de lágrimas”. Con la caridad “se suavizan las costumbres, se purifica la moral y se dilata la benevolencia universal que caracteriza al Cristianismo”; y, por ello, la moral cristiana – derivada de la caridad – era la “única tabla de salvación para las naciones” contra el socialismo y el comunismo ateos (1902, pp. 137-138). De esta manera, la caridad cristiana condensaba una de las intenciones del catolicismo social que era la construcción de una sociedad ordenada y estable, preocupada por las nuevas clases desfavorecidas. Sin embargo, el asistencialismo era una respuesta pacífica y ordenadora contra el socialismo y el comunismo, ideologías políticas cuestionadoras del orden económico y político, y que amenazaban tanto al 76 Passarell citaba el texto de Mateo 22, 36-40: “Amarás a Dios sobre todas las cosas: este es el primero, el principal y el máximo de los mandamientos. El segundo es semejante a este: amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos está cifrada toda la ley y los Profetas” (se copia la cita bíblica del autor, 1902, p. 135). 91 estado como a la misma Iglesia. La caridad cristiana era la base para un orden social cristiano. No obstante, la preocupación por las consecuencias sociales de la caridad, algunos sacerdotes como Gabriel Briand, presbítero vicentino y director de la Sociedad de Señoras de la Caridad de San Vicente de Paul (SSC) en 1922, elaboraron una reflexión teológica sobre la caridad como “el amor a Dios y al prójimo, y sobre todo al prójimo pobre” según la parábola del Buen samaritano. Afirmaba Briand la identidad entre el amor a Dios y a los pobres, pues “son dos cosas inseparables”. Amar a Dios y olvidar al pobre era no reconocer la identidad de Dios con los últimos, pues “el Supremo Juez le diga: ‘Yo no te conozco; he tenido hambre y no me has dado de comer; he sufrido la sed y no me has dado de beber`”. De igual manera, amar al pobre y olvidarse de Dios era caer en la búsqueda de la autosatisfacción personal – en la categoría de monseñor Huerta era la filantropía –, es decir, “ya has recibido tu recompensa” (Memoria de la SSC, 1922, pp. 3-4). De esta manera, el ejercicio de la caridad era insertarse en la misión de la Iglesia que “puso en práctica la doctrina de su divino Fundador y promovió por toda la tierra obras y sociedades que estiman, aman y auxilian a los pobres” (Memoria de la SSC, 1922, p. 5). La caridad, por tanto, era una actividad eclesial en el mundo con consecuencias en la sociedad, pero que abrió espacio para reflexiones teológicas sobre dicha labor realizada por laicas católicas. 3.1.2. La Sociedad de Señoras de la Caridad de San Vicente de Paul: el cuidado de los pobres enfermos y pistas de una reflexión teológica El 5 de mayo de 1878, un grupo de destacadas señoras de las clases altas arequipeñas se reunieron en la Iglesia de San Juan de Dios para instalar en la ciudad la Sociedad de Señoras de la Caridad de San Vicente de Paul (SSC). Después de la misa inaugural, presidida por el canónigo Agustín Benavides, la nueva asociación procedió a elegir a su primer consejo, compuesto por la señora María Josefa Cornejo de C. Quesada, presidenta; la señora M. Candelaria Rivero de Romaña, vice presidenta; la señora Joaquina O. de Ginés, secretaria; la señora Norberta Alcalá de Corzo, tesorera; y las señoras Josefa Oviedo de San Román, Rafaela Valencia de Valencia y Manuela Gámez de Monterroso, consejeras. Además, la sociedad quedó bajo la dirección de los sacerdotes de la misión o lazaristas (Memoria de la SSC, 1928, pp. 3-4). La Sociedad no tenía rentas propias y se sostenía “de lo que le manda la Providencia Divina por sus socias y bienhechores”. En sus primeros 50 años había logrado reunir más de cien mil 92 soles repartidos en medicamentos, vestidos y otras formas de ayuda (Memoria de la SSC, 1928, p. 4). Entre los bienhechores de la Sociedad se encontraban destacados miembros de las clases acomodadas como las señoras Victoria Romaña de García Calderón, Josefa Alvizuri o Elena López de Romaña. También estaban en la lista el obispo Manuel Ballón en 1901 y los señores Eduardo López de Romaña, hijo del presidente de la república, los hermanos Juan y Carlos Gibson, Manuel Muñoz Nájar y el prefecto de Arequipa, el coronel Temístocles Molina Derteano. Algunos de ellos eran beneficiarios del sistema comercial establecido en Arequipa como los López de Romaña, los Muñoz Nájar o los Gibson. Además, la Sociedad recibía ayuda del gobierno central, la junta departamental, de algunas casas comerciales como la Casa Emmel Hnos., la Casa Grace, la Casa Forga y la Casa Said e hijos, de la Cruz Roja, de la colonia otomana y de los bancos Perú y Londres, Italiano y Mercantil Americano. El conjunto de donantes, tanto privados como institucionales, mostraba los importantes vínculos entre los sectores acomodados de la ciudad y la Sociedad, a la que sus miembros pertenecían. Además, da cuenta de la asimilación al catolicismo por parte de los miembros extranjeros de las casas comerciales como los Gibson, los Forga, los Ricketts o los Weis, posiblemente mediante el vinculo matrimonial con familias de la elite arequipeña. La colaboración con las obras de caridad de la Sociedad facilitó la consolidación del catolicismo social como asistencia a los pobres y toma de consciencia de las diferencias sociales entre las clases acomodadas y los sectores pobres. El inicio de las actividades caritativas de la SSC coincidió con los años de la Guerra del Pacífico, tiempo en el que repartieron no solo medicamentos, alimentos y ropa, sino asistieron a los heridos a través de la “Ambulancia Arequipa” en la ciudad y en el mismo campo de batalla. Con la bendición del padre Duhamel, sacerdote francés y conocido educador en la ciudad, y la ayuda de los administradores del Ferrocarril, Miguel Forga y Bernardo Weis, se inició el servicio de la ambulancia que duró hasta marzo de 1881. Ese año, el gobierno estableció los hospitales militares. El relevo formaba parte de los espacios que el estado tomaba a cargo como propios de su labor. Este proceso ocurrirá con otras obras sociales, no solo con las de la Sociedad de San Vicente de Paul, sino de otras sociedades iniciadoras del catolicismo social. Obras en salud, educación y asistencia a los pobres se articularon posteriormente en las deficientes políticas sociales del estado en las décadas siguientes, como ocurrió en Chile (Serrano, 2008, p. 161). 93 En la Memoria de 1928 por los primeros 50 años de fundación, las damas de la Sociedad mostraron los resultados de su trabajo de medio siglo en la ciudad de Arequipa. Las obras realizadas consistían en la asistencia a los enfermos pobres; las visitas a domicilio, en una labor similar a las actuales asistentes sociales; la ayuda económica para compra de medicinas y alimentos; la donación de ropa, colchones y frazadas; y, el pago de tratamientos medicinales a enfermos pobres, de operaciones quirúrgicas y catres. Además, contaron durante todo ese tiempo con la asistencia de varios médicos de la ciudad para la atención de los enfermos de manera gratuita, como los doctores Carlos Alberto Ricketts y Alfredo Barreda Landázuri.77 El trabajo social estaba ligado íntimamente con los socorros espirituales que marcaban la clara identidad católica de todo el activismo social de la Sociedad. Era la explicitación del vínculo entre catolicismo apologético y caritativo. Estas actividades espirituales eran la celebración de sacramentos, las confesiones, las celebraciones pascuales, los sacramentos in articulo mortis, los matrimonios, las conversiones y la matrícula de niños en escuelas dominicales de catequesis (Memoria de la SSC, 1928, pp. 11-12, 19-20). Cuadro 9. Obras sociales realizadas por la Sociedad de San Vicente de Paul de Arequipa entre 1878 y 192878 Obras sociales Personas Promedio por año atendidas (50 años) Enfermos asistidos 88827 1176,5 Visitas hechas a domicilio 128777 2575,5 Bonos de botica 169293 3385,8 Bonos de comestibles 563539 11270,7 Piezas de ropa 6400 128 Colchones 1884 37,6 Frazadas 1374 27,4 Enfermos mandados a los baños de Jesús y Yura 163 Operaciones quirúrgicas 76 Catres 15 77 Carlos Alberto Ricketts Murga, nació en Arequipa en 1878, llegó a ser diputado por Condesuyos y se casó en 1913 con María Rosa Rey de Castro Forga. Era hermano de María Ricketts Murga, madre de monseñor Juan Landázuri Ricketts. Alfredo Barreda Landázuri (1897-1953) era hijo de Manuela Landázuri Villagra, hermana de Gustavo Landázuri Villagra, padre de monseñor Juan Landázuri Ricketts. 78 Elaborado a partir de los datos de la Memoria de la SSC de 1928. 94 Cuadro 10. Actividades religiosas realizadas por la Sociedad de San Vicente de Paul de Arequipa entre 1878 y 192879 Promedio por Socorros espirituales Personas atendidas año (50 años) Confesiones y comuniones de devoción 29529 590,5 Precepto pascual 2290 45,8 Sacramento in articulo mortis 1544 30,8 Matrimonios 148 Conversiones 130 Niños matriculados en escuelas 114 La labor caritativa de la SSC se articuló con una crítica a los cambios sociales y económicos vividos en la ciudad y con un esbozo de sustento teológico sobre su labor de asistencia. Posiblemente el encuentro con enfermos y las visitas a domicilio plantearon cuestiones morales y teológicas al trabajo caritativo de las señoras. La realidad confrontaba la práctica de la caridad. En la Memoria de 1891, el padre lazarista y director de la Sociedad, Félix Mariscal destacaba como mientras una multitud de ciudadanos está absorta en lo material, entregándose con frenesí a las diversiones, al lujo, a los espectáculos y a toda suerte de placeres; vemos una reunión de señoras de alta categoría que dejando por algún tiempo todas las ocupaciones de su familia, se reúnen en conferencia para discutir, sostener y aumentar los intereses de la caridad cristiana, con tanta atención, con tanto anhelo como si fueran sus propios intereses (p. 5). Los cambios intensos en la vida urbana, producto del crecimiento económico de sus elites y sus sectores medios, se sentían en la aparición de nuevos estilos de vida asociados a los espectáculos públicos y a la compra de productos de lujo. En 1920, a inicios del nuevo proyecto modernizador de la Patria Nueva de Leguía, se insistía sobre la creciente y exhibida desigualdad social de Arequipa: “llama la atención, el presenciar por una parte tanto lujo y comodidades, y por la otra, tanta miseria y sufrimiento” (Memoria de la SSC, 1920, p. 4). La celebración del primer centenario de la independencia peruana embarcó al gobierno de Leguía en el desarrollo de varias obras y eventos conmemorativos que mostrasen al mundo la modernidad del país. La Memoria de 1921, se hacía eco del programa del centenario y mencionaba que, tras los cuantiosos gastos realizados por el 79 Elaborado a partir de los datos de la Memoria de la SSC de 1928. 