FACULTAD DE LETRAS Y CIENCIAS HUMANAS LOS ÚLTIMOS DEFENSORES DEL REY EN EL PERÚ. RAMÓN RODIL Y LAS ÉLITES LIMEÑAS EN LIMA Y CALLAO DURANTE LAS GUERRAS DE INDEPENDENCIA (1824-1826) Tesis para optar el título de Licenciado en Historia que presenta el Bachiller CHRISTOPHER GIANMARCO CORNELIO ESPINOZA ASESORA: DRA. CRISTINA MAZZEO LIMA, OCTUBRE DE 2015 RESUMEN Esta tesis estudia el impacto que tuvieron las guerras de independencia en el Perú a partir del análisis del reducto español que se formó en los castillos del Real Felipe entre diciembre de 1824 y enero de 1826. Se incide en los dos protagonistas de este episodio: el oficial expedicionario José Ramón Rodil y la élite limeña refugiada en dicha fortaleza. Esta investigación sostiene que el efecto que generó la guerra tanto en los militares expedicionarios como en la élite limeña fue determinante para que se organizara un núcleo de resistencia después de la Capitulación de Ayacucho (1824). Asimismo, se propone que, para estudiar la resistencia realista en el Callao, no se debe soslayar lo ocurrido durante el restablecimiento del gobierno español en Lima en 1824, pues esto permitió que, por un lado, Rodil consolidara su prestigio como militar y, que, por otro lado, la élite limeña volviera a confiar en la superioridad de las armas realistas. Por último, a partir de documentación inédita, se explica las razones por las que estos se atrincheraron en el Callao y las estrategias que empleó Rodil para mantener a sus tropas, y se brinda una nueva mirada sobre la estadía de la población civil al interior de los Castillos. 1 ÍNDICE DE CONTENIDOS Introducción 4 Capítulo 1: Solos contra el continente. Los oficiales expedicionarios durante las guerras de independencia en el Perú (1816-1823) 20 1.1 Las Guerras Napoleónicas en España y la formación de una nueva oficialidad peninsular 23 1.2 Nuevos escenarios de guerra: la llegada de la oficialidad peninsular al virreinato del Perú 30 1.3 Entre victorias, ascensos y discrepancias: los expedicionarios en la última etapa de la guerra 42 Capítulo 2: Élites, guerra e independencia en Lima (1820-1824) 56 2.1 Lima en guerra. La élite limeña entre el rechazo y la aceptación de la independencia 57 2.2 La tragedia de la guerra: el drama de la élite limeña 66 2.3 El fin del gobierno independiente: la deserción de la élite limeña 79 Capítulo 3: De nuevo en la “Muy noble, insigne y muy leal ciudad de los Reyes”. El gobierno español en Lima (1824) 92 3.1 La trampa y el refugio: Lima y el Real Felipe del Callao durante las guerras de independencia 93 3.2 ¿De nuevo en la trampa? Lima en la estrategia militar realista 105 3.3 Un nuevo orden (re)instalado en Lima 112 Capítulo 4: ¿Sin alternativa? La última resistencia en el Real Felipe (1824-1826) 122 4.1 La esperanza de los refuerzos de España: el Real Felipe y otros reductos realistas en América 125 4.2 Los defensores y los refugiados civiles en el Real Felipe del Callao 132 4.3 ¿Una ayuda inesperada? Hambre, muerte y enfermedad durante el sitio de los Castillos del Callao 140 Conclusiones 152 Bibliografía 158 2 LISTA DE CUADROS Cuadro 1. Grados de los militares expedicionarios en el Perú 49 Cuadro 2. Miembros del Ayuntamiento Constitucional de Lima, 1820-1821 59 Cuadro 3. Emigrados españoles y criollos, 1821-1823 77 Cuadro 4. Gastos de la Caja Real de Lima (1824) 106 Cuadro 5. Miembros del Ayuntamiento de Lima (marzo – octubre 1824) 113 Cuadro 6. Auxilios al Ejército del Norte en Huancayo (1824) 121 Cuadro 7. Gastos de la Caja Real de Lima en el Real Felipe (1825) 133 Cuadro 8. Refugiados en el Real Felipe del Callao (1825) 149 Cuadro 9. Dinero entregado a los refugiados en el Real Felipe del Callao (1825) 142 3 La guerra no es un pasatiempo ni una simple pasión por la audacia y la victoria, ni es su efecto un entusiasmo sin límites; es un medio serio para lograr un propósito serio. Karl Von Clausewitz. De la guerra. 4 INTRODUCCIÓN En febrero de 1821, el escocés Basil Hall (1783-1844), oficial de la marina inglesa, arribó al Callao, el puerto más importante del virreinato del Perú. Su llegada coincidió con el momento más crítico por el que pasaba Lima desde su fundación: estaba cercada por la Expedición Libertadora. Eran circunstancias nuevas para sus habitantes, ya que […] Lima había sido exceptuada de los sufrimientos de los países que la rodeaban. En verdad, había habido guerras de carácter revolucionario en el interior del Perú, pero su efecto desolador no había llegado hasta ahora a la capital, cuyos habitantes continuaron en su acostumbrada manera de lijo espléndido en quietud y seguridad disipadas, hasta que vino el enemigo y llamó «a las puertas de plata de la ciudad de los reyes […]1 La situación no mejoró al año siguiente. Gilbert Mathison, otro viajero inglés que se encontraba en la ciudad, contó que el ambiente en Lima había cambiado por completo: “La existencia fácil, pacífica y lujosa que la gente había llevado bajo los virreyes españoles era ahora contrastado con el bullicioso, inestable y opresivo orden de cosas establecido por un autócrata militar [San Martín], mientras diariamente se hacían preparativos de guerra…”2. Lo mismo observó Rene P. Lesson, explorador y naturalista francés, que, en su paso por Lima, la encontró trastornada por la guerra civil: “Los habitantes incomodados, molestados, ocultaban celosamente sus riquezas. Los conventos, aunque protegidos por una creencia religiosa exclusiva, se despojaban de las estatuas de oro de los santos o de la plata maciza, que eran adorno de sus altares. Esta ciudad, en una palabra, no era ya sino la sombra de sí misma; y su antiguo esplendor, bajo varios virreyes castellanos, se había oscurecido grandemente”3. Estas apreciaciones confirman que la forma de vida de los habitantes de Lima sufrió un cambio radical. Ese es uno de los tantos efectos que la guerra puede causar. Ella no se limita a la organización de ejércitos, al desarrollo de batallas o al empleo de estrategias militares. Para el análisis histórico, la definición que se puede tener de ella– 1 Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 1, 1971, p. 203 2 Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 1, 1971, p. 293 3 Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, p. 343 5 entendida como el enfrentamiento o choque violento entre dos entidades diferentes4- no funciona. En su célebre tratado De la guerra, Karl Von Clausewitz (1780-1831), militar prusiano y uno de los teóricos militares más influyentes hasta la actualidad, presentó una definición compleja de la guerra. Al principio, la concibió como una suerte de duelo entre dos luchadores en una escala amplia, en el que cada uno trata de imponer su voluntad sobre el otro a través de la fuerza física5. Sin embargo, cuando los adversarios son comunidades o naciones civilizadas, la guerra se manifiesta como un arma política. Esta relación entre guerra y política –comprendida como la razón personificada del Estado- es clave para entender la teoría militar de Clausewitz. Para el autor, lo fue también para comprender la transformación de la guerra europea durante la década de 17906. En esa época, varios estrategas militares se preguntaron cómo fue posible que los mejores ejércitos del continente hayan sido derrotados por los revolucionarios franceses. Fue una sorpresa que un hecho así sucediese, por lo que concluyeron que el principal culpable era el arte de la guerra. En cambio, algunos pensadores atribuyeron que estos desastres fueron causados por la influencia perjudicial que había ejercido la política en la guerra durante siglos; otros, por su parte, creyeron que se debió a la política particular de Austria, Prusia e Inglaterra. En realidad, de acuerdo a lo que observó Clausewitz, la respuesta a la consternación provocada por la Revolución francesa no estaba en los nuevos alcances de los franceses en materia militar sino en los cambios estructurales que introdujeron en el ámbito político. Concluyó que la Revolución triunfó porque la política que emplearon los gobiernos que la enfrentaron fue la equivocada. Dado que la política había sufrido cambios, era evidente que lo mismo sucedería con la forma de hacer la guerra7. Ciertamente, la Revolución francesa fue un acontecimiento que alteró la historia del mundo occidental. Entre los diferentes cambios que trajo, tanto a nivel político, social y cultural, destaca la transformación de la guerra. Si antes los ejércitos europeos se apoyaron en un cuerpo de oficiales profesionales, pero exclusivamente aristocrático, tras la Revolución, el nuevo ejército que surgió en Francia estuvo conformado por tropas voluntarias reclutadas de las milicias ciudadanas y de la leva en masa. La oficialidad que dirigió esta tropa también era nueva, y su promoción no estuvo 4 Para ver sobre las definiciones que se han planteado sobre la guerra, ver Freedman, 1994, pp. 69-70 5 Clausewitz, 2006, p. 19 6 Clausewitz, 2006, p. 191 7 Clausewitz, 2006, p. 192 6 determinada por su condición social sino por la veteranía y el talento. Para el verano de 1794, el ejército revolucionario contó con aproximadamente un millón de personas8. De esta forma, el ideal de la nación en armas, que lucharía no por el monarca sino por la patria, se volvió realidad. En España, poco se hizo para adaptar estas nuevas formas de hacer la guerra. En realidad, las reformas militares de los Borbones se concentraron más en atender la política interna que en reforzar su ejército ante la amenaza externa9. Esto se vio con mayor intensidad en las reformas militares aplicadas en América en las últimas décadas del siglo XVIII, cuyo objetivo fue garantizar la seguridad de los territorios americanos y asegurar el cumplimiento de la política imperial de los Borbones en el continente. Este panorama sufrió varios cambios cuando los ejércitos napoleónicos –sucesores de las tropas revolucionarias- invadieron la Península. En ese contexto, los ejércitos y milicias borbónicos cumplieron un rol fundamental tanto en la defensa de los intereses de la monarquía española como en la construcción de los estados nacionales en América. La transformación de la institución militar en Hispanoamérica durante las revoluciones hispánicas –de un ejército al servicio de la Corona española a uno de carácter nacional conformado por ciudadanos armados- ha sido ampliamente investigada por los historiadores10. Sin embargo, para el virreinato del Perú, uno de las más importantes posesiones de España en Ultramar, poco se ha trabajado sobre el tema. Aunque en los últimos años, la historiografía sobre el proceso de independencia en el Perú se ha centrado en la cultura política11, los aspectos económicos12, el rol de los diferentes sectores sociales13, la respuesta del gobierno virreinal y de la Metrópoli frente a la insurgencia14, entre otros15, en el campo militar los aportes no han sido tan notables. 8 Lynn, 2005, pp. 201-202 9 Jensen, 2007, p. 16. 10 Para una aproximación reciente al tema, ver, por ejemplo, el volumen coordinado por Juan Ortiz Escanilla, Fuerzas Militares en Iberoamérica, siglos XVIII y XIX, que reúne 23 trabajos sobre el rol de las fuerzas armadas en la conformación de los estados nacionales en los territorios de la monarquía hispana (2005). Sorprende que haya más de 10 trabajos sobre Nueva España (México) y ninguno sobre Perú. 11 Peralta, 2014, 2011 y 2010; Mc Evoy, 2011 12 Contreras, 2011; Mazzeo, 2012; De Haro, 2014 13 Cosamalón 2012; Novoa, 2012; Rizo Patrón 2012; Orrego, Aljovín y López Soria, 2009 14 O’Phelan y Lomné, 2013; Martínez Riaza, 2014 15 Para ver un panorama amplio sobre la producción historiográfica en torno al proceso emancipatorio, ver Contreras 2008 7 No se cuenta con un estudio sistemático acerca de los cambios y continuidades que heredó el ejército nacional de las milicias de la monarquía del siglo XVIII16. Entre las pocas excepciones, está la investigación de Susy Sánchez sobre el papel de las milicias de Arequipa y Trujillo en la construcción de las diferencias regionales entre 1780 y 181517. La principal pregunta de la autora es cómo fue que las milicias coloniales –consideradas de poco valor para el gobierno metropolitano- ante la crisis del régimen español y debilidad del nuevo gobierno republicano, se convirtieron, luego de las guerras de independencia, en la única estructura de ascenso al poder político. A través del análisis de las milicias en Arequipa y Trujillo, observa que sus diferencias regionales estuvieron vinculadas a la aplicación del proyecto militar de los Borbones durante la segunda mitad del XVIII y a la crisis imperial de inicios del XIX. Asimismo, el estudio de la institución militar le permite responder por qué en el norte los cuerpos milicianos se convirtieron en el baluarte de la nación, mientras que el sur estuvo comprometida con la causa realista18. Por su parte, Natalia Sobrevilla explora los discursos sobre las milicias desde fines del XVIII hasta las guerras de independencia del Perú. Su interés está en cómo y cuándo la condición que tuvieron como vasallos del rey cambió por el de ciudadanos de una patria19. Si bien encuentra que hubo continuidades en cuanto a prácticas militares, también señala que se dieron importantes cambios en la relación de las milicias con aquellos que los convocaban. El contexto gaditano fue trascendental para esto último, pues inauguró una serie de términos en el lenguaje político que se mantuvo incluso después del retornó el absolutismo. La autora cree que esto explica la posterior intervención de los militares en la arena política tanto en España como en América. Las Reformas borbónicas y el contexto de las crisis hispánicas configuraron el aparato militar que luego heredó la República peruana. De igual forma, la presencia de oficiales expedicionarios –veteranos de las guerras napoleónicas que fueron enviados por Fernando VII en la década de 1810 para acabar con la semilla insurgente- constituyó un factor fundamental en la transformación de la institución militar y en la forma cómo 16 Todavía se sigue relacionando el tema militar con la narración de campañas y batallas. Un claro ejemplo de ello es la Historia Militar del Ejército del Perú (1984). 17 Sánchez, 2011 18 A partir de esta propuesta, Silvia Escanilla analiza las transformaciones políticas y militares provocadas por las reformas borbónicas y la presencia del ejército libertador a partir del caso de Huacho, situado al norte de la capital (2014). 19 Sobrevilla, 2012 8 se desarrolló la guerra en el Virreinato. En 1990, Julio Albi, en la introducción de su libro Banderas olvidadas: el ejército realista en América, señaló que no había interés en estudiar a los realistas por considerarlos un ejército maldito, condición reservada para casi todos los derrotados; menos entusiasmo había entre los españoles, para quienes significó la historia de un fracaso20. Por ello, Albi se planteó el objetivo de dar a conocer la “larga lucha que mantuvieron españoles y americanos para defender la soberanía de España sobre las posesiones de Ultramar”. Esa misma línea la siguieron, dos años después, José Semprún y Alfonso Bullón, que narraron las campañas militares del ejército español en el continente americano21. Más de veinte años después, el panorama ha cambiado sustancialmente. De manera específica, para el Perú, Julio Luqui Lagleyze, a partir del análisis del fondo de Guerra y Marina del Archivo General de la Nación (AGN), fojas de servicios, listas de revista de comisario y mucho más, reconstruyó al Ejército Real del Perú que luchó en el Alto Perú, Lima y el interior del virreinato del Perú, y Chile22. La información que recopiló es inédita, pues gracias a ella se puede saber, entre otros temas, la procedencia geográfica, calidad social, edad y estado civil de la oficialidad realista; la conformación y destino de las unidades expedicionarias, veteranas y milicianas que se enfrentaron a las fuerzas insurrectas; o en qué consistió el armamento, equipo y vestuario del ejército realista. Pese a esto, no lo utiliza al momento de analizar el desarrollo de la guerra en el Perú, ya que, al igual que Albi, Semprún y Bullón, solo narra las campañas del ejército realista entre 1810 y 1826. No se pregunta, por ejemplo, en qué medida la llegada de tropas expedicionarios alteró la composición de la oficialidad o por qué los dirigentes del ejército realista fueron españoles y no americanos durante la guerra. Esta novedosa publicación se complementa con los trabajos de Cristina Mazzeo sobre la oficialidad realista durante las guerras de independencia. Por un lado, explora que la actitud triunfalista originada en el seno del ejército realista creó una falsa idea de la realidad entre los americanos. En ese sentido, se entiende el apoyo de los locales a los españoles. Sin embargo, la autora precisa que esta actitud cambió a medida que el conflicto empeoró23. Por otro lado, a través del uso de cartas intercambiadas entre los generales españoles y el intendente de Arequipa, Juan Bautista de Lavalle, demuestra 20 Albi, 1990, p. 15 21 Semprún y Bullón, 1992 22 Lagleyze, 2005 23 Mazzeo, 2000 9 que los conflictos al interior de la oficialidad jugaron a favor del triunfo final de los independentistas24. Para la autora, más allá de las discrepancias ideológicas entre estos militares, sus diferencias se debieron a razones prácticas: enfrentamientos personales, desacuerdo en el empleo de estrategias militares y deseo de alcanzar protagonismo en la guerra25. Las relaciones entre la élite criolla y la oficialidad península son un tópico recurrente en los trabajos de Mazzeo. Plantea que ambos tuvieron vínculos de poder muy fuertes, ya que la supervivencia del primero dependió del éxito del segundo. Una forma de asegurarlo fue a través de la financiación de la guerra por parte del Consulado del Comercio, tema al que dedica otra investigación26. El mismo interés lo comparte Patricia Marks, quien se centra en la alianza que establecieron la oficialidad peninsular y la élite comercial para oponerse a la política del virrey Joaquín de la Pezuela (1816- 1821)27. La autora cuenta cómo es que se dio este acercamiento entre ambos grupos y que el factor que los unió fue la actitud del virrey frente a la presencia extranjera en el Pacífico. Bajo esa mirada, propone que el pronunciamiento de Aznapuquio no solo obedeció a la ambición de los oficiales españoles y a su insatisfacción por la estrategia militar de Pezuela, sino también al interés del Tribunal del Consulado, que se opuso a la implementación del libre comercio con Inglaterra. En ese sentido, la presente investigación pretende ser una contribución a esas líneas de trabajo a partir del análisis de un episodio histórico: el sitio del Callao (1824- 1826). Fue uno de los tantos reductos españoles que se formaron en Hispanoamérica. Tras la derrota realista en la batalla de Ayacucho y la firma de la Capitulación de Ayacucho (1824), que sellaron la independencia en el Perú, Ramón Rodil -oficial expedicionario de origen gallego que había llegado al Perú en 1816- se negó a reconocer que el régimen español había llegado a su fin, y se encerró en el Real Felipe con su tropa y varios civiles, que en su mayoría pertenecieron a la élite limeña, desde diciembre de 1824 hasta enero de 1826. Luego de trece meses de bloqueo en el que defensores y refugiados sufrieron más por el hambre y las enfermedades que por las acciones del ejército sitiador, Rodil decidió capitular. 24 Mazzeo, 2009 25 Esa misma conclusión propone De la Puente Brunke 2012 26 Mazzeo, 2012 27 Marks, 2007 10 La historia que se escribirá en las siguientes líneas no narrará las principales operaciones militares que realizaron el ejército sitiador y los defensores del Callao; tampoco se calificará si la resistencia de Rodil fue estéril o no; menos aún se contará el día a día de los refugiados en el Real Felipe. Por el contrario, el principal objetivo será determinar por qué se formó un último núcleo de resistencia en el Callao. Se verá que este hecho respondió a una serie de razones que tuvieron que ver con los cambios que introdujeron los oficiales expedicionarios en las guerras de independencias en el Perú, con el protagonismo y discrepancias al interior de la oficialidad peninsular y con el impacto que tuvo la guerra en la élite limeña. Todo esto servirá para entender que la ocupación de Lima –principal sede del gobierno virreinal en el Perú- por la Expedición Libertadora (1821) no significó un serio golpe a la causa realista; que el ejército realista estuvo cerca de obtener un triunfo definitivo y expulsar a las tropas colombianas de Simón Bolívar en 1824; y por qué los miembros más representativos de la élite limeña, que habían formado parte del gobierno republicano, volvieron a abrazar la causa fidelista en el último año de la guerra. Estas marchas y contramarchas del proceso emancipatorio en el Perú son variables importantes para comprender los motivos por los cuales Ramón Rodil y varios miembros de la élite limeña se atrincheraron en el Real Felipe Son pocos los trabajos sobre el sitio del Real Felipe del Callao. En la mayoría de estudios, Rodil ha quedado como el principal protagonista de este hecho. Sin embargo, sus motivaciones para quedarse tanto tiempo en la referida fortaleza no son claras, pues la historiografía peruana ha preferido ser juez de sus actos. Así, bien se ha elogiado su resistencia, criticado su defensa innecesaria y trágica o se lo ha definido como un militar terco y fiel al lejano rey hasta las últimas consecuencias. Mariano Felipe Paz Soldán consideró que esta resistencia fue una vergüenza para España, además de infructuosa y estéril. Calificó a Rodil como una persona sin escrúpulos, terca y orgullosa que se negó aceptar la derrota española en Ayacucho28. Señaló que este militar solo se rindió porque las condiciones en las que se encontraban eran lamentables. En síntesis, fue un personaje sin escrúpulos, ya que tuvo que derramarse mucha sangre para probar su firmeza, valor y fidelidad. 28 Paz Soldán, 1919, vol. 2, pp. 100-121 11 Por su parte, Manuel de Mendiburu lo describió como alguien “frío y artificioso denuedo, daba espantosas muestras de su indolencia e inhumanidad que se aumentaban conforme progresaba el infortunio, la agonía y desesperación [del sitio]”29. Por ello, señaló que el sitio del Callao solo representó la terca ambición de un español que soñaba con la falsa gloria, y no fue, en ningún sentido, prueba de bravura ni de patriotismo y menos de saber militar30. De la misma forma, Rubén Vargas Ugarte, al analizar la memoria de Rodil, concluyó que fue un personaje obsesivo, megalómano, y arrogante que menospreció el esfuerzo de las fuerzas sitiadoras y exigió a aquellos que lo acompañaban. En su Historia General del Perú, repitió los mismos adjetivos y apuntó que Rodil mantuvo la ilusión entre los refugiados de que todavía podía obtenerse una reacción a favor de la presencia española en América31. Agregó, además, que el español no se había distinguido por alguna acción favorable y que solo adquirió cierto protagonismo al estar al mando de las fortalezas. Finalmente, comentó que su memoria reflejó no solo su arrogancia sino una especie de obsesión, característica de un cerebro debilitado por las peripecias del sitio. A diferencia de estos historiadores, Nemesio Vargas, en su obra Historia del Perú Independiente, es más flexible con Rodil, ya que piensa que el gallego cumplió con su deber de mantener su posición hasta los últimos momentos. Sin embargo, criticó la crueldad con la que Rodil trató a los refugiados en el Callao. Por todo esto, lo describió así: Como soldado, al frente de una plaza sitiada, hay que elogiarle por haber luchado y sufrido por su patria hasta un extremo que muy pocos habrían podido soportar. Como hombre, encargado de velar por la vida y conservación de sus compatriotas, hay que criticarle acerbamente, por el sistema cruel y temerario que implantó durante las operaciones, tratando a cuantos le rodeaban con injustificado rigor…32 Esta mirada fue reforzada por la nota preliminar de la Memoria del Sitio del Callao de Ramón Rodil, escrita por Vicente Rodríguez Casado y Guillermo Lohmann Villena y publicada en 1955. Señalaron, con mucha razón, que su figura ha sido 29 Mendiburu, 1934, tomo IX, p. 454 30 Mendiburu, 1934, tomo IX, p. 455 31 Vargas Ugarte, 1966, p. 320 32 Vargas, 1908, vol. 3, p. 27 12 eclipsada por las visiones siniestras que se escribieron sobre él33. Ante ello, presentaron testimonios, provenientes de la memoria, que demostraban que Rodil tuvo tratos amables con los oficiales enemigos, como el almirante Manuel Blanco Encalada y el general Bartolomé Salom34. Al preguntarse acerca de su desobediencia a lo estipulado en la Capitulación de Ayacucho, los autores lo asocian a su carácter enterizo y a su inquebrantable lealtad35. También indicaron que no hay razón para calificarlo como terco, ya que, por su edad y por los recuerdos de las gestas en su juventud, tenía sinceras esperanzas de que sería auxiliado por España36. En esa misma línea, José De la Puente Candamo resaltó que la actuación de Rodil “no es solamente [la] romántica afirmación de un hombre que reconoce entre sus valores centrales la fidelidad al monarca”37, sino que se apoyó en un proyecto de auxilio militar proveniente de España. Por esa razón, cuando se enteró que los esfuerzos nunca llegarían y, por ende, al no tener ninguna posibilidad de victoria, su defensa se convierte en un acto de gallardía. Para el historiador, la hazaña del gallego fue admirable por la fidelidad a sus principios y a su monarca, una fidelidad empecina y terca, sí, pero fidelidad a fin de cuentas38. Uno de los estudios que mejor ha comprendido la última defensa en el Real Felipe es el de Delfina Fernández. Aunque para la historiadora, Rodil fue el personaje más visible de la resistencia en el virreinato del Perú, y que se mantuvo por honor más que por esperanza, no se enfoca solo en el sitio del Callao sino que analiza lo que sucedió previamente en Lima, cuando los españoles ocuparon la ciudad y Rodil fue nombrado gobernador del Callao. A diferencia de Mendiburu, que acusó al militar de comportarse como terrorista durante ese período, la autora observa cómo Rodil, desde su posición, apoyó al ejército de Canterac. Fernández difiere de otros autores que creyeron que Rodil se quedó en el Callao por cuestiones personales, y asume que la actitud del gallego correspondió a su deber como oficial del monarca español, cuyo objetivo era resistir hasta que la situación le permitiese. Sin embargo, pese a lo novedoso de su estudio, el hecho de basarse en la memoria de Rodil para gran parte de su análisis y asumir como verdad lo dicho por el gallego debilitan su propuesta. Como 33 Rodil, 1955, p. XIV 34 Rodil, 1955, p. XV 35 Rodil, 1955, p. XVI 36 Rodil, 1955, p. XVII 37 De la Puente, 1993, vol. 6, p. 421 38 De la Puente, 1993, vol. 6, p. 427 13 se verá en esta investigación, la situación que ilustró Rodil no siempre fue cercana a la realidad. En los últimos años han aparecido dos artículos que intentan dar una visión renovada al sitio del Callao. Por un lado, Christian Rodríguez se aproxima al tema a través de un estado de la cuestión en el que no solo incluye a la historiografía sino también memorias militares, diarios y manifiestos personales que han tocado este hecho39. No obstante, resumir cada fuente cansa al lector por la cantidad de información que presenta; tampoco explica por qué incluye la sublevación del Callao –sucedido en febrero de 1824- dentro de su recuento bibliográfico o en qué medida conocer esto ayuda a entender la organización del reducto en el Real Felipe en diciembre de ese año. Pese a ello, brinda nuevos títulos y fuentes a los investigadores interesados en estudiar este acontecimiento. Por otro lado, Jorge Luis Castro se pregunta sobre las razones por las que Rodil decidió quedarse en el Callao hasta las últimas consecuencias40. Propone que esta resistencia no fue parte de un capricho de este militar sino que hubo posibilidades reales para recibir auxilios desde España. De acuerdo con Castro, desde setiembre de 1825, cuando se perdió esta oportunidad –no señala cómo llega a esa conclusión-, Rodil se mantuvo en el Real Felipe hasta enero de 1826 para cumplir con su honor. Esto último, sin embargo, es difícil de comprobar, pues la única fuente que puede dar pistas al respecto es la memoria de Rodil. Un tema más interesante es la tragedia por la que pasó la población refugiada y las alternativas que tuvo para sobrevivir durante el sitio, aunque Castro solo menciona un par de casos y no indica cuál es la relación con su interrogante inicial. Un aspecto que adolecen todas estas investigaciones es la poca atención hacia los refugiados civiles que se encontraban en el Real Felipe al momento del sitio. Las únicas excepciones son Jorge Basadre, Timothy Anna y Paul Rizo Patrón. Estos autores se han centrado en un sector específico: la élite limeña. El primero, considerado uno de los intelectuales más importantes del siglo XX y llamado el “historiador de la República”, marcó la pauta inicial41. Para explicar cómo esta élite acabó en el Real Felipe, retrocedió hasta la sublevación de la guarnición en los castillos del Callao para 39 Rodríguez, 2013 40 Castro, 2013 41 Basadre, 2005 14 saber si es que Bernardo de Tagle y Portocarrero –presidente de la República y ex marqués de Torre Tagle- y Juan de Berindoaga –ministro de Estado y antiguo vizconde de San Donas- fueron cómplices de los amotinados. Luego, se preguntó sobre cómo interpretar que estos hombres –al igual que muchos otros notables- aceptaran el asilo que les ofrecieron los oficiales españoles cuando ocuparon de manera definitiva Lima en marzo de 1824 y, ocho meses después, se refugiaran con Rodil en el Callao. La respuesta a estas situaciones es compleja: fue el instinto de conservación, recelo y dudas por parte de la élite limeña ante el poder que fueron adquiriendo Bolívar y los colombianos; consideraron a estos últimos como “extranjeros” y a los españoles como sus “compatriotas”; sufrió miserias y privaciones; se sintió alarmada y desconcertada frente a los trastornos políticos y militares. En suma, este sector de la sociedad se sintió desilusionada con la independencia. Ese argumento fue reforzado por el historiador canadiense Timothy Anna, que analizó la independencia del Perú desde la perspectiva de la caída del régimen realista en Lima42. Para él, la actitud que tuvo la élite limeña durante la guerra fue, en cierta medida, oportunista: serían leales al gobierno –sea español o independiente- que les garantizase la conservación de sus riquezas, prestigios social y poder político. En ese sentido, no había un verdadero compromiso de la élite con la independencia. La forma en que se desarrollaron los acontecimientos en la capital reforzó este sentimiento. El sitio del Callao ilustró que, en efecto, la élite limeña prefirió aferrarse a la permanencia del régimen español, por lo que “someter sus destinos y sus vidas al control de un fanático megalómano era preferible a vivir pacíficamente bajo el mando de Bolívar y su ejército colombiano”43. A estas mismas conclusiones llegó Paul Rizo Patrón, especialista en la nobleza titulada. En la amplia producción que tiene sobre este grupo social, comenta que, frente a la independencia, “por convicción, por tradición, conveniencia o por mera irresolución y temor a lo desconocido, la hizo debatirse en actuaciones ambiguas o ambivalentes”44. Incide, además, en la tragedia que sufrió esta élite desde que San Martín estableció el Protectorado (1821) hasta la llegada de Bolívar al Perú (1823). Uno de los episodios que demostró esto fue la emigración no solo al exterior del Perú sino también al Real Felipe, 42 Anna, 2003. 