95 gobierno y los funcionarios públicos en ocasión del centenario, se esperaba que pronto “nuestros pobres enfermos de Arequipa volverán a ser socorridos por los Poderes públicos”. Por ello, se solicitaba a los ricos de la ciudad asumir el “deber” de suplir la falta de recursos para la caridad, pues “en muchos casos la pobreza no es el efecto del vicio” por lo que “se deduce que el cuerpo social debe considerar una obligación de socorrer a los pobres y enfermos” (pp. 5-6). La SSC exigía asumir la responsabilidad social a las elites de la situación de pobreza de la ciudad. Además, se discutía la aseveración de que toda la asistencia debía salir de los impuestos pagados al Estado. Sin embargo, se contestaba que si bien el rico paga sus impuestos al estado, él a su vez los hace pagar al consumidor, que es el pueblo. En el precio de venta de las mercaderías, de cualquier clase que estas sean, están comprendidos siempre, el precio de la materia prima, el de la mano de obra y otros gastos, el valor del impuesto y el beneficio del empresario que debe ser justa retribución de su trabajo personal y compensación por el riesgo de su capital. Desde luego si una empresa, un capital cualquiera realizan beneficios tan grandes que no pueden considerarse solamente como justa retribución del trabajo y legítima compensación del riesgo, puede decirse que deben ese aumento al favor que les dispensan los ciudadanos y luego, parece que hay como un deber de justicia que de allí se deriva para con estos (p. 6). La Memoria destacaba que algunos ricos pagaban el “tributo de gratitud y de casi justicia para con la Sociedad”, como evidenciaba la colaboración católica con el Hospital Goyeneche y el Asilo Lira (1921, pp. 6-7). Sin embargo, los ricos debían participar de la redistribución económica con los pobres. La reflexión de la Memoria de 1921 se adelantaba a uno de los principios centrales de la Doctrina Social de la Iglesia, surgida de las experiencias del catolicismo social, que es el principio de subsidiariedad, definida posteriormente en la encíclica Quadragesimo anno de Pio XI de 1931.80 En esta línea se encontraba la mención realizada por el director de la SSC, el padre Briand en la Memoria de 1924, sobre “el deber de los ciudadanos” en el ejercicio de la caridad, pues “todos los ciudadanos propietarios, todos los que poseen alguna riqueza deben considerarse como mandatorios 80 Por el principio de subsidiariedad todas las sociedades de orden superior deben ponerse en una actitud de ayuda (« subsidium ») —por tanto de apoyo, promoción, desarrollo— respecto a las menores. De este modo, los cuerpos sociales intermedios pueden desarrollar adecuadamente las funciones que les competen, sin deber cederlas injustamente a otras agregaciones sociales de nivel superior, de las que terminarían por ser absorbidos y sustituidos y por ver negada, en definitiva, su dignidad propia y su espacio vital. (Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, n. 186). 96 de la Divina Providencia cerca de los Pobres para protegerlos” (p. 5). No bastaba la labor del estado, pues era necesaria la intervención de la ciudadanía para la atención de los pobres. Esta mención a la ciudadanía como agente activa de la caridad no conllevó a la maduración de una opción política católica sobre la cuestión social. Más allá del fallido intento del Partido Católico de la década precedente, no se constituyó una plataforma política católica que incluyese las cuestiones sociales en su programa; como sí ocurrió en Chile desde el Partido Conservador y la Democracia Cristiana que consideraron la preocupación social como central en su proyecto político a partir de 1895 (Serrano, 2008, p. 162; Stuven, 2009, pp. 60-64). La práctica de la caridad permitió, también, hacer visible la pobreza y la miseria surgida en esos contextos de desarrollo. En la Memoria de la Sociedad de Señoras de la Caridad de 1901, el padre Mariscal mencionaba el caso de una viuda pobre con hijos pequeños, quien se encontraba enferma y sin posibilidades de costear un médico, medicinas, alimentos, vestido y, sin aceso al consuelo espiritual. “¡Pobre madre! ¡Quien será capaz de comprender la profundidad de sus penas!”. De igual manera, informaba sobre la escasez de hospitales, “en donde el enfermo encuentra médico, medicinas, alimentos bien condimentados, buen servicio, ropa limpia, silencia y todas las comodidades que pueda apetecer” (p. 4). Incluso, algunos pobres se negaban a ir a los hospitales, temerosos de que “basta entrar en él para abreviar sus días”, por lo que preferían estar en alguna casa de caridad regida por la Iglesia. Por ello, la Iglesia seguía cumpliendo un importante rol en la asistencia a los pobres y a los enfermos, pues muchos veían con recelo los cambios en los sistemas hospitalarios de inicios de siglo. De otro lado, se encontraban los “pobres vergonzosos”, miembros de familias nobles empobrecidas, que por temor al deshonor no se dejaban asistir ni ser llevados a los hospitales cuando se encontraban enfermos (p. 5). La preocupación de las señoras de San Vicente de Paul por la práctica de la caridad era una forma de hacer patente una catolicidad orientada hacia la cuestión social urbana. Su preocupación por la atención y asistencia a los pobres, especialmente a los enfermos, condujo a un esbozo de reflexión teológica. “La Caridad de Jesús nos urge” era el lema del diploma de las señoras de la sociedad y se vinculaba con las palabras de Jesús en Mateo 10, 42: “Cualquiera que diera de beber un vaso de agua y fresca a un pobre, por mi amor, os doy mi palabra, que no perderá su recompensa” (Memoria de la SSC, 1921, p. 11). En 1891, el padre Mariscal destacaba que “la religión pura e inmaculada ante Dios es visitar al huérfano y a la viuda en sus tribulaciones y 97 preservarse de la corrupción del siglo” (Memoria de la SSC, 1891, p. 5). En un lenguaje tradicional, Mariscal expresaba la dimensión apologética y social del catolicismo del cambio de siglo. Treinta y tres años después, la caridad no solo era una práctica apologética, sino que asumía un rostro teológico y social, pues en palabras del lazarista Briand, director de la Sociedad en 1924, El dueño del Universo, al venir entre nosotros, escogió la pobreza, y proclamó solemnemente, esta máxima: `Cuanto hiciereis a los Pobres, lo consideraré como hecho a mí mismo. Si los abandonáis, si los maltratáis a Mi abandonáis y maltratáis; si les dais consuelo y socorro, a Mi habéis socorrido y consolado` (Memoria de la SSC, 1924, p. 4) De esta manera, la caridad de las señoras de la SSC era expresión de la atención al mismo Dios, identificado con los pobres. Esta consecuencia era extraída de la parábola del Juicio final (Mateo 25, 31-46), donde la salvación se juega en la atención a los más necesitados en cuyos rostros se ve a Dios mismo. Sin la interpretación radical de la teología latinoamericana de la década de 1970, se trataba de una reflexión teológica que sacralizaba el ejercicio de la caridad de las señoras de la Sociedad en una ciudad que se hacía cada vez más indiferente, más moderna y más desigual. 3.1.3. La Unión Católica de Señoras de Arequipa: el catolicismo apologético-social en el espacio público Junto a la tarea apologética, el catolicismo social fue asumido en las actividades públicas por las señoras de la UC gracias a la reforma institucional de toda la Unión Católica promovida por el obispo Mariano Holguín en 1907. Ese año se fundaron las Escuelas dominicales por iniciativa del obispo para “socorrer la indigencia material del pobre” y “prestar auxilios a la indigencia intelectual de aquellas personas, a quienes su posición o sus indispensables quehaceres no permiten el asistir a nuestros centros de instrucción” (El Deber, 21-VIII-1907, p. 3). Señalaba el mismo artículo que para motivar la asistencia se premiarían con vestidos y ropa a las niñas más puntuales y con mejores calificaciones (El Deber, 21-VIII-1907, p. 3). Las Escuelas dominicales se organizaron con el acuerdo del Inspector de educación y la ley del ramo (UC de Señoras, 1908, p. 12). De esta manera, el vínculo con la autoridad estatal, como era desde la época del obispo Bartolomé Herrera, se mantuvo. Estas señoras y señoritas “de la mejor clase social”, como un “ejército”, entregaron sus domingos entre la una y las tres de la tarde para enseñar a las niñas la lectura, la escritura, la aritmética y el catecismo. Se reunían en diversas parroquias, colegios, conventos y casas particulares 98 de la ciudad.81 A pesar del énfasis puesto en esta obra educativa, la asistencia promedio siempre fue baja, así como la inscripción de niños. La obra dio un rol protagónico para la mujer católica en la educación religiosa, especialmente porque enseñaba el Catecismo y la doctrina cristiana. Era un encargo eclesial importante que empoderaba a la mujer católica en la tarea pastoral de la Iglesia como trasmisora de la fe. Dos obras pequeñas se iniciaron por impulso de las señoras de la UC. Entre 1911 y 1914 funcionó la obra Enfermeras a domicilio que buscaba oponerse a la “Secta evangelista” (UC de Señoras, 1911, p. 14), que visitaban enfermos en casa como parte de su trabajo pastoral. La finalidad apologética de impedir el avance protestante se vinculaba a la labor social. Se organizaron a partir de enfermeras permanentes, cuyo número nunca superó 12; igual que las visitas que se mantuvieron en un promedio de 5 por año. Sin embargo, en 1914 se pierde el rastro de la obra. La desaparición de esta obra y la desaparición de otra mención al protestantismo, permite considerar que su expansión fue limitada entre los sectores populares. Otra obra fue el Roperío de Santa Juana Francisca de Chantal, cuya finalidad era recaudar prendas para donarla entre las personas más pobres de la ciudad, no sobrevivió al año 1918. La obra caritativa de las señoras de la UC estuvo marcado por el contenido apologético y la promoción de la religión católica entre los sectores populares de la ciudad. Para ello, reconocieron como central la actividad social como parte de la publicidad de la fe y el afianzamiento de la cultura católica entre los sectores pobres. Cuadro 11. Número de niñas y niños matriculados y el promedio de asistencia a la “Escuelas dominicales” entre 1908 y 192482 Escuelas dominicales 1908 1909 1910 1911 1912 1913 1914 1918 1920 1921 1923 1924 Niñas matriculadas 318 325 606 800 313 Niños y niñas matriculados 300 360 267 430 Promedio de asistencia 230 100 170- 190 200 81 En la Memoria de 1908, los lugares que acogían la Escuela dominical eran el colegio de las monjas de los Sagrados Corazones, las Hijas de María, la casa de la señorita Felicitas Cornejo, el local de la Orden Tercera de Santo Domingo, el local de la Orden Tercera de la Merced y el local de la Orden Tercera de San Francisco de Miraflores, la vice-parroquia de Monserrat. Se organizaron Escuelas también en Cayma, otra para niños en Pampa y la parroquia de Santa Marta (p. 11). En 1914, se fundaron dos Escuelas más, una en la parroquia de San Lázaro y, la otra en Tiabaya (UC de Señoras, 1914, p. 14). 