43 Anna, 2003, p. 310 44 Rizo Patrón, 2009, p. 207 15 que se dio hasta en tres ocasiones45. De estos, señala que la emigración al fines de 1824 se debió al temor de perder sus vidas a manos de Bolívar, que no los había perdonado por haberse pasado a las filas de los realistas. Sobre ese reacomodo del orden virreinal, que se dio en Lima en 1824, destaca las manifestaciones que hizo Torre Tagle en favor al restablecimiento de la autoridad española, y no las acepta como verídicas: las ve como producto de inventos y distorsiones de los agentes españoles para desprestigiar o liquidar cualquier tipo de liderazgo peruano46. El estudio de la élite peruana ha sido uno de los temas más recurrentes para explicar si la independencia fue un proceso concedido/concebido en el Perú47. En todo caso, abundan textos sobre el comportamiento de este grupo social desde la crisis hispánica hasta el establecimiento y gobierno del Protectorado (1808-1821). En cambio, poco se dice acerca de las consecuencias de la guerra en la élite limeña. Por esa razón, es necesario investigar más las consecuencias inmediatas de las persecuciones de Monteagudo en términos económicos y políticos48, quiénes y cuántos tuvieron que huir producto del fanatismo del tucumano durante los años 1821 y 182449, la relegación política de la élite limeña debido a la presencia de militares argentinos y colombianos, o por qué formó parte del gobierno español que se restableció en Lima en 1824. Lo mismo sucede con la relación de la élite con la oficialidad española, pues una pregunta que todavía queda pendiente es cómo fue posible que la última adquiriera mayor protagonismo y se convirtiera en la principal representante de la causa fidelista durante la última etapa de la guerra en el Perú50. Por todo lo dicho, esta investigación sostiene que el efecto que generó la guerra de independencia en los militares expedicionarios y la élite limeña fue determinante para que tuviera lugar el núcleo de resistencia en el Real Felipe del Callao desde diciembre de 1824. Por un lado, los oficiales expedicionarios se consolidaron como un nuevo grupo de poder gracias a la poca capacidad de la élite local por desenvolverse en 45 Rizo Patrón, 2001. 46 Rizo Patrón, 2012, p. 310 47 Anna, 2003; Bonilla, 2007; Fisher, 2000; Flores Galindo, 1991; Hamnett, 1978; Lynch, 2008; Mazzeo, 2009; Mc Evoy, 1999; Montoya, 2002; O’Phelan, 1987 y 2001; Orrego, Aljovín y López Soria, 2009; Peralta, 2010; De la Puente Candamo, 2013; Rizo Patrón 2000. 48 Contreras, 2012; Mazzeo, 2012; Quiroz 1993; 49 Rizo Patrón, 2001; Ruiz, 2006 50 Sobre esto, O’Phelan tiene un artículo que se pregunta por qué la élite peruana, representada en Riva Agüero y Torre Tagle, no pudo convertirse en líder del proceso emancipatorio. Entre las diversas respuestas que ensaya, precisa que no eran militares de carrera, lo cual fue una desventaja frente a los militares argentinos, chilenos y colombianos (2011). 16 el ámbito militar, y al ascenso de José de la Serna como nuevo virrey del Perú (1821- 1824). Esto permitió que, a mayor participación y éxito en operaciones militares, estos generales tuvieran mejores oportunidades para ascender en el escalafón militar; no obstante, también fomentó la competencia entre los mismos para lograr mayor protagonismo en el campo de batalla. Ese fue el caso de Ramón Rodil. Por otro lado, la guerra, desde que llegó a la capital en 1821, debilitó económica y políticamente a la élite limeña, además de acrecentar su temor hacia el desorden social. El hecho de que coincidiera con el tiempo que duró el gobierno independiente en Lima hizo que se la viera como la principal culpable de una situación por la que no habían pasado bajo el régimen español. Bajo ese contexto, una nueva oportunidad se presentó para Rodil y la élite limeña cuando la autoridad española se restableció en Lima en marzo de 1824. Perdonada por sus errores cometidos en el pasado e invitada a formar parte del nuevo gobierno, la élite recuperó la posición política y social que había perdido en beneficio de los militares argentinos y colombianos. Por su parte, Ramón Rodil, gracias a su efectividad como gobernador militar del Callao en asegurar el vecindario limeño, legitimó la ocupación realista en la ciudad y aprovechó sus triunfos para favorecer su prestigio como militar exitoso entre la élite limeña. Estos hechos fueron clave para que, posteriormente, dicho sector lo siguiera de manera voluntaria al Real Felipe cuando Lima fue ocupada por Bolívar. En definitiva, lo anterior cuestiona que el reducto del Callao fue un episodio que se debió solamente a la terquedad de un megalómano realista apoyado por un sector egoísta y temeroso de la sociedad, y que representó una romántica epopeya homérica. Esta tesis requiere de varias precisiones teóricas. Para empezar, cuando se habla de élite, se refiere a un grupo social heterogéneo conformada por nobles, comerciantes, funcionarios de la burocracia colonial, terratenientes, entre otros; es decir, todo aquel que ostentó un poder político y económico que lo diferenciaba de los demás sectores de la sociedad. La riqueza, entonces, no fue el único requisito para demostrar la pertenencia a este sector, aunque sí para mantener un estilo de vida. Rizo Patrón señala que el elemento étnico fue importante para definir las jerarquías en la sociedad colonial; ejercer un cargo político también fue significativo, pues brindó status y prestigio51. 51 Rizo Patrón, 1999, p. 18 17 Cabe apuntar que, al interior de este grupo, existieron diferencias en cuanto al poder económico y político que se manejó, y al status que se defendió. Esto no impidió ascensos sociales al interior de la élite. En síntesis, Rizo Patrón explica que la élite fue un grupo dinámico en que el poder y prestigio de sus miembros aumentaron gracias a las alianzas familiares que establecieron. Estos vínculos familiares dificultan definir a la élite por separado52. Por ese motivo, Rizo Patrón los agrupa en distintos círculos concéntricos, que mantienen relaciones dinámicas y se relacionan entre sí. Primero, se ubican, en la zona periférica, los sectores menos dinámicos o afortunados, desde funcionarios menores hasta miembros del gremio de comercio. Luego, está el círculo intermedio, con nobles en decadencia económica. Finalmente, en el más exclusivo se encuentran los nobles y comerciantes titulados, con altos cargos en la administración, extensos vínculos económicos, ya sea agrícola o comercial; y los más cercanos al sistema colonial, que les permitió no solo la acumulación de riquezas y poder económico, sino el fortalecimiento de sus grupos familiares mediante el acceso a los títulos nobiliarios53. Para la realización de esta investigación, se ha revisado un amplio número de fuentes primarias, tanto impresas como de archivo. Para el estudio de los oficiales expedicionarios en el Perú y de su visión de la guerra en el territorio, se revisaron las memorias de los principales militares realistas, como la de Joaquín de la Pezuela54, Andrés García Camba55, Jerónimo Valdés56, Ramón Rodil, entre otros. Ayudaron también varios fondos que se encuentran en el Archivo General de la Nación (AGN), como el del Tribunal del Consulado, Juzgado de Secuestros, Cámara de Comercio, los cuales ayudaron a constatar que el impacto de la guerra en la élite limeña fue negativa. En el AGN, se encontró, además, documentos inéditos producidos al interior de las fortalezas del Callao en 1825, que ayudaron a dibujar un panorama poco conocido acerca de la estadía de los defensores y civiles al interior de los Castillos durante el sitio, y a cuestionar imágenes que se tenía hasta ahora sobre el hecho. Los protocolos de los escribanos José Joaquín Salazar y José Bancos García, que se hallaban en la 52 Rizo Patrón, 2009, p.199 53 Rizo Patrón, 1999, p. 26 54 Pezuela, 1947 55 García Camba, 1846 56 Torata, 1894-96 18 fortaleza y redactaron los testamentos de los refugiados, complementaron esta información. Asimismo, se pudo revisar el fondo de Guerra del Archivo General de la Nación de Buenos Aires, que guarda el juicio realizado a varios oficiales del ejército de los Andes, que se sublevaron en febrero de 1824 y ayudaron a los españoles a recuperar Lima. Es una fuente valiosa, pues permite saber cuáles fueron las razones por las que esta tropa desertó a las filas del ejército español, y si Torre Tagle y Berindoaga participaron en él. Los libros de Cabildo de Lima, así como otros documentos correspondientes al gobierno realista en 1824, que se hallan en el Archivo Histórico de la Municipalidad de Lima (AHML), constituyeron un gran apoyo para saber qué miembros de la élite limeña formaron parte del régimen establecido y cómo fue su intervención en él. Finalmente, esta investigación tiene una gran deuda con la Colección Documental de la Independencia del Perú. La recopilación de cartas, informes oficiales y privados, bandos, proclamas, periódicos, testimonios de los militares patriotas y relistas, y las relaciones de viajeros ha ayudado a confirmar o rectificar ideas con las que se inició este trabajo. La tesis se divide en cuatro capítulos. En el primero, se analiza la participación de los oficiales expedicionarios en las guerras de independencia en el Perú. De la misma forma, se desarrolla la trayectoria militar de Ramón Rodil. Se demuestra que estos militares trajeron una nueva forma de hacer la guerra al virreinato del Perú, la cual se concretó en el Alto Perú (1816-1818) y en la defensa de Lima (1819-1821). En ambos escenarios, tuvieron serios desacuerdos con la estrategia militar del virrey Pezuela. Luego, estos oficiales, con La Serna al mando del gobierno, para consolidar su nueva posición política y militar, buscaron estar presentes en todos los escenarios bélicos para ascender en la jerarquía militar. Esta competencia, a la larga, perjudicó a la causa realista. El segundo capítulo estudia el impacto de las guerras de independencia en la élite limeña desde 1821 hasta 1824. Desarrolla el poco compromiso de la élite limeña con la independencia y cómo esto se perdió a inicios de 1824 debido a una serie de factores. Se evalúa si este sector estuvo detrás de la recuperación de la ciudad por parte de los españoles en marzo de 1824. Finalmente, se identifican los motivos por los cuales 19 los miembros más representativos de esta élite apoyaron al reinstalado régimen español en Lima. El tercer capítulo se centra en el gobierno español en Lima entre los meses de marzo y noviembre de 1824. De manera específica, analiza cuál fue el rol de la élite limeña y de Ramón Rodil durante dicha período. Primero, describe la relevancia de la fortaleza del Real Felipe y de Lima durante las guerras de independencia. A partir de esto, se demuestra que, en ese año, ambas fueron importantes en la estrategia militar española. Luego, se demuestra que se vivió una nueva etapa, ya que, primero, se le invitó a la élite limeña a formar parte del gobierno civil de la ciudad y, segundo, Rodil consolidó su imagen y prestigio como militar exitoso al asegurar el vecindario. El cuarto capítulo brinda nuevas aproximaciones al estudio del sitio del Callao a partir de documentación inédita. En primer lugar, se concluye que Rodil, al igual que otros militares que organizaron focos de resistencia en Hispanoamérica, tuvo suficientes razones para creer que recibiría refuerzos de España. En segundo lugar, se identifica cuáles fueron las estrategias que empleó Rodil para atender la alimentación, paga y moral de sus hombres, y las razones por las que varios miembros de la élite limeña se quedaron en el Real Felipe. En tercer lugar, se explica que, pese a que la enfermedad y el hambre agravaron la situación de los sitiados, Rodil socorrió –en la medida de sus posibilidades- a la élite refugiada. 20 CAPÍTULO 1 SOLOS CONTRA EL CONTINENTE. LOS OFICIALES EXPEDICIONARIOS DURANTE LAS GUERRAS DE INDEPENDENCIA (1816-1823) “…puedo decir que la conducta de ustedes en el Perú, como militares, merece el aplauso de los mismos contrarios. Es una especie de prodigio lo que ustedes han hecho en este país. Ustedes solos han retardado la emancipación del Nuevo Mundo, dictada por la naturaleza, y por los destinos.” Simón Bolívar a José de Canterac, 182457 Con estas palabras, Simón Bolívar reconoció la resistencia de varios años de los militares españoles ante las fuerzas independentistas. Desde que Chile se independizó en 1818, el poder español no solo perdió un insumo importante para su economía, sino que su estrategia militar, que hasta ese momento se había caracterizado por ser ofensiva, tuvo que ser replanteada. Asimismo, pese a los diferentes esfuerzos hechos por el entonces virrey Joaquín de la Pezuela, no impidió la llegada del ejército libertador, al mando de José de San Martín, a las costas del virreinato del Perú. La pasividad del virrey frente a esta invasión ocasionó que sus principales oficiales lo destituyeran y nombraran como máxima autoridad a un militar que inspirara mayor confianza entre las tropas y la población limeña: José de la Serna. Su primera medida importante fue abandonar la capital y trasladar al gobierno virreinal al Cuzco. Desde esa base, en los tres años siguientes no solo logró imponerse en el escenario bélico sino que también retrasó la consumación de la independencia. La clave de este éxito se explica en dos razones. Primero, las fuerzas patriotas no lograron derrotar a los realistas. Prueba de ello fueron los fracasos en Ica (1822) y en las dos expediciones de Intermedios58 (1823). En consecuencia, la Junta Gubernativa en Lima, presidida por José de la Mar, Felipe Antonio Alvarado y Manuel Salazar y Baquíjano, perdió legitimidad, y permitió que los militares tomaran las riendas del gobierno. Nombraron presidente a José de la Riva Agüero, pero fracasó al igual que sus antecesores. Luego, tras una serie de reveses militares, incluida la breve ocupación de Lima por las fuerzas realistas (junio 1823), Simón Bolívar se hizo cargo de «las cosas del Perú [que] han llegado a la cima de la anarquía». 57 Oleary citado en Moreno de Arteaga, 2010, p. 412 58 Se le denominó así a los puertos ubicados entre Arequipa y Tarapacá. 21 Segundo, el ejército realista contó con un núcleo de oficiales profesionales que dirigió exitosamente la guerra y que logró extender la presencia española hasta fines del año 1824. Estaba conformado por españoles que habían luchado en las guerras napoleónicas y que llegaron al Perú desde 1814 como parte de la política imperial de pacificar el continente. Además de La Serna, estaban José Canterac, Jerónimo Valdés, Andrés García Camba, Baldomero Espartero y Ramón Rodil. Sus triunfos sobre las armas patriotas desestabilizaron al gobierno independiente instalado en Lima, deslegitimaron a sus líderes políticos y amenazaron la supervivencia del ejército patriota. Este grupo de militares españoles, por sus actos en el Perú, ha recibido diferentes apelativos, entre los cuales destaca la denominación de liberales59. No obstante, concluir que las motivaciones de estos oficiales eran ideológicas y que pertenecían a un bando masón–liberal sería apresurado y limitado. Para empezar, en los testimonios sobre el pronunciamiento de Aznapuquio no hay rastro alguno de vinculación ideológica. Joaquín de la Pezuela, luego de haber sido destituido por estos oficiales “liberales”, redactó un manifiesto con un triple propósito: defenderse de la campaña de sus detractores sobre su gobierno y su persona, rebatir las acusaciones que sus oficiales usaron como justificación para destituirlo del cargo y revelar los nombres de los principales conspiradores de la insubordinación60. Años más tarde, Jerónimo Valdés, uno de los acusados de confabular contra el ex virrey, afirmó que este se mostró excesivamente seguro de su posición, no se dio cuenta de los errores que había estado cometiendo y despreció la capacidad de las fuerzas a las que se enfrentaba. Luego, Valdés se encargó de señalar cuáles fueron los errores estratégicos que la depuesta autoridad cometió durante su gestión61. 59 Por mencionar algunos ejemplos: Manuel de Mendiburu, en su diccionario histórico biográfico, señala que los recién llegados pertenecían a una logia masónica liderada por el coronel Jerónimo Valdés (1931- 1934, tomo V, p. 343); Wagner Reyna, en la misma línea de Mendiburu, los llama masones y conquistadores por su carácter de gloria y reconquista de un continente (1985, p. 42); y Julio Albi, si bien menciona que estos pertenecían a una nueva generación de oficiales diferente a la del Antiguo Régimen, termina aceptando su afiliación liberal (2009, p. 13). Finalmente, estos hombres serían conocidos, por lo menos en España, con el sobrenombre “Ayacuchos” justamente por su participación en las campañas militares en el Perú y en la posterior derrota en la batalla de Ayacucho. 60 En el manifiesto, acusa a Canterac, Valdés, Seoane y García Camba como los “cerebros” de la conspiración. Ver Pezuela, 1821. 61 Colección documental de la independencia del Perú. Tomo XXII. Documentación oficial española. Volumen 3, 1973, pp. 315-384 22 Es posible que la denominación de liberales haya tomado forma durante las guerras carlistas (1833-1876), en las que participaron, principalmente, oficiales que habían luchado en América, como Espartero, Carratalá, Valdés, y Rodil, a quienes Benito Galdós se refirió como Los Ayacuchos por su orientación ideológica. Si bien es cierto que en esas guerras dichos generales defendieron la causa liberal, no se puede afirmar que su comportamiento en América haya sido el mismo. Pese a ello, muchos autores dan por sentado esta afiliación de los oficiales expedicionarios62. Otros estudios postulan que las principales discrepancias entre “liberales” y “absolutistas” eran más de orden táctico y estratégico63. Siguiendo esta propuesta, los oficiales realistas fueron divididos en dos generaciones: los militares españoles y americanos, que pertenecían al ejército español borbónico de Antiguo Régimen, y los oficiales expedicionarios, que conformaban una nueva generación que provenía de un ejército renovado tras las guerras contra Napoleón. Sin embargo, estas aproximaciones presentan dos limitaciones. Por un lado, ni explican la formación de una nueva oficialidad ni señalan cuáles fueron los elementos estratégicos que trajeron a América, que, sin duda, los diferenciaron de la oficialidad del antiguo ejército borbónico. Poco se ve que, cuando España envió refuerzos a Ultramar, contribuyó, indirectamente, a que el ejército en América sufriera diversas modificaciones. Por otro lado, los historiadores seleccionan a los oficiales más representativos de cada generación cuando analizan sus conflictos. Tal es el caso de Pezuela, La Serna y Antonio de Olañeta. Al priorizar este tema, no se observa que los oficiales expedicionarios cumplieron un rol destacable en las discrepancias con el virrey Pezuela, y que su participación en los distintos escenarios de la guerra y su aporte a la profesionalización del ejército fue importante. De la misma manera, estos oficiales no formaban parte de un grupo homogéneo. El quiebre sucedió con mayor claridad entre los años 1822 y 1824: cuando La Serna se convirtió en virrey, estos oficiales adquirieron mayor visibilidad y prestigio, motivo por el cual hubo competencia y afán de protagonismo entre ellos. En esa línea, el presente capítulo estudiará la participación de los oficiales expedicionarios en las guerras de independencia en el Perú. De manera paralela, 62 Albi, Julio, 1990; Marchena 2008 y 1992; Mendiburu, 1931-1934; Roca, 2011; Semprún, 1992; Wagner, 1985. 63 Fisher, 2000; Hamnett, 1978; Mazzeo, 2003 y 2009; De la Puente Brunke, 2012 23 también se desarrollará la trayectoria de Ramón Rodil y la relación que tuvo con el resto de la oficialidad expedicionaria. En ese sentido, en primer lugar, se analizará el surgimiento de esta oficialidad y el desarrollo de una nueva forma de hacer la guerra a partir de lo ocurrido en la Península entre 1808 y 1814. En segundo lugar, se explicará cómo la participación de esta oficialidad en el Alto Perú y en la defensa de Lima les brindó la experiencia necesaria para consolidar su identidad como grupo y formar su propia visión de la guerra americana, situación que les trajo desacuerdos con la estrategia militar del virrey Pezuela. En tercer lugar, se verá que, durante el gobierno del virrey La Serna, la nueva posición política y militar de estos oficiales generó desacuerdos y competencias entre los mismos, los cuales perjudicaron, a la larga, la causa realista. 1.1 Las Guerras Napoleónicas en España y la formación de una nueva oficialidad El ejército español, hasta antes de la ocupación francesa, era un instrumento al servicio de la monarquía borbónica. El monarca tenía la potestad de nombrar a jefes y oficiales de su ejército, sobre todo a los de mayor grado. Desde inicios del siglo XVIII, los nobles eran convocados a formar parte de la oficialidad. Una forma de atraerlos era a través de una serie de privilegios como el fuero militar, que era el elemento más representativo64. Otra forma de recompensar a la nobleza era a través de empleos en la burocracia civil65. Por ese motivo, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, la característica de la burocracia borbónica, tanto en España como en América, fue la figura del militar administrador66. Por todo ello, Andújar Castillo se pregunta si existió un poder militar diferenciado del poder civil. A través de diversos cargos, como el de Capitán General, Corregidores e Intendentes, observa que el cargo que desempeñaron los militares en el aparato estatal no tuvo límites completamente claros debido a la suma de sus funciones político-militares. Esto sucedió, por ejemplo, con los Capitanes Generales, quienes 64 Blanco Valdés, 1988, pp. 31-34 65 Andújar, 1992, p. 66 66 En América, los cargos políticos más importantes estaba ocupados por militares con la finalidad de darle prioridad a lo defensivo y evitar cualquier corrupción administrativa. En ese sentido, lo administrativo estaba subordinado a lo militar. Ver Marchena, 1983, pp. 10-11 24 confluyeron el rol de gobernador militar con el cargo de presidente de las Audiencias67. En consecuencia, la imprecisión de estas funciones conllevó a cierta preeminencia de los militares sobre los funcionarios civiles en la administración pública68. Pese a este panorama alentador para la carrera militar, aún se encontraba lejos de convertirse en un poder diferenciado del civil. La principal razón fue la dependencia que tuvo con el poder real: el rey era quien concedía los ascensos en el escalafón militar. Ante esto, Andújar Castillo definió las relaciones entre el estamento militar y el monarca como feudo-vasalláticas, pese a la profesionalización del primero69. La Revolución francesa inauguró una serie de cambios políticos, sociales y militares. Los primeros cambios se observaron en la oficialidad francesa: ante la huida de oficiales de Antiguo Régimen, las vacantes dejadas fueron cubiertas por suboficiales que no pertenecían al estrato más alto. En este caso, los ascensos no se basaron en la ascendencia social o el prestigio familiar, sino en el talento y la veteranía. De este modo, antes de la Revolución Francesa, los aristócratas conformaban el 85% de la oficialidad, pero en 1794 solo eran el 3%70. En cuanto a la estrategia militar, si bien las nuevas tácticas del ejército revolucionario se basaron en el uso masivo de escaramuzas, líneas combinadas y columnas móviles71, con la aparición de Napoleón Bonaparte la guerra fue llevada a otro nivel. La principal característica de la doctrina bélica napoleónica fue la ilimitada variedad y flexibilidad del ejército para adquirir mayor velocidad de desplazamiento72. Para lograrlo, Napoleón aplicó, entre otras medidas, lo siguiente: utilizó el sistema francés de divisiones y cuerpos; averiguó las condiciones geográficas del territorio en que su ejército se encontraba para elegir un campo de batalla que le diera mayores posibilidades de victoria; y permitió que su ejército se abasteciera del país anfitrión73. 67 Andújar, 1992, p. 63, 67 68 Por ejemplo, en noviembre de 1800, desapareció el cargo de presidente civil de la Chancillería de Valladolid y se le concedió dicha presidencia al capitán general, lo cual era señal del “retroceso de la burocracia civil de los letrados, tan identificados con la administración castellana, y un síntoma de la prepotencia que el estamento militar adquiría en el seno del Estado”. Molas Ribalta, citado en Andújar, 1992, p. 65. 69 Andújar, 1992, p. 69 70 Lynn, 2005, p. 202 71 Jensen, 2007, p. 17 72 Chandler, 2008, p. 193 73 Chandler, 2008, pp. 195-207. La innovación significa, en algunas ocasiones, la prolongación de lo antiguo con alteraciones significativas. Lo mismo sucedió con la estrategia napoleónica, ya que heredó el sistema de guerra del Antiguo Régimen: el uso del sistema de divisiones permanentes y la máxima de vivir del país anfitrión. Ambos elementos fueron convertidos en instrumentos de guerra, mejorados y 25 Además de esto, Napoleón pensó que el éxito dependía de la unidad de mando: abolió el sistema de mantener ejércitos autónomos y los centralizó en un solo ejército bajo sus órdenes74. Con esto, Napoleón encontró poca resistencia cuando depuso a Fernando VII y ocupó, posteriormente, la península ibérica. Este vacío de poder, el cual se extendió hasta 1814, trajo consecuencias en la historia decimonónica española y americana. Una de ellas se dio en la composición de la oficialidad militar. Blanco Valdés sostiene que, ante la ausencia del monarca, los altos mandos militares aceptaron la ocupación francesa y siguieron el principio de obediencia ciega a las órdenes superiores75. Lo mismo postula Jensen al señalar que la alta oficialidad ofreció su servicio a Francia en parte por el temor a una insurgencia radical contra el statu quo; dicho de otra manera, una alianza con los franceses significó cierto control sobre las masas populares76. Ante la pasividad de los sectores altos de la sociedad, fue el pueblo quien tomó las armas contra el invasor francés. Ese fue el caso de Ramón Rodil. Procedente de la provincia de Lugo, de Galicia, no había escogido la carrera de armas como profesión; por el contrario, su camino fue otro: ingresó a la universidad Santiago de Compostela. Sin embargo, en 1808, la invasión francesa y el establecimiento de juntas en España cambiaron no solo su destino sino también el de muchos estudiantes de la mencionada universidad. Un día después de establecerse la junta en Santiago, Víctor María Silva y Juan Villaronte, estudiantes de Leyes, se presentaron ante la comisión de gobierno para solicitar el alistamiento de los alumnos de la Universidad. Luego de que el claustro universitario aceptara las condiciones de los universitarios, se permitió que no solo los estudiantes actuales se incorporaran a las filas, sino también los antiguos, y licenciados. Se eligió al Marqués de Santa Cruz como jefe de la unidad. Tras la confección de la bandera y de los uniformes, y la designación de rangos, partió el 18 de julio a la provincia de León. Así, formalizados. Con esta firma personal, Napoleón triunfó en Europa hasta 1814. Para vencerlo, sus enemigos tuvieron que adaptarse a su estrategia y aprender las innovaciones que trajo (Chandler, 2008, pp. 209-210). 74 Chandler, 2008, p. 208 75 Blanco Valdés, 1988, p. 52 76 Jensen, 2007, p. 17. Basta con ver que, de los once Capitanes Generales, solo cuatro lograron mantenerse al frente de su cargo, mas ninguno de ellos se puso al frente del levantamiento. Moliner Prada, 2007, p. 52 26 a sus diez y ocho años, Rodil formó parte del batallón de voluntarios de Santiago, más conocido como el batallón Literario77. Pese al entusiasmo inicial, este cuerpo tuvo una existencia efímera. Poco tiempo después de incorporarse al ejército del general Joaquín Blake, se despidió a 352 cadetes “por falta de buen ánimo y sentimiento para sacrificar sus vidas”78. De la misma forma, sufrió grandes pérdidas en las acciones de Durango, Sodupe, Espinoza y en la retirada de Balmaseda a León; si a esto se le suma las bajas por deserción, enfermedades y el invierno, se observa que, para julio de 1809, a casi un año de su creación, el batallón se encontraba casi extinto: de los 1.200 cadetes que llegaron en julio de 1808, solo quedaban 100. No había opción de reemplazarlos, por lo que se cubrieron las bajas con nuevos reclutas o soldados de otros cuerpos, motivo por el cual el batallón Literario cambió su nombre por el de Infantería Ligera de Voluntarios de Santiago. Sin embargo, no sobrevivió ni un año, pues en la batalla de Alba de Tormes, quedó diezmado79. Tras esto, el batallón se disolvió y los pocos cadetes que sobrevivieron, fueron enviados al Colegio Militar de Valencia de Alcántara como profesores e instructores. Al igual que otras regiones en España, la situación militar de Galicia entre 1808 y 1809 era crítica. Los ejércitos regulares españoles, al mando de Blake, sufrieron varias derrotas en la frontera entre Vizcaya y Santander en 1808. Al año siguiente, el ejército británico se retiró, y las principales ciudades de la región cayeron en manos invasoras, lo que hizo desaparecer a la Junta gallega. Ese año, los franceses se hicieron dueños de Galicia. La única resistencia que quedaba eran las guerrillas80. Más allá de estos fracasos, se debe tener en cuenta un aspecto importante en esta coyuntura. Las Juntas Provinciales, al reemplazar la soberanía del monarca ausente, redefinieron las relaciones entre la institución militar y el nuevo régimen. Si en el pasado, el ejército cumplió un servicio de “vasallaje”, ahora luchaba por una nación, representada en la soberanía de las Juntas. A su vez, este cambio fue acelerado por el aumento significativo de los oficiales, producto del rearme generalizado de la población81. Las Juntas supieron ganarse la lealtad de esta nueva oficialidad a través de 77 Barreriro, 2003, p. 56 78 Barreriro, 2003, p. 60 79 Barreriro, 2003, 61 80 Fraser, 452-454 81 Blanco Valdés, 1988, p. 63 27 ascensos, en los cuales la veteranía y el éxito en el campo de batalla tuvieron mayor consideración que tener un origen noble82. Rodil se benefició de este nuevo sistema. En los seis años que duró la guerra, logró ascender a teniente. En Galicia, antes de que cayera en manos de los franceses, tuvo una amplia participación en escaramuzas bajo las órdenes de viejos generales, como el conde de Noroña, y militares de profesión, como Gabriel de Mendizabal. Ese mismo año, fue promovido a subteniente de bandera del primer batallón del regimiento ligero de Gerona83. Estuvo en esa unidad hasta 1811, año en que fue trasladado al regimiento de infantería de Cataluña. De ahí, tuvo amplia participación en diversos sitios, como los de las plazas de Tortosa, Tarragona, Pamplona y Bayona. Y durante los dos últimos años de guerra, participó en los ejércitos principales, tanto a las órdenes del príncipe de Anglona como a las de Arthur Wellesley, posteriormente conocido como el duque de Wellington. No se previó que esta concesión de grados militares traería desenlaces no esperados, tanto a corto como a largo plazo84. Aunque la nueva oficialidad era leal a las Juntas, no dependió completamente de ella: el prestigio militar, requisito para los ascensos, podía ser obtenido en cualquier escenario bélico sin la intermediación de ella. Ante el éxito, la Junta estaba obligada a premiar a los militares triunfantes. Además, en muchos casos, la actuación de estos últimos reforzó la autoridad de las Juntas, en las que ocuparon casi una quinta parte de los puestos. En aquellas ciudades con guarnición, la presencia militar fue mayor, y en las que no tenían tropas estacionadas, alguno de sus miembros eran ingenieros militares y expertos en fortificación85. En resumidas cuentas, el poder efectivo estaba en manos de aquellos que dirigieron la guerra. Ahora bien, al darse cuenta de lo que estaba sucediendo, las Juntas Provinciales procuraron reducir la autonomía de la esfera militar. En consecuencia, los conflictos entre civiles y militares no tardaron en aparecer86. Asimismo, cuando las Cortes de 82 Semprún y Bullon, 1992, p. 24; Blanco Valdés, 1988, p. 65 83 Colección de biografías y retratos de los generales que mas celebridad han conseguido en los ejércitos liberal y carlista…, 1846, tomo II, p. 4. 84 Casares, en su texto sobre la España del s. XIX, señala que la presencia activa de los militares en la política española surge durante las guerras de independencia (1981, p. 194). 85 Fraser, 2006, p. 194 86 Así, la Junta de Murcia convocó un proceso centralizador con la finalidad de subordinar a las autoridades militares que actuaban con autonomía, como Cuesta en Castilla La Vieja y León, y Palafox en Aragón, quien además designó como miembros de la junta a militares. Al respecto, Moliner Prada menciona que los excesos e incidentes de los guerrilleros obligaron a los diputados de Logroño a solicitar 28 Cádiz se instalaron, fueron cuidadosas en lo referente a las competencias militares del Consejo de la Regencia. Entre los reglamentos establecidos, destacaron los siguientes: el poder ejecutivo no podría declarar la guerra sin un decreto de las Cortes; el Consejo de Regencia no podría mandar fuerzas militares más allá de su guardia ordinaria; y las Cortes se encargarían de los nombramientos militares y de la ratificación de los tratados políticos militares87. Como señala Jensen, aunque esta división de poder apostaba por la revolución hispánica, entorpeció la eficacia militar88. Esta estricta intervención culminó a fines de 1811, cuando las Cortes, por temor a enfrentarse a los militares, nombraron a un generalísimo de los ejércitos encargado de los asuntos bélicos89. François Xavier Guerra señaló que la Guerra Peninsular provocó la desintegración de la Monarquía y permitió el tránsito de España a la modernidad política90. Otro de los cambio se dio en el ámbito militar. En efecto, cuando los franceses fueron derrotados y Fernando VII recuperó su trono, el ejército español, tras seis años de lucha, había sufrido diversas transformaciones. Por lo visto, la guerra fortaleció a un nuevo grupo que tendría participación activa en la vida política: los militares91. De igual forma, la guerra brindó grandes oportunidades de ascenso a soldados rasos que demostraron valentía y arrojo en el campo de batalla, por lo que el antecedente aristocrático dejó de ser el único criterio para la promoción. Pese a haber abolido la Constitución de Cádiz, Fernando VII no pudo regresar a las condiciones del Antiguo Régimen en que tenía la potestad absoluta de nombrar y destituir a sus oficiales. En ese sentido, se puede afirmar que las relaciones entre la nueva generación de militares y el monarca reestablecido ya no eran las mismas. No obstante, aseverar que, por lo anterior, no hubo lealtad entre los oficiales hacia el rey es apresurado. Lo que sí se puede discutir en este contexto es el grado de lealtad que manifestaban. Habría que distinguir, primero, que la oficialidad española no en Sevilla la creación de una junta para La Rioja con la finalidad de controlar estos desmanes (2007, pp. 77-78). En tanto, la Junta Suprema de Sevilla, órgano central del gobierno español, intentó limitar la autonomía de los militares y fortalecer el gobierno civil. Blanco Valdés, 1988, pp. 74-75 87 Blanco Valdés, 1988, p. 85 88 Jensen, 2007, p. 19 89 Blanco Valdés, 2007, p. 112 90 A través de este planteamiento, François Xavier Guerra cuestionó la historiografía que separa la modernidad política de América y el arcaísmo político de la España Peninsular. De acuerdo con Chust, los aportes de Guerra permitieron una vuelta a la historia política desde presupuestos revisionistas y tuvieron gran impacto en la historiografía americana. Ver Chust, 2011. 91 Ante esto, Marchena afirma que los soldados se convirtieron en ciudadano armados en defensa del orden liberal. Esta característica luego se aplicaría a América. Ver Chust, 2007; Sobrevilla 2007 y 2012. 29 era homogénea. Marchena la dividió en dos grupos: absolutistas, conformada por la alta oficialidad, y los liberales, la oficialidad que surgió tras las guerras napoleónicas. A partir de estos dos grupos mayores, Marchena distinguió otros menores, que eran una combinación de ambos. En un lado estaban los lealistas, tanto del viejo ejército como del nuevo, quienes tenían “un alto concepto del valor de las jerarquías tradicionales […] [y] usaron el argumento de la obediencia debida en todas sus actuaciones”92. En otro lado estaban aquellos que habían ascendido, pero temían perder sus grados y distinciones si no tomaban partido por el rey; este grupo, el más numeroso, era el de los indecisos93. Asimismo, hubo una inflación de oficiales que el gobierno español no podía mantener, pero tampoco podía licenciar. Ante esta disyuntiva, quedaba una solución: enviarlos a luchar contra los insurgentes americanos. Así, Fernando VII continuó la política bélica emprendida por el régimen constitucional de Cádiz94. Siguiendo el argumento de Marchena, los oficiales liberales constituyeron un peligro para la estabilidad de la política absolutista de Fernando VII, por lo que mandarlos a América le trajo un doble beneficio: neutralizaba la insurrección en América y se libraba de militares de dudosa fidelidad. El autor concluye que esta situación significó una paradoja para los oficiales liberales: obedecían al Rey, pero eran desleales a sus ideales, ya que enfrentaban a americanos que compartían su misma ideología política95. Resulta difícil aceptar la propuesta de Marchena por dos razones. En primer lugar, habría que comprobar si el monarca francés conocía la identidad de los llamados militares liberales; esto se complicaba aún más en caso de pertenecer a una logia masónica, por su carácter de sociedad secreta. Más aceptable es la idea de que los primeros en ser enviados fueran los oficiales más conflictivos y peligrosos, sin importar su afiliación ideológica. Hay que tener en cuenta, además, que para el envío de cuerpos 92 Marchena, 2008, p. 191 93 Marchena, 2008, pp. 186-191 94 La decisión de utilizar fuerza militar para pacificar América fue iniciada por el régimen constitucional de Cádiz. Los comerciantes de la Junta de Reemplazos de Cádiz se encargaron de reunir los fondos suficientes para empezar a enviar expediciones a Ultramar. Los primeros batallones, alrededor de 7 oficiales y 80 hombres, partieron hacia Montevideo en 1811. A pesar de las pocas fuerzas que envió la Península, los objetivos eran claros: recordar a los rebeldes que España no se encontraba impotente, satisfacer las demandas de ayuda de las autoridades metropolitanas, elevar la moral de la mayoría de leales y satisfacer a los comerciantes de Cádiz, cuyas expediciones les permitían obtener ganancias del comercio trasatlántico. Así, entre 1811 a 1814 se enviaron alrededor de diez mil hombres esparcidos en todo el continente. Ver Marchena, 2008, pp. 204-207; Costeloe, 2010, pp. 74-75 y 81. 95 Marchena, 2008, p. 152 30 militares a América, había un sorteo general entre los regimientos de infantería de línea y los batallones ligeros que determinaba el orden de envío96. En segundo lugar, una mirada hacia el comportamiento de los oficiales expedicionarios debe fijarse en su actuación no solo en España sino también en América. Sin duda, rastrear la trayectoria de los militares enviados a los principales virreinatos de América reafirma o cuestiona el argumento de las motivaciones ideológicas. Ahora bien, ¿cuáles podrían ser las pistas que den algún indicio de ello? Para la mayor parte de investigadores, los pronunciamientos militares en América han ilustrado el enfrentamiento entre absolutistas y liberales. Otro escenario, escasamente investigado, son las deserciones de tropas y oficiales, cuyos efectos fueron significativos durante las guerras de independencia. Para encontrar alguna motivación ideológica, habría que preguntarse el grado de influencia de este factor en las deserciones. Lamentablemente, es una interrogante aún sin respuesta97. Por todo lo dicho, América se convirtió en la pieza faltante del rompecabezas para entender el universo personal y social de los militares expedicionarios. Más allá de sus vínculos ideológicos, de seguro que estos oficiales aprovecharían las nuevas circunstancias en las que se encontraban para favorecer sus intereses personales, que en su caso sería ascender en el escalafón militar. Los acontecimientos en España les enseñaron que la guerra ofrecía esas oportunidades. Los campos de batalla americanos eran adecuados para continuar y consolidar sus carreras militares. 1.2 Nuevos escenarios de guerra: la llegada de la oficialidad peninsular al virreinato del Perú Así como en España, en América surgieron Juntas de Gobierno que representaron la soberanía del monarca ausente. Estas no fueron tan bien recibidas por las autoridades metropolitanas, para quienes las provincias y virreinatos americanos deberían estar subordinadas a las Juntas de España98. Sin embargo, la inestabilidad política y la disolución de la Junta Central en 1810, la que había tenido mayor reconocimiento entre 96 Esto se daba en los cuerpos de infantería. Para mayor información, véase Luqui-Lagleyze, 2006, pp. 95-97 97 Para una visión más tradicional, véase Llontop, 1969-1971. 98 De todas ellas, fue la Junta de Sevilla, al adjudicarse el nombre de Suprema de España e Indias, la que más acciones hizo para someter bajo su jurisdicción a las provincias americanas. Ver Peralta, 2010, p. 48. 31 los americanos, provocaron que el autonomismo americano se activara en toda la América Hispana99. En el Perú, Fernando de Abascal aseguró la autoridad española, aunque tuvo que enfrentar disturbios domésticos producidos por la incertidumbre de lo que acontecía en la Península100. Político hábil y pragmático, buscó conciliarse con las élites americanas, resentidas por las reformas borbónicas, a través de nombramientos a americanos influyentes como sus principales colaboradores101. La estrategia militar de Abascal se convirtió, además, en una herramienta política, pues al anexionar territorios rebeldes como Charcas, Quito y Chile al virreinato del Perú, devolvió la influencia perdida desde 1770 a la élite limeña102. Asimismo, organizó un aparato militar eficaz que controlase el avance de la revolución en América hispana103. Una vez libre del invasor francés, en 1814 España reorientó sus esfuerzos a la pacificación militar de América. La selección de batallones para ser enviados a Ultramar se realizó a través de sorteos. Envió cerca de 48.000 hombres al continente entre los años 1811 y 1820. De esta cantidad, aproximadamente ocho mil llegaron al virreinato del Perú. Así, entre 1813 y 1815, llegaron los primeros cuerpos expedicionarios con sus respectivos oficiales: los regimientos de infantería Talavera (1813), al mando de Rafael Maroto, y el Extremadura (1815), bajo las órdenes de Mariano Ricafort y José Carratalá. Estos veteranos de las guerras napoleónicas estuvieron acompañados de jóvenes militares, como los capitanes Baldomero Espartero, de Extremadura, y Andrés García Camba, del escuadrón de Húsares de Fernando VII104. Luego, en setiembre de 1816, la fragata de guerra “Venganza”, trajo a bordo a un grupo de oficiales que desempeñarían un rol fundamental en las guerras de independencia del Nuevo Mundo: José de La Serna, recientemente nombrado general en jefe del ejército 99 Peralta, 2010, pp. 54-56 100 Sobre el impacto de los acontecimientos de la Península en el gobierno de Abascal, véase Peralta, 2007. 101 Entre ellos, destaca el arequipeño Manuel de Goyeneche, cuyo nombramiento alentó el apoyo las élites del sur. Sobrevilla, 2012, pp. 58-59 102 Hamnett, 2000, pp. 12-14 103 Las fuerzas con las que contaba distaban, a inicios de 1810, de ser un ejército regular. La causa de esta limitación se encontraba en el fracaso de las reformas borbónicas de la institución militar en la segunda mitad del s. XVIII. Efectivamente, a raíz de la rebelión de Túpac Amaru, la Corona abandonó el proyecto de formar de un ejército americano al estilo moderno, licenció a varios cuerpos milicianos del interior y confió más en las tropas expedicionarias, a quienes encargó no solo la defensa del territorio americano sino también la protección de los intereses de la corona española en el continente. Campbell, 1970, pp. 209-217 104 Ver biografías de estos militares en Mendiburu, 1931-1934, vols. III, IV, V, VII y IX. 32 del Alto Perú, el coronel Jerónimo Valdés, los capitanes Bernardo La Torre y Antonio Seoane, el capitán de ingenieros Eulogio Santa Cruz, en calidad de secretario el teniente coronel Fulgencio de Toro, el teniente de artillería Miguel Araoz y el capitán Valentín Ferraz105. A esta comitiva de oficiales, se le unió el batallón de infantería ligera Gerona, al mando de Alejandro Villalobos. En abril del año siguiente, arribó el regimiento de infantería Infante D. Carlos, al mando del coronel Juan Antonio Monet, entre cuyos oficiales se encontraba el joven Ramón Rodil106. Posteriormente, a fines de ese año, el brigadier José de Canterac se unió al ejército del Alto Perú para cumplir sus funciones como Jefe de Estado Mayor; entre sus acompañantes, se encontraban su ayudante de campo, el teniente coronel Ramón Gómez de Bedoya107 y el comandante del 2° batallón de Burgos, Agustín Otermín108. Este envío de tropas culminó con la trágica llegada del regimiento Cantabria, al mando del coronel Rafael Cevallos, cuyas tropas amotinadas permitieron la captura de la fragata María Isabel –escolta del convoy-, y de cinco de los barcos de transporte109. Para Marchena el envío de tropas peninsulares no fue significativo a nivel continental, pues su aporte apenas representó un 20% de la oficialidad, y entre un 8% y 14% de la tropa110. En contraste, Luqui Lagleyze, al estudiar detenidamente al ejército realista del Perú durante la independencia americana, encontró que, entre 1816 y 1820, la oficialidad aumentó con la llegada de los expedicionarios: de 335 oficiales en 1814, ascendió en 1816 a 424 oficiales en el Alto Perú y llegó a 600 oficiales para 1819- 1820111. Si se observa con detenimiento los datos que encontró Lagleyze en 364 oficiales, se verá que tener mayoría americana en el cuerpo de oficiales no significó necesariamente que esta dirigiera las operaciones bélicas. Primero, los americanos prevalecieron en los cuerpos milicianos (80% de la oficialidad), pero, para 1816 en adelante, las milicias más destacadas fueron convertidas en cuerpos de línea, mientras que las demás, sobre todo las milicias de Lima y de la costa, sirvieron como refuerzos o cantera de reclutas para las unidades de línea. Segundo, los oficiales americanos en los cuerpos veteranos constituyeron un tercio del total, y mayoritariamente eran jóvenes que 105 Wagner Reyna, Alberto, 1985, p. 37; García Camba, 1846, volumen 1, p. 212 106 Mendiburu, 1931-1934, vol. 9, p. 447 107 Colección Documental de la Independencia del Perú, 1971, tomo VI, vol. 4, p. 37 108 Pezuela, 1947, pp. 202-203 109 Anna, 2003, pp. 184-185. Para ver más sobre los problemas en cuanto al envío de las fuerzas expedicionarias, entre ella véase Woodward, 1968. 110 Marchena, 1992, p. 278 111 Luqui-Lagleyze, 2006, pp. 45-46 33 no pasaban del grado de capitán. Finalmente, en estas mismas unidades, los peninsulares tuvieron el grado más alto y representaron el 64% de la oficialidad112. El posicionamiento de los militares españoles recién llegados al mando de tropas y oficiales americanos trajo problemas en las relaciones entre ambos. Inevitablemente, los primeros se sintieron superiores y arrogantes en materias de estrategia frente a sus compañeros americanos de armas por el hecho que haber participado en las guerras contra Napoleón y haber derrotado a las mejores tropas del mundo113. Así lo expresa García Camba: “[…] solían dar lugar la emulación y los celos [de los americanos] por un lado y por otro el atolondramiento propio de los pocos años y la inexperiencia, y acaso el porte mas marcial de los europeos comparado con la apostura menos garbosa de los veteranos del país”114. Por lo anterior, La Serna planeó diferentes reformas en el ejército del Alto Perú. La primera fue establecer un Estado Mayor115, conformado por tres miembros de su comitiva, con la finalidad de organizar el mando, supervisar la logística del ejército y agilizar los movimientos de las unidades. Para que esta unidad funcionara, La Serna nombró a oficiales experimentados en las guerras europeas, como Jerónimo Valdés y Alejandro Gonzáles Villalobos. La segunda reforma fue disolver los regimientos 1° y 2° del Cuzco e integrarlos al regimiento de Gerona. De acuerdo con La Serna, esto lo hizo para conseguir mayor unidad en cada cuerpo, romper facciones que atentasen contra la disciplina y “perpetuar la memoria de los sacrificios, gloria y esfuerzos con que los dignos españoles americanos del Perú han sostenido”116. Con estas medidas, creyó que, al contar con un ejército de cuatro mil hombres, cuya columna vertebral estuviera 112 Luqui-Lagleyze, 2006, pp. 48-50 113 Albi, 2009, p. 140; De la Puente Brunke, 2012, p.189; Albi, 1990, p. 27. Esta actitud no era un rasgo particular de la región, pues también se dio en Nueva España, donde los oficiales peninsulares repudiaban al país y a su población; menos aprecio tenían hacia el soldado novohispano, a quien no le reconocieron alguna capacidad militar. Archer, 2002, p. 425 114 García Camba, 1846, p. 224. Es interesante señalar que esta actitud no era un rasgo particular de la región, pues también se dio en Nueva España, donde los oficiales peninsulares repudiaban al país y a su población; menos aprecio tenían hacia el soldado novohispano, a quien no le reconocieron alguna capacidad militar (Archer, 2002, p. 425) 115 A fines del s. XVIII, hubo una necesidad de contar con un cuerpo de mando militar, por lo que aparecieron los estados mayores de Plaza, que agrupaba a los distintos mandos de infantería, caballería y artillería de una fortaleza o guarnición. Sus funciones eran encargarse del mando, coordinar la logística de la defensa. En Luqui-Lagleyze, 2006, p. 34 116 Moreno de Arteaga, 2010, p. 75 34 conformada por veteranos peninsulares, acabaría con la anárquica situación del Alto Perú y abriría camino hacia Buenos Aires117. El objetivo de estas reformas era, por un lado, mejorar la eficacia del ejército, al precio de reducir el cuadro de oficiales americanos, cuyo número era un exceso a comparación de la cantidad de la tropa; había casos de unidades, de 300 a 500 plazas, que estaban sin utilidad debido al exagerado número de oficiales, jefes y asistentes118. Por otro lado, había la necesidad de disciplinar a la tropa. Con seguridad, La Serna y sus oficiales, acostumbrados a movilizarse con rapidez en columnas disciplinadas, se sorprendieron al encontrar al soldado americano “difícil de acostumbrarlo a la disciplina y mecanismo del servicio militar, teniendo además de ser propenso a la deserción, al juego de los dados y a las mujeres”119. Por esa razón, se dictaminaron diferentes medidas para evitar la deserción y otorgar rancho a las tropas; poco pudo hacer, en cambio, para eliminar las rabonas. Estas reformas no fueron bien recibidas en su momento, ya que disgregaba la composición tradicional del ejército del Alto Perú, que tanto Goyeneche como Pezuela se habían preocupado por cumplir: mantener el cuerpo de oficiales americanos, pues de ellos dependía la defensa de la causa realista. Por ello, con cierta justificación, García Camba y Jerónimo Valdés, cuando escribieron años más tarde sobre las guerras en América, coincidieron en que las reformas de La Serna en el ejército del Alto Perú le causaron muchos enemigos120. Ante estos problemas, La Serna tuvo la necesidad de apoyarse en oficiales y tropas peninsulares que compartían la misma teoría táctica y logística aprendida en Europa, por lo que los convirtió en el nervio central de sus reformas. Para tal propósito, ascendió a algunos de sus oficiales, como a Bernardo Torre, Antonio Seoane, Mateo Ramírez y Valentín Ferráz121. 117 Moreno de Arteaga, 2010, pp. 57-60 118 Valdés, 1973[1827], p. 318 119 Torata, Tomo III, p. 223 citado en Moreno de Arteaga, 2010, p. 103 120 Valdés, 1973[1827], p. 318; García Camba, 1846, p. 223. Esto se incrementó con la disolución de los regimientos del Cuzco. Los cuerpos americanos no consideraban un privilegio integrarse a unidades recién llegadas. Por esa razón, los oficiales y la tropa del 1° regimiento del Cuzco se resintieron notablemente y, cuando llegó el momento de fundirse con el Gerona, sus filas habían disminuido, producto de la deserción masiva de la tropa (García Camba, 1846, p. 224; Luqui-Lagleyze, 2006, p.137). Al darse cuenta de la impopularidad de esta medida, formó el nuevo batallón Unión Peruana sobre la base de los restos del 1° regimiento con un cuadro del 2° regimiento, y permitió que un oficial local, el coronel Sebastián Benavente, esté al mando (Luqui-Lagleyze, 2006, pp. 137-144; García Camba, 1846, p. 252; Albi, 2009, p. 120). 121 García Camba, 1846, p. 252 35 En Lima, el virrey Pezuela estuvo enterado de las actividades de La Serna en el ejército, ya sea porque el mismo general le avisó sobre sus acciones o por las cartas que los oficiales americanos enviaban quejándose del maltrato que sufrían y de los apelativos de inútiles, cobardes e ignorantes que recibían en el ejército122. Desde el primer momento, Pezuela no solo se opuso a las modificaciones en el ejército sino que apeló a su autoridad y experiencia en el Alto Perú para que La Serna siguiera sus órdenes respecto a las expediciones militares en la zona123. En el intercambio de correspondencia, se ve que la primera impresión no fue buena ni para el virrey ni para La Serna, que actuaba con demasiado orgullo y altanería sin tener experiencia en el territorio. Por su parte, Pezuela se escudaba en su experiencia en el Alto Perú para oponerse constantemente a los métodos de La Serna, por celos de la gloria que podían ganar en dicho territorio. Definitivamente, la comunicación entre Pezuela y La Serna constituyó un diálogo de sordos. Las siguientes palabras de Pezuela confirman lo sugerido: La Serna, o no se ha hecho instruir, o que al tratar los asuntos no se detiene bastante en la exactitud de los datos […] se olvida de que somos de un cuerpo y que hemos recibido unos mismos principios, que no desconozco al enemigo con quien se ha batido en esta guerra, que le llevo la ventaja de conocer al País [subrayado mío] en que la hace hoy, sus gentes y recursos, y de que con la mitad de tropas que tiene, sin un soldado europeo, con todas aquellas provincias insurreccionadas […] he sabido irle a buscar y dexar airosos el nombre y armas del Rey124. Fueron varios los temas que discutieron ambos militares, pero, con el propósito de analizar el protagonismo de los expedicionarios y de entender su visión de la guerra, se abordarán dos de ellas: la estrategia militar que se debería seguir en el Alto Perú y los preparativos para la defensa de Lima. Para los oficiales realistas, el servicio al Rey era lo más importante, pero el método para hacerlo los diferenció del resto de la oficialidad. Aquellos españoles que habían hecho su carrera militar en América y que se habían casado con mujeres criollas, como Joaquín de la Pezuela, Juan Ramírez o Antonio de Olañeta, comprendieron mejor las peculiaridades locales y el comportamiento de sus élites, e incluso velaron por sus nuevos intereses locales. En ese sentido, Pezuela pensaba que los expedicionarios, solo 122 Moreno de Arteaga, 2010, p. 81 123 Moreno de Arteaga, 2010, pp. 83-84; Albi, 2009, pp. 138-143; Marks, 2007, pp. 169-170 124 Moreno de Arteaga, 2010, pp. 83-84 36 por su experiencia en Europa, llegaban con un injustificado engreimiento e infravaloraban la capacidad de las fuerzas americanas, cuyo valor había superado las distintas pruebas militares desde que el conflicto estalló125. En contraste, los militares expedicionarios, jóvenes en su gran mayoría, llegaron con el propósito principal de luchar contra los insurgentes y, en el proceso, de ascender en el escalafón militar y social. Acostumbrados a una guerra rápida y más ofensiva, les fastidiaba, como a La Serna, que se perdiera tiempo en discutir los límites de la autoridad militar; la solución, en esos casos, estaba en concentrar el poder militar y político en una sola persona para así agilizar las operaciones logísticas y militares. La estrategia militar se resumió, en palabras de La Serna, de la siguiente manera: “La guerra debe ser ofensiva y no defensiva, porque no produciendo esta ventajas, cuesta tanto o más que la primera, y no es aparente para apagar el germen de las revoluciones […] es mi opinión no debo ceñirme a hacer una guerra de posición, y sí de movimientos, ejecutando continuas marchas y contramarchas en disposición de poder siempre atacar al enemigo”126. Para realizar lo anterior, era necesario contar con más tropas peninsulares. La Serna consideró necesario incorporarlos al ejército del Alto Perú para avanzar hacia Salta y Tucumán (1817). Meses antes había hecho una avanzada hacia el Tucumán en el que sufrió bajas considerables, debido a la falta de caballería para perseguir a sus hostigadores, y al descuido de los generales recomendados por Pezuela: Olañeta, Olarria y el teniente coronel La Rosa. En esta campaña, manifestó Valdés, fueron los “recién llegados [quienes] se cubrieron de heridas y de gloria en cuantas ocasiones se les ofrecieron”127. Hasta ese momento, la experiencia les había demostrado que era mejor valerse de tropas peninsulares para asegurar la efectividad de la campaña. Por ello, en su correspondencia, La Serna reclamó con frecuencia al virrey el envío de cuerpos peninsulares, como el Infante D. Carlos y el Burgos. Para mala fortuna, el batallón Burgos, considerado una de las mejores tropas enviadas a América, fue destinada a la fatídica expedición de reconquista de Chile en 1818. 125 Juan Ramírez, desde su puesto de presidente de la Audiencia de Quito, calificó las actitudes de los expedicionarios como fanfarronadas andaluzas (Albi, 2009, p. 124). 126 Moreno de Arteaga, 2010, p. 104 127 Valdés, 1973[1827], p. 319 37 La derrota en Maipú (1818) afectó la estrategia militar en el Alto Perú. Rápidamente, el virrey Pezuela tuvo que organizar sus fuerzas restantes para defender las zonas del Alto Perú, establecer un plan de defensa a lo largo de la costa del sur del virreinato con el fin de evitar cualquier desembarco enemigo desde Chile y esperar la llegada de refuerzos de Cádiz. Por tanto, la guerra en el Alto Perú fue más defensiva que ofensiva. Ante el temor de que las fuerzas victoriosas de San Martín se unieran a Belgrano, La Serna, aconsejado por Pezuela, estableció su base de operaciones en la provincia de Tarija. A partir de ese año, las fuerzas realistas participaron en pequeñas escaramuzas y una guerra de recursos; recién dos años más tarde, en enero de 1820, cuando La Serna abandonó el cargo y Canterac se desempeñaba como general interno, se intentó romper la estrategia defensiva invadiendo Jujuy y Salta128. Para Pezuela, en oficio a Morillo, afirmó que “no hay novedad importante ni el más leve cuidado. Belgrano estaba débil en el Tucumán; las grandes miras presentes de los rebeldes se dirigen a Chile y a esta costa. La Serna tiene una fuerza respetable y los caudillos de las provincias están totalmente destruidos […]”129. En síntesis, la zona del Alto Perú dejó de ser el principal teatro de operaciones130. En consecuencia, el ejército del Alto Perú perdió su fuerza militar al desprenderse de muchas de sus unidades para formar un ejército de reserva en Arequipa, bajo el mando de Mariano Ricafort. Con este acto, condenaba a los oficiales altoperuanos a quedarse en una posición frágil y defensiva. La Serna consideró que esta condición era un suicidio131, por lo que nuevamente se enfrentó a Pezuela, aunque esta vez se hizo más notoria la participación de sus oficiales en estos desacuerdos. Primero, el nuevo cargo de Ricafort hacía que este diera cuenta de sus actos al virrey y no a La Serna, quien reclamaba que el ejército esté bajo su autoridad132. Segundo, la orden de movilizar tropas del Alto Perú hacia Arequipa, nuevo cuartel del ejército de reserva, originó amargos enfrentamientos133. Finalmente, La Serna y sus oficiales criticaron la elección de Arequipa como cuartel general de la reserva. Para ellos, era preferible que el 128 Albi, 2009, p. 249 129 Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VI, vol. 4, 1971, p. 26 130 Torrente, 1971[1830], p. 152 131 Albi, 2009, p. 214 132 Colección documental de la Independencia del Perú, tomo XXVI, vol. 4, 1971, p. 131 133 Por ejemplo, cuando Pezuela ordenó a La Serna enviar dos mil hombres al ejército de reserva, este le respondió que era imposible. Canterac y Valdés secundaron a su general afirmando que era fácil ordenar la movilización de tal cantidad de hombres. El asuntó terminó en una contradicción, pues La Serna cambió de parecer y se mostró más interesado en reforzar la reservar como si fuera iniciativa suya. Pezuela, 1947, pp. 423-424 38 ejército se acuartelara en Puno por el clima, por las condiciones geográficas y por su posición estratégica; en cambio, si permanecían en la costa, la fibra de los hombres para la guerra se debilitaría134. A diferencia de los demás oficiales expedicionarios, que fueron destinados al Alto Perú, Ramón Rodil se quedó como parte de la guarnición de Lima. Su estadía en la capital no fue tan pasiva como se podría pensar. A los tres meses de haber llegado a la capital, en julio de 1917, Pezuela le ordenó organizar un segundo batallón del Regimiento Arequipa, compuesto en su mayoría por milicias pardas135. Nombrado comandante de este cuerpo, participó en la fallida reconquista de Chile en 1818. Aunque no figuraba en la plana principal de oficiales al mando de esta expedición, su actuación fue destacada. Vicuña Mackenna señaló que, en la batalla de Maipú, el batallón Arequipa, junto con el Burgos, Infante D. Carlos y Concepción, fueron los que más resistieron cuando la batalla estaba perdida para los realistas136. Ya antes de la expedición, no dudaba de la efectividad y valentía de sus hombres, a quienes consideraba una de las mejores tropas de la referida expedición137. Tras la pérdida de Chile, Rodil siguió al mando del batallón Arequipa. Este sería, al fin de cuentas la única unidad en la que sirvió y mandó durante las guerras de independencia en el Perú. Durante ese tiempo, tal parece que se comportó como un comandante preocupado por sus hombres. Por ejemplo, en 1818, el marqués de Valdelirios acusó a un teniente del referido batallón de ingresar a su casa de manera violenta para extraer a un criado suyo que, horas atrás, había herido a un soldado. Añadió que no se respetó el rango que ostentaba, y cuando le reclamó por el atropello que realizaba, este le respondió “en un tono tan destemplado y grosero que acreditó su ignorancia de mi graduación, que, aunque no me conociese, mi uniforme se lo decía”138. Ante ello, Rodil salió en defensa del acusado, alegando que el marqués no llevaba insignia alguna y, bajo su palabra de honor, el soldado no amenazó con su espada a nadie. Para su disconformidad, Pezuela se puso del lado del marqués y ordenó que el 134 García Camba, 1846, p. 290 135 Este regimiento tuvo su origen en 1760 y hasta antes de 1816, se mantenía como guarnición en la Intendencia de Arequipa y de refuerzo a las tropas del Cuzco. Nacida como milicias disciplinadas, se la convirtió en Regimiento de Infantería de Línea tras la derrota en Chacabuco. (Luqui-Lagleyze, 2006, pp. 132 y 195) 136 Mackena citado en Albi, 1990, p. 222 137 Mazzeo, 2000, p. 16 138 AGN Colonial, Fondo Guerra y Marina, Auditoria General de Guerra, Causas Penales, Cuaderno 165, legajo 7, año 1818, f. 7. 