82 Los cuadros 11 al 13 toman sus datos de las Memorias anuales de la Unión Católica de Señoras de Arequipa citadas en la bibliografía. Los cuadros son elaboración propia 99 Cuadro 12. Ropa donada por la obra el “Roperío de Santa Juana Francisca de Chantal” a adultos y niños en 191883 Roperío de Santa Juana Francisca de 1918 Chantal Ropa adultos 810 Ropa niños 288 Total 1098 Cuadro 13. Enfermeras y visitas realizadas por la obra “Enfermeras a domicilio” entre 1911 y 191484 Enfermeras a domicilio 1911 1912 1913 1914 Enfermeras 12 11 6 Visitas realizadas 6 4 7 4 Doctores 3 3.2. De la regeneración del obrero a la construcción del orden social cristiano: la labor del Círculo de Obreros Católicos de Arequipa La crítica católica contra el liberalismo y el socialismo se inició en Europa desde la década de 1860. El pedido de monseñor Ketteler, obispo de Maguncia, por una justa distribución de la riqueza y la conversión de las consciencias, así como la fundación de círculos católicos para obreros constituyeron esfuerzos por recristianizar a las clases dirigentes y fortalecer el cristianismo entre los obreros (Monreal, 2009, p. 25). El catolicismo social se formó, no solo desde la reflexión en torno a la práctica de la caridad, sino en la formación de centros obreros y la construcción de una cultura católica del trabajo. En América Latina, el movimiento social cristiano se manifestó a través de la formación de círculos de obreros, de asociaciones de ayuda mutua y cooperativas, y buscaban instruir a los obreros en la doctrina socialcristiana (Monreal, 2009, p. 26). La recepción de las ideas socialcristianas fue muy temprana en Chile, donde en 1878 el presbítero Ramón Jara y el laico Abdón Cifuentes promovieron la fundación del Círculo Católico de Obreros en Santiago, que se expandió a otras 83 Ver nota 82. 84 Ver nota 82. 100 ciudades del país en los años siguientes. Siete años después, en 1885 los laicos de la Tercera Orden Franciscana de Montevideo fundaron el Círculo de Obreros Católicos. Mientras en Argentina, en 1892, el redentorista alemán Federico Grote organizó el Circulo de Obreros de Buenos Aires (Monreal, 2009, pp. 25-26). En el Perú, el primer Círculo de Obreros Católicos fue fundado en Arequipa en 1896 por el franciscano Mariano Holguín. Los esfuerzos pastorales católicos se iniciaron antes de la concreción del magisterio papal sobre la cuestión social, a través de la encíclica Rerum novarum. Publicada el 15 de mayo de 1891 por León XIII, la carta papal parecía más una reacción que una iniciativa, ante el avance del socialismo en Europa entre los sectores populares. Sin embargo, si introdujo una serie de criterios teológicos para la reflexión y acción católicas en torno a la defensa de los derechos de los trabajadores y las injusticias del sistema liberal. Además, el papa convocó a los católicos a organizarse en congresos, asociaciones y a través de la prensa para luchar por la justicia social (Lynch, 2012, p. 301). Si bien condenó las huelgas como inmorales, aceptó la responsabilidad del estado en la administración de la justicia social a favor de los marginados del sistema capitalista (Chadwick, 1998, pp. 315-316). La encíclica se recepcionó de diversas formas en las Iglesias católicas latinoamericanas, de acuerdo a los contextos eclesiales y nacionales. En México, algunos miembros de la jerarquía, formados en la Pontificia Universidad Gregoriana en Roma, y un grupo de sacerdotes formados en sociología cristiana en la Gregoriana y la Universidad Católica de Lovaina, se aprestaron a recibir la reflexión pontificia tanto en el activismo social como en la reflexión teórica. (Lynch, 2012, p. 316). Mientras en El Salvador, la encíclica tardo treinta años para ser estudiada con seriedad por el clero y el laicado. Por su parte en Argentina, la recepción se vivió a la par del proceso de modernización de la práctica y el discurso de la Iglesia local (Lynch, 2012, 301-303; 316). En Chile y en Perú, la recepción estuvo marcada, en sus inicios, por una interpretación apologética por parte del episcopado. En Santiago de Chile, el arzobispo Mariano Casanova destacó la amenaza socialista y el temor por su posible avance en la sociedad chilena. Sin embargo, destacó la importancia de la lectura de la encíclica y la fundación de mutuales y patronatos de caridad como “puertos de salvación” para el pueblo que trabaja (Monreal, 2009, p. 30; Stuven, 2009, p. 65). En el Perú, el obispo de Arequipa Juan Ambrosio Huerta publicó la encíclica desde su estadía provisional en Lima para sus feligreses. Al igual que Casanova, la preocupación central de monseñor 101 Huerta eran los enemigos de la Iglesia, encarnados en “la escuela impía y masónica” que busca “sublevar a los pueblos contra la autoridad, y dar a esta la facultad de amordazar a los proletarios”. Frente a las doctrinas “más disociadoras y disolventes” como el socialismo, el comunismo y el nihilismo ruso, solo la doctrina católica “contenida en el sermón de la montaña” promete consuelo a los pobres y una magna recompensa, así como exige a los ricos desprenderse de sus riquezas a través de la caridad (1891, pp. 1-3). La lectura de Huerta solo destacaba la lucha contra las nuevas ideologías y el énfasis en la acción asistencialista de la caridad, sin articular una participación en el espacio público a través de asociaciones de obreros ni elaborar una crítica sobre los cambios producidos en Arequipa por el sistema económico. La primera recepción de la Rerum novarum en Arequipa, no impidió la organización de los trabajadores en el Círculo de Obreros Católicos desde 1896. En 1901, monseñor Ballón afirmaba sobre la “cuestión social” que no solo era económica, sino principalmente moral y religiosa. No bastaba solo la mejora de los salarios del trabajador y la regulación de las horas de trabajo, pues se requería la educación cristiana de los trabajadores, a través de la fundación de sociedades e instituciones, bajo el auspicio de la religión (1901a, pp. 12-13). La reflexión en torno a la encíclica en Arequipa fue bastante pobre durante el episcopado de Huerta como en el de Ballón, pues ambos abordaron la carta papal desde una interpretación que se concentraba en los enemigos de la Iglesia. Sin embargo, la encíclica promovía explícitamente la formación de asociaciones mixtas, formadas por trabajadores y dueños de las empresas, así como sociedades de socorros mutuos y otras formas modernas de afrontar la pobreza. Estos avances iniciales fueron retomados en 1931 por la encíclica Quadragesimo anno de Pio XI, que criticó al capitalismo por la crisis económica de la época, así como condenó el comunismo y a los nacientes regímenes fascistas (Cubas, 2011, p. 148). Estas ideas marcaron el rumbo del catolicismo social en Arequipa y el trabajo del Círculo de Obreros Católicos en el contexto de secularización y el surgimiento del socialismo y el comunismo en la ciudad. 3.2.1. El Círculo de Obreros Católicos: periodificación, organización y presencia pública En la historia institucional del Círculo de Obreros Católicos se puede plantear dos periodos teológico-pastorales: el primero entre 1896 y 1915, marcado por la formación religiosa desde el magisterio social de León XIII y abiertamente crítica de las 102 ideologías como el liberalismo y el socialismo. Esta etapa tuvo un fuerte contenido apologético, marcado por la recepción combativa de las enseñanzas sociales de León XIII y la búsqueda de crear una cultura católica obrera desde la regeneración del trabajador. La segunda etapa se abre en 1915 cuando el Círculo se unió con otras sociedades obreras seculares con fines políticos comunes. En este momento, fue central la presencia del franciscano catalán Francisco Cabré, formado en el pensamiento social cristiano en España, quien permitió articular una crítica moderada a la desigualdad económica, política y social, y defender la importancia del trabajador como imagen del obrero de Nazaret. Por ello, la formación de la cultura católica obrera fue central para afianzar la identidad de los miembros del Círculo y articular, durante la segunda etapa, un proyecto católico que buscaba construir una sociedad cristiana, tal como lo planteó Cabré en 1916. Ambos periodos se estudian en los dos siguientes apartados. El Círculo de Obreros Católicos, como se ha señalado, se fundó el 19 de marzo de 1896 por iniciativa del entonces presbítero franciscano Mariano Holguín junto a 64 artesanos y obreros (La Colmena, 17-04-1921, p. 14). La fundación de la nueva sociedad se realizó en el Convento de San Francisco con la presencia del prefecto de Arequipa, el alcalde, el subprefecto del Cercado y autoridades eclesiásticas. El discurso inaugural de Holguín reconocía la influencia de León XIII y de otras organizaciones de obreros en Italia, España, Francia y Bélgica. Holguín se hacía eco del llamado pontificio de realizar “la restauración de la vida cristiana de la clase obrera, que es la más numerosa, por medio de asociaciones” y lograr una “cristiana dignificación y protección de nuestra clase obrera”. El programa del Círculo ofrecía velar con “celo religioso” por conservar las creencias católicas de los obreros y promover los “anhelos patrióticos”, pues la dignificación de la “clase obrera” con “los esplendores de la fe ilustrada”, las virtudes privadas y cívicas, y “robusteciendo su brazo con el trabajo inteligente y honrado” era promover la regeneración del Perú (Holguín, 20 de marzo de 1896). Por tanto, para Holguín el Círculo de Obreros Católicos nacía como una sociedad para promover la restauración cristiana de los obreros y, con ello, colaborar con la reconstrucción del Perú, luego de la Guerra del Pacífico. La regeneración de la clase obrera significaba convertir al trabajador en su sujeto virtuoso en el ámbito privado y público, cuyo trabajo tenía una finalidad patriótica.85 Este primer impulso promovía la 85 El Primer Congreso Católico del Perú, reunido en Lima en noviembre de 1896, proponía al COC de Arequipa como un modelo a imitar para la organización de los obreros en el Perú y, además, encargaba a la Unión Católica la fundación de otros centros católicos para obreros y la 103 constitución de una cultura católica del trabajo que regenerara desde la fe católica al obrero. Los estatutos del COC de Arequipa señalaban que la finalidad de la asociación era la “dignificación, unión y protección” de sus miembros. Bajo el amparo del San José, la asociación se proponía, para lograr su cometido, otorgar las siguientes facilidades: 1. Medios de instrucción; 2. “La extirpación eficaz, pero prudente, de las costumbres que degradan a la clase obrera”; 3. La protección del trabajo; 4. Fundación de instituciones económicas; y 5. Centros de reunión para estrechar los vínculos de fraternidad entre los asociados (COC de Arequipa, 1897, p. 3). Los miembros de la asociación debían ser, como “condición esencial”, católicos y de conducta moral, y se componían en dos categorías: socios protectores y activos. Los primeros se comprometían con una cuota mensual, con otorgar protección al Círculo, proporcionar trabajo a los socios activos y pertenecían a las élites arequipeños y sectores profesionales. Mientras que los segundos debían ejercer un “arte, oficio o profesión honrada” y tenían la obligación de cumplir con el precepto pascual anual, de procurar que sus hijos y dependientes asistan a la explicación del Catecismo los domingos y fiestas, preferir a sus consocios en las ofertas de trabajo, promover la fraternidad y la protección mutua con los consocios, asistir a las reuniones del Círculo, colaborar con una cuota de veinte centavos y asistir a los sacramentos, funerales y sepelios de los socios fallecidos. Los socios activos eran incorporados en una solemne ceremonia de compromiso apologético, con la presencia de todos los miembros de la asociación, donde prestaba el juramento siguiente: “Yo … prometo conservarme hijo fiel de la Iglesia Católica, pronto siempre a defender sus sagrados derechos; amar y proteger a mis consocios y cumplir estrictamente los Estatutos del Círculo de Obreros Católicos” (COC de Arequipa, 1897, pp. 4-5). El Círculo contaba con una Comité Directivo elegido anualmente en Junta General. El comité estaba compuesto por ocho miembros más el Director Eclesiástico elegido por el obispo con igual derecho de voz y voto. La estructura de la organización se conservó sin mayores cambios en los años estudiados. Los reglamentos dan cuenta de la existencia de un Centro Rústico para los socios protectores y activos para el recreo de promoción, por parte de la Juventud Católica, de espacios de formación a través de la “obra de las conferencias y lectura nocturna para obreros” para la “recta y honrada formación de los ciudadanos” obreros (Anales del Primer Congreso Católico, 1897, pp. 311-312, 329-330). La iniciativa arequipeña y el impulso dado por el Congreso Católico avivaron a los católicos a fundar asociaciones similares en Lima, Cuzco, Trujillo, Ayacucho, Puno y Huanta. 104 los asociados con juegos y una galería de tiro al blanco llamada “Bolognesi”. Además se fomentó un Salón de lectura y entretenimientos como “un lugar de recreo e ilustración”. Estaba prohibido hacer apuestas en los juegos. El horario estaba pensado de acuerdo a la disponibilidad de tiempo de los socios, pues el salón de lectura abría de lunes a viernes de 7 a 9 p.m. y los domingos y días festivos entre la 1 y 3 p.m. La biblioteca contaba con una colección de obras religiosas, morales, artísticas, industriales y literarias, además de folletos, revistas y periódicos nacionales y extranjeros. (COC de Arequipa, 1897, pp. 17-23; 1901, pp. 6-7). El Círculo de Obreros Católicos estuvo dirigido por presidentes laicos pertenecientes al sector trabajador, artesano y profesional como José D. Cáceres (1896- 1899, 1902), José Miguel La Rosa (1906-1908, 1916), Cayetano Arenas (1909-1914) y Tomás Berenguel (1917-1921). Como ha reconstruido Ricardo Cubas (2011), se trata de personajes interesantes por sus trayectorias personales y por presentarse como modelos de trabajadores y creyentes. “La Colmena” mencionaba a Cáceres como “el modelo de obrero católico”, pues había pasado del trabajo manual a ser el dueño de un negocio tipográfico, la Tipografía Cáceres; donde se imprimieron varios documentos producidos por las sociedades católicas y la Iglesia arequipeña.86 Cáceres representaba el ideal de progreso social y económico mediante el trabajo honesto, la vida virtuosa y el ahorro (Cubas, 2011, p. 168). De otro lado, José Miguel La Rosa, era un destacado abogado miembro de la Unión Católica, que llegó a ser Presidente de la Corte de Justicia de Arequipa (1934, 1940-1941), y estuvo vinculado al COC desde sus inicios. Cayetano Arenas, tras desempeñarse como herrero y fundidor, al igual que Cáceres, inició su propio negocio. Cáceres, La Rosa y Arenas habían estado desde la fundación del Círculo junto Mariano Holguín. Además, en La Rosa y Arenas existió una fuerte preocupación por la educación de los socios en las escuelas nocturnas, a las que el segundo realizó importantes donaciones (Cubas, 2011, p. 169). Finalmente, algunos socios protectores pertenecían a miembros de la élite económica y política arequipeña como Jorge Stafford, miembro de la Casa comercial del mismo nombre y de la Cámara de Comercio de Arequipa; Pedro José Rada y Gamio, político y ministro de Leguía; José Miguel Forga, dueño de una de las fábricas textiles más importantes de la ciudad; y Juan Vidaurrázaga Menchaca, dueño de la fábrica “La Ibérica”. 86 La impresión de los materiales, folletos y libros en la Tipografía Cáceres, perteneciente a un artesano católico, muestra las redes de soporte económico y simbólico construidas entre laicos y religiosos comprometidos públicamente en la labor pastoral de la Iglesia en Arequipa. 105 El Círculo contó desde 1897 con un periódico llamado “La Abeja”, cuya finalidad era la “propagación de las doctrinas católicas en la clase obrera y la instrucción y moralización de la misma” y dar información sobre los acuerdos de la asociación (COC de Arequipa, 1901, p. 9). El primer director fue el franciscano Mariano Holguín. Sin embargo, en las pesquisas no se ubicaron ejemplares de la publicación, si bien aparece mencionada en otros periódicos de la época. En 1903, Holguín fue trasladado a Roma para participar del Capítulo General de su orden y en 1904 fue nombrado obispo de Huaraz. Posiblemente, el alejamiento de Holguín sumado a dificultades económicas impidieron la consolidación del periódico. En 1919, varios años después, el Círculo promovió la publicación del periódico “La Colmena”, a cargo de otro franciscano Francisco Cabré y cuya vida se prolongó hasta 1942.87 El Círculo de Obreros estableció una sección de Socorros Mutuos para los socios desde sus inicios en 1896. Sin embargo, la oficina se clausuró en 1899 por la poca participación de los socios. En 1905 hubo un intento de reactivar los auxilios mutuos que fracasó por las mismas razones (Garreaud, 2015, 1, pp. 67-69). En 1911, José Miguel de La Rosa, vicepresidente del Círculo, en una charla sobre socorros mutuos a los obreros destacó el aporte de 500 soles realizados por monseñor Holguín, obispo de Arequipa, junto a otros aportes que sumaban 1220 soles para la fundación de una Sección de Socorros Mutuos. Solo los socios podían ser admitidos a la Sección siempre que no sufrieran enfermedades crónicas, descartadas por un médico, y tuvieron entre 16 y 60 años. La sección se comprometía a asumir los gastos del socio durante el tiempo de su enfermedad, la sacramentación en caso de peligro de muerte y los gastos de sepelio. También cubría los gastos de la medicina indicada por el médico de la sección. No se cubrían gastos generados por enfermedades asociadas al licor o la vida inmoral ni tampoco los provocados en un revuelta política o reyerte de otro tipo (COC de Arequipa, 1911). En 1922, se aprobó un nuevo estatuto del Círculo y un reglamento de Socorros Mutuos que incorporaba la figura de un médico de cabecera por cada socio y la atención de cirugías menores (COC de Arequipa, 1922, pp. 36-37). La práctica de asegurarse mediante un pago constituía una respuesta a la inexistencia de seguros sociales y fomentaba un acto de responsabilidad del obrero consigo mismo y con su familia. Para los católicos era un signo de la regeneración 87 En 1925, Francisco Cabré buscó mejorar la edición y producción del periódico. En diversas cartas a sus hermanos de congregación, les solicita información sobre maquinaria nueva para imprimir “La Colmena” a mayor velocidad (Cartas a Cabré, junio a agosto de 1925. Archivo del Convento de La Recoleta, Arequipa). 106 social del obrero a nivel moral, cívico y social. Además, era símbolo de su modernidad, porque señalaba el hábito del ahorro y la proyección a futuro. Para afianzar la construcción de estos hábitos religiosos y modernos, los socorros mutuos no cubrían ninguna enfermedad asociada a los vicios sociales, la inmoralidad de vida y la participación en revueltas políticas que atentasen contra el orden y la paz. 3.2.2. Regeneración y cultura católica obrera: pastoral apologética y social del Círculo de Obreros Católicos (1896-1915) La restauración de la vida obrera se expresó en la preocupación del COC por contar con espacios como la sección de socorros mutuos, de recreación y de lectura para sus socios. La formación hizo hincapié en valores religiosos, conducta moral y valores cívicos. Los valores religiosos buscaron construir una identidad católica sólida a través de la asistencia a la misa los domingos y días festivos, el compromiso de enviar a los hijos a las escuelas de catecismo y la participación en la fiesta de aniversario del Círculo, celebrada el día del patrón de la sociedad San José. De igual manera, era central la conducta moral de los obreros como el control en el consumo de alcohol y la oposición a los juegos. De otro lado, las “virtudes cívicas” se fomentaron a través de espacios culturales como los salones de juegos, la galería de tiro al blanco, la biblioteca y las conferencias. Estos valores eran una forma de actitud pública moderna que se buscaba crear entre los obreros. Además, el Círculo creó la Escuela Nocturna de San José en 1905 que contó con el trabajo de profesores sin remuneración, pertenecientes al clero como Emilio Lissón, posteriormente nombrado arzobispo de Lima, y al laicado católico como José Miguel de La Rosa. (Garreaud, 2015, I, pp. 61-65). El promedio anual de alumnos fue de 150, formado por los obreros y artesanos socios y sus hijos (La Colmena, 17-04-1921). La preocupación por la cultura cívica del obrero era compartida por otros grupos como los liberales y grupos filo anarquistas y socialistas desde inicios del siglo XX. En 1919, en el Club de Tiro de Arequipa se inició una escuela nocturnas para obreros y un ciclo de conferencias para obreros dictadas por el joven liberal Modesto Málaga, quien desde 1915 se encontraba, también, asociado al movimiento indigenista. Como parte de su compromiso político publicó diversos artículos en el periódico liberal “El Ariete”, fundado por Francisco Mostajo, donde criticaba la opresión de gamonales, autoridades