39 referido teniente sea arrestado hasta que el marqués quede satisfecho del ultraje que sufrió. Con el auxilio de esta unidad, en mayo de 1820 se le encargó el control del contrabando en el Callao, Para ello, ocuparía las “avenidas que se consideren más fáciles y proporcionadas para las extracciones e instrucciones clandestinas”, desde Lurín hasta Ancón. En recompensa por su servicio, a sus hombres se les entregaría cien pesos por cada mil detenidos139. La información que se halla en la Real Aduana de Lima demuestra que confiscó diversas mercaderías mientras estuvo en ese puesto140. No obstante, solo se quedó dos meses en el cargo, pues, para julio, Pezuela le ordenó bajar a la capital. No fue el único convocado. Para la defensa de Lima, el virrey llamó a sus mejores generales -muchos de los cuales se encontraban en el Alto Perú- y los distribuyó en diferentes puestos del recientemente denominado “Ejército de Lima”. Arribaron a la capital García Camba, Agustín de Otermin y Ramón Gómez de Bedoya entre 1818 y 1819; José Canterac, Jerónimo Valdés, Valentín Ferraz y Antonio Seoane, en 1820, y los dos primeros recibieron cargos claves en el ejército: Canterac quedó como jefe de Estado Mayor y Valdés como jefe de Vanguardia del ejército de Lima. Rodil tuvo poca participación en la organización de la defensa de Lima. Se le destinó a la División de Reserva y tuvo la función, junto con su batallón y con el de Cantabria, de cubrir el fuerte de San Miguel –uno de los torreones de la fortaleza del Real Felipe- con la finalidad de impedir el desembarco de los enemigos por la embocadura del río Rímac141. Un mes después de la llegada de San Martín, ante la posibilidad de que la expedición patriota se dirigiera a la sierra central, se le ordenó apoyar la zona de Pasco142. Aunque la ayuda de estos oficiales fue fundamental en la defensa de Lima, poco fue el respeto que inspiraba Pezuela entre los más jóvenes, quienes no perdieron oportunidad de criticar la organización del ejército. Andrés García Camba, por ejemplo, vio al ejército de Lima indisciplinado, por lo que extendió un memorándum al virrey en la que criticaba duramente a los oficiales criollos por su incompetencia, escasa 139 AGN Colonial, TC-GO3, caj. 22, doc. 1413 140 Ver, por ejemplo, Real Aduana de Lima, caja 1023, legajo 2393, documento 194 y Real Aduana de Lima, caja 1023, legajo 2394, documento 468 141 Torrente, 1971[1830], p. 144 142 Colección documental de la Independencia del Perú, tomo VI, vol. 3, 1971, p. 224 40 experiencia militar y dudosa lealtad143. Por su parte, Agustín de Otermin, además de tener desacuerdos con el Intendente de Tarma José Gonzáles Prada144, no envió la cantidad de hombres requeridos por Pezuela. Sobre este punto, Albi afirma que ni los coroneles obedecían a Pezuela y que “cada día crece el descontento de Pezuela, así en el público como entre sus militares, entre los que hay tampoco la menor armonía ni subordinación”145. La influencia de La Serna también se vio en la dirección de la defensa de Lima. Si bien renunció a su cargo en 1819, se le permitió quedarse en calidad de segundo general del ejército de Lima. A sugerencia suya, se estableció una Junta de Guerra con la finalidad de discutir asuntos diarios de la guerra146. Entre las principales prerrogativas de sus miembros, estaba la posibilidad de intervenir en la rama de Hacienda para realizar disposiciones militares sin consulta alguna en caso el Virrey no estuviera presente. Si se aprobaban estas medidas, la Junta de Guerra se convertiría en un poder autónomo que incluso podría amenazar la precaria legitimidad de Pezuela147. Por ese motivo, Pezuela modificó esta idea inicial, y estableció que la Junta solo se reuniría cuando él lo disponga. No obstante, pese a que estas medidas pretendieron modernizar la guerra en la capital, el virrey se obstinó por una estrategia militar más defensiva, la cual desagradó a sus oficiales expedicionarios. Desde un inicio, Pezuela no presentó batalla y permitió que la Expedición Libertadora se aprovisionara de recursos y nutriera sus filas con los disidentes locales. Debido a esta inoperatividad, el ejército de San Martín tomó la iniciativa, y luego de una serie de expediciones en la sierra central, interrumpió las comunicaciones entre el ejército de Lima y los ejércitos de Arequipa y del Alto Perú. Asimismo, el carácter dubitativo del virrey y sus órdenes contradictorias no ayudaron a convencer de que su estrategia era la correcta; es más, los errores que cometió perjudicaron a su tropa. 143 Marks, 2007, p. 288; Albi, 2009, p. 252 144José Gonzales Prada remite oficio a Joaquín de la Pezuela, 20 de abril de 1820. AGN, Fondo Colonial, Superior Gobierno Militar, legajo 118, expediente 74. 145 Albi, 2009, p. 260 146 Estaba conformada por La Serna, los mariscales de campo José de La Mar, Manuel Llano de artillería, ingeniero Manuel Olaguer Feliú, Antonio Vacaro, jefe de la Escuadra, y Juan Lóriga, secretario de la junta y coronel ayudante del Estado Mayor (Moreno de Arteaga, 2010, p. 225) 147 Marks, 2007, p. 295; Hamnett, 1978, pp. 323-324 41 La situación se complicó más con la flexibilidad de Pezuela hacia los civiles limeños. Desde que llegaron a Lima, los expedicionarios no vieron con buenos ojos la estrecha cooperación del virrey con los locales. Observar que el círculo cercano del virrey estuviera compuesto por americanos debió haber causado una impresión negativa entre los militares españoles148. Aunque Hamnett señaló que las diferencias entre los recién llegados y Pezuela se acentuaron por el desconocimiento de los primeros en reconocer la colaboración entre criollos y peninsulares, no se dio cuenta de que la experiencia de seis años de estos “recién llegados” en el Alto Perú les enseñó mucho sobre el comportamiento de los americanos y les reforzó su desconfianza hacia ellos149. Por ello, cuando Pezuela recibió una petición firmada por los notables limeños en que se pedía negociar la paz con San Martín, los oficiales del ejército exigieron algún tipo de castigo a los oficiales criollos del Regimiento de la Concordia que se encontraban entre los firmantes150. En vez de hacerlo, simplemente hizo una llamada de atención al Cabildo, a quien le requirió no meterse en esos asuntos y preocuparse por la defensa de la capital151. Se observa, entonces, que la llegada de los refuerzos de la Península significó el fin de un ejército improvisado y el inicio de una fuerza militar operativa152. Los realistas contaron con un núcleo de oficiales profesionales que trajo lo último del arte bélico aprendido en las guerras napoleónicas153. Así, por ejemplo, Valentín Ferraz, llamado por Albi como el regenerador de la caballería154, formó dos escuadrones de Granaderos a Caballo sobre la base de la escolta de La Serna155; Andrés García Camba fue requerido por Pezuela en 1818 para que sea el comandante del segundo escuadrón de los 148 Entre ellos, el subinspector de tropas José de La Mar y el marqués de Montemira. Además, en el plano oficial del ejército de Lima, había una superioridad americana sobre la peninsular, entre los cuales destacaban Torre Tagle, Berindoaga y el marqués de Valdelirios. Se puede también ver la distribución de los oficiales del ejército de Lima en la memoria de gobierno de Pezuela (pp. 663-664); ver también De la Puente Brunke, 2012, p. 194 149 En ese sentido, no les hizo gracia que Pezuela, dueño de tierras en el valle del Rímac, fuera, en palabras de Rozalejo, “un verdadero criollo, identificado con los gustos y los intereses americanos” (Hamnett, 1978, p. 328) 150 Entre los firmantes estaban los marqueses de Casa Dávila, Villafuerte y Casa Boza, Condes de Casa Saavedra, San Juan de Lurigancho, Vista Florida y San Carlos (Hamnett, 1978, p. 329) 151 Marks, 2007, p. 294 152 Contraria a esta opinión, Semprún y Bullón consideran que, a diferencia de Nueva España y Costa Firme, las unidades autóctonas contribuyeron a la profesionalización del ejército. En esa línea, el Regimiento Real de Lima cumplió un rol fundamental en el proceso (1992, p. 100) 153 El proceso no era nuevo, pues desde el s. XVIII, los veteranos enviados a América se encargaron de entrenar y disciplinar a las fuerzas de dotación y a las milicias. Sánchez, 2011, pp. 137-139 154 Albi, 2009, p.14 155 Luqui Lagleyze, 2006, pp. 114-115 42 Dragones del Perú156; Rodil se encargó de organizar y disciplinar al batallón Arequipa157; y Mariano Ricafort tuvo la responsabilidad de formar un ejército de reserva en Arequipa158. De la misma manera, para asegurar el orden en las provincias del sur y facilitar provisiones y hombres al ejército, estos militares asumieron cargos políticos. Fue el caso de Rafael Maroto, nombrado presidente interino de Charcas en 1818159; Ricafort se desempeñó como presidente interino de la Audiencia del Cuzco (1814), comandante militar de La Paz (1816) y gobernador del Cuzco (1818)160; y Agustín de Otermin fue nombrado comandante militar de la costa del virreinato peruano161. Distintamente a lo que indica la historiografía, estos militares ya no eran unos recién llegados, pues cuatro años de experiencia en el virreinato del Perú fueron suficientes para formarse una idea de cómo se desarrollaba la guerra en el territorio. La organización de la defensa de Lima demostró que el aporte de estos militares fue significativo. Para perfilarse como los principales protagonistas de la guerra hacía falta que se retirara el principal opositor a sus acciones: el virrey Pezuela. 1.3 Entre victorias, ascensos y discrepancias: los expedicionarios en la última etapa de la guerra Al igual que Juan Ruíz de Apodaca en Nueva España, Pezuela fue obligado a renunciar por ser incapaz de defender el poder real. El pronunciamiento de Aznapuquio –llamado también motín o golpe de estado- ha sido conocido en la historiografía como el inicio del militarismo y caudillismo de la historia política peruana162 o como el paradigma del enfrentamiento entre liberales y conservadores163. De la misma manera, Joaquín de la Pezuela ha quedado como un virrey débil, falto de carácter frente a la soberbia de los oficiales expedicionarios y reticente a usar la fuerza militar164. 156 Mendiburu, 1931-1934, vol. V, p. 343 157 Mendiburu, 1931-1934, vol. IX, p. 447; Lagleyze, 2006, pp. 132-133; Mazzeo, 2003, p. 16 158 Julio Albi, 2009, p. 213 159 Mendiburu, 1931-1934, vol. VII, p. 239 160 Albi, 2009, p. 213; Roca, 2011, p. 359; Mendiburu, 1931-1934, vol. IX, p. 341 161 Mendiburu, 1931-1934, vol. VIII, p. 296 162 Montoya, 2009, p. 131 163 Albi, 1990; Semprun Bullon, 1992; Marchena, 1992, 1999 y 2008. 164 Anna, 1976, p. 55 43 Sin embargo, las críticas no necesariamente respondieron a la realidad que tenía que enfrentar Pezuela. Primero, hay que tener en cuenta varios elementos que configuraron la guerra entre los años 1820 y 1821. Timothy Anna señaló paradójicamente, que el mayor peligro hacia la autoridad de los virreyes no provino del accionar de los rebeldes sino de las decisiones del gobierno metropolitano. Por ejemplo, el recién instalado régimen liberal en España ordenó a Pezuela la jura de la Constitución y el cese del fuego hasta que los comisionados de paz llegasen al territorio165. Esto sucedió a cuatro días antes de la llegada de San Martín, quien aprovechó esta circunstancia para conseguir pertrechos para su ejército, mientras que los realistas sufrían bajas por las deserciones y las enfermedades. Es difícil determinar si los principales oficiales estaban enterados de la orden de la Península, pero no se puede negar que la imagen del virrey era más favorable a ser criticada. Segundo, concluir que Pezuela asistió tranquilamente a la desintegración del poder español en Lima sería muy apresurado166. En realidad, más allá de reaccionar militarmente ante la amenaza insurgente, dispuso una serie de medidas para debilitar al ejército de San Martín y fortalecer el suyo. De hecho, contaba con la ayuda del Tribunal del Consulado para debilitar las fuerzas invasoras. Así, acordó reunir quinientos mil pesos para expulsar a San Martín; repartió cupos obligatorios a los individuos más destacados; y otorgó premios tanto a los soldados que lucharan en defensa del orden como a aquellos que desertaran de las filas enemigas167. Pese a estas acciones, la realidad, en ese momento, parecía otra: la población estaba preocupada más en sobrevivir y en salvaguardar sus bienes, y, de alguna forma, las derrotas sufridas de las armas realistas fueron las que mayor impacto causaron en el ánimo general. Para los militares, el principal culpable de esto era el virrey Pezuela. Su resistencia a emplear la fuerza militar para expulsar a los rebeldes justificó, de alguna manera, rumores como los acuerdos de paz que supuestamente el Virrey estuvo planeando con San Martín. Ello, además, afectó a las tropas acuarteladas en Aznapuquio. La Serna, en diciembre de 1820, se quejó de la falta de sueldos y de 165 Anna, 2003, p. 45 166 Anna, 2003, cap. VI 167 Mazzeo, 2013, pp. 157 y 183 44 suministros para las tropas: el empeño de los oficiales era lo único que evitó la deserción de la tropa168. Este conjunto de discrepancias entre los militares estaba movilizándose a un terreno más delicado y peligroso que en cualquier momento podría estallar. Solo faltaría un suceso más que convenciera a estos veteranos de que la única solución, para mantener el honor de las banderas reales e impedir la humillación de una derrota más, era el reemplazo del máximo jefe militar. Este llegó en enero de 1821 y fue relatado minuciosamente en la Memoria de Pezuela. Según las noticias que recibió el virrey, las posibilidades de entablar una batalla definitiva en ese mes eran altas: las fuerzas de los patriotas no pasaban de los cuatro mil hombres, reducidas por las enfermedades y las deserciones, mientras que su ejército contaba con siete mil hombres bien armados y listos para expulsar al enemigo. Se dio la orden de movilizar a todo el ejército que se hallaba en Aznapuquio y que llevase víveres suficientes para ocho días. Bajo las órdenes directas de José de Canterac, los batallones que salieron como línea de vanguardia tuvieron entre sus oficiales a Andrés García Camba, Ramón Gómez Bedoya, Valentín Ferraz, Andrés García Camba, Ignacio Landázuri y el criollo Marqués de Valleumbroso, respectivamente. El resto del ejército, bajo el mando de La Serna, se movilizó poco después. Pezuela recibió un mensaje de un espía en que se le informaba el verdadero plan de San Martín: atraer al ejército a Huaura, embarcar sus tropas y desembarcarlas en Ancón para atacar la desprotegida capital. Mientras tanto, las tropas que se quedaban en Huaura se encargarían de llamar la atención del Virrey, para luego retirarse a Pativilca, cuyo río de la Barranca serviría como barrera natural para impedir la aproximación del ejército. Las tropas de San Martín, de acuerdo con el informe, ascendían a ocho mil hombres. Inseguro, el virrey ordenó que La Serna no haga movimiento alguno y que Canterac se quedara en Chancay. Esta suspensión de las órdenes se dio el día 20 de enero169. Canterac regresó contrariado por no habérsele permitido destruir al ejército de San Martín: su única obsesión era enfrentarse a San Martín y deseaba “con ansía que 168 Correspondencia de José La Serna a Joaquín de la Pezuela, 30 de diciembre de 1820. AGN Colonial, Superior Gobierno, Comunicaciones, legajo 214, expediente 4618. 169 Pezuela, 1947, pp. 826-837 45 llegue el día en que lo vayamos a buscar”170. Ese día había llegado finalmente, pero fue frustrado por Pezuela, acusado ya de meditar “mucho las operaciones y vacilaba a veces para emprenderlas, mientras que a los jefes del ejército todo parecía fácil y hacedero”171. Ante tal situación, Canterac, junto con los principales oficiales de Vanguardia, compañeros de armas del Alto Perú, con otros más de su confianza, como Valdés, Seoane y Fulgencio del Toro172, y algunos quizá convencidos por algún tipo de ascenso, como Rodil173, Mateo Ramírez o Antonio Tur174, escribieron un largo oficio que exigía a Pezuela abandonar el cargo por los errores cometidos y entregar el mando al único capaz de remediar “los efectos de los pasados errores”, cuya conducta no se “halle mancillada por sospechas divulgadas de hechos poco decorosos” y que establezca el honor perdido de las armas reales: el teniente general José de La Serna. Si bien la historiografía ha analizado el pronunciamiento de Aznapuquio en el contexto de las diferencias estratégicas e ideológicas de los militares españoles, no se ha tenido en cuenta la influencia que tuvo la visión de la guerra que los oficiales expedicionarios habían formado tras su experiencia en el Perú. A partir de esto, los acontecimientos previos a la destitución del virrey solo tendrían sentido. De igual forma, así como es limitado caracterizar a estos oficiales españoles como recién llegados para 1820, lo mismo pasa con agruparlos a todos ellos en un solo grupo. Juan Antonio Monet, por ejemplo, oficial expedicionario como Canterac y compañía, no firmó el manifiesto contra el virrey; lo mismo se puede decir de Rafael Ceballos, comandante del regimiento del Cantabria. Las razones de este comportamiento tienen que buscarse más allá de los referentes ideológicos, como se ha sostenido insistentemente175. Un factor determinante es que estos oficiales no fueron enviados al Alto Perú, donde se encontraban la mayor parte de los expedicionarios. Esto impidió que fortalecieran su camarería con otros oficiales expedicionarios y que compartieran una estrategia militar diferente a la del virrey. En contraste, en Lima fueron recompensados por sus méritos militares a tal punto que Pezuela recomendó ascensos 170 Citado en Mazzeo, 2003, p. 38 171 Mendiburu, 1931-1934, vol. III, p. 252 172 Pezuela afirma en su manifiesto que algunos firmaron por novedad, por convencimiento o por medio a “aquel tribunal de tinieblas”, refiriéndose a Canterac, Valdés, García Camba y Seoane. 173 Fue ascendido como segundo ayudante del Estado Mayor (Moreno de Arteaga, 2010, p. 316). 174 Designado como jefe del 1° batallón de Cantabria bajos las ordenes de Canterac en el ejército Real del Norte. 175 Mendiburu señala que Monet no se adhirió a la conspiración contra el Virrey porque no pertenecía a la logia de los liberales (1931-1934, vol. VII, p. 411); Julio Albi afirma que Monet tenía ideas conservadoras, ya que provenía del ejército de Antiguo Régimen (2009, p. 348). 46 para los grados de brigadier a Monet y de coronel a Ceballos respectivamente176. En ese sentido, cuando Pezuela fue destituido, recordó en su diario que Monet, junto con su primer batallón del Real Infante D. Carlos, fue uno de sus oficiales de mayor afecto177. Paralelamente, Ceballos, yerno del virrey, acompañó a Pezuela en su regreso a la Península178. Como nuevo virrey, La Serna tuvo poca confianza en los locales, especialmente en el ámbito militar, por lo que repitió su estrategia seguida en el Alto Perú: se rodeó de colaboradores de confianza, a quienes ubicó en posiciones claves del ejército. En el ejército de Lima, nombró a Canterac como General en Jefe, a Loriga como Jefe de Estado Mayor y a Rodil como segundo ayudante del mismo; en tanto envió, con sus nuevos cargos, al ejército del Alto Perú a Jerónimo Valdés, quien se desempeñaría como jefe de Estado Mayor, y a Andrés García Camba como su segundo ayudante; finalmente, Alejandro Gonzáles Villalobos se encargó de la inspectoría de las tropas veteranas y de las milicias179. Estas nuevas posiciones, que otorgaban mayor protagonismo a los expedicionarios en la dirigencia de la guerra, provocaron la renuncia del Juan Ramírez, general en jefe del ejército del Alto Perú. García Camba, en sus memorias, señaló que el español renunció por su quebrantada salud; no obstante, supone que también lo hizo porque estaba disgustado y celoso al no ser considerado, dada su antigüedad como militar, para ejercer el mando del virreinato180. Si bien García Camba tiene razón, habría que hacer algunos matices para entender las causas de esta separación. Con anterioridad, el militar ya había tenido sus diferencias con Pezuela porque el virrey no se dirigía a él como su cargo lo indicara y porque se le negó contar con facultades ilimitadas, como indicaba su cargo181. En realidad, ser General en jefe del ejército del Alto fue perdiendo importancia en la jerarquía militar del ejército realista debido a que dicha zona no era más un teatro de operaciones indispensable para la supervivencia de las armas realistas: sí lo fueron la costa sur y la sierra central del virreinato del Perú. Por ese motivo, hacia 1821, el ejército en Jauja, nuevo cuartel militar de los realistas, bajo el mando de Canterac, se convirtió en la principal fuerza militar del virreinato, por lo que varias de 176 Pezuela, 1947, pp. 692-693 177 Pezuela, 1947, p. 843 178 Albi, 2009, p. 676 179 Moreno Arteaga, 2010, p. 316; Albi, 2009, p. 353 180 García Camba, 1846, p. 26 181 Julio Albi, 2009, p. 260; Mazzeo, 2003, pp. 31-32 47 sus tropas pasaron a formar parte de ella. Ante esto, claramente su posición militar se vio relegada en favor de Canterac; en este contexto, parecía que tenía más peso ser nombrado por el virrey a tener un cargo militar asignado por la corona, hecho inimaginable e incómodo para Ramírez, un militar de la “vieja escuela”. También se debe tener en cuenta que tuvo altercados con su jefe de Estado Mayor, el recién ascendido a brigadier Jerónimo Valdés. Todo esto hizo que renunciara a su cargo. Con su dimisión, La Serna se hizo con el control total del ejército a través del “grupo de Aznapuquio”182, el cual le ayudó a continuar la guerra por otros tres años más. La guerra entre el período de 1822 y 1824 fue favorable para las armas realistas gracias a diversos elementos estratégicos. La distribución de sus fuerzas en zonas claves a lo largo de la sierra les permitió emplear una estrategia de envolvimiento a la hora de enfrentarse a las expediciones independentistas. Así, para 1823, la distribución era la siguiente: en Jauja, Canterac se encontraba con el grueso del ejército; La Hera, en Arequipa; Valdés, en la Paz en operaciones de contraguerrilla; Carratalá, en Puno; y Olañeta, en Potosí183. Ramón Rodil, por su parte, se acuarteló en el valle de Ica desde que la derrota de Domingo Tristán en 1822. Desde ahí hasta Cañete, como comandante general de la división central de Lima, se encargó de neutralizar cualquier intento de las fuerzas enemigas por recuperarla. Así, batió guerrillas patriotas dirigidas por Pardo de Zela, Gaspar Huavique, Cayetano Quirós, Juan Evangelista Vivas, entre otros184. Además de esto, tuvo la labor de pacificar el territorio, por lo que emitió diversos bandos que buscaban reafirmar el compromiso de la población con la causa realista. Por ejemplo, en agosto de 1822, avisó a los pueblos de Yauyos y adyacentes de la costa que indultaría a todo aquel rebelde que se entregue; recomendó que era inútil que organizaran algún tipo de resistencia, ya que su tropa era lo suficientemente preparada para derrotarlos; prometió que se respetarían las propiedades de aquellos que no tomaran armas contra los realistas; y concluyó diciendo que la independencia fue un engaño que le ha costado la existencia e intereses a todos los habitantes185. 182 Albi, 2009, p. 371 183 Julio Albi,2009, p. 445 184 Para ver las acciones militares en las que participa Rodil, ver Colección documental de la Independencia del Perú, tomo XXVI, vol. 4, 1971, p. 264; Colección de los principales partes y anuncios relativos, 1824, p 37. 185 Colección documental de la Independencia del Perú, tomo V, vol. 2, 1971, p. 375-376. 48 Ahora bien, para que la estrategia de envolvimiento funcionara, era necesario que las dispersas divisiones realistas se reunieran en el punto atacado por los patriotas: el elemento central fue, entonces, la rapidez de la movilización. Claramente, era una estrategia aprendida de las guerras napoleónicas: usaban el conocimiento que tenían del terreno a su favor. Esto se demostró en las victorias sobre las fuerzas patriotas en las dos campañas a Intermedios en 1823. Guillermo Miller, oficial británico que luchaba en el ejército patriota, se dio cuenta de esta estrategia, por lo que advirtió, en la primera expedición, a Rudecindo Alvarado, general en jefe, de tomar la iniciativa y marchar rápidamente hacia la posición de Olañeta, mientras Arenales se encargaba de distraer al ejército de Canterac en Jauja186; su estrategia era, en otras palabras, aislar cada fuerza realista y derrotarlas por separado. Lamentablemente para los patriotas, la inseguridad de Alvarado hizo que no se haga ataque alguno y que perdiera tres semanas de inacción187, lo cual permitió que los ejércitos de Canterac y Valdés se reunieran. Lo mismo sucedió en la segunda expedición hacia Intermedios cuando Santa Cruz se dirigió hacia el Alto Perú, donde se encontraba Olañeta. En su trayecto, logró hacer retroceder a las fuerzas de Valdés, pero en vez de perseguirlo tras la batalla de Zepita, buscó a la división de Gamarra que estaba en Oruro cuando podía buscar la cooperación de Sucre, que se encontraba en Arequipa. Al final, el virrey logró impedir que Gamarra y Santa Cruz se juntaran, y, con rápidos movimientos, unió sus fuerzas con las de Valdés y Olañeta. Santa Cruz, presa del pánico por el cambio de la situación, huyó a la costa188. Por esos años, la moral de los realistas era alta. Canterac, en una carta al intendente Lavalle, afirmó que estos triunfos “nos anuncian un provenir lisonjero y el término feliz a que aspiramos, trabajemos con constancia para conseguirlo y veremos cumplidas nuestras esperanzas. Así lo espero y me considerare muy feliz si puedo contribuir a que estos países disfruten de una paz octaviana”189. Así como hubo triunfalismo, no faltó también la arrogancia frente al vencido, como lo narró Jerónimo Valdés cuando derrotó a Santa Cruz: “En vano Santa Cruz osó decir que se presentó la acción y no se le aceptó. ¿Sabe lo que es presentarse una acción? Yo creo que no: a lo menos su lenguaje le hace aparecer destituido de este conocimiento. 