y curas sobre los indígenas (Arroyo, 2005, p. 49). La organización de otras sociedades obreras se inició desde la década de 1910 e incluyó la formación de sociedades de 107 socorro mutuo. Estos espacios sirvieron– por la influencia de filo anarquistas y socialistas – para politizar a los artesanos y obreros de Arequipa. Desde inicios del siglo XX, estos grupos políticos se decidieron proponer una alternativa secular a los artesanos y obreros a través del Centro Social Obrero, fundado el 22 de julio de 1905 por Santiago Mostajo, padre del liberal Francisco Mostajo. No obstante, Santiago Mostajo no se reconocía liberal. Junto a este centro, existían otras sociedades inspiradas en principios liberales y, también, religiosos. El Círculo de Obreros Católicos se concentró en afianzar la pertenencia eclesial y en rechazar todo símbolo asociado al socialismo, como parte del proyecto de restaurar al obrero. En 1898 participaron en el Primer Congreso Católico, felicitaron a los universitarios católicos de Arequipa participantes en el Centro Universitario en 1901. De igual manera, en 1906 el Centro Social Obrero invitó a Círculo a celebrar el día del trabajo el 1 de mayo. El presidente La Rosa del Círculo rechazó la invitación y, más bien, los invitó a la celebración del 6 de mayo, día de San José. Una delegación del Centro Social Obrero, con su presidente Santiago Mostajo participó de la celebración, donde negó la filiación socialista de su asociación. Para el Círculo, era signo de la “ventaja que en el campo de las luchas sociales llevamos los que ponemos de acuerdo nuestro credo religioso y nuestro credo social” (La Colmena, 17-04-1921, p. 22). De esta manera, esta etapa reivindicaba el carácter católico del obrero y la importancia de oponerse a toda ideología que destruyera el orden social. Por ello, la celebración en el día de San José intentaba construir un calendario obrero católico paralelo, donde el San José era un símbolo en el cual el trabajador identificara su labor y su fe. El Círculo ofreció desde sus inicios espacios para la formación general de sus asociados en temas sociales, políticos, eclesiales y científicos. Las Conferencias, como se denominaron a estos espacios, eran públicas, estaban encargadas a los socios protectores jóvenes, especialistas y a algunos obreros destacados, y eran publicitadas a través de “El Deber”. En algunas ocasiones llegaron a tener más de 200 asistentes. Las conferencias eran presididas por un clérigo y se iniciaba con un informe sobre el estado del Círculo, se daba espacios para la disertación, se hacían comentarios y se abría la discusión (Garreaud, 2015, I, pp. 75-76, 78). En este último momento, pudo ser un espacio para la apropiación de los contenidos de las conferencias por parte de los obreros y artesanos asistentes. Tal como ejemplificaba la réplica del obrero Eduardo Chávez, quien tras la disertación de José Miguel La Rosa sobre la ociosidad, solicitó espacios para “aplicar las teorías” a la vida del trabajador. Su solicitud fue acogida por 108 el Comité Directivo (El Deber, 6-09-1900, p. 2). En 1921, se afirmaba en “La Colmena”, órgano periodístico del COC, que las conferencias eran un “género de propaganda y de instrucción de las masas” similar a la “Extensión universitaria” (17-04- 1921). Estas conferencias fomentaron la formación cristiana de los obreros en temas vinculados a valores religiosos, morales y cívicos. Fueron, además, espacios para el debate entre los conferencistas y los obreros asistentes. Incluso, pudieron abrir procesos de apropiación de la cultura católica social y política. Las conferencias entre 1899 y 1914 estuvieron centradas en la formación moral del obrero y la crítica apologética a las ideologías, por lo que fueron espacios para la formación de una cultura católica obrera. Detrás de las conferencias, los espacios comunes y la vida organizativa del Círculo de Obreros Católicos, los clérigos y directivos protectores de la sociedad buscaron revalorar el trabajo como una dimensión de la vida cristiana. En octubre de 1914, se celebró una velada en “honor de los obreros” organizada por las distinguidas señoras de la “Liga contra espectáculos inmorales”. Se dio inicio a la reunión entonando el “Himno al Obrero”, cuyas letras se destacan el valor del trabajo que era similar a una plegaria a Dios: “Del obrero la plegaria / Cuan benigno acoje Dios / Cuando al ir a su trabajo / La dirige con fervor”. Además, este ideal de trabajo, donde se fomentan las industrias y aumenta el capital, se proponía como un ideal armónico para la sociedad pues, “Tenga el rico sus riquezas / Mande el fuerte sin rival / Yo prefiero del obrero / La risueña y dulce paz” (Liga, 1914, pp. 3-5). La cultura cristiana del obrero buscaba conservar la armonía de la sociedad y reconocía, al mismo tiempo, la importancia del obrero “en la marcha de las sociedades modernas”. De esta manera, el discurso católico arequipeño mostraba al obrero como agente de la modernidad y como centro de la preocupación moral y civilizatoria de la sociedad. El jesuita José Bermejo afirmaba que “[Jesucristo] recibió al obrero, despreciado y envilecido por el aliento empozoñado del paganismo y dijo al capitalista: ‘Yo, que soy Dios de Magestad infinita, soy también obrero como los hijos del pueblo, las herramientas del pobre han encallecido mis manos, el trabajo ennoblece, solo el vicio degrada’” (1914, p. 10). La dignidad religiosa del obrero lo hacía sujeto de la preocupación eclesial, en él se encontraba la majestad de Jesucristo y era sujeto de la caridad y la atención cristianas. Sin embargo, debía conservar el orden y la paz social como parte de su misión cristiana en el mundo. En las palabras conclusivas del obispo, se destacaba la preocupación cristiana por el obrero en contraposición al mundo pagano, “porque en él le ha parecido ver la imagen palpitante del divino Obrero de Nazareth”. La cercanía del mensaje y práctica 109 cristiana al mundo obrero era una crítica, en palabras de Holguín, contra la “secta socialista” que “atiza en el noble corazón del obrero las terribles pasiones de la envidia, del odio contra el capitalismo, contra el rico”. Para Holguín, la caridad cristiana – ejercida por las damas de la “Liga” en la velada – era signo de “que la distinción de clases no es una barrera para la fraternidad cristiana, que hace de todas una sola gran familia” (1914b, pp. 24-25). El conservadurismo social del obispo y de Bermejo mostraban que la cultura católica del obrero consistía en favorecer la armonía social, mediante la consciencia del orden y el lugar del obrero en la sociedad, y la oposición a las ideologías políticas críticas del sistema capitalista e industrial como el socialismo. Por ello se hizo énfasis, en que el trabajo del obrero católico era una contribución a la modernidad y signo de su compromiso de fe. Era un sujeto patriota y católico. Como el debate victoriano sobre la filantropía, la caridad católica no consideraba un “problema” la pobreza, por lo que no tocaba plantear soluciones. Lo que se pretendía era aliviar la vida pobre de estos sujetos. Allí radicaba el imperativo moral, en la responsabilidad de atender a los pobres que, a su vez, los moralizaba al trasmitirles el espíritu de la caridad. Por ello, la caridad tenía un componente regenerador del orden social (Himmelfarb, 1997, pp. 54-55). El gran temor de los encargados del Círculo era el socialismo, legitimado en la primera década del siglo en Arequipa, cuando junto a los liberales lograron la renuncia de Ballón al episcopado arequipeño. Por ello, la regeneración cristiana del obrero buscaba educarlo en una cultura conciliadora, moderna y religiosa. No obstante, la postura del COC con respecto a la conservación del orden social fue relativa. 3.2.3. Obreros católicos y sociedad: el inicio de la pastoral de nueva cristiandad en el Círculo de Obreros Católicos (1915-1930) En enero de 1915 – año de inicio de la segunda etapa del Círculo – se organizó en Arequipa una protesta contra la implementación de un impuesto a los salarios de los trabajadores de comercio e industrias. La norma había sido aprobada por el gobierno central en diciembre de 1914 en un claro contexto de deslegitimación producto del golpe militar de Benavides contra Billinghurst. Se organizó un “Comité Central de Defensa contra los nuevos impuestos” formado por diversas sociedades de socorros mutuos y sociedades de obreros, incluido el Círculo de Obreros Católicos. El 30 de enero se reunieron en el Boulevard Parra para dirigirse hacia la Plaza de Armas de la 110 ciudad y presentar un memorial leído por Augusto de Romaña, catedrático de la Universidad de San Agustín. Eran alrededor de 7000 manifestantes. A pesar de lograr entregar el memorial al prefecto José María Rodríguez del Riego, se produjo un tiroteo en la calle San Francisco con la finalidad de dispersar a los manifestantes. Nueve fueron víctimas de los disparos. Los heridos fueron asistidos por médicos participantes de la protesta y sacerdotes franciscanos; otras víctimas fueron asistidas por el canónigo Berroa. Como destacaba “El Deber” se trataba de un atropello al derecho ciudadano de protestar (31-01-1915, p. 2). En la noche se firmó una protesta conjunta del Comité dirigida al gobierno central, que incluyó la del presidente del COC, Cayetano Arenas.88 El magisterio de León XIII consideraba las huelgas y manifestaciones como inmorales, aunque no las condenó. Sin embargo, en el catolicismo social europeo los teólogos como el jesuita alemán August Lehmkuhl consideraban, ya en 1899, que bajo ciertas circunstancias la huelga era válida y moral (Chadwick, 1998, pp. 316-317). Además, la realidad social exigía la acción católica. Con la manifestación de enero de 1915, los obreros católicos habían entrado en la lucha política de derechos sociales. Al año siguiente del incidente, el COC declaró el año de 1916 como un año social. En esta línea de reivindicaciones sociales se encontró el franciscano catalán Francisco Cabré, quien dio una charla en 1916 al Círculo de Obreros Católicos desde los principios de la “sociología cristiana”, concebida como un medio para establecer una sociedad cristiana. El franciscano estaba vinculado como socio a la “Acción Popular” de Barcelona, sociedad católica de obreros de fundación jesuita que promovía el pensamiento social cristiano con la finalidad de construir un orden cristiano para la sociedad (Castillo, 1978, pp. 68-69). Posiblemente influenciado por la teología social jesuita, Cabré consideraba que la constitución de una sociedad cristiana de obreros era el fin del COC, pues este era “a las instituciones prácticas sociales lo que las almácigas al jardín, que no son el jardín, pero suministran plantas para poblarlo” (1916, p. 10). Es decir, la sociedad debía ser un espacio para formar un obrero católico comprometido con la construcción de un proyecto mayor, una sociedad cristiana. Por ello, la pastoral de nueva cristiandad encontró sus bases teológicas en reflexiones y proyectos como el de Cabré en el Círculo. 88 Los organizadores del Comité solicitaron al gobierno de Oscar R. Benavides sancionar al prefecto y los responsables. Sin embargo, en agosto de 1917, el prefecto Rodríguez del Riego y otros enjuiciados fueron amnistiados por la Ley 2427 (Ballón Lozada, 2009, p. 170). 111 Cabré definía, además, que el COC tenía por fin evitar que el obrero caiga en “las garras de sus enemigos”: la ignorancia, la impiedad y el socialismo. La ignorancia se combate con la cultura general que hace del obrero “un ciudadano conciente”. Saber leer, escribir, las cuatros operaciones aritméticas, un poco de geografía y de historia universal y patria permitían al obrero “hacerse respetar” al poseer instrucción (1916, p. 11). De otro lado, la cultura religiosa buscaba formar un obrero católico capaz de defender su fe entre sus pares no católicos – un interesante reconocimiento de la diversidad del mundo del trabajo, aunque como se ha mencionado antes no su aceptación – y tener una activa práctica de la vida cristiana, cuyos efectos se ven en la iglesia y en “labrar la felicidad temporal de la sociedad” (1916, p. 12). Finalmente, el socialismo debía ser combatido por una cultura social basada en “la doctrina social de la Iglesia y las principales soluciones” y en sus principales conceptos como el “orden social cristiano”, la propiedad, la familia, la religión, las clases sociales, entre otros temas (1916, p. 14). La cultura general, la cultura religiosa y la cultura social podían constituir “obreros de obreros”, es decir, “maestros que con gran paciencia vayan educando teórica y prácticamente a sus compañeros”. Estos obreros Deben poseer más tecnicismo y estar al corriente del movimiento social cristiano cosmopolita para, después de haber estudiado el medio ambiente en que deberán desarrollar su acción, tratar de aclimatar aquí las grandes obras sociales de que está sembrada la Europa. Deben conocer la legislación social nacional y confrontarla con la de otras naciones (Cabré, 1916, p. 15). Para Cabré, inspirado en el pensamiento social católico, los obreros podían ser parte de un proyecto mayor que desembocara en una orden cristiano para la sociedad. Debían ser católicos conscientes de la globalidad de la Iglesia, atentos a los avances modernos y conocedores de sus derechos sociales. No había contradicción entre la fe, la participación en la lucha de derechos y la apropiación de la modernidad técnica en el obrero católico. En 1918, el franciscano Cabré aparece como sub director del Círculo. En enero presentó la conferencia titulada “La unión de la clase obrera”, que incluía una “Prevención”, pues algunos lectores podrían pensar que el texto tenía “ribetes rojos de socialismo” producto del “poco ambiente social que hay en el Perú” (1918). Cabré inició su reflexión sobre “lo absurdo de los sistemas sociológicos de Hobbes y Rousseau”, pues pensar al hombres es pensar en un ser social, tal como lo creo Dios y a 112 quien se atribuye el orden social. A partir de esta situación, afirma el franciscano, aparece la desigualdad social de clases que “es una aberración, consecuencia del pecado original” (p. 7). Sin embargo, la afirmación de Cabré no constituía una crítica a la estructura social, pues se reconoce la desigualdad social de clases como “necesaria”, en la medida en que cada sujeto tiene “el lugar que Dios nos ha asignado en el cuerpo social”. En la desigualdad social se entrecruzaban el pecado y la necesidad corporativa de la sociedad. Sin embargo, los deseos de los obreros de tener una vida moral, religiosa, ilustrada e, incluso, al deseo de ser patrón eran legítimas (1918, pp. 9-12). A pesar de la ambigüedad sobre la desigualdad, Cabré reconocía la posibilidad del progreso del trabajador. La cuestión social es definida por Cabré como la lucha entre el capital y el trabajo, donde “el capital sin entrañas” destruye la vida de los proletarios y sus hogares, y se aprovecha del poder del dinero para obtener leyes “atentatorias de los derechos del obrero”. El capitalista “es el amo del mundo, porque ante el dinero no hay poder que se resista”, mientras el trabajo no logra acceder a los poderes estatales y, “él que hace las riquezas, es pobre […]; él carece de ilustración y de cultura, porque no se le proporcionan los medios y tiempo de adquirirlos”. La injusticia denunciada por Cabré le permite validar en algunos casos “una resistencia pasiva para reivindicar el derecho que el obrero tiene a la vida y a cierta cultura y a un moderado descanso. Me refiero a la huelga, para hacer comprender al capital que nada puede sin el brazo del obrero”. Incluso, como en Bélgica, la Iglesia puede validar la huelga y sostener a los obreros en resistencia. La organización sindical era una necesidad “si en estas luchas no queréis ser arrollados” (1918, pp. 15-16). En el contexto peruano, la necesidad de hacer “que se oiga la voz del obrero” era central por la nula legislación social, por lo que Cabré hacía un llamado – un parafraseo seguramente no intencionado del llamado de Marx y Engels: “proletarios del mundo, uníos” – “el obrero aislado no puede nada; asociado lo puede todo” (1918, p. 20).89 El lenguaje de Cabré parecía una paráfrasis del marxismo y la oposición entre capitalista y trabajador, lo que mostraba su formación en la cuestión social. Además, al reconocer la huelga y la organización sindical se hacía eco de las reflexiones teológicas europeas, que las reconocían como necesarias, y de la situación político-social vivida en el Perú con las huelgas obreras de Lima y Arequipa. La 89 El franciscano Cabré esbozó una crítica contra la “brutal ley de la oferta y la demanda”, que perjudicaba la capacidad de compra de los obreros. Por ello, recomendaba la formación de bolsas de trabajo, de cooperativas y cajas de ahorros y préstamos (1918). 113 pastoral mostraba estar más allá de los lineamientos pontificios que no habían definido con claridad la validez de la huelga y la organización sindical de los trabajadores católicos. El paro general de enero de 1919 en Lima y Callao, concluyó con la aprobación de la jornada de 8 horas laborales por el gobierno de Pardo, que fue publicada en “El Deber” el 16 de enero (p. 2). De esta manera, el gobierno civilista evitó la expansión del movimiento de lucha por las 8 horas a lo largo del país. Como afirma Peter Blanchard, la aprobación de la jornada de 8 horas por parte del gobierno en 1919 minó al movimiento obrero peruano, pues impidió la consolidación de un programa político más sólido, lo que produjo divisiones internas en el movimiento (citado en Cubas, 2011, p. 171). En consonancia con el decreto del gobierno, el COC fomentó la aplicación de la jornada de 8 horas como ocurrió en la Junta directiva del 8 de febrero que felicitó a los empresarios Luis Blaisdell, gerente de Ferrocarriles del Sur y Cavallero y a José Pesce, socio protector del COC, por conceder la jornada de 8 horas a sus trabajadores (El Deber, 7-02-1919, p. 3; 8-02-1919, p. 3). De esta manera, los dueños católicos expresaron su catolicismo social al conceder las 8 horas a sus trabajadores. La lucha política se encauzó mediante el marco legal definido por el gobierno de Pardo que ordenaba negociar la jornada laboral a los trabajadores y dueños de empresas y, en caso de no encontrar salida, se aplicaría la norma de 8 horas. La movilización dejó de ser una forma de vehiculizar los intereses de los trabajadores. A pesar de la paralización de la lucha política, Francisco Cabré continuó con el proyecto de construir una cultura católica obrera que fuese la base para una sociedad cristiana de mayor alcance. En 1922, Cabré introdujo algunos cambios en los estatutos del Círculo para expresar mejor el contenido del pensamiento social cristiano. En el artículo 2 se añadió al fin de “dignificación, unión y protección” el de “fomentar y defender decididamente el orden social cristiano” (COC de Arequipa, 1922). Por la celebración de los 25 años de fundación del Círculo de Obreros Católicos de Arequipa, el periódico “La Colmena” acompañó su edición con una carátula que representaba el modelo de obrero católico (ver Imagen 1). El trabajo del obrero católico constituido para “defender y practicar el orden social cristiano” (La Colmena, 17-04-1925, p. 5) se orienta hacia los fines de la encíclica Rerum Novarum y la cruz, como lo expresa la mirada del católico obrero. Como el sol alumbra el día, el pensamiento social cristiano era una nueva luz para la sociedad moderna, en la que el obrero cumplía un rol central. Por ello, el nuevo horizonte, representado por la encíclica y la cruz, ilumina y guía el 114 orden de progreso y desarrollo del mundo, representado por los medios modernos de comunicación, el buque, el ferrocarril y el avión, y las industrias. El obrero, como nuevo paradigma del cristiano moderno, se encuentra en un podio para presidir la construcción de un orden social cristiano. Este ideal católico era el defendido por Cabré. Imagen 1. Portada de “La Colmena” que conmemora los 25 años de fundación del Círculo de Obreros Católicos de Arequipa 115 El ascenso a la presidencia de Augusto B. Leguía en 1919 se produjo en un ambiente marcado por el final del periodo civilista y el fracaso de su modelo político, de la Gran Guerra y el inicio de una fuerte crisis económica. Leguía se rodeó de sectores favorables a la modernización del país. Su proyecto de una Patria Nueva, como la refundación del Perú desde el estado, permitió el ascenso de los sectores postergados por el programa político de la República aristocrático. Los sectores medios y populares, articulados en redes clientelares y actitudes paternalistas, fueron parte de la prédica pública del presidente (Fonseca, 2002, p. 60). Además, los grupos protestantes se vincularon a Leguía, quien por su origen norteamericano los consideraba como modernizadores e impulsores de una cultura “moderna”. Sin embargo, Leguía rechazó la opción religiosa protestante y mantuvo una estrecha relación con la jerarquía católica, a pesar de la oposición episcopal a las reformas legislativas como el divorcio. Incluso solicitó al parlamento en 1921 y 1922 la celebración de un concordato con la Sede Apostólica. No obstante, los protestante aprovecharon la cercanía con Leguía para consolidar su presencia en Lima y en la sierra central, a través de escuelas y centros de desarrollo (Fonseca, 2002, p. 275-336). En Arequipa, Leguía contó desde su candidatura presidencial con el apoyo de diversos sectores católicos, incluido el Círculo de Obreros Católicos de la ciudad. Tras su elección, el presidente Leguía fue nombrado miembro honorario del COC de Arequipa. Además, destacados católicos como Pedro José Rada estuvieron vinculados al régimen de Leguía y lograron del régimen ayudas para las obras católicas de la ciudad. En 1921, en el contexto de centenario de la república, el padre Cabré buscó resucitar un proyecto de construcción de un barrio obrero en la ciudad, de 1910, para los socios del COC. El barrio buscaba que los obreros tuvieran un espacio digno e higiénico, de acuerdo a los valores modernizadores y regeneradores. Además, se creía que “hacer propietarios es hacer antirrevolucionarios y no hay mejores enemigos o grandes enemigos del socialismo que los dueños de propiedades bien distribuidas” (La Colmena, 20-06-1920 citado en Cubas, 2011, p. 174). Cabré logró en Lima, con ayuda de los parlamentarios arequipeños Pedro José Rada y Arturo Núñez Chávez, logró obtener una partida del gobierno de 15000 soles para el proyecto, del que solo se hizo efectiva la cantidad de 5000 soles (Garreaud, 2015, 1, p. 82; Cubas, 2011, p. 174). Con el entusiasmo de monseñor Holguín y el préstamos de José Miguel Forga, alcalde de Arequipa y presidente honorario del COC, se compró un terreno para el Barrio Obrero León XIII, que finalmente fue vendido al futuro Colegio La Salle. 