186 Moreno Arteaga, 2010, p. 343; Miller,1975, vol. 2, p. 4 187 Albi, 2009, p. 445 188 Roca, 2011, p. 516 189 Mazzeo, 2003, p. 46 49 […] ¿Por qué no esperó el choque? ¿Por qué se replegó o gran priesa, buscando el asilo del fuerte? Hubiera entonces visto el efecto del arrojo, ardimiento, y valor de un ejercito […] Hubiera desecho su ejercito y asegurado el Perú de sus agresiones. Hubiera en fin dejado de ser jeneral, corriendo a ocultar su vergüenza en algún buque.”190 Igualmente, Canterac se expresó de la estrategia del Bolívar como “correrías insignificantes, sin atreverse a decidir la cuestión en un día de batalla”191. En realidad, esta excesiva confianza en el triunfo no sorprende, pues habían hecho fracasar dos expediciones de aproximadamente cuatro mil hombres cada una, habían colaborado para que tanto la Junta Gubernativa como Riva Agüero sean destituidos e incluso habían ocupado brevemente Lima. Es entendible, pues, que, en palabras de Julio Albi, contemplaran un futuro con un mínimo de optimismo192. En vista de estos triunfos, se retomó una práctica iniciada en las guerras napoleónicas: el ascenso a los oficiales que habían mostrado valentía en el campo de batalla. La mayor parte de los oficiales expedicionarios, comandantes de los batallones victoriosos en las campañas de 1823, fueron ascendidos durante ese año, como se observa en el cuadro 1. Se debe entender que el sistema de ascensos fue un importante incentivo que empleó La Serna para mantener contentos a sus generales. No obstante, así como en la Península, fue contraproducente realizar promociones generalizadas. Primero, había oficiales que, en menos de un año, ascendieron de coroneles a brigadieres, en contraste con el tiempo reglamentario de dos años193. Segundo, ¿qué iba hacer La Serna con nueve nuevos mariscales de campo y quince brigadieres? De este número, destacaban la nueva generación de militares, como Loriga, Villalobos, Rodil, Ferraz, García Camba y Mateo Ramírez194. Tercero, estos ascensos daban la imagen de que en realidad La Serna buscaba favorecer a ciertos individuos en desmedro de otros, cuyos méritos los hacían igual de valiosos para obtener premios y reconocimientos. Finalmente, estas promociones fomentaron más disputas que conciliaciones entre los mismos ascendidos. Cuadro 1. Grados de los militares expedicionarios en el Perú 190 Estracto del diario de las operaciones del ejército español en la campaña sobre el Desaguadero mandas en persona por el Escmo Sr. Virrey don José de la Serna en el año de 1823, pp. 32-33 191 Mazzeo, 2003, p. 45 192 Albi, 1990, p. 345 193 Lagleyze, 2006, pp. 57-59 194 Albi, 2009, p. 472 50 Oficial Grado militar antes de llegar a América Grado militar en 1822-1823 José de Canterac Brigadier (1817) Mariscal de Campo (1822) y Teniente General (1823) Jerónimo Valdés Coronel (1816) Brigadier (1822) y Mariscal de Campo (1823) Ignacio Landázuri Teniente coronel (1817) Brigadier (1823) Andrés García Camba Teniente (1815) Brigadier (1823) José Ramón Rodil Teniente (1817) Brigadier (1823) Valentín Ferraz Capitán (1816) Coronel (1822) y brigadier (1823) Mateo Ramírez Capitán (1816) Coronel (1822) y brigadier (1823) Ramón Gómez de Bedoya Teniente coronel (1817) Coronel (1822) José Carratalá Teniente coronel (1815) Brigadier (1822) y Mariscal de Campo (1823) Baldomero Espartero Teniente (1815) Coronel (1822) y brigadier (1823) Rafael Maroto Coronel (1814) Mariscal de Campo (1823) Juan A. Monet Coronel (1816) Mariscal de Campo (1823) Antonio Tur Capitán (1818) Coronel (1823) Juan Loriga Coronel (1819) Brigadier (1822) y Mariscal de Campo (1823) Fuentes: Elaboración propia a partir de Albi, 2009; Colección documental de la independencia del Perú, tomo VI, vol. 4, 1971; García Camba, 1846, vol. 1; Luqui-Lagleyze, 2006; Mendiburu, tomos III, V, VI, VIII, IX y XI, 1931-1934; Moreno de Arteaga, 2010; Pezuela, 1947; Roca, 2011; y Wagner Reyna, 1985. A partir de lo anterior, se puede entender las disputas que tuvo Canterac con el resto de la oficialidad peninsular. Reconocido por ser uno de los mejores generales españoles, se le caracterizó también por ser un militar muy ambicioso. García Camba, comandante de caballería del ejército de Jauja, justificó este comportamiento al señalar que su ambición era honrosa, pero también la criticó porque no siempre era “compatible con los intereses del mejor servicio”195. Jerónimo Valdés, llamado también el alma del ejército, querido y respetado por sus tropas, contó que, en la batalla de Ica, Canterac batió a los enemigos sin esperar su llegada196. Al respecto, Torrente afirmó que obtener 195 García Camba, 1846, vol. 2, p. 28 196 Colección de los principales partes y anuncios relativos…, 1824, pp. 13-14 51 triunfo en Ica “podría aumentar el catálogo de sus ilustres hechos; i tan ansioso por dar mayor estension a su gloria general”197. Este tipo de comportamiento le trajo problemas con el Virrey. En la campaña contra la expedición de Alvarado, La Serna le ordenó quedarse en Jauja y enviar refuerzos para enfrentar a los independientes. Canterac se negó a quedarse a la defensiva, por lo que se puso al mando de las tropas de refuerzo y salió de Jauja junto con Monet y Carratalá, dejando el cuartel bajo las órdenes de Loriga198. Luego de la derrota de la primera expedición a Intermedios, Canterac se dispuso a marchar hacia Lima y ocuparla, mas el virrey no estuvo de acuerdo con este movimiento al enterarse de que otra expedición se preparaba en la capital; por ese motivo, el ejército de Canterac, que en un inicio iba a contar con varios batallones de Valdés, pudo disponer de uno solo. Ante esta situación Canterac reclamó lo necesario que era contar con todas las tropas de Valdés, pero La Serna no cedió porque consideró que era peligroso dejar desguarnecido el centro y sur del Perú. Si no fuera por la intervención de Valdés, Canterac abandonaba su cargo199. Por último, cuando Santa Cruz y Gamarra se dirigieron hacia el Alto Perú, se le ordenó a Canterac quedarse en la costa y prepararse para ocupar Arequipa en caso de que sucediera algún imprevisto, mientras que sus oficiales, Carratalá y Ferraz, participaban en la lucha200. Nuevamente, García Camba, testigo cercano a Canterac, señaló que la orden afectó la susceptibilidad del general porque sospechaba que trataban de alejarlo de participar en las operaciones contra los enemigos. Consciente de estos problemas, La Serna dividió al ejército real en dos grandes fuerzas con el pretexto de darle mayor operatividad: el ejército del norte, bajo las órdenes de Canterac, y el ejército del sur, al mando de Jerónimo Valdés. Mas, en vez de solucionar estos conflictos, el virrey los empeoró, pues “originó el celo de varios y no satisfacía la ambición noble si se quiere de Canterac”201. Es entendible este resentimiento de Canterac: él era el oficial de mayor graduación, por lo que creía tener la obligación de estar en todas las operaciones militares. No se puede negar que también su afán de gloria militar lo motivaba a ello, pues podría consolidar su carrera militar. Aunque su actuación no fue decisiva para las 197 Colección documental de la Independencia del Perú, tomo XXVI, vol. 4, 1971, p. 227 198 De la Barra, 1974, p. 289; Julio Albi, 2009, p. 444 199 Albi, 2009, pp. 457-458 200 Moreno Arteaga, 2010, p. 354 201 García Camba, 1846, p. 78 52 victorias de 1823, ascendió de mariscal de campo a teniente general en poco menos de un año. Esta nueva posición, más que favorecer la eficacia militar del ejército realista, apoyar el mando militar y fomentar la camarería entre los demás oficiales, la debilitó. De igual manera, la posición privilegiada que alcanzaron los oficiales expedicionarios permite, por una parte, explicar las razones por las que Antonio de Olañeta se rebeló contra la autoridad de La Serna y se mostró a favor de la instauración del absolutismo. Por otra parte, es cuestionable la idea de que este hecho fue una prolongación de los enfrentamientos entre liberales y conservadores. 202 En principio, Olañeta fue uno de los oficiales más antiguos, cuya experiencia se remontaba a los inicios del ejército realista bajo el mando de Goyeneche. Pese a su antigüedad y a ser español, tuvo un lento ascenso en la institución: fue Brigadier tras la victoria en Viluma (1815)203 y tuvo que esperar cerca de ocho años para ser finalmente ascendido a Mariscal de Campo (1823). En cambio, la mayor parte de oficiales expedicionarios, en poco menos de tres años, alcanzaron el mismo grado que Olañeta, aun cuando los méritos militares fueron similares. Tal fue el caso de Baldomero Espartero, quien llegó a América en 1815 con el grado de teniente, pero que, tras 1821, ascendió rápidamente: en febrero de 1821 fue promovido a comandante; en mayo de 1822, a coronel; tras la victoria en Torata obtuvo el grado de coronel efectivo; y, al finalizar el año, apareció con el grado de brigadier204. Así como él, al finalizar las campañas de 1823, La Serna ascendió a mariscales de campo a diez brigadieres, y a brigadieres a quince coroneles. ¿Por qué Olañeta no pudo acceder a este tipo de reconocimientos? Puede que la respuesta se encuentre en que el militar perteneció a una antigua generación que, al igual que Pezuela y Ramírez, estuvo más vinculada con las élites locales; él mismo, antes de convertirse en un militar de carrera, se había dedicado a las actividades comerciales en Potosí, Salta y Jujuy, estaba casado con una local de la región y se desempeñaba como oficial de milicias205. Además, desde que La Serna ascendió como virrey, el militar español se encontraba en una zona que había perdido su importancia en 202 Al respecto, los trabajos de Marchena (1992 y 1999) defienden esta postura. En cambio, autores como Mazzeo (2003 y 2009), Luis Roca (2011) y De la Puente Brunke (2012) lo cuestionan. 203 Mendiburu, 1931-1934, vol. VIII, p. 107 204 Mendiburu, 1931-1934, vol. IV, pp. 423-425 205 Mendiburu, 1931-1934, vol. VIII, pp. 197-198 53 el desarrollo del conflicto y en la cual las posibilidades de adquirir prestigio militar para los ascensos respectivos eran mínimas. A partir de estas condiciones, se entiende que sus relaciones con la oficialidad expedicionaria no fueran de las más cordiales. Testigos como Miller y Alvarado señalaron, a inicios de la campaña de 1823, que existían grandes enemistades entre la oficialidad realista, especialmente entre Olañeta y el resto de sus compañeros206. En ese año, Olañeta tuvo sus encuentros con Maroto respecto a quien debería asumir el mando en el Alto Perú. En el altercado, se observa que cada uno apeló a distintas razones para justificar su posición: Olañeta señaló que por su antigüedad le correspondía el mando; en respuesta a eso, Maroto le recordó que, mientras ejercía el grado de brigadier, Olañeta era solo un coronel207. Para darle mayor sustento a su argumento, Olañeta se refirió a que Juan Ramírez, cuando era comandante del Alto Perú, había acordado que, en caso de reunirse ambos militares, el mando debería recaer en su persona208. Al finalizar el año, La Serna dividió al ejército y nombró como comandantes principales a Canterac y Valdés; en su calidad de comandante de vanguardia del ejército del sur, Olañeta estaría, por tanto, bajo las órdenes de Valdés. Era impensable, pues, para Olañeta, que un oficial de igual grado militar que él –ambos eran Mariscales de Campo- , pero con menor antigüedad en la región y en el continente, sea su superior. Se observa, entonces, que, a través de este sistema, La Serna legitimó una nueva forma de poder militar que ya se había desarrollado en las guerras napoleónicas: a mayor éxito en los escenarios bélicos, mayores posibilidades de ascender en la jerarquía y de obtener caudal político. Hasta tal punto había llegado esto que Loriga se marchó del Perú por las pocas posibilidades de ascenso. Esto también explica las acciones que realizó Rodil a inicios de 1824. Pese a que en la zona a la que le mandaron triunfó sobre varias columnas patriotas, su éxito no se comparó con la que obtuvo el resto de sus compañeros de armas en 1823. Al año siguiente, la guarnición del Callao se sublevó el 5 de febrero de 1824. Dos días después, José María Casariego, oficial español prisionero en el Real Felipe, envió dos cartas a las fuerzas españolas: la primera, dirigida a José de Canterac, general en jefe del ejército del Norte, avisaba que el pabellón español había sido enarbolado en el castillo del Real 206 Miller, 1975, vol. 2, pp. 4-6; Moreno de Arteaga, 2010, p. 373 207 Albi, 2009, pp.516-517 208 Albi, 2009, p. 517 54 Felipe gracias a la ayuda de Dámaso Moyano y sus compañeros; y la segunda, además de relatar lo sucedido en el Callao, pedía auxilio a la división estacionada en Ica. El 11 de febrero, Rodil, comandante de la zona, se enteró de lo ocurrido y decidió responder la llamada, pese a tener, al principio, algunas inquietudes al respecto: […]la resolución en un caso tan problemático como este, era bastante critica por su naturaleza, pero no tanto como difícil y amarga para un jefe subalterno a quien se le había de juzgar por el éxito favorable o adverso que tuviese. Yo la delibere sin poder consultarla, por ser de aquellas urgentísimas que exigen aventurar algo, para conseguir mucho209 Tres días más tarde, envió a uno de sus oficiales, Isidro Alaix, con la suma de 10 mil pesos destinados a completar la deuda que se debía a la tropa. Su iniciativa, sin consultar a sus superiores, fue clave para evitar que los sublevados regresaran a las filas del ejército patriota. Es posible, además, que haya visto esto como una oportunidad para salir de una zona en la que poco beneficio había para su carrera militar. Por tanto, su actuación no solo aseguraba la recuperación del Real Felipe, lo que significaría no solo un triunfo más para las armas realistas, sino también un precedente para poder ascender en la jerarquía militar. Esa fue la trayectoria de los militares españoles que provinieron de la península como parte de la política de pacificación de América. Por un lado, eran diferentes a la oficialidad local por una sencilla razón: las guerras napoleónicas modificaron la composición de la tropa, la estrategia militar y la forma de ascender en la jerarquía militar. Con estos antecedentes, alteraron la forma en que se desarrollaba la guerra en el Alto Perú y, posteriormente, en la defensa de Lima. En ambos escenarios, el virrey Pezuela se perfiló como el principal opositor a las reformas e iniciativas de estos militares. Luego de una serie de errores, que le costó el puesto al mencionado virrey y permitió a La Serna ser la nueva máxima autoridad, los expedicionarios ocuparon los principales puestos en el ejército real. Por otro lado, esta nueva posición fue adquiriendo cada vez mayor importancia, lo cual originó competencia entre los mismos para obtener mayor protagonismo militar. Paradójicamente, La Serna fomentó esto a través de los ascensos en la jerarquía militar. Dos aspectos que llaman la atención son la cantidad de oficiales que ascendieron y la rapidez del proceso para adquirirla. La Serna los otorgaba y la Corona se encargaba 209 Rodil, 1955, p. 6. 55 de ratificarlos. ¿Era quizá una forma de reafirmar lealtades entre estos generales hacia su persona? Se debe precisar que, durante los últimos dos años de guerra, estos oficiales adquirieron una posición favorable que los ubicaba por encima del resto de militares, con excepción del virrey. No solo comandaban un ejército sino que también eran jefes políticos y militares de varias provincias, como Maroto en Charcas, La Hera en Potosí, Carratalá en Puno, Canterac en Jauja y Rodil en el Callao. Sin embargo, poco se sabe acerca de sus funciones que ejercían en las mencionadas regiones, más allá de utilizar los recursos necesarios para la manutención de las tropas. ¿Qué tipo de participación tuvieron en el ámbito político? Para responder esta pregunta, se debe considerar dos aspectos: el impacto de la reinstauración del absolutismo (1823) y la situación de las élites locales. Por lo mismo, dado que esta investigación trata sobre Lima hacia 1824, en el siguiente capítulo se analizará el impacto del proceso emancipatorio en la élite limeña con la finalidad de conocer, más adelante, en qué situación Rodil la encontró y de qué manera esta condicionó su estadía como gobernador político y militar de la ciudad. 56 CAPÍTULO 2 ÉLITES, GUERRA E INDEPENDENCIA EN LIMA (1821-1824) Las reformas militares de la segunda mitad del siglo XVIII en América permitieron que la élite local ocupara puestos en la oficialidad militar, por lo que, para 1800, el 60,1% de oficiales del ejército de dotación del continente era criollo210. La estrategia de la Corona para que este sector ingresara al ejército y financiara las tropas milicianas fue astuta: exención de determinados impuestos y el otorgamiento del fuero militar. Con esto, el estrato alto de la sociedad no solo afianzó su prestigio y posición social, sino también fortaleció su control social y político sobre los sectores bajos211. En el virreinato peruano, esta medida tuvo amplio éxito212. De esta forma, a inicios de la guerra, hacia 1810, la cantidad de oficiales era de un total de 278; para 1821, había 811 oficiales en el ejército real. De estos números, dos tercios del total eran americanos213. Si esto ocurrió así, ¿por qué las élites en el Perú no asumieron un rol parecido al de los militares expedicionarios en la dirigencia de la guerra? En realidad, tener un grado de capitán o coronel de milicias no quiere decir que tuvieran la experiencia para ser catalogados como hombres de armas214. En Lima, esto se vio con mayor claridad, ya que la élite ni estaba capacitada para dirigir la guerra ni contaba con la experiencia suficiente para enfrentarse a los oficiales rioplatenses y neogranadinos. A lo largo de las guerras de independencias en el Perú, el principal aporte de la élite limeña consistió más en financiar las distintas campañas militares que en participar en ellas215. Así, entre 1821 y 1822, los altos mandos militares de la Expedición Libertadora -como José de San Martín, Rudecindo Alvarado y Álvarez de Arenales- se encargaron de dirigir la guerra. Cuando fracasaron, Simón Bolívar y José Antonio de Sucre tuvieron que hacerlo. En los pocos escenarios en los que la oficialidad local pudo demostrar su valía 210 Marchena, 1992, p. 162 211 Marchena, 1992, p. 146 212 Véase Campbell, 1970, pp. 53-55; y Ragas, 2004, pp. 221-226. 213 Lagleyze, 2005, pp. 44-50 214 En el sur, si bien es cierto que la élite local carecía de experiencia al inicio del conflicto, estaba lo suficientemente preparada para cualquier eventualidad militar, producto de su experiencia previa en la rebelión de Túpac Amaru (1780). Gracias a ello, Abascal organizó rápidamente una fuerza decente que pudiera enfrentar a los insurgentes de Chuquisaca (1809). Asimismo, hubo varios miembros de esta élite que destacaron durante la guerra, como José Manuel de Goyeneche, general en jefe del ejército realista del Alto Perú entre 1810 y 1812, y Pío Tristán, pariente suyo, segundo al mando y general en jefe interino del ejército realista del Alto Perú hasta la llegada de Joaquín de la Pezuela. Sobrevilla, 2012, pp. 257-258 215 Ver trabajos como el de Condori (2011), Hamnett (2000), Flores (2001) y Mazzeo (2012). 57 terminaron en finales decepcionantes: Domingo Tristán fue culpable de la derrota en la batalla de Ica (1822); y en la segunda campaña a Puertos Intermedios (1823), Andrés de Santa Cruz, oficial al mando, cometió una serie de errores tácticos que le costó la victoria sobre los realistas. Este capítulo analizará cómo afectó la guerra de independencia a la situación política y económica de la élite limeña entre los años 1821 y 1824. Primero, se verá que la principal preocupación de la misma era velar por sus intereses económicos y políticos, por lo que apoyó a los regímenes que se encargaran de garantizarlos. De esta forma, cuando los efectos de la guerra se sintieron en la capital, la élite consideró que la independencia era la solución para acabar con sus tragedias. El apoyo era frágil hacia ella, dado que respondía más a una cuestión práctica que a uno ideológico. Segundo, se explicará que, a medida que la guerra se intensificaba y la capital sufría sus efectos, la élite limeña perdió su influencia política, estaba económicamente desgastada por las constantes demandas para sostener al ejército patriota y se hallaba disminuida por las persecuciones y las migraciones forzadas. En consecuencia, para inicios de 1824, su escasa simpatía hacia la independencia había desaparecido. Finalmente, se evaluará cuáles fueron las circunstancias por las que Lima fuera ocupada por los realistas. En el proceso, se determinará si la élite tuvo participación en ella y se identificarán los motivos para que apoyara al reinstalado régimen realista. 2.1 Lima en guerra. La élite limeña entre el rechazo y la aceptación de la independencia Hasta 1816, Lima se había encargado de neutralizar las insurrecciones e intentos de autonomía de diversos rincones del continente americano. Sin embargo, la pérdida de Chile en 1818 fue el primer golpe que recibió parte de la élite limeña. Principalmente, se redujo el suministro de trigo y sebo, y el mercado para el azúcar limeño216, lo cual perjudicó a los comerciantes y hacendados que dependían del comercio con Chile217. 216 Anna, 2003, p. 182 217 Marcello Carmagnani ha estudiado ampliamente el funcionamiento de la economía colonial chilena. Los datos que ofrece sobre el comercio de exportación con el Perú demuestran el impacto de las guerras de independencia entre la década de 1810 y 1819 y, específicamente, el fin del régimen virreinal en Chile. Así, se observa, por ejemplo, que la exportación en toneladas se redujo de 17.168, del período de 1800 a 1809, a 14.741 de la siguiente década. Lo mismo sucedió con el comercio de importación proveniente del Perú: de obtener 601.321 pesos en el período de 1800-1809, se redujo a 278.014 pesos para el período de 1810-1819. (2001, pp. 78-88). 58 Esto empeoró cuando los insurgentes dominaron el mar, condición que les permitió atacar, a partir de febrero de 1819, el puerto del Callao. En consecuencia de lo anterior, el virrey Joaquín de la Pezuela no tuvo otra opción que establecer el libre comercio. Esta medida significó otro golpe a la élite mercantil limeña y también una presión para que siguiera prestando dinero a la Real Hacienda218. El Tribunal del Consulado, como corporación representativa de los comerciantes limeños, se opuso a todo intento de liberalizar el comercio: la presencia de mercadería extranjera en el circuito comercial amenazaría el monopolio que habían acumulado por largos años. No obstante, esta institución ya no podía confiar en el tráfico marítimo español para abastecer la capital, pues, para esos años, los barcos extranjeros o neutrales eran los únicos que podían comerciar sin riesgo de ser atacados por corsarios insurgentes219. El Consulado criticó abiertamente la política económica del virrey Pezuela, pese a que este lo hacía para aliviar los problemas de abastecimiento que sufría la capital220. Esta impopularidad del virrey con este sector de la élite ha sido vista por Patricia Marks como un antecedente de la alianza entre este y militares liberales, por lo que afirma que el pronunciamiento de Aznapuquio en 1821, que destituyó a Pezuela de su cargo, estuvo apoyado por Gaspar Rico y por comerciantes del Tribunal del Consulado221. Pese a ello, cuando la Expedición Libertadora desembarcó en la bahía de Paracas en setiembre de 1820, el Tribunal del Consulado siguió apoyando la causa realista222. Esta significativa colaboración y compromiso de la élite mercantil con el régimen no se extendía necesariamente al resto de la élite. Habría que resaltar que esta estaba integrada, además de ella, por la nobleza titulada, terratenientes y funcionarios de 218 Mazzeo, 1999, pp. 32-34 219 Ver Guerra, 1982-1983 220 Por ejemplo, el conde de la Casa Flores señaló que Pedro Abadía, personaje importante en el comercio con los extranjeros, se había ganado la confianza de Pezuela y era capaz de manejarlo. Anna, 2003, p. 195. 221 Marks, 2007, pp. 316-320 222 Si bien estaba desgastado por los continuos donativos que había entregado al gobierno español, que, hasta 1819, ascendía, aproximadamente, a siete millones de pesos, el Consulado de Comercio de Lima acordó juntar 500.000 pesos para expulsar a los invasores. Al año siguiente, siguieron las contribuciones forzosas de la siguiente manera: en marzo, se juntaron 240.000 pesos; en abril, 99.973 pesos, pese a que se había estipulado, en un inicio, 400.000 pesos; y en mayo, 276.264 pesos (Mazzeo, 2012, pp. 157, 166- 167). Adicionalmente, tenían recursos para premiar a los soldados que destacasen en batalla: si obtenían una victoria aplastante, entregarían 200.000 pesos a los cuerpos que hayan participado en ella; si un escuadrón de caballería desordenaba las filas enemigas, se le premiaría con 20.000 pesos; y por cada cañón capturado se otorgarían 1.000 pesos. Lo mismo sucedía con las cantidades ofrecidas a los soldados de la Expedición Libertadora para que abandonasen su ejército: cien pesos si se presentaban con armas y sesenta pesos si lo hacían sin ella (Mazzeo, 2012, pp. 183-184) 59 la administración colonial223. Hasta antes de la llegada de San Martín, los intereses de estos grupos, en su gran mayoría, se alineaban con el régimen español. Ello no impidió que algunos participaran en conspiraciones durante el gobierno del virrey Fernando de Abascal (1812-1814): José Matías Vásquez Acuña, VI marqués de la Vega del Ren, y José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, nieto por línea materna de los marqueses de Montealegre de Aulestia. Lo mismo sucedió en 1818, solo que en este caso se involucraron más nobles, además de los mencionados: Diego de Aliaga, hijo del conde de San Juan de Lurigancho, el tío de Riva Agüero, el marqués de Montealegre de Aulestia, Francisco de Zárate y Manrique de Lara, hijo mayor del marqués de Montemira, el marqués de San Miguel y el nuevo conde de Vista Florida224. La presencia de la Expedición Libertadora en la costa del virreinato del Perú constituyó un hecho significativo para la élite limeña por una sencilla razón: por fin la guerra llegó a la ciudad. Ello significaba que la continuidad social, económica y cultural que garantizaba el gobierno virreinal peligraba. Ante esta crisis, el comportamiento de la élite fue complejo. En esa línea, de acuerdo con Gustavo Montoya, entre 1820 y 1821, este hecho reafirmó las divisiones que existía al interior de la élite limeña. En efecto, la aristocracia terrateniente, agrupada en el Cabildo limeño, no se comprometió con la defensa de la capital, sino que se inclinó por el cese inmediato de los enfrentamientos225. ¿Hasta qué punto es válida dicha afirmación? El Cabildo, en cumplimiento de la Constitución Política dictaminada en España, había disuelto sus funciones y, el siete de diciembre de 1820, se constituyó el Ayuntamiento Constitucional y se convocaron a elecciones de alcaldes y regidores. Cuadro 2. Miembros del Ayuntamiento Constitucional de Lima, 1820-1821 Nombre Título Ocupación Cargo Alcaldes ordinarios Isidro de Cortázar y Abarca Conde de San Isidro Comerciante Director de la Compañía de Filipinas José María Galdiano Capitán del Regimiento de la Concordia Hacendado Abogado de la Real Audiencia y Catedrático de la Universidad de San Marcos 223 Ver Rizo Patrón, 1999, pp. 20-21 224 Anna, 2003, p. 210 225 Montoya, 2002, p. 69 60 Regidores Francisco de Zárate Segundo Marqués de Montemira y cuarto Conde del Valle Oselle Hacendado Simón Rávago Brigadier Diego de Aliaga y Santa Cruz José Matías Vásquez de Acuña Conde de la Vega del Ren Hacendado Francisco Vallés Comerciante Lorenzo de la Puente Marqués de Corpa Hacendado Pedro de la Puente y Querejazu José Manuel Malo de Molina Capitán de Regimientos de Dragones Francisco Paula Mendoza Capitán de Regimientos de Dragones Mariano Vásquez Capitán del Regimiento de la Concordia Comerciante Miembro del Tribunal del Consulado Manuel Pérez de Tudela Abogado Abogado de la Real Audiencia y Catedrático de la Universidad de San Marcos Manuel Sáenz de Tejada Capitán de Cazadores de la Concordia Comerciante Miembro del Tribunal del Consulado Juan Esteban Gárate Capitán del Regimiento de Cosacos del Rey Comerciante Miembro del Tribunal del Consulado Manuel María del Valle Capitán del Regimiento de la Concordia Abogado de la Real Audiencia y Catedrático de la Universidad de San Marcos Miguel Vértiz Teniente del Regimiento de la Concordia Manuel Alvarado Coronel Fuente: Elaboración propia a partir de Gamio Palacio, 1971; y Lohmann Villena 1983. Es difícil determinar si los hacendados eran mayoría representativa en el Ayuntamiento Constitucional. Además, que uno fuera comerciante no significa necesariamente que careciera de haciendas, y viceversa226; o que uno fuera noble no 226 Rizo Patrón señala, a modo de ejemplo, que, en el contexto de la explosión de la Compañía de Jesús y el remate de sus propiedades, de 42 cañaverales jesuitas vendidos, 30 fueron comprados por comerciantes. Esto le permite sostener, páginas más adelantes, que la actividad mercantil “resultó ser lo suficientemente rentable como para permitir el acceso de quienes mejor la practicaban a los rangos del sector terrateniente”. Rizo Patrón, 2000a, p. 45 61 implicaba que no desempeñaba actividades mercantiles227. Entre los diversos casos estuvieron Domingo Ramírez de Arellano, eminente comerciante, que, a su muerte en 1811, dejó entre sus propiedades la hacienda Pando, Baquíjano, Aguilar y otras tierras del pueblo de Supe avaluadas en 109.586 pesos228. Otro comerciante, igual de exitoso, como Isidro Abarca y Gutiérrez de Cossío, tío finado de Isidro de Cortázar y Abarca, conde de San Isidro, invirtió en tierras en el valle de Guatica, lo cual hizo célebre el nombre de San Isidro229. De manera inversa, la familia más rica de finales del s. XVIII y comienzos del XIX, los Carrillo y Albornoz, basaba su fortuna no solo en enormes haciendas sino también en intereses comerciales230. El mejor camino para observar la vinculación que existió entre los diferentes grupos que conformaban la élite limeña es a través de las redes familiares231. Entre los diversos factores del éxito de la trayectoria de los comerciantes de finales del periodo virreinal, Rizo Patrón sostiene que los ventajosos matrimonios los colocaron por encima de los demás232. Por todo esto, dividir a la élite limeña entre comerciantes y hacendados resulta limitada si se tiene en cuenta que varios de sus miembros más representativos participaban en ambas actividades. Además, la guerra en la capital afectó directamente a cada uno de los miembros de la élite limeña, sin importar su condición social o económica, por lo que afirmar que un sector estaba a favor de la continuación de ella resulta poco convincente: se deben identificar, en todo caso, quienes eran los que estaban a favor y cuáles eran las razones de su empecinamiento233. La llegada de la guerra a Lima puede dar luces acerca del comportamiento de la élite limeña durante esta coyuntura. En diciembre de 1820, 72 vecinos notables de Lima presentaron una petición para que el virrey Pezuela abriera negociaciones con el general 227 Por ejemplo, el conde de la Fuente Gonzáles, el conde Torre Velarde y el conde de San Isidro eran comerciantes. 228 Aguilar Gil, 1999, p. 185 229 Rizo Patrón, 1999, p. 26 230 Rizo Patrón, 2009, p. 202 231 En esa línea ver, por ejemplo, Gonzáles Gómez y Basaldúa Hernández (2007) 232 Rizo Patrón, 1999, p. 17. Por ejemplo, en 1773, Domingo Ramírez de Arellano y Martínez, comerciante, a través de su matrimonio con Catalina Baquíjano y Carrillo de Córdova, hija de Juan Bautista de Baquíjano y Urigoen, primer conde de Vista Florida, pudo ingresar a las filas de la élite limeña (Aguilar Gil, 1999, p. 177). El ventajoso matrimonio del conde de San Isidro con Micaela de la Puente y Querejazu en 1812 le permitió tener parientes poderosos como Pedro de la Puente y Querejazu, y Lorenzo Benigno de la Puente y Carrillo de Albornoz, marqués de Corpa (Rizo Patrón, 2000, p 236). 