116 Desde 1925, el programa de construcción de vías y el creciente centralismo del estado fueron duramente criticadas desde Arequipa. La crítica contra el gobierno de Leguía se acentuó al punto que en 1925 el periódico “La Colmena” alabó a José Miguel Forga, católico militante y nuevamente candidato a la municipalidad de la ciudad, por haber rechazado unirse al partido de gobierno, el Partido Democrático Reformista. Además, el proyecto del barrio obrero pareció no poder concretarse por incumplimiento del anunciado financiamiento del régimen. En 1930, los planes de construcción del barrio obrero seguían solo en los papeles; aunque la ubicación se movió al barrio del Señor de la Caña, donde actualmente se encuentra el barrio León XIII. La actividad pro viviendo marcó la vida del Círculo de Obreros Católicos desde la década de 1930, motivada por el proceso de urbanización iniciada a mediados del régimen de Leguía en Arequipa y que culminaría en 1940 con ocasión del IV Centenario de la ciudad (Garreaud, 2015, 1, p. 82; Gutiérrez, 1992, p. 198). De esta manera, el COC se convirtió en una suerte de cooperativa de vivienda. La pastoral de nueva cristiandad, iniciada por Cabré en el COC, fue convertida en la línea teológico-pastoral de la Acción Católica en las décadas siguientes. Todavía quedaba tiempo para continuar soñando con un orden social católico para el país 117 Conclusiones Las independencias obligaron a la Iglesia a repensar su lugar en el nuevo orden político republicano que condujeron a un proceso de institucionalización de las iglesias locales, una profundización de la romanización y la unidad doctrinal católica. Esta primera adaptación, en clara resistencia a la pérdida del poder legitimador que otorgaba la Iglesia al orden político, se enfrentó al proceso de modernización del estado y la sociedad liderado por sectores liberales, masónicos y positivistas desde la segunda mitad del siglo XIX. La Iglesia, unificada, institucionalizada y constituida contra el espíritu de las revoluciones atlánticas, enfrentó el proceso modernizador desde una nueva sensibilidad denominada el “nuevo catolicismo”. En este proceso global se enmarca la presenta investigación, que ha dado cuenta del proceso de resurgimiento católico en Arequipa, de la participación de laicos en el espacio público mediante el asociacionismo piadoso, apologético y caritativo, la prensa confesional, y la formación de un proyecto político católico desde Arequipa. Los años estudiados se encuentran en el proceso de modernización económica, social y política vividos en el Perú, tras la desastrosa Guerra del Pacífico. Son los periodos de la Reconstrucción nacional, la República Aristocrática y el Oncenio de Augusto B. Leguía. La nueva identidad católica dio forma al resurgimiento católico. Impulsada por la retórica pontificia y el ultramontanismo político y teológico, el resurgimiento religioso en Arequipa tomó fuerza desde el episcopado de Bartolomé Herrera, quien intensificó la educación catequética por solicitud del prefecto de Arequipa. La política de Herrera fue continuada por sus sucesores, quienes ampliaron la catequesis para niños y adultos, con ayuda de asociaciones de señoras católicas. Con el obispo José Benedicto Torres se abre el primer impulso para la actividad laical apologética a través de la promoción de la Sociedad Católico-Peruana, de corta vida institucional. Además, durante su episcopado se instalaron un grupo de franciscanos de origen español en el convento de La Recoleta, liderados por el padre José Masia y Elías Passarell, que mediante la promoción de misiones urbanas dinamizaron la vida religiosa de la ciudad. Fueron los franciscanos de la recolección de San Jenaro o La Recoleta, los que dinamizaron la vida devocional y eclesial en Arequipa a través de las misiones populares. Esta estrategia pastoral tenía un área devocional y sacramental, y otra 118 formativa en cuestiones apologéticas. De esta manera, era expresión del nuevo catolicismo decimonónico. Las bases del resurgimiento católico se sentaron con la presencia de los franciscanos y de otras órdenes religiosas que fomentaron la vida devocional y asociativa entre los católicos de la ciudad. El impulso apologético iniciado con la Sociedad Católico-Peruana se retomó con la expulsión de los jesuitas en el tiempo de la posguerra, en 1886. En Arequipa, en respuesta al embate liberal de ese año, se organizó la Unión Católica, que pronto se propuso como sociedad de alcance nacional. Con esta nueva sociedad se abrió el periodo de la activa militancia católica laical. Los obispos Juan Ambrosio Huerta y Manuel Segundo Ballón defendieron y dieron soporte a la actividad asociativa de los laicos católicos, desde una perspectiva apologética y contraria al liberalismo y otras ideologías de la época. La recepción de los documentos pontificios, claramente antimodernos, reforzó la perspectiva apologética del catolicismo arequipeño. Las reformas liberales que buscaban modernizar el país como la ley de matrimonio civil y de propiedades afectaron la presencia pública, la legitimidad y los intereses de la Iglesia en el país. Además, al ser promovidas por los liberales y contar con el apoyo de los protestantes, la Iglesia consideró que eran parte del proceso de descatolizar el país. Por ello, las sociedades se convirtieron en el brazo público y político de la Iglesia jerárquica. Mediante actas y comunicados, los laicos y laicas defendieron la catolicidad del estado y los derechos de la Iglesia, de la que se sentían plenamente miembros. Además, en la construcción de una presencia pública de la Iglesia la prensa confesional jugó un papel clave. “El Deber” y “La Colmena”, sin dejar de considerar otras publicaciones católicas, fueron referentes del periodismo local. Especialmente “El Deber”, que llegó a ser considerado el vice decano de la prensa nacional. La Unión Católica constituyó la sociedad apologética más importante en los años investigados. En ella se formaron generaciones de católicos activos en la vida política de Arequipa y del país, dispuestos a defender los intereses de la Iglesia y a promover la participación política laical. Fueron colaboradores de la jerarquía y lograron apropiarse del discurso pontificio, adaptándolo a la compleja realidad política del país. El activismo de los laicos católicos disminuyó hacia finales de la primera década del siglo XX y resurgió con el intento de organizar un Partido Católico en la década de 1910. Sin embargo, no se logró articular nunca una plataforma política local y menos nacional. El fracaso del Partido Católico dio muestra de la imposibilidad de 119 armar una salida partidaria católica, como se logró en Chile o Europa. Aunque, el intento de entrar en política, significaba la aceptación del sistema político – condenado por el papado – y la necesidad de defender el catolicismo en la arena pública. La entrada en la vida política era un signo de aceptación de la forma moderna de hacer política. Desde la reforma de Mariano Holguín en 1907, las señoras de la Unión Católica se hicieron cargo de la tarea apologética y caritativa de la sociedad. Monseñor Holguín consideraba central el activismo social católico como parte de la actitud apologética. Por ello, promovió las actividades apologético-sociales de la rama femenina de la Unión Católica y promovió el pensamiento social católico en la diócesis. Sin embargo, no logró articular un diálogo entre el pensamiento social católico, vinculado al magisterio romano, con los problemas locales y el desarrollo del catolicismo social. La labor pública de las mujeres de la UC, les permitió asumir roles dentro de la Iglesia como la formación catequética y representar a la Iglesia en los sectores marginados de la ciudad. El trabajo asociativo de las mujeres católicas se dio en el marco de la aparición de nuevos valores como la familia, la maternidad y la educación en la fe, en la que ellas tenían un papel central. Su catolicidad fortalecía sus roles sociales y culturales, valorados también por la modernidad. De igual manera, la Sociedad San Vicente de Paul de señoras fue un espacio para la actividad caritativa de mujeres de la élite arequipeña. Incluso, los directores de la SSC desarrollaron reflexiones teológicas sobre la acción caritativa, donde el pobre era imagen del mismo Cristo, y conderaron la exhibición y el lujo de sectores de la elite desinteresadas de la cuestión social. Estas intuiciones hablan del compromiso laical y religioso por responder teológica y públicamente a los cambios vividos en la ciudad en el periodo estudiado. Otra sociedad importante fue el Círculo de Obreros Católicos, también iniciativa Arequipeña, cuyo objetivo era “cristianizar” al obrero y el mundo del trabajo, mediante actividades y espacios de recreación. En la primera etapa (1896-1915), la construcción de la cultura católica obrera constituyó una de las finalidades más importantes del Círculo. La cultura católica obrera se moldeó, como afirma Cubas, mediante la formación sobre temas religiosos y sobre la situación obrera en el Perú y el mundo. Se fortaleció, a nivel moral, la formación cívica en virtudes familiares y públicas, el rechazo al alcoholismo y la crítica a las ideologías seculares (2011, p. 173). Las conferencias públicas dadas entre 1899 y 1914 dan muestra del interés del Círculo de fomentar la formación de un obrero católico, en el lenguaje de la época, “regenerado” por virtudes religiosas y cívicas. Al servicio del trabajo, fiel a la Iglesia, y patriota, al 120 conservar el orden social. Esta cultura católica no se contradecía con el reconocimiento de la modernidad técnica ni sus beneficios para la vida humana. La segunda etapa (1915-1930) se abre con el clímax del movimiento obrero en Arequipa y la marcha para rechazar los nuevos impuestos a los salarios. Sin embargo, también, es la etapa de declive del movimiento obrero y del propio Círculo de Obreros Católicos, especialmente a lo largo de la segunda mitad de 1920. La preocupación de esta etapa se concentra en la consolidación de un obrero católico orientado a la construcción de un orden social cristiano. Este proyecto político y teológico corresponde a los avances en la reflexión del pensamiento social cristiano en Europa. Se trataba de instaurar una nueva civilización cristiana en la sociedad para lograr el orden y la paz. Las conferencias identificadas entre 1915 y 1921 dan cuenta de este cambio ideológico. El franciscano recoletano Francisco Cabré fue el promotor de esta consciencia teológico-pastoral, formada en la Acción Popular de trabajadores liderada por jesuitas en Barcelona. Cabré tuvo una actitud crítica de los contextos de desigualdad socio-económico de Arequipa, no sin ambigüedades, y abierta a las innovaciones técnicas, siempre que sirvan para la promoción de la fe. El ideal de una civilización católica fue asumido por la pastoral de nueva cristiandad de la Acción Católica, que mediante el apostolado laical buscó crear las condiciones para un orden católico en la sociedad. La aparición de nuevos actores políticos a inicios del siglo XX en Arequipa significó un reto para el catolicismo. Protestante, pero especialmente los liberales de la primera década del siglo XX, lograron articular proyectos políticos entre los sectores profesionales de la universidad local y los obreros de la ciudad. Con las nuevas ideas políticas como el anarquismo y el socialismo, lograron crear un liberalismo regional interesante que merece un estudio más detallado. Incluso, un sector del protestantismo se vinculó al liberalismo social-obrero con la conversión de Eduardo Forga en 1904. De esta manera, el catolicismo se vio en la necesidad de responder a la situación local. Sin embargo, la fuerza de los nuevos grupos liberales logró que el obispo Manuel Ballón renunciase por negarse a dejar disponibles el palacio del Buen retiro para recibir enfermos de peste. Era el signo de un nuevo tiempo político para Arequipa. La clásica respuesta apologética fue la principal manera de enfrentar el reto mediante la descalificalificación y la condena, así como el aseguramiento de la práctica del catolicismo entre los sectores populares a través de las devociones y rituales católicos. 121 De esta manera, el catolicismo buscó asegurar la publicidad y continuidad como actor en la vida urbana de Arequipa. Durante los años estudiados se forjó una cultura política católica entre los laicos. Esta cultura política católica y regional se constituyó en el espacio público, como se ha mencionado, y en la apropiación del laicado del discurso teológico-político del nuevo catolicismo. El caso de Lorenzo Montoya es un buen ejemplo de laico católico militante. Fue miembro de la Unión Católica, presidente del Centro de Acción Católica y de la Junta Departamental del Partido Católico de Arequipa. Era consciente de su pertenencia a la Iglesia católica, de la que se describía como soldado del apostolado laico, pues reconocía su trabajo como parte integrante de la misión de toda la Iglesia católica. De esta manera, el compromiso político y público de Montoya era el paradigma de una generación de católicos laicos que se habían apropiado del nuevo catolicismo. Como él, muchos otros destacados laicos y laicas desarrollaron una consciencia de pertenencia, no solo institucional, sino mística con la Iglesia, de la que eran enviados – “apóstoles” y “soldados” – para la misión de “renovar todo en Cristo”, como pedía Pio X. Sin cuestionar la jerarquía eclesial, participaron activamente del resurgimiento intelectual, público, devocional y apologético del catolicismo. Estos laicos incorporaron al nuevo catolicismo decimonónico, las preocupaciones regionales como el problema de la descentralización y la crítica al sostenido régimen liberal y centralista de Lima en el periodo estudiado. Los estatutos del Partido Católico daban muestra de este proceso de negociación de la identidad católica y arequipeña, pues se reclamaba la necesidad de incorporar las demandas regionales y desterrar el dañino proceso de centralización. La acción católica del laicado arequipeño, también, fue central en el proceso de “modernizar” la práctica pastoral de la Iglesia, que se entendía como la implantación de una civilización católica, en palabras de los prelados Huerta y Ballón, o de un “orden social cristiano”, en la reflexión de Cabré. La labor del laicado, como afirmaba Montoya, era que “reine Dios en el corazón del hombre”; es decir, hacer del catolicismo un elemento central en la configuración de la sociedad y la política. De esta manera, los laicos, a pesar de mantener un fuerte discurso apologético, estuvieron al frente del proceso de inserción en la política, de consolidación de la presencia pública moderna a través de la prensa y la asistencia caritativa, y de la atención teológica-pastoral de los grupos humanos surgidos en el proceso de inserción de Arequipa al comercio internacional. A pesar de no aceptar la pluralidad política y la diversidad de opiniones 122 en el espacio público, los católicos reconocieron que era necesario aceptar en la práctica la validez del régimen político democrático y republicano. Solo en ese reconocimiento era posible pensar una alternativa político-social católica para el país. La construcción de una alternativa católica a la modernización iniciada en el Perú con el proyecto de la República aristocrática, representa el intento católico de estar presente en el debate público y político. Esta alternativa católica se planteó, primero, como una civilización católica en la cual la Iglesia era la institución regeneradora del orden estatal y la moralidad social. Hacia finales del periodo civilista, el catolicismo social hizo posible pensar un orden social cristiano, donde los católicos de todos los sectores sociales contribuyesen a fortalecer la catolicidad de todo el sistema político y social. De esta manera, la sociedad y la política se regirían por principios organizadores católicos y la Iglesia garantizaría, con ello, el orden, la estabilidad y la paz. Este proyecto moderno tomaría forma en la pastoral de nueva cristiandad que legitimó el papado desde Pio XI, con la Quadragesimo anno de 1931, y se plasmaría en la práctica teológico-pastoral de la Acción Católica, fundada en el Perú en 1935. La investigación ha estudiado la recepción del nuevo catolicismo decimonónico y su adaptación-negociación en el contexto de modernización del país, desde una perspectiva regional. La identidad católica y regional se mantuvo como un elemento distintivo de la ciudad hasta más allá de la mitad del siglo XX. En la “Roma del Perú” surgieron las iniciativas asociativas más importantes del Perú: la Unión Católica en 1886 y el Círculo de Obreros Católicos en 1896. Se debatió desde inicios del siglo XX la noción teológico-pastoral de “acción católica” – desarrollada por Pio X en 1905. A nivel de la prensa, el periódico católico “El Deber”, dirigido por laicos y religiosos, fue un referente importante en Arequipa, la región sur andina y el país. La reflexión teológico-política y la pastoral realizada en Arequipa otorgó mucha vitalidad a la Iglesia en el espacio público. Incluso, cuando a inicios del siglo XX los liberales y algunos protestante articularon propuestas alternas, no lograron mitigar el activismo de los clérigos y los laicos, quienes mantuvieron firme la imagen de Arequipa como una ciudad católica, la “Roma del Perú”, hasta mediados del siglo XX. Si bien, los laicos y laicas militantes nunca fueron un grupo numeroso, la vitalidad del catolicismo se manifestó en la presencia de sectores de elite, clases medias y populares en el único proyecto de hacer visible y defender la fe católica en el espacio público. Sin embargo, la Acción Católica Peruana, fundada a mediados de la década de 1930, hizo perder protagonismo religioso a Arequipa como centro del movimiento católico peruano. El 123 proceso de pérdida de la iniciativa y vitalidad católicas de Arequipa, para dar lugar a Lima y, con ello, a un proceso de centralización al interior de la misma Iglesia católica, son temas pendientes de la investigación estudiado. El debilitamiento de las sociedades católicas apologéticas desde la década de 1920, la masificación y secularización de la política desde la década de 1930 y la fundación de la Acción Católica Peruana en 1935, parecen explicar parcialmente esta situación. De otro lado, se hace necesario un estudio amplio de la recepción del ultramontanismo y del catolicismo social en el episcopado arequipeño y nacional desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX. Un primer estudio de este proceso para la Iglesia limeña fue la tesis de licenciatura (2013). Los obispos Juan Ambrosio Huerta y Mariano Holguín constituyeron referentes importantes en el episcopado nacional y lideraron procesos de recepción de la teología política pontificia en el magisterio episcopal arequipeño que debe ser estudiado. Además, la trayectoria episcopal de monseñor Holguín merece una investigación más a fondo. De igual manera, un estudio sobre el pensamiento social de Francisco Cabré y su ejercicio pastoral, en las décadas siguientes merece un estudio. Con todas estas tareas por delante, la investigación de la tesis intenta responder desde una mirada regional al proceso de resurgimiento católico, su adaptación y negociación en el contexto de modernización nacional y a la formación de una cultura política católica del laicado arequipeño. 124 Fuentes y bibliografía Archivos y bibliotecas Archivo Arzobispal de Arequipa (AAA) Catedral y Cabildo Eclesiástico. Actas Capitulares 1867 Curia diocesana. Correspondencia: 1856-1868 Archivo Arzobispal de Lima (AAL) Notas del Supremo Gobierno (NSG) Archivo del Cabildo Metropolitano de Lima (ACML) Acuerdos Capitulares. Libro 21: 1855-1860. Archivo y Biblioteca del Convento de La Recoleta (Arequipa) Biblioteca de la Facultad de Ciencias Histórico-Sociales (Universidad Nacional San Agustín – Arequipa) Biblioteca del Instituto Riva-Agüero (Pontificia Universidad Católica del Perú) Biblioteca P. Felipe MacGregor, S.J. (Universidad Antonio Ruiz de Montoya) Colección P. Rubén Vargas Ugarte, S.J. 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