233 Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VI, vol. 3, 1971, pp. 255-257 62 San Martín234. Este deseo de negociar con las fuerzas de San Martín no implicaba, necesariamente, la aceptación de la independencia. Más bien, las razones eran prácticas: acabar con el conflicto que amenaza sus vidas y sus intereses. ¿Por qué no, entonces, como insistían los militares peninsulares, decidir la suerte de Lima en una batalla campal? Se debe considerar que, para diciembre de 1820, el ejército realista no había obtenido ningún triunfo significativo. A esto se añade la poca confianza hacia el virrey Pezuela como dirigente militar. Por lo mismo, los notables limeños consideraban que si se pierde una batalla, “entrarán en ella vencedores y vencidos, causando las ruinas, incendios, robos y ultrajes que acaben con esta fiel Metrópoli y su leal vecindario […] todo será horror y confusión en una ciudad populosa, indefensa […] y con una plebe en que hay muchos propensos al desorden”235. Con José de La Serna como virrey, la situación no difirió en mucho. En mayo de 1821, se publicó en El pacificador del Perú una representación anónima en la que el autor se identificaba como un español liberal. Además de sus quejas acerca del sistema de gobierno que debería implantarse en la capital, destacó las consecuencias que ha causado la guerra: Ya hemos perdido nuestras fortunas: ¿cuál será el premio? […] multiplíquense las exacciones […] arránquese los caballos de nuestro uso, déjense nuestros campos eriazos, nuestras casas desordenadas quitándonos los esclavos destinados a la labranza y al servicio doméstico, róbesenos el dinero que hemos adquirido […] todos estos males y cuantos quieran añadirnos son compensaciones, si bien indignas de nuestros heroicos sacrificios, debidos a lo menos a nuestra estupidez, y paciencia sin ejemplo en sostener un ejército que ya no hace más la guerra236. Un mes más tarde, el 6 junio de 1821, en el Cabildo Constitucional, se leyó una carta anónima que se quejaba de la situación insostenible en que se hallaba la capital hace nueve meses. Cuestionaba, además, la posición de La Serna como virrey por haber depuesto al anterior, a la Diputación Provincial por no haber renovado sus cargos y a la 234 Entre los firmantes, destacaban el marqués de Casa Dávila, el conde de Casa Saavedra, el conde de San Juan de Lurigancho, Hipólito Unánue, Francisco Xavier de Izcue, Martín Aramburú, Pedro Abadía, el marqués de Villafuerte, el conde de Vista Florida, el marqués de Casa Boza, Juan Pedro de Zelayeta, Lorenzo Sanz de Santo Domingo, Tomás de la Casa y Piedra, el conde de San Carlos, entre otros. (CDIP, tomo VI, vol. 3, 1971, pp. 250-251.). Esta petición fue ratificada y apoyada el 16 de diciembre de 1820, ocho días después de su elección, por los miembros del recientemente formado Ayuntamiento Constitucional de Lima (Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VI, vol. 3, 1971, pp. 251-252) 235 Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VI, vol. 3, 1971, p. 250 236 En Pacificador del Perú, número 5, Barranca citado en Montoya, 2002, p. 90 63 Junta de Pacificación como un organismo sin valor legal237. Al día siguiente, el Cabildo no solo envió un extracto de la carta anónima al virrey, sino hizo saber al virrey sobre su inclinación por la paz. Nuevamente, no se trata de una aceptación de la independencia, sino de poner fin a una guerra que estaba causando devastación en la capital. Este oficio concluyó que la guerra desde 1815 ha dejado a Lima sin fuerzas para sostenerse, por lo que la única solución es la paz238. Esta preocupación por el alto costo de la guerra era constante entre los principales miembros de la élite limeña. Al menos, la presencia del virrey y del ejército realista, pese a sus últimos fracasos, garantizaban cierta estabilidad en esos momentos tan críticos. Esta situación cambió el 4 de julio cuando La Serna anunció que abandonaba la ciudad y que entregaba el mando civil y militar de la capital al anciano marqués de Montemira. Sin ejército ni gobierno que asegurasen la paz en Lima, ¿quién mantendría a la élite a salvo de la plebe y de las montoneras? Algunos aseguraron sus vidas acompañando al virrey a la sierra, como el prior y el cónsul del Tribunal del Consulado; sin embargo, la gran mayoría no tuvo más alternativa que quedarse en la ciudad. Los doscientos rifles que dejó el virrey a disposición de Montemira eran claramente insuficientes para defender la ciudad tanto interna como externamente239. No extraña, entonces, que el pánico se apoderara de la élite limeña: la mayoría de sus miembros emigró al puerto del Callao o buscó refugio en algún convento, iglesia o se puso bajo la protección de algún navío extranjero. Los españoles de la ciudad, pequeños comerciantes, propietarios, administradores de bodega, entre otros, también fueron contagiados por este temor240. Basil Hall fue testigo directo de este pánico generalizado y de las primeras migraciones de la élite limeña. Algunos, como Manuel José de Peralta y Astraudí, marqués de Casares, allegado al gobierno del ex virrey Joaquín de la Pezuela, huyó con su esposa al Río de Janeiro241. Lo anterior ha servido como sustento para afirmar que la firma y posterior proclamación de la independencia no fueron expresamente por la voluntad general sino, más bien, por las circunstancias de esos momentos242. Esto se vio reforzado con lo 237 Peralta, 2010, p. 303 238 Gamio Palacio, 1971, p. 28 239 Anna, 2003, p. 234 240 Flores Galindo, 1991, p. 170 241 Rizo Patrón, 2001, p. 413 242 Ver Anna, 2003 y Rizo Patrón, 2009 64 ocurrido tras el vacío del poder que dejó la retirada del gobierno español de la capital. Además de las migraciones de varios miembros de la elite limeña, ocurrieron saqueos y desórdenes en las calles de la ciudad. Flores Galindo ha sostenido que fue el miedo de la aristocracia limeña el que alentó un motín popular, aunque luego señala que ninguna casona de la élite fue saqueada y que ningún símbolo del poder colonial fue destruido por la muchedumbre: solo fue un sentimiento antiespañol que cohesionó, momentáneamente, a la plebe de la ciudad243. En consecuencia, un día después de ser nombrado gobernador civil y militar de Lima, el marqués de Montemira escribió a San Martín invitándole a ingresar a la ciudad y pidiéndole, además, que controlara a los indios y a su tropa, que podrían causar más desórdenes de los que ya tenía la ciudad244. Por todo ello, el ingreso de San Martín a la capital fue un alivio para muchos. El general argentino, consciente de que días antes la élite limeña había luchado en contra suya, reconoció la autoridad del Marqués de Montemira para ganarse la confianza de esta245. Sin embargo, cuando se procedió con la firma de la declaración de la independencia en Cabildo abierto el 15 de julio, hubo muchas ausencias por parte de la élite limeña. En total, de los 3504 firmantes, solo había un miembro de la Audiencia de Lima: Manuel María del Valle; de los jefes de departamento y directores de la burocracia, pocos fueron los que firmaron, como Antonio Chacón, contador mayor del Tribunal de Cuentas, y Félix de la Roza, administrador de correos; solo 17 miembros del Consulado limeño firmaron; y de la nobleza titulada, menos de la mitad colocó su firma en el acta246. Muchos otros, en cambio, fueron obligados a hacerlo, como Pedro de Gutiérrez Cos, obispo de Huamanga, a quien no solo se le exhortó a jurar la independencia, sino también a que convenciera a su diócesis hiciera lo mismo. Peor les fue a aquellos que no quisieron firmar o hacer algún juramento a favor de ella: Nicolás Tadeo Gómez, sacristán mayor de la catedral de Lima fue confinado a Chancay, y sus bienes fueron confiscados; José Antonio Prada, acaudalado criollo, sufrió persecución y su hacienda, valorizada en 700.000 pesos, fue confiscada247. Casos como el de Nicolás Tadeo Gómez, José Antonio Prada o de los españoles que embarcaron cuatro días antes de la proclamación de la independencia ilustran la 243 Flores Galindo, 1991, pp. 171-172 244 Anna, 2003, p. 236 245 Ortemberg, 2014, p. 235 246 Anna, 2003, p. 246 247 Anna, 2003, pp. 240-241 65 resistencia a vivir en una Lima independiente248. ¿Por qué hubo, por un lado, grandes ausencias en la firma del acta y, por otro lado, resistencia a hacerlo? ¿El temor y el anhelo por la estabilidad no eran motivos suficientes para que la élite limeña firmara el acta de la independencia? Pese a tener una opinión favorable sobre la independencia, Basil Hall da algunas luces sobre el tema: “si se manifestaban [los españoles] contrarios a las opiniones de San Martín, sus bienes y personas estaban sujetos a confiscación; si accedían a sus condiciones, se convertirían en culpables ante su propio Gobierno, que era posible volviese a visitarlos con igual venganza”249. Sus declaraciones fueron proféticas, pues meses más tarde José de Canterac bajó con su ejército para socorrer a los refugiados en el Real Felipe. San Martín se dio cuenta del comportamiento ambiguo de la élite limeña, por lo que usó la proclamación y jura de la independencia como elementos para afianzar el lazo político entre los militares extranjeros y la élite local250. Pablo Ortemberg destaca que, para generar consenso entre ambos grupos, San Martín empleó un lenguaje conocido por todos, y que debería proyectar una ilusión de orden, tal y como había prometido a la élite antes de entrar a la ciudad. Lo mismo plantea Carmen Mc Evoy al señalar que el Protectorado fue resultado directo de una alianza estratégica entre sectores de la élite peruana y militares e intelectuales extranjeros. Defiende, además, la idea de que esta alianza se sostuvo, por un lado, en el deseo de la élite de mantener el orden luego de la desintegración del Estado Colonial en Lima, mientras que, por otro lado, para San Martín y los suyos fue preciso contar con aliados nativos capaces de lograr una estructura ideológica alternativa al régimen colonial251. En ese sentido, el planteamiento del proyecto monárquico y la instauración de la Orden del Sol suscitaron cierta aceptación entre la élite limeña. Sin duda, con el primero se aceptaba que la independencia no implicaba un cambio radical en el orden social y político. La Orden del Sol252, creada el 8 de octubre de 1821, similar a la Legión de 248 Para una comprensión mayor de la actuación de la élite limeña frente a la llegada de la patria a la capital, se requieren más investigaciones de caso. En esa línea, Cristina Mazzeo realizó una investigación conjunta para entender la dinámica interna de la élite comercial frente a los distintos acontecimientos del período colonial tardío (1999). Por su parte, Paul Rizo Patrón ha demostrado, a través del estudio de la familia De la Puente, que la independencia fue un capítulo incierto en la que difícilmente se podía asumir una convicción segura (2000). 249 Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 1, 1971, p. 240 250 Ortemberg, 2009, p. 81 251 Mc. Evoy, 1999, p. 12 252 El sol, como símbolo, fue usado para promover la política monarquista. Ortemberg, 2014, p. 251 66 Honor de Napoleón, reforzaría el proyecto monárquico al formar cuadros dirigentes entre los miembros más notables de la sociedad253. Asimismo, fundó la Sociedad Patriótica, que se encargaría de discutir el futuro político del país, para lo cual convocó a un círculo intelectual conformado, en su mayoría, por condes, marqueses, generales, mercaderes y sacerdotes españoles254. Lo mejor, para los nobles titulados, era que sus títulos podían ser conservados, solo que ya no serían de Castilla sino que serían convertidos en los de Perú. No obstante, cabría preguntarse hasta qué punto el Protectorado benefició a la élite limeña. Conservar los títulos y el status era importante, pero, ¿qué sucedía con el poder efectivo que pudiera tener en el nuevo gobierno independiente? Salvo el caso de José Bernardo de Tagle y Portocarrero -fue consejero de Estado (1821) y Delegado Supremo (1822)- gracias a los lazos de parentesco que tenía con O’Higgins y San Martín255, no hay indicios de que el resto de la élite limeña obtuviera la misma influencia en el gobierno. San Martín reservó los principales puestos para sus compañeros de armas como Tomas Heres o Álvarez de Arenales encargados de la rama de guerra, y si confió en algún local, fue en Hipólito Unánue en el despacho de Hacienda y Sánchez Carrión en el de Gobierno y Relaciones Exteriores256. ¿Sucedió lo mismo cuando el argentino abandonó el país y delegó el poder supremo en el recién constituido Congreso Soberano? De un total de 95 diputados, entre propietarios y suplentes, había 9 propietarios, 9 comerciantes y 3 mineros, a comparación de los eclesiásticos y abogados, quienes conformaban más de la mitad de representantes257. 2.2 La tragedia de la guerra: el drama de la élite limeña 253 Rizo Patrón, 1998, p. 304; O’Phelan, 2008, p. 53 254 O’Phelan, 2011, p. 196 255 El marqués era pariente del Director Supremo de Chile, Bernardo O’Higgins; es más, ambos ya se conocían desde sus años como estudiantes del convictorio de San Carlos, aunque después cada uno siguió un camino distinto: el primero en España y el segundo en Inglaterra. José de San Martín también se convertiría en pariente de Torre Tagle al ser padrino de bautismo de su hija. O’Phelan, 2008, p. 20. 256 Por ello, Jorge Basadre plantea que estos republicanos eran un conglomerado heterogéneo y contradictorio: no solo estaba conformado por la nobleza sino por una pequeña burguesía que iba surgiendo (1973, p. 166). 257 Colección Documental de la Independencia del Perú, 1971, tomo XV, vol. 1. Citado en Flores Galindo 2001, p. 260. 67 Scarlett O’Phelan afirma, con acierto, que la historiografía tiene una mirada más amable hacia la figura de San Martín258. No sucede lo mismo cuando se trata de Simón Bolívar. Usualmente, se ha culpado al autoritarismo del Libertador por ser una de las causas del escaso apoyo de la élite hacia la independencia. También se ha señalado que el Libertador tenía una idea preconcebida sobre la élite limeña, a quien le cuestionaba su competencia militar, política y su patriotismo. Su opinión sobre Riva Agüero y Torre Tagle, principales dirigentes de la élite criolla, no era la mejor: los culpaba de la anarquía y desorden que prevalecía en esos momentos259. No obstante, esta actitud no se puede comprender sin considerar las vicisitudes que vivió la élite limeña entre el Protectorado de San Martín y la dictadura de Simón Bolívar y, en general, el impacto que el proceso emancipador tuvo entre 1821 y 1823. En definitiva, la élite limeña que se quedó en Lima no tuvo más remedio que acomodarse a la nueva situación, aunque pronto se darían cuenta que este episodio no sería del todo grato por tres factores. En primer lugar, la guerra dificultó la consolidación de cualquier proyecto político iniciado en Lima y desgastó cualquier apoyo de la élite. Ya se vio que, cuando el gobierno español todavía estaba en Lima, muchos miembros de la élite pidieron una solución pacífica. En todo caso, la guerra entre 1821 y 1824 amenazó la débil estabilidad política de la capital. La facilidad con la que José de Canterac, en setiembre de 1821, arribó a Lima y auxilió a los refugiados que había dejado en la fortaleza del Real Felipe comprueba que los independentistas estaban lejos de obtener una victoria decisiva contra las armas españolas. Más aún, San Martín, al evitar cualquier tipo de enfrentamiento contra el español, debilitó su prestigio como militar. Esto empeoró al año siguiente tras la derrota patriota en la batalla en Ica. El viajero Gilbert Mathison, quien se encontraba en Lima por esas fechas, relató la incertidumbre que se vivía por el desenlace de la batalla: Todo era ahora alboroto, confusión y alarma; oficiales y destacamentos podían ser vistos galopando entre la ciudad y el puerto; la guarnición del Callao fue llamada, y se hicieron activos preparativos para la defensa. Mil diferentes fútiles rumores eran difundidos industriosamente; grupos de gente se reunían en ciertas tiendas y sitios públicos para inquirir y relatar las noticias […] y todos esperaban la confirmación de la noticia [sobre la batalla de Ica], anhelantes y ansiosos260. 258 O’Phelan, 2011, p. 199. 259 Fisher, 1984, pp. 467-468. 260 Colección documental de la independencia del Perú. Tomo XXVIII, vol.1, 1971, p. 289. 68 Cuando se confirmó la derrota, el viajero inglés se aventuró a afirmar que “la pérdida de una batalla, podría, por un tiempo, lesionar seriamente, si no arruinar, la causa patriota pues el gobierno actual se había hecho tan impopular, que una gran proporción de habitantes, independientes de los decididos realistas, hubiera vivado con placer el retorno de sus antiguos amos”261. Peores consecuencias trajeron las derrotas militares en 1823. San Martin había abandonado el Perú y el gobierno estaba a cargo de una Junta de Gobierno designado por el Congreso. Conformado por José de la Mar, el conde de Vista Florida y Felipe de Alvarado, se le consideró una entidad débil e indecisa tanto para organizar una expedición militar como para enfrentarse a los realistas. Esta incapacidad se demostró en los desacuerdos de la dirigencia de la expedición, especialmente entre Rudecindo Alvarado y Guillermo Miller, en la renuncia de Álvarez de Arenales, uno de los militares patriotas más capaces que se encontraba en Lima, y en la indisciplina del ejército. Esto no otorgaba crédito suficiente a la administración para atraer a los comerciantes o prestamistas extranjeros262. El breve gobierno de la Junta llegó a su fin con la derrota en la batalla de Torata. La población de Lima, al conocer la derrota, culpó principalmente a la Junta y al Congreso; en tanto, el ejército, descontento por los resultados, pidió que un hombre fuerte asumiera el mando. Fue así que José de la Riva Agüero asumió el cargo de presidente de la República. Considerado un buen gobernante civil, formó un nuevo ejército con los restos del ejército de los Andes y con reclutas peruanos; consiguió ayuda colombiana, aproximadamente 4000 hombres bajo el mando de Antonio José de Sucre; reorganizó la marina con la ayuda de Jorge Guisse; acordó una tregua con el virrey La Serna; y obtuvo empréstitos de Londres263. La única manera de legitimar su gobierno era a través de una victoria militar, por lo que nuevamente organizó una segunda expedición hacia los Puertos Intermedios. Uno de sus principales errores fue designar a Andrés de Santa Cruz y Agustín Gamarra como los comandantes de la expedición. No previó que sus altos mandos 261 Colección documental de la independencia del Perú. Tomo XXVIII, vol.1, 1971, p. 289. 262 Colección documental de la independencia del Perú. Tomo XXVIII, vol. 2, p. 472. 263 Anna, 2003, p. 84. 69 originarían problemas, tanto con otros militares patriotas, como Sucre o Miller264, como con la estrategia militar a seguir, que fue una de las principales causas de la derrota de dicha expedición. Otro error fue no dejar fuerzas suficientes en la capital en caso de una invasión realista. Canterac, cuyo cuartel general se encontraba en Huancayo, no perdió la oportunidad y ocupó Lima en junio de ese año, mientras que Riva Agüero y el Congreso se refugiaron en el Real Felipe. Nuevamente, el pánico se apodera de la ciudad: “todos pensaban en solamente en salir: algunos para el Callao y otros que no tenían bienes en Lima para Trujillo. […] Las iglesias fueron despojadas de sus remanentes ornamentos de plata, y se sacó todo lo que podría aprovechar el enemigo”265. Dentro de las fortalezas, sin un ejército que lo respaldase, la situación de Riva Agüero era frágil, y el Congreso, aprovechando la presencia de Sucre y las tropas colombianas, nombro a este último comandante supremo y al marqués de Torre Tagle como jefe ejecutivo. Frente a esto, Riva Agüero se retiró a Trujillo con sus partidarios y no reconoció a las autoridades nombradas por el congreso. Es así como el Perú, para julio de 1823, con su capital ocupada y con pocas provincias del lado patriota, tuvo dos presidentes. Por ello Sucre, en una de sus cartas a Bolívar, le indicaba que “Hay allí, mi querido general, tantos partidos, tantos enredos, está aquello en tal estado horrible anarquía, que me espanto, me horrorizo al considerarme metido en aquellos laberintos”266. ¿Por qué Riva Agüero y Torre Tagle, en su momento, no asumieron el liderazgo durante el proceso emancipador tal y como lo hicieron San Martín y Bolívar en Río de la Plata y Nueva Granada respectivamente? Esa es la principal pregunta que se hace Scarlett O’Phelan y plantea que, a diferencia de los demás líderes de la independencia, tanto Riva Agüero como el marqués de Torre Tagle pertenecieron al estereotipo de líder con características coloniales: eran parte de la nobleza titulada, estaban más ligados a España, ocuparon cargos dentro de la administración colonial y no eran militares de carrera267. En efecto, ambos asumieron roles destacados entre 1821 y 1823 gracias a su prestigiosa ascendencia, y no tuvieron, sobretodo, la capacidad militar necesaria para consumar la independencia; sus grados militares eran simplemente decorativos. A Riva Agüero, cuando fue elegido presidente, se le concedió el grado de Mariscal –era coronel 264 Sobretodo había resistencia en seguir a Gamarra, a quien se le consideraba un cobarde. Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, p. 201. 265 Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, p. 204. 266 Fisher, 1984, p. 468. 267 O’Phelan, 2001, pp. 390-393. 70 de milicias- sin haber tenido destacada actuación en alguna campaña militar o batalla campal; carecía, en otras palabras, del liderazgo necesario para efectuar una solución militar. Esta inefectividad militar de la dirigencia peruana se demostró con la derrota de la segunda expedición a los Puertos Intermedios. Robert Proctor, viajero inglés que se encontraba en Lima por esa época, afirma que fue un error colocar el mando en un oficial joven y sin experiencia, como Santa Cruz, y que bajo el mando de Miller o La Mar –militares considerados extranjeros- otro hubiera sido el resultado. Tras ello, la presencia de Bolívar fue más que necesaria para finalizar de la guerra, pese a que, como relataba un negociante, “ahora estamos reducidos a escoger el menor entre dos males, y de seguro que nuestros amigos de Colombia nos desvalijaran con más gusto que nuestros amigos españoles”268. El Libertador no fue un ingenuo, pues desde antes de su llegada sabía que tendría poco apoyo por parte de los limeños. Por ello, se acuarteló en Pativilca para estar libre de la anárquica y arruinada Lima, buscar alojamiento para sus soldados colombianos y acercarse al ejército de Riva Agüero en caso de que este se sublevara269. Una vez que neutralizó la desobediencia de Riva Agüero, empezó a solicitar constantemente provisiones frescas y dinero para organizar un nuevo ejército. Tuvo problemas en cuanto al financiamiento de las tropas, por lo que no dudó en amenazar con “embarcarse con los de Colombia, y regresar con ellos a su patria, si muy pronto no atienden las necesidades de que tantas veces se han dado oportunos avisos al Gobierno”270. Tuvo mayor confianza en sus tropas colombianas, ya que, a sus ojos, los locales eran impredecibles en cuanto a sus lealtades: “mientras yo avanzo hacia el Norte, el Sur se va desplomando. Cuando yo vuelva al Sur, estoy seguro que esta parte el Norte va a sufrir transformaciones irremediables, porque el Perú se ha convertido en el campo de Agramante, en el cual nada se entiende. Cualquier dirección que uno tome, encuentra muchos opuestos”271. De hecho, cuando le recomendaron encargarse exclusivamente de la organización militar, delegó los asuntos civiles en José Faustino Sánchez Carrión, quizá el único peruano en quien confiaba. 268 Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, p. 354. 269 Espinoza Soriano, 2006, pp. 41-45. 270 Colección documental de la independencia del Perú. Tomo VI, vol.7, 1971, p. 174. 271 Espinoza Soriano, 2006, p. 206. 71 En síntesis, la guerra impidió la consolidación y legitimación de cualquier gobierno limeño independiente. De la misma forma, esta no solo neutralizó cualquier protagonismo de la élite limeña sino que anuló cualquier simpatía hacia la independencia. La inestabilidad política y la inseguridad de una Lima que fácilmente podía ser ocupada, como los realistas lo demostraron dos veces, se encargaron de hacerlo. Ante este panorama, ¿Cuál era rol de la élite limeña en esta etapa tan turbulenta? En realidad, debido a los pocos ingresos que recibía el Estado, se convirtieron en la principal fuente de ingresos. Y ese fue el segundo factor que los alejó de la independencia. Desde un comienzo, los comerciantes fueron los principales contribuyentes a cambio de descuentos de impuestos en el futuro272. O así lo era durante el gobierno español. Cuando la patria llegó a la capital, el Tribunal del Consulado fue disuelto y en su lugar se creó la Cámara de Comercio. Ni bien comenzó a funcionar, se les obligó a los comerciantes a aportar cupos al gobierno273. Así, en agosto de 1821, se pidió 150.000 pesos; en abril de 1822, 110.000 pesos que debía ser pagado por los españoles274 y en 1823, el Congreso los obligó a pagar, tanto a limeños como a extranjeros, la suma de 400.000 pesos275. Asimismo, la Cámara de Comercio tuvo la función de recolectar los préstamos para el gobierno independiente: entre 1821 y 1823, recogió alrededor de 800.000 pesos. Sin embargo, los préstamos no siempre fueron voluntarios. De hecho, de la cantidad presentada, cerca de 53.000 pesos pertenecían a préstamos forzosos y 100.000 a cupos276. Durante el Protectorado, muchos comerciantes fueron obligados a realizar préstamos teniendo un tiempo requerido para hacerlo: los criollos tenían 48 horas para hacerlo; los españoles, solo 24 horas. En 1823, siguió este trato especial hacia los españoles, obligándoles a realizar un empréstito de 60.000 pesos con la única garantía de devolvérseles luego de que llegasen los fondos de Chile y de Londres277. Así, entre los prestamistas, se encontraban comerciantes como Francisco Javier de Izcue, Manuel Gorbea, Dámaso Arias o Antonio Sáenz de Tejada. Sin embargo, al parecer los fondos 272 Véase Contreras, 2001. 273 Mazzeo, 2012, p. 189. 274 Anna, 2003, p. 264. 275 Basadre 2005, p. 47. 276 Mazzeo, 2012, p. 218. 277 AGN, Cámara del Comercio, 1823, O.L. 84, expediente 17. 72 extranjeros no llegaron278, por lo que la élite limeña siguió cargando con el costo de la guerra. En estas circunstancias, se impuso un cupo a la Cámara de Comercio por 100.746 pesos, de los cuales aún se adeudaban 66.358 pesos279. Tras varios años de guerra, los pagos no fueron fáciles de realizar; pocos eran, en realidad, los que pudieron hacerlo. Por un lado, los campos y haciendas fueron devastados por ejércitos patriotas y realistas; no faltaron, además, las partidas de guerrilleros -confundidos muchas veces como bandidos-, que se apropiaban de ganado y cosechas280. Por otro lado, el comercio español, que había sido una de las principales fuentes de ingresos de la élite limeña, se había desintegrado para esos años producto de la apertura a las mercaderías extranjeras281. Por ejemplo, el comerciante aragonés Pedro Villacampa, quien fuera acreedor del Estado colonial por 13,500 pesos, hacia 1822 declaraba que “se halla mi caudal en la mayor parte destruido, que considero sino perdidas en él todo los créditos…”282; en 1823, Francisco Valdivieso, importante comerciante, solo podía entregar 500 pesos de los 1.000 que se le había pedido283. Ese mismo año, cuando el Congreso impuso un empréstito de 100.000 pesos, varios se quejaron de no poder pagar lo estipulado. Entre ellos, se encontraba el conde de San Isidro, a quien se le asignó el préstamo de 2.000 pesos, pero debido a que sus propiedades se hallaban en poder de los enemigos, solo podía colaborar con 500 pesos284. En ocasiones, no consideraban la situación del prestamista, como fue el caso del marqués de Montemira, quien explica las razones por las cuales no puede pagar los dos mil pesos que se le pidió: señaló que el ejército realista, acuartelado en Aznapuquio, destrozó su hacienda de Cerro donde tenía caña de azúcar e hizo uso de los esclavos que tenía en dicha propiedad; también culpó al ejército de San Martín por apoderarse, por esa misma época, de su ganado que estaba en la Taboada. Luego, repasó el servicio que realizó por la patria donando 3.000 pesos anuales, pero que a cambio, ha sufrido perjuicios que ascienden a 100.000 pesos. Por todo ello, finaliza diciendo que “creer que 278 Los fracasos de las expediciones en Puertos Intermedios hicieron peligrar la causa patriota, por lo que detuvo cualquier empréstito extranjero a realizarse y puso en alarma a “los capitalistas, que a no haber sucedido este contraste hubieran desde luego cooperado a la realización del empréstito”. Colección documental de la independencia del Perú, tomo XI, volumen 3, p. 6. 279 AGN, Fondo Republicano, Cámara del Comercio, 1823, O.L. 84, expediente 34 280 Flores Galindo explora esta desolación en las haciendas costeras (2001, pp. 256-262). 281 Contreras, 2001, p. 217 282 Quiroz, 1993, p. 156 283 Mazzeo, 2012, p. 195 284AGN, Fondo Republicano, Préstamos y donativos, 1823, O.L. 89, expediente 57. 73 yo tengo numerario es un delirio. La Patria me ha condecorado con la mayor dignidad en la carrera de las armas, y yo ni mis hijos hemos de andar vestidos de cordellate ni comer rasgo ni frijol”285. La élite limeña no se salvó de estas contribuciones cuando los realistas ocuparon brevemente la capital en junio de 1823. Los miembros que no se refugiaron en el Real Felipe286 fueron obligados a entregar 300.000 pesos, 3.000 fusiles a su equivalente en plata y 30.000 varas de paño al ejército español. Asimismo, se ordenó reunir todo el aguardiente y ron que se encontraran en la ciudad y que se presentaran todos los artesanos, carpinteros y sastres, a quienes se les castigaría si no lo hicieran. En estas circunstancias, como señala Mazzeo, el Consulado fue el principal órgano recaudador de impuestos287. Rodil, designado como gobernador político y militar de la ciudad, amenazó con incendiar la ciudad si no se entregaba lo estipulado. Por ello, ante la imposibilidad de cubrir lo exigido, se acordó recoger la plata labrada de la Iglesia; también se recurrió a colectas públicas, prestamistas y al comercio extranjero288. Finalmente, como tercer y último factor que desencadenó el desengaño de la élite limeña hacia la independencia estuvo la persecución hacia los españoles. Primero, se empezó con la confiscación de los bienes de los “godos emigrados” que habían huido al Cuzco con el virrey o que se encontraban refugiados en el Real Felipe289. Luego, el 4 de agosto de 1821, se declaró que todo español que respete la independencia podía permanecer en el país, aunque también se definieron sanciones contra aquellos que no sean fieles. A esto se le añadió, días después, la restricción de salir de la capital, salvo con pasaporte expedido por el Ministerio de Gobierno290. 285 AGN, Fondo Republicano, Préstamos y donativos, 1823, O.L. 89, expediente 65. Citado también en Mazzeo, 2012, p. 196 286 En el acta de Cabildo de Lima durante esos meses figuran José Duran, Manuel Sanz de Tejada, Jose Ignacio Santiago, Lorenzo Soria, Manuel Exhelme, Juan de Elizalde, Francisco Xavier de Echague, Pablo Taron, Jose Mariano de Aguirre, Ignacio Mier, el marqués de Casa Dávila, Tiburoso de la Hermosa, Conde de la Vega del Ren, Mariano Jose de Tagle, Jose Justo Castellanos, Jose de Armas, Antonio Camilo Vergara, Francisco Moreyra y Matute, Pedro Jose Mendez, Fray Jose Antonio Polar, Tomas de la Casa y Piedra, fray Antonio Guzman, fray Jose Arias, Juan José Gutierrez de Quintanilla, conde de San Juan de Lurigancho, conde de San Isidro, Jorge Benavente, Diego de Aliaga, Pablo Avellafuertes, Jose Manuel Blanco de Azcona, Lorenzo de Zarate. AGN, Fondo Republicano, Cámara del Comercio, 1823, O.L. 84, Expediente 34 287 Mazzeo, 2012, pp. 198-200 288 AGN, Fondo Republicano, Cámara del Comercio, 1823, O.L. 84, expediente 34 289 Mera, 2005, pp. 209-211. Entre los denunciados, se encontraba el conde de Valle Hermoso. 290 Mera, 2005, p. 211 74 El trato hacia los españoles sufrió un cambio radical al mes siguiente. Durante la incursión española en Lima al mando de Canterac, San Martín, para evitar que se organizara algún movimiento a favor de los realistas, ordenó que los españoles fueran encerrados en el convento de La Merced. Luego, en octubre, se emitieron medidas más drásticas contra los españoles: 1) Ningún español podía salir de su casa después de la oración, bajo pena de confiscación de sus bienes y deportación del Perú; 2) quedan exceptuados de esta medida el comisionado Abreu, empleados públicos, españoles pacíficos y honrados y aquellos que obtengan permiso del gobierno; 3) se autorizaba a todo ciudadano para que pidiese arrestar al español que encontrase en la calle sin la autorización respectiva291. Ese mismo mes, se estableció el Juzgado de Secuestros, institución que se encargaría de juzgar a los españoles partidarias del bando realista y de administrar los bienes incautados292. Adicionalmente, en cuanto a préstamos, los españoles, a comparación de los criollos, que contaban con 48 horas para emitir el cupo al gobierno, solo tenían 24 horas para hacerlo. Esta medida fue una de las tantas que se emitieron en contra de los residentes españoles, quienes sufrieron las consecuencias de los fracasos patriotas. Al año siguiente, con Bernardo de Monteagudo en el gobierno, se intensificó la persecución: se declaró que aquellos españoles que no habían obtenido carta de naturaleza tendrían que abandonar el país293. Meses más tarde, la derrota patriota en Ica radicalizó las medidas antipeninsulares: hubo toques de queda y penas de muerte para aquellos que lo violasen; se prohibieron reuniones entre españoles y que portaran armas. Además, se arrestó a 600 peninsulares y se les practicó “un solemne acto de expiación y un memorable ejemplo de venganza por su obstinada negativa de adherirse a la Independencia”294. Las persecuciones individuales también se materializaron en esos momentos, como al ex oidor Pedro Mariano de Goyeneche y al obispo de Arequipa, Sebastián Goyeneche, a quienes se les obligó pagar 40.000 pesos para expiar los pecados de su familia295. Nuevamente Gilbert Madison narró el drama que vivieron los españoles cuando fueron arrestados, sacados de sus hogares y obligados a embarcarse en el Monteagudo con destino a Chile. La situación a bordo no era el mejor: los 291 Gaceta de Gobierno Independiente, año 1, n 25, miércoles 3 de octubre de 1821, 109, citado en Mera, 2005, p. 221. 292 Flores Galindo, 2001, p. 251 293 De la Puente Candamo, 2013, p. 133 294 Citado en Rizo Patron, 2001, p. 418 295 Anna, 2003, p. 272 75 exiliados estaban cerca de morir por la sed y había tan poco espacio que apenas podían moverse. La escena se volvió más trágica cuando Madison describió cómo las mujeres e hijos de los deportados subieron a pequeños botes, rodearon el barco y “llenaban el aire con sus lamentaciones, implorando vanamente permiso para abrazar una vez más a sus maridos, amigos y parientes”296. ¿Cuáles fueron las razones de semejantes persecuciones? Madison continuó su relato señalando que hubo manifestaciones abiertas de descontento e indignación por lo ocurrido, y que el gobierno vanamente trató de justificarse a través de una proclama publicada en la Gaceta de Gobierno. En ella, se explicaba que la expulsión de los españoles fue necesaria para “satisfacer en algún modo a la justicia ultrajada por tanto tiempo con la más insolente impunidad […] [y] alejase los instrumentos naturales de su esclavitud, separando de aquí a los españoles cuyo carácter frustra toda esperanza de reconciliación”297. Para el viajero, lo dicho simplemente fue una respuesta a Canterac, quien en febrero recordó a los habitantes de Lima que “pueblos enteros habían sido entregados a las llamas por su obcecación en adherirse a los patriotas”298. Su opinión acerca de lo débil que fue el argumento del gobierno respecto a las persecuciones se confirmó con una procesión de mujeres que se dirigió al Palacio de Gobierno a expresar gratitud al Delegado Supremo, a la que calificó como “una exhibición vacía y vulgar, con la cual se pretendía engañar y entretener a las clases bajas, sin producir un buen efecto esperado sobre nadie […]”299. Basil Hall, otro viajero, también tuvo una apreciación negativa del hecho al decir que “en sí mismas son injustificables y merecen el dictado de tiránicas”300. El principal culpable de la hispanofobia fue Bernardo de Monteagudo. Para el tucumano, era necesaria inflamar este odio, debido a que en el Perú “estaba tan radicado su influjo [gobierno peninsular], por el mayor número de españoles que existían en aquel territorio, por la gran masas de sus capitales y por otras razones peculiares de su población […] era preciso generalizar este sentimiento en el Perú [odio a los españoles] y convertirlo en una pasión popular […] esto es hacer revolución, porque creer que se puede entablar un 296 Colección documental de la independencia del Perú, tomo XXVIII, vol. 1, 1971, p. 308 297 Colección documental de la independencia del Perú, tomo XXVIII, vol. 1, 1971, p. 309 298Colección documental de la independencia del Perú, tomo XXVIII, vol. 1, 1971, p. 311 299 Colección documental de la independencia del Perú, tomo XXVIII, vol. 1, 1971, p. 312 300Colección documental de la independencia del Perú, tomo XXVIII, vol. 1, 1971, p. 263 76 nuevo orden de cosas con los mismos elementos que se oponen a él, es una quimera”301. También utilizó a la Gaceta de Gobierno para justificar su medida, alegando que lo hacía en respuesta a la expulsión de los representantes americanos de las Cortes y de España302. Sin embargo, como Ortemberg apunta, este odio que quiso inflamar Monteagudo entre la población limeña se volvió hacia él como si fuera un boomerang303. Así, en julio de 1822, se recolectaron firmas con la finalidad de presentarlas al Cabildo y deponer. Se logró esto último: el ministro renunció y el 30 de julio el Cabildo lo condenó al destierro. Pese a esto, el daño estaba hecho: la ruina de los españoles era casi completa y, aunque puede ser exagerada la cantidad de emigrados –entre 10.000 y 12.000-, no se negará el impacto que causó la política antiespañola de Monteagudo. Esta persecución y posterior emigración afectó a la élite limeña, ya que muchos españoles formaban parte de ella304 y veían al Perú como su país adoptivo: "allí se habían casado, habían levantado familias con niños, habían establecido amistades y adquirido propiedad […]”305. Asimismo, varios españoles tenían bienes considerables comprometidos en la economía virreinal, como José Matías Elizalde, o habían formado familias, como los hermanos Antonio y Diego Sáenz de Tejada, quienes se casaron con Rosa y María Josefa de la Cuadra y Mollinedo, vinculadas por línea paterna con la familia del conde de Premio Real306. Cuando se instaló el Protectorado, se les dio dos oportunidades a aquellos españoles que querían permanecer en el Perú: naturalizarse peruanos o casarse con mujeres locales307. Ello no impidió que, entre 1821 y 1822, todo español, naturalizado o no, sufriera la confiscación de sus bienes. Pruvonena, seudónimo que utilizó Riva Agüero para escribir sus memorias, narró casos como el de Isabela de los Ríos y su esposo español Pedro Manuel de Bazo, con cincuenta años viviendo en Lima y naturalizado peruano; el de Francisco Javier de Izcue, naturalizado 301Monteagudo, 1823, pp. 9- 10 302 Peralta, 2011, p. 741. 303 Ortemberg, 2009, pp. 130-139 304 Si bien durante la última mitad del s. XVIII hubo una constante migración española, sobretodo del norte de la Península, hacia el virreinato del Perú, donde se asentaron, principalmente, como comerciantes o funcionarios del gobierno, de acuerdo a Burkholder y Fisher, a inicios del s. XIX, la presencia peninsular en el gobierno se redujo. Para el primero, durante la crisis hispánica, los españoles fueron reemplazados por americanos por dos razones: sospecha por su actitud política y estrategia para ganarse la gratitud de los locales (Burkholder, 1984, pp. 194-195). Lo mismo plantea Fisher cuando se refiere a los intendentes criollos durante los últimos años de la presencia colonial en el Perú (Fisher, 2006, p. 160). 305 Colección documental de la independencia del Perú, tomo XXVIII, vol. 1, 1971, p. 308 306 Citado en Rizo Patrón, 1999, p. 24 307 O’Phelan, 2001, p. 385 77 y con carta de ciudadanía; o el de Martín Aramburú, comerciante español con treinta años de residencia308. Cuadro 3. Emigrados españoles y criollos, 1821-1823 C om er ci an te s Manuel Gorbea Juan Ignacio Mendizábal Manuel Barrera Francisco Javier de Izcue Manuel Orti Villalta Juan Elguera Faustino edl Campo José Lazarte Fulgencio Zavala José Barinaga Francisco María Zuloaga José Salgado Juan Bautista Aguirre Dionisio Farfán José La Rosa José Isasi Manuel Baruna Amador Gallo Fernando del Maso José San Martín José Agustín Lizarralde Francisco Iñara Miguel Gárate Cayetano Diles Domingo Urquijo Francisco Arellano Francisco Saldicaray José García Ramón Villa José Ramírez Francisco Lavarzena Ignacio y Francisco Necochea Pedro Primo José Valdés Francisco Quiroz Martín Aramburú Manuel Posadillo Manuel Melitón del Valle Pedro Moreno Juan Gil Miguel Antonio Cerda Cayetano Rubio Juan Matías Echavarri Nicolás de Carmineaga D.M. Irribaren Manuel Ugarte N ob le s Marqués de Valle Umbroso Conde de Casa Saavedra Conde de Montemar y Monteblanco Marqués consorte de Casa Jara Conde de Casa Palma y de Vallehermoso Ec le siá st ic os Bartolomé María de las Heras, Arzobispo de Lima Bartolomé María de las Heras, Arzobispo de Lima Pedro Gutiérrez de Cos, obispo de Huamanga Hipólito Sánchez Rangel, obispo de Maynas Fu nc io na ri os Alejandro Gonzáles Villalobos, Coronel Francisco Tomás Ansótegui Regente de la Audiencia de Lima Manuel Genaro de Villota Regente de la Audiencia de Charcas y oidor de la Audiencia de Lima Juan Bazo Berry Oidor de la Audiencia de Lima 308 Pruvonena, 1858, p. 57 citado en O’Phelan, 2001, p. 387 78 Antonio Caspe Rodriguez Oidor de la Audiencia de Lima José Pareja Cortés Fiscal de lo criminal y civil en la Audiencia de México Manuel Plácido Berriozabal Beitia Oidor de la Audiencia de Charcas y Cuzco y alcalde de crimen de Lima Pedro Mariano Goyeneche Barreda Oidor de la Audiencia de Cuzco y Lima Pedro José de Zabala y Bravo del Rivero Coronel del Regimiento de Milicias Disciplinadas de Lima Manuel José Pardo Rivadeneira Regente de la Audiencia del Cuzco Narciso Benavides Gonzalez de Bustamante Administrador de la Aduana de Arequipa José María Ortega Oficial mayor de correos de Lima Félix D'Olhabarriaga Director de la Real Compañía de Filipinas en Lima Fuente: Elaboración propia a partir de Flores Galindo (2011), Holguín (2008), Mazzeo (2012) y Ruiz (2006) Del cuadro 3, se concluye que la gran mayoría de emigrados perteneció al sector mercantil y a la burocracia colonial. No obstante, cabe preguntarse hacia dónde se dirigieron estos emigrados o si volvieron después de que la tormenta antiespañola había pasado309; más importante sería también conocer el impacto, sobretodo económico y político que tuvo la rápida salida de los súbditos españoles. Al respecto, Scarlett O’Phelan ha señalado que la consecuencia directa de lo anterior fue el desajuste a nivel de la administración burocrática, del clero y del comercio, mientras que Carlos Contreras ha sugerido que la migración de capital hacia la Península resintió la producción agrícola, minera y comercial310. Esto último se reforzó con la entrega de diversos bienes confiscados a los militares patriotas que no sabían mucho sobre la dinámica económica311. 309 Esto sucedería de manera constante, como el caso del fray Francisco Morote, quien en 1824 emigró hacia la costa a un pueblo de la provincia de Canta. Cuando regresó, se encontró con la sorpresa de que su casa había sido embargada. Luego se entera que su padre, José Antonio Morote, europeo, había emigrado a los castillos del Real Felipe junto con su madrastra. En AGN, Superior Gobierno, 1825, legajo 39, expediente 1518. Entre 1824 y 1825, se encontrarán documentos en los que figuran supuestamente emigrados, como Francisco Xavier de Izcue (ver Cuadro 8). 310 O’Phelan, 2001, p. 388; Contreras, 2012, p. 422 311 Ejemplos como esto abundan: los bienes del español migrado Fernando del Mazo, valorizado en 500 mil pesos fueron entregados a los generales Borgoño, Necochea, Arenales y Guisse. En Expediente seguido por Manuel Suárez Fernández, en nombre de Martín Jorge Guisse, sobre secuestros de bienes del Español Fernando de Mazo. 30 de octubre de 1827. AGN, Fondo Colonial, Superior Gobierno, legajo 40, expediente 1554. Por otra parte, las dos fincas de Pedro Larrañaga, emigrado español, fueron entregadas a Juan Gregorio de las Heras, militar argentino. AGN, Fondo Republicano, Juzgado de Secuestros, 1823, O.L. 80, expediente 3. 79 Hacia 1824, claramente la independencia no había traído beneficio alguno a la élite limeña. En lo político, no lograron convertirse en dirigentes del proceso emancipador; aunque Riva Agüero y Torre Tagle alcanzaron, de manera breve, la presidencia, fracasaron en consumar la independencia. Fueron los militares argentinos y colombianos los que asumieron ese rol, justificándose en dos razones: 1) la incapacidad de los limeños por luchar por su emancipación debido a los vicios de una Lima siempre festiva312 y 2) la necesidad de expulsar al ejército español, que, para inicios de ese año, se hallaba confiado en obtener una pronta victoria. En lo económico, la élite limeña se hallaba en un estado crítico producto de las donaciones, empréstitos forzosos y confiscaciones. Si bien el gobierno se comprometió a devolver los préstamos, pronto se desentendió de tal asunto y no reconoció cualquier deuda colonial que hubiera313. ¿Hubo, entonces, algún tipo de reconocimiento simbólico ante los sacrificios que hacían miembros de la élite limeña, como el marqués de Montemira, cuyo caso fue explicado líneas atrás? Tal parece que no. El propio Torre Tagle pasó penurias al no percibir “ni un real de sueldo porque se socorriesen los más necesitados, auxiliando de mis bienes a muchos y gravándome para sostener con lustre el rango que obtenía”314. Es más, en noviembre de 1823, Bolívar asestó un duro golpe a la élite limeña cuando eliminó los títulos de nobleza, lo cual hizo que muchos de sus miembros lamentaran “en silencio el antiguo orden de las cosas, durante el que fue respetada y envidiada”315. Ante ello, ¿qué alternativa les quedaba a los restantes miembros de la élite limeña al empezar 1824? 2.3 El fin del gobierno independiente: la deserción de la élite limeña Al culminar el año 1823, García Camba afirmaba, con entusiasmo, que si el año 1824 fuere igual de exitoso que el anterior, “el jenio del mal que asola algunos pueblos del Perú no hallará asilo en punto alguno de su territorio a pesar del nuebo empeño del celebre Simon Bolívar”316. No exageraba. El ejército patriota no estaba en su mejor forma: los colombianos, a pesar de ser los más organizados y disciplinados, estaban 312 Rojas, 2009, pp. 311-313 313 Ver más en Quiroz, 1993, capítulo IV 314 Basadre, 2005, p. 92 315 Colección documental de la independencia del Perú, tomo XXVIII, vol. 2, 1971, p. 290 316 Colección documental de la independencia del Perú, tomo VI, vol. 9, 1973, p. 118 80 muy descuidados. Tomas Heres, lugarteniente de Bolívar, se quejó por la precaria situación en la que estaban los batallones colombianos, a los que les faltaban víveres, vestuario y fusiles317. La aclimatación era otro problema: el ejército debía ser capaz de resistir arduas marchas bajo el clima serrano. Solo así podrían estar en condiciones similares que los soldados del ejército realista, que llevaba cerca de diez años luchando en el territorio peruano. Para ganar tiempo y fortalecer a su ejército, Bolívar no tuvo más opción que negociar un armisticio de seis meses con los españoles. Sin embargo, precisó que el gobierno peruano debería solicitarlo sin que apareciese su nombre. El 14 de enero, Torre Tagle, haciendo pasar dicha propuesta como iniciativa suya, lo discutió en sesión secreta en el Congreso y se eligió como portavoz oficial a Juan de Berindoaga. Salió de Lima el 18 de enero y llegó a Jauja el 26 de enero. No logró conversar con Canterac, por lo que regresó a la capital el 2 de febrero318. Tres días después estalló una sublevación en los Castillos del Real Felipe que cambió el rumbo de la guerra en Lima durante el resto del año. Entre los pocos historiadores que han repasado estos acontecimientos, este episodio suscita especial interés por una sencilla razón: la traición de la élite limeña a través de las conversaciones secretas entre Torre Tagle y Canterac, cuya finalidad era expulsar a los colombianos. Esto coincidió con la sublevación de los batallones del Río de la Plata y de Chile, que estalló en los Castillos del Real Felipe el 5 de febrero. Cinco días después, los rebeldes enarbolaron la bandera española en el Real Felipe, con lo cual sellaban su deserción a las filas del enemigo. El 17 de febrero, Mariano Necochea, quien había sido nombrado jefe militar en Lima, interceptó una carta que confirmaba los arreglos que había estado teniendo Torre Tagle con los españoles319. Con estas pruebas, Bolívar acusó a Torre Tagle, Aliaga, Berindoaga y a la aristocracia en general por fomentar esta insubordinación militar320. Al respecto, Mariano Felipe Paz Soldán y Nemesio Vargas creen en la culpabilidad de Torre Tagle y su ministro Diego de Aliaga, hermano del conde de San 317 Por ejemplo, se ordenó aumentar al Batallón Vargas la ración de carne, pagarles para que laven sus vestuarios para así “salvar a este cuerpo de total y triste aniquilamiento”. Colección documental de la independencia del Perú, tomo VI, vol. 7, 1973, p. 229. 318 Vargas Ugarte, 1981, vol. 6, p. 307 319 Vargas Ugarte, 1981, vol.6, p. 314 320 Basadre, 2005, p. 94; Vargas Ugarte, 1981, p. 315 81 Juan de Lurigancho, aunque lo ven más como una intriga contra Bolívar y los colombianos que contra la independencia misma. Ambos absuelven a Berindoaga de cualquier participación en ella321. En cambio, Jorge Basadre responsabiliza a Diego de Aliaga por ser el principal conspirador al ser quien envía al comerciante José Terón para hablar con los españoles; en esta conjetura estaban involucrados Gaspar de Osma y el canónigo Mariano Tagle. Este último menciona, como único testimonio de los hechos, que Torre Tagle le dijo en confianza que iba a negociar con los españoles para declarar la independencia y tener como gobernantes a él mismo, a Diego de Aliaga y a La Serna322. En suma, señala que ni hay pruebas suficientes para incriminar a Torre Tagle ni se puede afirmar que había un deseo por restaurar la autoridad real. La discusión sobre el comportamiento de la élite durante dichas circunstancias se complejiza con su deserción cuando los españoles ocuparon la capital a fines de febrero de ese año. Juan Antonio Monet ofreció amnistía general a aquellos que se habían opuesto a la autoridad real, por lo que varios funcionarios del gobierno independiente se acogieron ante dicho perdón, entre los cuales destacaban miembros de la élite limeña, como Juan de Aliaga, Diego de Aliaga, conde de San Juan de Lurigancho, el conde de la Fuente Gonzáles y Bernardo de Torre Tagle. El brigadier Ramón Rodil fue designado jefe militar y político de la plaza del Callao, y al conde de Fuente Gonzáles se le encargó el gobierno de Lima. La mayoría de los testimonios confirman que este cambio fue aceptado con júbilo. Así, el viajero inglés Robert Proctor relató que Monet supo ganarse a la desconfiada población con su bondad y que tanto Torre Tagle como Juan de Berindoaga “se les vio sentarse y emborracharse liberalmente en compañía de los jefes españoles”323. De la misma manera, Manuel Lorenzo de Vidaurre criticó a la élite por los males que trajo a la patria al referirse específicamente a lo sucedido en 1824: a Torre Tagle por entregar a la patria; a Berindoaga por ser el agente de la traición; a Diego de Aliaga por desertor y enemigo porque detuvo a varios patriotas que quisieron emigrar; y al conde de la Fuente Gonzáles por admitir al gobierno español. Y a los demás miembros de la élite, los acusó de quedarse en Lima “haciendo la corte a Rodil”, pese a tener diferentes vías para emigrar324. 321 Vargas Ugarte, 1981, p. 315; Vargas, 1918, vol.2, pp. 138, 165 322 Basadre, 2005, p. 93 323 Colección documental de la independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, p. 329 324 Colección documental de la independencia del Perú, tomo I, vol. 5, 1971, pp. 371-377 82 Los bandos y manifiestos publicados por Torre Tagle en marzo de ese mismo año refuerzan esta imagen. La primera, titulada Manifiesto del marqués de Torre Tagle sobre sucesos notables de su gobierno, responsabilizó a Simón Bolívar por tramar la sublevación en los castillos del Real Felipe con la finalidad de deponer al gobierno en Lima y de neutralizar a las fuerzas españolas que socorrieran a los rebeldes325. Torre Tagle afirmó también que el libertador, para deshacerse de él, ordenó fusilarlo junto con otros ilustres. El segundo manifiesto presentó las mismas ideas del primero, aunque de manera más radical. En él, se acusa a Bolívar por su intento de acabar con el gobierno peruano, de sacrificar a la población limeña al dejarla sin protección militar y de destruir su fortuna. En ese sentido, se lo cataloga como “el mayor monstruo que ha existido sobre la tierra […] [y] enemigo de todo hombre honrado, de todo lo que se opone a sus miras ambiciosas”326. Ante este peligro, en ambos manifiestos las armas españolas aparecen como la única garantía de seguridad y supervivencia de los peruanos, motivo por el cual Torre Tagle hace un llamamiento para unírseles. Como se analizó en la primera parte de este capítulo, entre 1821 y 1824, la guerra de independencia trajo consecuencias económicas y políticas para la élite limeña. ¿Esto fue suficiente para que conspiraran en contra de la causa emancipadora y recibieran con entusiasmo la reinstauración del régimen español en la capital tal y como se observan en las fuentes anteriores?, ¿hasta qué punto estuvieron involucrados en el motín de la guarnición del Callao?, ¿por qué apoyaron la reinstalación del gobierno realista en Lima? Para responder estas preguntas, se debe analizar la situación política y militar en la que se encontraba la capital a inicios de 1824. Sin duda, este aspecto, sumado a las desesperanzas que había traído la independencia para la élite, condicionó a que se aceptara el cambio político. Para empezar, si se revisan los documentos militares a inicios de 1824, se observa que las quejas de los comandantes de los cuerpos peruanos, argentinos y chilenos eran constantes. Muchos de ellos reclamaban la falta de armamento, vestuarios y raciones; otros, la paga de sus extensos servicios militares. Varios batallones necesitaban un reemplazo urgente de armamento, como el caso de la Legión Peruana de la Guardia, uno de los primeros cuerpos creados por San Martín: de los 116 soldados, 325 Eguiguren, 1953, p. 259 326 Colección documental de la independencia del Perú, tomo XXII, vol. 3, 1973, p. 229 83 eran necesarios 103 fusiles327. Otros, como el regimiento de Lanceros, requerían nuevo vestuario, pues “habiendo perdido todo en campaña no tiene la mayor parte ni camisa con que mudarse”328. Los oficiales de mando, preocupados por sus subordinados, avisaron al gobierno sobre el estado de sus tropas y advirtieron que si no se planteaba alguna solución que aliviasen las necesidades y la moral del soldado, las deserciones serían inevitables. Aun cuando Bernardo O’Higgins, exiliado en el Perú, advirtió sobre los desórdenes producidos en las tropas, el Libertador no tomó mucha importancia al asunto329. El propio gobierno limeño no pudo resolver asuntos de esta naturaleza, debido a la constante presión de Bolívar para que sus cuerpos colombianos recibieran lo necesario para la batalla. Por ejemplo, se ordenó que los húsares de Colombia y el batallón Vargas recibieran lo necesario para su marcha. También se hizo extensiva la orden de brindar un buen servicio a dicha tropa. Aquellas autoridades que no atendieron correctamente a las tropas colombianas se les reprendieron, como al prefecto de Huaylas, a quien se le amonestó por su poca hospitalidad y auxilio hacia dichas fuerzas330. Ciertamente, las autoridades, al ocuparse de las tropas colombianas, descuidaron en gran medida a los demás cuerpos peruanos, chilenos y argentinos. En consecuencia, las tropas “consumían mal rancho o se dedicaban al robo, o vendían las prendas de su uso para procurarse lo necesario”331. Por ello, había desconfianza hacia los militares colombianos, a quienes se les acusaba de ser el origen de todos los males. Los batallones del Río de la Plata y de Chile, compuestos aproximadamente por 1500 hombres, entraron como guarnición del Real Felipe en reemplazo del batallón Vargas. Al respecto, dos son las fuentes que pueden dar luces acerca de su comportamiento previo a la sublevación que ocasionaron. Por un lado, está la memoria de Rudecindo Alvarado, gobernador de los Castillos, quien da cuenta de que estaban indisciplinadas, con la moral baja y “llenos de necesidades y miserias”. Por lo pronto, menciona que envió dos notas al gobierno notificando estos problemas existentes entre la tropa y solicitando el rápido relevo del cuerpo por reclutas peruanos, si es que el 327 Colección documental de la independencia del Perú, tomo VI, vol. 8, 1973, pp. 3-7 328 Colección documental de la independencia del Perú, tomo VI, vol. 8, 1973, p. 2 329 Paz Soldán, 1970[1919-1929], p. 190 330 Colección documental de la independencia del Perú, tomo VI, vol. 8, 1973, p. 16 331 Vargas Ugarte, 1981, vol. 6, p. 311 84 Libertador “se negaba a concurrir con uno de sus cuerpos [colombianos] la seguridad de dicha plaza”332. Por otro lado, en el Archivo General de la Nación en Buenos Aires se encuentra el juicio realizado a los desertores del ejército de los Andes, que fueron enviados a Chile tras la batalla de Ayacucho. En él están los partes oficiales de Enrique Martínez, general de los restos del ejército de los Andes, en el que se aprecian diversas razones por las que la tropa estaba descontenta. Uno era el financiero: no habían recibido sueldo alguno desde octubre de 1822 a enero de 1824, cuya cantidad ascendía a 231. 205 pesos. Otro era la falta de reclutas, vestuarios y otros artículos indispensables. Con el objetivo de solucionar lo anterior, Martínez intentó reclutar algunos hombres que habían sido dejados en la capital, ya sea porque estaban heridos o eran prisioneros. Ante esto, Ramón Herrera, ministro de Guerra y Marina, lo acusó de coger soldados que no eran suyos333. Los conflictos siguieron: tal parece que una publicación de la Abeja Republicana afrentó el honor de la tropa hasta el punto que sus principales jefes pidieron ser trasladados a Chile334. El mismo general en jefe respaldó esta decisión al amenazar con retirarse del país “antes de presenciar que aquella [división] quede reducida al cuadro de jefes y oficiales”335. Se ve, entonces, que la desmoralización, el desorden y la indisciplina estaban extendidos en diversos cuerpos por descuido y abandono de las autoridades limeñas. Ante un ambiente tan caótico y confuso, no fue extraño que, en febrero de 1824, estallase un motín dirigido por el sargento Dámaso Moyano, quien exigió pagos atrasados que se les debía a la guarnición del Callao y una mayor atención por parte de las autoridades. Fue el mismo reclamo y advertencia que hicieron los oficiales de distintos cuerpos al gobierno peruano, sólo que esta vez los soldados decidieron actuar por su cuenta. Así como las tropas de la guarnición del Callao se amotinaron, existió la posibilidad que otros cuerpos lo hicieran. Sin embargo, muchos declinaron por el temor a la reacción del gobierno peruano, aún apoyado por las fuerzas colombianas. El motín debía hacerse en un lugar lo suficientemente seguro y estratégico tanto para defender a 332 Colección documental de la independencia del Perú, tomo XXVI, vol. 2, 1971, p. 203 333 Archivo General de la Nación (Buenos Aires), Fondo Ejército. Ejército de los Andes. Rendición del Callao, 1823-1826, f. 587 334 Archivo General de la Nación (Buenos Aires), Fondo Ejército. Ejército de los Andes. Rendición del Callao, 1823-1826, f. 594 335 Archivo General de la Nación (Buenos Aires), Fondo Ejército. Ejército de los Andes. Rendición del Callao, 1823-1826, f. 581 85 los rebeldes de cualquier represalia como para poder entablar negociaciones con el gobierno independiente. El castillo del Real Felipe ofreció esas garantías. En un inicio, el motín no fue necesariamente una traición hacia el gobierno independiente. En realidad, desde el 5 al 8 de febrero, lo sucedido en el Callao fue una protesta de las tropas del Río de la Plata por las razones anteriormente señaladas. El gobernador de los Castillos lo confirmaba: “No me ocurrió jamás que pudieran haber tendencia a traicionar el pabellón argentino enarbolando en su lugar el español”336. No obstante, para el 9 de febrero en la noche liberaron al oficial español Casariego y en la noche juraron fidelidad a la bandera del Rey, con lo que sellaron su deserción a favor del bando realista. ¿Qué sucedió en esos días para que hayan cambiado de opinión? Un hecho lo explica: el fracaso de las negociaciones entre los sublevados y las autoridades civiles. Las negociaciones para solucionar la indisciplina no fueron del todo satisfactorias para los rebeldes. Primero, se les prometió el pago de todas las deudas atrasadas, pero todo quedó en parlamentos que no llegaban a algún tipo de acuerdo: “Sí señor, cesen los parlamentos, a menos que venga uno de ellos acompañado del dinero que se ha pedido, con él solamente podremos hacer alianza con el bien entendido que dejaremos la oficialidad, y los castillos a disposición de V.S.H.”337. Mientras estas se daban, el nerviosismo era notorio entre los rebeldes por la poca disposición de las autoridades en resolver su asunto, motivo por el cual tomaron como prisionero a uno de los coroneles enviados a parlamentar con los rebeldes, Olazabal, hasta que se entregase el dinero. Ante esto, ¿pudo el gobierno de Lima solucionar los reclamos de la guarnición del Callao y evitar que se concretara la deserción de las tropas al bando realista? En realidad, el gobierno no supo enfrentar la crisis que se desató en sus propias filas. No hubo demasiado tacto para actuar ni se tomaron medidas serias para neutralizar la sublevación. Cuatro días después de la sublevación, Torre Tagle recién informó al Congreso sobre lo sucedido y señaló que, en vez de buscar una negociación con los amotinados, se debían dar las “providencias más activas para desorganizarlos 336 Colección documental de la independencia del Perú, tomo XXVI, vol. 2, 1971, p. 203 337 Colección documental de la independencia del Perú, tomo VI, vol. 8, 1973, p. 48 86 internamente para impedir que la plaza se entregue a los españoles”338. Solo se atinaron a emitir una serie de medidas para resguardar el orden339. Esta aparente pasividad del gobierno suscitó diversas críticas entre los militares patriotas. Guillermo Miller mencionó, en sus memorias, que la tropa lo único que deseaba era el pago de sus sueldos atrasados y mejor atención por parte de las autoridades. El dinero, si bien era escaso y estaba siendo invertido en el mantenimiento del ejército colombiano, pudo haber sido recolectado por medio de donaciones, pero “los miembros del gobierno no tuvieron el patriotismo de anticiparla [el sueldo adeudado], ni la energía de extraerla por medio de una contribución general”340. Por su parte, Enrique Martínez expresó que si se hubiera sacrificado algún dinero, se habría evitado la deserción y así se hubiera mantenido contenta a la tropa. Para el general argentino, el gobierno no hizo caso a los requerimientos de los rebeldes, ya que su plan era unirse a los españoles341. En resumen, las mismas autoridades impulsaron indirectamente que los batallones del Río de la Plata desertasen a favor de los realistas. Solo cuando se vio que el pabellón español estaba izado en la fortaleza del Real Felipe, se hizo todo lo posible para poder atraer a los desertores, mediante gratificaciones económicas, garantías de vida, recompensas y promesas de ascenso. Guisse, almirante de la armada patriota, prometió a Dámaso Moyano olvidar el asunto de la deserción y garantizar su seguridad si se retractaba de sus acciones insubordinadas342. A pesar de ofrecer sumas mayores y pagos personales a soldados que fueran en contra del motín (100 pesos), la deserción estaba consumada. Enterados del amotinamiento de las tropas del Real Felipe, varios generales y cuerpos militares siguieron ese ejemplo. Es el inicio de una serie de deserciones masivas a favor del bando realista. Entre los oficiales se encontraban el coronel Navajas, hombre que cambió hasta cinco veces de bando; Juan Ezeta, oficial de los lanceros de la Guardia; Manuel de la Canala, con el destacamento de Dragones de la Unión; las tropas de los Granaderos de los Andes y otras compañías de Lanceros que se encontraban en 338 Paz-Soldán, 1970[1919-1929], p. 183 339 Colección documental de la independencia del Perú, tomo VI, vol. 8, 1973, p. 46 340 Miller, 1975, vol. 2, pp. 101-102 341 Archivo General de la Nación (Buenos Aires), Fondo Ejército. Ejército de los Andes. Rendición del Callao, 1823-1826, f. 530 342 Fernández, 1992, p. 180 87 Cañete, Huacho y Supe343. Sus motivaciones eran similares a la guarnición del Callao: pago de sueldos atrasado. Cabe preguntarse si estas tropas eran conscientes de que su única salida viable era incorporarse al ejército español. Sin duda, puede que algunos se hayan arrepentimiento por su acción, pero ya no había forma de retroceder344; otros “que sin saberlo fueron arrastrado en la traición, abandonaron esas banderas [española] y regresaron a sus filas en la primera oportunidad que se les presento”345 Sin mucho tiempo para meditarlo, Bolívar decidió abandonar la ciudad. . Para tal efecto, nombró a Mariano Necochea como jefe militar de Lima y le ordenó que no debe tener consideración hacía ningún magistrado o funcionario alguno, dado que su prioridad es la de “tomar de la capital con una autoridad absoluta todo cuanto pueda servir al ejército”346. Por ello, extrajo los vasos sagrados y demás alhajas de oro y plata de los templos, y allanó la Casa de la Moneda, la Aduana, los almacenes de artillería y demás oficinas. Abandonó la ciudad el 26 de febrero. Solo lo acompañaron 300 soldados entre cívicos, montoneros y regulares, y tomó el camino del norte para Chancay347. A diferencia de la retirada del gobierno virreinal de Lima en 1821, Bolívar dejó a la ciudad sin autoridades y sin tropas que garantizaran cierta seguridad y orden. Fue la cuarta vez que la población limeña vivía en completa anarquía. El testimonio del Robert Proctor ayuda a entender el caos que sufrió la capital: “al entrar a la ciudad encontramos todas las casas cerradas; muy poco candiles encendidos y las calles llenas de patrullas de montoneros y soldados con trajes diferentes a aquellos que estábamos acostumbrados […]348. Luego añade que Torre Tagle y sus comandantes expandieron el rumor de que Bolívar “había resuelto saquear la ciudad y alistar de soldados a todos los varones”349. Esto solo ayudó a sembrar el miedo y el pánico. Lima por esos días estaba en poder de las tropas amotinadas, quienes se habían perpetrado las más horribles tropelías, cuando ya los feroces negros [soldados de la guarnición del Callao] habían 343 Paz Soldán, 1970[1919-1929], p. 202; Vargas Ugarte, 1981, vol. 6, p. 313 344 Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, p. 320 345 Paz Soldán, 1970[1919-1929], p. 202 346 Paz-Soldán, 1970[1919-1929], pp. 185-186 347 Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, p. 319. Entre la tropa que lo acompañó, se encontraban los batallones 3° de Perú, 2° de Chile, una compañía de 100 hombres del regimiento de Cívico, un escuadrón del regimiento de Granaderos. De la Barra, 1974, p. 131 348 Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, p. 325 349 Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, p. 322 88 saqueado todas las riquezas y preciosidades depositadas en aquel recinto [la fortaleza], y cuando su vandálico espíritu de devastación había inutilizado cuanto estuvo al alcance de su furor sin que Moyano, Casariego y Alaix se atreviesen a corregirlos350 Las tropas, a pesar de haber sido pagadas por Rodil, eran endebles de opinión: habían demostrado que podían cambiar de bando si es que les convenía hacerlo. Rodríguez Ballesteros, oficial realista, confesó que los sublevados no querían la reposición de la autoridad real sino solo saqueo y libertinaje351. Para mantener su opinión a favor de los realistas, los oficiales Moyano y Alaix permitieron que la tropa cometiera numerosos excesos hasta que una columna de veteranos disciplinados, que prometieron los oficiales realistas, llegara. Sin embargo, una vez que empezaron los desórdenes, difícilmente dichos oficiales pudieron controlarlo y hasta hubo peligro de otro motín. Los desórdenes y la violencia en Lima no podían continuar. Era urgente la presencia de un ejército, sea aliado o enemigo, que asegurase orden en las calles y velase por el bienestar personal. Por tanto, se envió una comisión, compuesta por un representante del Cabildo limeño y un teniente de un barco de guerra inglés, para negociar la entrada del ejército español a la ciudad de Lima. En tanto, los miembros más representativos de la élite limeña que habían participado en el gobierno estaban desaparecidos: Torre Tagle, temeroso de ser entregado a Bolívar para ser fusilado, se ocultó junto con el vicepresidente Diego de Aliaga; Juan de Berindoaga en cambio, intentó embarcarse a Chile con la ayuda del vicealmirante Guisse, pero no tuvo más alternativa que quedarse en una casa abandonada desde el 26 hasta el 29 de febrero352. Al mediodía del primero de marzo, Monet ingresó a la capital e inmediatamente restableció el orden. Recompensó a los sublevados, ascendiéndolos, y selló la consideración hacia el cuerpo militar que había hecho posible tal triunfo militar mediante un afectuoso abrazo en público al coronel Moyano. A su vez, amnistió a todo individuo que anteriormente hubiese luchado contra los soldados del Virrey. Diego de Aliaga, conde de san Juan de Lurigancho, y su hermano Juan de Aliaga, Carlos Pedemonte, presidente del congreso, varios diputados, miembros del Cabildo eclesiástico y secular, y más de 240 jefes se acogieron a este bando353. Por su parte, 350 Colección documental de la independencia del Perú, tomo XXVI, vol. 4, 1971, pp. 271-272 351 Rodríguez Ballesteros, 1946, vol. 3, p. 190 352 Eguiguren, 1953, pp. 306-307 353 Basadre, 2005, p. 95 89 Berindoaga señaló que tanto él como Torre Tagle se presentaron a los españoles no como oficiales desertores sino como individuos acogidos bajo su protección. Sin embargo, precisó que si se reconocía la independencia, seguirían a los españoles; caso contrario, pidió que se los trate como prisioneros de guerra354. Monet no les hizo caso, les colocó guardias de honor y le ofreció a Torre Tagle el mando de la capital, a lo cual este rechazó355. Días más tarde, el ex presidente publicó Manifiesto del marqués de Torre Tagle sobre sucesos notables de su gobierno, reseñado al inicio de este subcapítulo. Al respecto, Basadre sospecha que hubo presión por parte de los oficiales realistas para que Torre Tagle escribiera este manifiesto. Lo mismo apunta Rizo Patrón al decir que estos documentos fueron producto de inventos y distorsiones de agentes españoles para desprestigiar o liquidar cualquier tipo de liderazgo peruano356. No obstante, no hay prueba contundente de que ello haya ocurrido, salvo el manifiesto de Berindoaga, escrito en noviembre de 1824, en la que confesó haber publicado en contra de Bolívar para poder sobrevivir357. Se puede asumir estas fuentes fueron escritas bajo presión y con la intención de legitimar la presencia realista en Lima, pero ello no significa que se las descarte como testimonios de un sector de la sociedad que estuvo involucrado directamente en el proceso de la independencia, y contextualizarlas ayuda a entender el mensaje de las mismas. Así, en estas fuentes se nota que hay una clara decepción por la independencia, la cual se trasluce en dos temas puntuales: la traición de Bolívar y la pérdida de sus bienes a causa de la guerra. En principio, Torre Tagle desmintió las acusaciones que le hizo Bolívar sobre su participación detrás del motín de la guarnición del Callao. Más bien, declaró que todo lo ocurrido fue una estrategia del Libertador para deslegitimar al gobierno, deshacerse de él y obtener poderes dictatoriales. Como se vio, las motivaciones de dicha tropa eran prácticas y su posterior deserción se explica por la negligencia del gobierno. Ni Torre Tagle ni Bolívar confabularon para que esto ocurriera. Sin embargo, el hecho de que 354 Eguiguren, 1953, p. 307 355 Basadre, 2005, p. 95 356 Rizo Patrón, 2012, p. 310 357 Eguiguren, 1953, p. 308 90 Bolívar ordenara su captura no solo conllevó a que temiera ser fusilado358 sino también a que repensara acerca del rumbo que había tomado el proceso emancipatorio. Este, sin duda, ya no era el de los “hombres honrados”. Además de esta decepción respecto al liderazgo de la independencia, se ha visto que las consecuencias económicas se perfilaron como el precio más caro para la élite limeña. El préstamo monetario fue el aporte más significativo de dicho sector al régimen de turno, aunque tenía un costo a cambio de ello: prerrogativas y estabilidad política. Este aparente acuerdo se rompió desde el establecimiento del gobierno independiente en Lima. No solo perdieron sus bienes a causa de los préstamos forzosos y la confiscación, sino también que sus vidas peligraron por la inestabilidad política, producto de los errores del gobierno. Esto empeoró cuando Bolívar, tras la crisis en 1824, decidió abandonar la ciudad, lo cual dejó a la élite restante sin protección frente a la plebe. Por esas razones, Torre Tagle reclama que “en el curso de la guerra, ¿quiénes, sino muchos de los llamados defensores de la patria han acabado con nuestras fortunas, arrasado nuestros campos, relajado nuestras costumbres, oprimido y vejado a los pueblos? ¿Y cuál ha sido el fruto de esta revolución? ¿Cuál ha sido el bien primitivo que ha resaltado al país? No contar con propiedad alguna ni tener seguridad individual”359. De la misma forma, en mayo, el conde de Villar de Fuentes publicó un manifiesto en el que expresaba su desengaño de la independencia. Señaló que la idea de libertad e independencia, luego de tres años de guerra, en la que la desolación y la angustia estuvieron presentes, “son unas quimeras de la imajinacion con que se deslumbran los incautos”360. Menos aprecio les tiene a los diferentes líderes patriotas, a quienes considera como “transformadores del orden y la armonía social, que se veían reynar en todas partes, quienes han hecho servir a sus miras interesadas y ambiciosas la docilidad de los peruanos”361. Por esta promesa vacía, el noble reclamó que solo han visto “con dolor dilapidarse nuestros bienes, mancillarse nuestra reputaciones, vejarse nuestras personas, allanarse nuestros hogares, y desnudarse nuestros templos”362. 358 Esta creencia no era descabellada, pues también ordenó lo mismo cuando Riva Agüero fue apresado en noviembre de 1823, y solo se salvó porque el coronel Antonio Gutiérrez de la Fuente desobedeció dichas órdenes y lo mandó al destierro. 359 Eguiguren, 1953, p. 263 360 Colección documental de la independencia del Perú, tomo VI, vol. 9, 1973, p. 159 361 Colección documental de la independencia del Perú, tomo VI, vol. 9, 1973, p. 159 362 Colección documental de la independencia del Perú, tomo VI, vol. 9, 1973, p. 160 91 Se observa, entonces, que el abandono de Bolívar y, por ende, la inhabilitación de cualquier protección por parte de las fuerzas colombianas fueron factores que facilitaron que la mayor parte de la élite limeña aceptara el restablecimiento del régimen realista. Esto se vio fortalecido con la amnistía decretada por Monet, el nombramiento de Villar de Fuentes como gobernador de Lima y la formación de un cuerpo de voluntarios que aseguraría el orden en la ciudad. Para esos momentos, las libertades políticas ya no eran la prioridad; en su lugar, como bien apuntó Basadre, sobrevivir era lo principal363. Por tanto, se camufló el apoyo hacia el régimen realista por un deseo de buscar protección de una guerra que estaba causando enormes costos económicos y políticos. Así lo vieron Torre Tagle y Villar de Fuentes, quienes consideraban que la llegada de los españoles a la capital era una oportunidad que debía ser aprovechada. Solo la fuerza de sus armas garantizaría cierta estabilidad a sus vidas y protección a sus bienes en lo que restaba del año. 363 Basadre, 2005, p. 96 92 CAPÍTULO 3 DE NUEVO EN LA “MUY NOBLE, INSIGNE Y MUY LEAL CIUDAD DE LOS REYES. EL GOBIERNO ESPAÑOL EN LIMA (1824) “Los enemigos, persuadidos de que conservando a Lima daban a la Europa una idea inconcusa de su poder, dedicaron sus conatos a este solo objeto…”364 Lima fue el principal objetivo de la Expedición Libertadora del Sur. Considerada el núcleo de poder político y militar de España en América, su caída significaría el fin del régimen virreinal en el continente. Sin embargo, en 1821, cuando los realistas se retiraron a la sierra y la ciudad fue ocupada, la realidad ofreció otro panorama para las fuerzas independientes: ni se había derrotado al ejército español ni se controlaba la totalidad del territorio peruano. Además, el poco convencimiento y compromiso de las élites limeñas por la causa emancipatoria dificultó los intentos de San Martín por reorganizar su ejército y por consolidar un nuevo gobierno en la ciudad. Al respecto, La Serna, triunfante, decía que “la evacuación de Lima es lo que ha paralizado los progresos del enemigo, y la que ha salvado al Perú de la disolución que le amenazaba si yo hubiese subsistido en Lima”365. La situación no mejoró en los tres años posteriores: la Junta de Gobierno, Riva Agüero, y Torre Tagle, cada uno en su momento, no obtuvieron ninguna victoria militar que asegurase la emancipación del Perú. Por su parte, Simón Bolívar estuvo al tanto de que el fracaso de San Martín no se debió a su desconocimiento de táctica militar, sino a la ausencia de apoyo local366. Ya en la ciudad, en setiembre de 1823, consideró que no era prudente continuar en ella si quería derrotar a los realistas, motivo por el cual estableció su cuartel general en Pativilca, a doscientos kilómetros de la capital. Con esta decisión, el Libertador se apartaba de una ciudad caracterizada por la intriga política y por la ambición rapaz de su élite para concentrarse únicamente en organizar a su ejército. En resumen, por un lado, Lima, como ciudad capital, no pudo liderar ningún proyecto separatista. Esto se debe, entre otras razones, a la actitud de la mayoría de los 364 Rodríguez Ballesteros, 1946, vol. 3 p. 171. 365 Citado en Flores, 2001, p. 172. 366 Fisher, 1984, p. 469. 93 miembros de la élite local, para quienes colaborar con el nuevo régimen era un medio más para conservar sus bienes y posición social367. Tampoco surgió un líder de este grupo que la guiase por la senda independentista y con la capacidad militar para dirigir la guerra. Por otro lado, la ciudad se había convertido en una trampa mortal para todo ejército que se organizara desde ahí. ¿Sucedió lo mismo cuando los realistas ocuparon la ciudad en febrero de 1824? ¿Cuál fue el comportamiento de la élite sobreviviente ante esta nueva situación? ¿Qué estrategias usaron los jefes españoles para asegurar una fácil convivencia en la capital? Son preguntas que serán respondidas en las siguientes líneas. Este capítulo analiza el rol de la élite limeña y de Ramón Rodil durante la ocupación realista en Lima en 1824. En principio, se verá que la seguridad en la que vivió la élite limeña durante el restablecimiento de la autoridad española en Lima fue esencial para que esta volviera a confiar en el prestigio militar de los oficiales españoles. De manera específica, el hecho que se le invitara a formar parte del nuevo gobierno facilitó la convivencia en la ciudad. Esto fundó un gran precedente para la posterior organización de la defensa del Callao. Se desarrollarán tres puntos. En primer lugar, se explicará la relevancia de la fortaleza del Real Felipe del Callao y de Lima respectivamente durante las guerras de independencia. A medida que la guerra se intensificaba, ambas fueron relegadas dentro de la estrategia militar patriota y realista. En segundo lugar, tras la ocupación española, Lima y el Callao ejercieron un rol fundamental en la estrategia militar española al auxiliar constantemente al ejército acuartelado en Huancayo bajo las órdenes de Canterac. En tercer lugar, la efectividad de Rodil, nombrado gobernador político y militar del Callao, en defensa de la capital, legitimó la ocupación realista, y favoreció su imagen y prestigio entre la élite limeña. 3.1 La trampa y el refugio: Lima y el Real Felipe del Callao Desde el establecimiento del régimen hispano en América, una de las principales preocupaciones de la Corona española fue la defensa del territorio frente a las incursiones de piratas, corsarios y monarquías extranjeras. Pese a su lejanía y a la dificultad de acceder al Mar del Sur –como se conocía al océano Pacífico-, el virreinato del Perú no estuvo libre de esos ataques. En efecto, la aparición de piratas holandeses 367Ver capítulo II 94 Joris van Spilbergen (1615) y Jacques L’Hermite (1627) en sus costas no solo demostraron su vulnerabilidad sino también cuán ineficaces eran las fortificaciones que los virreyes habían construido en el Callao, el principal puerto del Pacífico, desde finales del siglo XVI. Fue recién con la llegada del virrey marqués de Mancera que se dispuso de un plan serio de defensa: convertir al Callao en una plaza amurallada, de sección trapezoidal y reforzarla con baluartes. En su momento, el referido virrey la consideró como una de las mejores de América y Europa, pero sus sucesores no pensaron lo mismo, pues presentó diversos desperfectos en la muralla y en los baluartes. Recién desde 1722 hasta 1733, durante el gobierno del virrey marqués de Castellfuerte (1724-1736), se realizó una completa restauración de la muralla368. La muralla del Callao tuvo menos de un siglo de existencia. Y los responsables no fueron piratas sino fuerzas de la naturaleza. En la noche del 28 de octubre de 1746, un terremoto-maremoto arrasó Lima y el Callao, y la muralla estuvo tan arruinada que era imposible repararla. Por esa razón, a dos meses del terremoto, el virrey José Antonio Manso de Velasco encargó el diseño de una nueva fortificación al cosmógrafo francés Louis Godín. La idea era tener una fortaleza menos extensa que, a diferencia del antiguo presidio, ya no albergase barracas personales, hospitales u órdenes religiosas en su interior; en otras palabras, se quería una fortificación netamente militar369. La propuesta de Godín fue construir una poderosa ciudadela sobre la base de una traza hexagonal; sin embargo, otra propuesta, de los ingenieros Joseph Amich y Juan Francisco Rossa aconsejó reducir la anterior traza a una pentagonal regular y exacta370. Las obras iniciaron en enero de 1747 y, hasta el fin del gobierno de Manso de Velasco, se erigieron los baluartes del Rey, la Reina, San Carlos, San Felipe y San José371. Las críticas hacia dicho trazado no tardaron en aparecer. El virrey Manuel Amat y Junyent, militar con amplia experiencia, observó varias deficiencias técnicas en el fuerte: defectos en la consistencia de la muralla y su terraplén; carencia de adecuadas trabazones, cuya magnitud estorbaba la circulación de la artillería; los parapetos tenían poca altura y requerían mayor grosor por ser de adobe, débiles ante el fuego de 368Calderón Quijano, 1996, pp. 466-471. 369Gambetta, 1945, p. 8. El Callao como ciudad no existía, pues era, en realidad, un presidio que, encerrada dentro de una muralla, contaba con 40 manzanas de vivienda, cinco iglesias, un hospital, un edificio de la Gobernación, otra de la Administración del movimiento portuario, y bodegas. Luego del terremoto, se dispuso que la población civil se instalase tierra adentro en una ciudad portuaria que luego recibiría el nombre de Bellavista. Regal, 1961, pp. 2-3. 370Lohmann, 1979, p. 183 371Calderón Quijano, 1996, p. 472. 95 artillería; el foso tenía escasa profundidad; las puertas no tenían puentes levadizos; y los almacenes de pólvora y cuarteles no cumplían con su cometido, pues no eran bóvedas a prueba de bombas372. Amat se encargó de arreglar estas deficiencias y, además, agregó a la fortificación, entre otras mejoras, dos torreones en los baluartes del “Rey” y de la “Reina”, un “caballero” en los de San Carlos, y en la parte baja bóvedas a pruebas de bombas. Así, para 1774, luego de 27 años de trabajo y con más de dos millones de pesos en presupuesto, el Real Felipe del Callao, bautizado así en memoria de Felipe V, que había fallecido en 1746, se erigió como una de las principales fortalezas españolas en América. Tuvieron que pasar varias décadas para comprobar cuán sólidas eran las defensas del castillo del Real Felipe del Callao. En los inicios de las guerras de independencia en 1809, los castillos del Callao fueron testigos de las batallas entre los ejércitos fidelistas y los de las juntas autónomas formadas en el Alto Perú, Quito, Río de la Plata y Chile. La contraofensiva del virrey Fernando de Abascal (1806-1816) ante los movimientos autónomos fue exitosa. Salvo el Río de la Plata, todos los demás territorios mencionados fueron neutralizados; en el Alto Perú, se vivió, desde ese año, un estado de guerra continua con las expediciones que mandaba el nuevo gobierno de las Provincias Unidas. De esos enfrentamientos, los insurgentes que fueron hechos prisioneros tuvieron diversos destinos: la gran mayoría era enrolada a las filas del ejército realista, mientras que otros, los más importantes, fueron encerrados. En ese contexto, los castillos del Real Felipe se convirtieron en la prisión más importante del virreinato del Perú. En Casas-Matas, estuvieron varios líderes de conspiraciones y sublevaciones, como Francisco de Zela, Mateo Silva y Francisco de Paula Quiroz, u oficiales rioplatenses de alto rango, como Juan Pardo de Zela, BernaldesPolledo, Tadeo Téllez, José Félix Ortiz y Manuel Vallejos. En un informe hacia 1818, el virrey Pezuela señaló que la plaza del Callao albergaba, aproximadamente, cerca de 350 prisioneros entre oficiales, soldados y presidiarios “que unos y otros buscan a todo riesgo su libertad”373. Al virrey le preocupaba que la guarnición del castillo, compuesta por 200 hombres del regimiento Real Infante D. Carlos, no fuera suficiente para resguardarlos, no tanto por el peligro que 372 Gutiérrez, 2006, p. 274. 373 Documentos del virrey Pezuela citado en Barra, 1957, p. 28 96 representaban los prisioneros, sino por los enemigos exteriores que conspiraban para su liberación. Su temor no fue exagerado, pues meses antes hubo una conspiración liderada por el teniente coronel José Gómez, revolucionario de Tacna, en la que participaron varios prisioneros rioplatenses y cabos del Real Infante D. Carlos; su objetivo era capturar el Real Felipe, secuestrar al virrey y a los altos mandos de la capital, y enviarlos a Chile con San Martín374. No fue la única durante la década de 1810: en 1814, este mismo oficial rioplatense participó en otra tentativa de apoderarse de la fortaleza del Callao; en abril de año también hubo una conspiración del batallón del Número –conocido como el batallón de artesanos- en la que estuvieron involucrados Juan Pardo de Zela, Francisco de Paula Quiroz y el conde de la Vega del Ren375. En la mirada de estos conjurados, la captura del Real Felipe era un paso importante para que sus futuros proyectos tuvieron éxito: esta fortaleza les daba un refugio inexpugnable que atraería a más simpatizantes de su causa y obligaría al gobierno virreinal a negociar con ellos. Entre 1816 y 1820, la marina insurgente atacó al Real Felipe. El almirante Guillermo Brown, artífice de la caída de la plaza de Montevideo (1814), fue el primero en hacerlo. Su escuadra, conformada por cuatro buques, apareció el 21 de enero de 1816 y, si bien no causó daño material de consideración en los tres días que bombardeó el puerto del Callao, sí lo hizo a nivel moral, pues demostró que la capital del virreinato peruano ya no era tan invulnerable como solía ser. Dos años más tarde, tras la pérdida de Chile, la escuadra insurgente se aventuró a atacar nuevamente, esta vez con mayor agresividad. Era natural que la fortaleza fuera uno de los principales objetivos, pues su captura aseguraría la ocupación del puerto del Callao y permitiría establecer una base de operaciones que cubriría el desembarco de posibles refuerzos. En febrero y setiembre de 1819, la escuadra del almirante Thomas Cochrane bombardeó el Callao. Sin embargo, obtuvo poco éxito a nivel militar. En la primera incursión, Cochrane estableció un bloqueo que duró hasta fines de marzo; en la segunda, volvió con un plan de posible desembarco de tropas, pero su estadía se acortó a cinco días debido a la buena actuación de los defensores, entre los que destacaron los batallones de Cantabria y Arequipa. Fue 374Gálvez, 1907-1909, vol. 1, p. 44; Regal, 1961, p. 26 375Regal, 1961, pp. 26-29 97 en esas circunstancias que Ramón Rodil, uno de los oficiales de la guarnición del Callao, fue ascendido de teniente a coronel376. Con la llegada de la Expedición Libertadora en setiembre de 1820, la situación de Lima y el Callao no mejoró. Por un lado, San Martín pensaba aislar a la ciudad del resto del virreinato. Esto tuvo un triple propósito: evitar que el ejército realista recibiera refuerzos; convencer a la élite local de que la independencia no iba alterar su posición privilegiada; y obligar al gobierno español a capitular. Para ello, cortó las dos grandes fuentes de recursos: el norte y la Sierra Central; en el mar, Cochrane se aseguró de hostigar a la flota española y a dificultar el comercio y la pesca. Si a esto se le añade los padecimientos de la población, en especial la élite local, a causa de la guerra –saqueos, destrucción de propiedades, temor a posibles levantamientos de negros e indios-, no sorprende que el Cabildo haya solicitado al virrey, en reiteradas ocasiones, que negocie con el ejército invasor para poner fin a las hostilidades. Quien acabara con estas desgracias, se convertiría automáticamente en el salvador de la ciudad. Paradójicamente, San Martín logró este cometido al entrar a la ciudad sin derramamiento de sangre en julio del año siguiente. Parecía que los daños que ocasionó la guerra en la capital acabarían y que el estilo de vida de sus habitantes volvería a la normalidad. Fue una falsa ilusión, ya que, desde el establecimiento del Protectorado hasta la llegada de Bolívar, los efectos de la guerra se sintieron en Lima. Por otra lado, los infructuosos ataques contra la fortaleza del Callao convencieron a San Martín de que no había forma de capturarla, salvo por traición o bloqueo marítimo y terrestre. A su llegada al virreinato del Perú, sabía que el ataque directo no era una opción, pues debilitaría a su ejército, el cual todavía no se enfrentaba a las tropas realistas; una posible derrota, pondría en duda su prestigio como militar. Entre enero y febrero de 1821 aprovechó que el ejército español se encontraba desmoralizado y debilitado por las sucesivas derrotas que había sufrido meses atrás para fomentar algunas conspiraciones que le permitieran apoderarse de los castillos sin derramamiento de sangre; no obstante, para su mala fortuna, José de La Serna, recientemente proclamado virrey, reforzó la guarnición del Callao y nombró como comandante a Rodil, cuya experiencia era suficiente para evitar cualquier motín interno. Este panorama no desalentó a San Martín: durante las negociaciones que tuvo con La 376 Regal, 1961, p. 31 98 Serna, solicitó que las fortalezas del Callao se entregaran como muestra de la suspensión de hostilidades que habían acordado, y en caso de que la tregua finalizase, los castillos serían devueltos377. Al no llegar a ningún acuerdo y ver que las condiciones para enfrentarse al ejército patriota no eran favorables, La Serna abandonó Lima. Y no permitió que este triunfo les fuera cómodo para los patriotas, ya que el Real Felipe siguió en manos de las tropas realistas, que contaban con suficientes víveres para resistir cualquier asedio y con la promesa de que pronto recibirían refuerzos desde la sierra. En cuanto a la población civil, La Serna, a través de un bando, les señaló que el Callao podía servir como refugio para quienes se sintieran inseguros en la capital378. Basil Hall señaló que este anuncio fue el punto de quiebre en una ciudad que desde hacía meses sufría las consecuencias de la guerra. El viajero inglés narró con detalle cómo fue que un sector de la población limeña huyó desesperado al Callao: “multitudes se precipitaban hacia el castillo, que, al ser interrogadas acerca de las razones que las determinaban a abandonar la ciudad, no daban otra que el miedo […] hombres, mujeres y niños, con caballos y mulas, y numerosos esclavos cargados con equipaje y otros valores, transitaban confundidos y todo era gritería y confusión”379. La estadía de los refugiados en los castillos no duró mucho tiempo, pues una de las primeras medidas de San Martín tras establecer el Protectorado fue recuperar la fortaleza. Para evitar bajas innecesarias en su ejército, decidió rendirla por hambre, por lo que cortó sus principales puntos de suministros. Aunque una expedición, al mando de Canterac, llegó en setiembre para abastecer a los sitiados, el panorama no cambió. Las alternativas para salir de esa situación eran mínimas: no se podían conseguir más víveres porque Lima estaba ocupada y el bloqueo marítimo al Callao impedía el ingreso de barcos; extraer la guarnición, inutilizar los castillos y abandonar la plaza tampoco era una opción, ya que 600 civiles se encontraban refugiados en ella. Ante esto, Canterac decidió regresar a la sierra, no sin antes llevarse pertrechos para los reclutas de su cuartel en Jauja. Abandonado, con víveres solo para siete días, José de la Mar, comandante de la guarnición del Callao, decidió entregar los Castillos a San Martín. Las condiciones fueron justas: se concedió libertad a los soldados para que se unieran al 377Regal, 1961, pp. 34-37 378Mazzeo, 2005, p. 180; Mera, 2005, pp. 202-203 379Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 1, 1971, p. 226 99 ejército español en Arequipa; se trató con dignidad a los jefes, oficiales y empleados de la administración española; y a los civiles refugiados se les devolvería los bienes secuestrados y se les concedería amnistía y completo olvido de lo que hicieron en el pasado380. De esta forma, una de las plazas militares más importantes de la Corona española en el continente cayó en manos de los independientes. Fue la primera capitulación desde que se construyó y no sería la única. Antonio Vacaro, oficial de la Marina Real, culpó a Canterac, Valdés y La Serna por este revés que sufrieron las armas realistas. Para el militar, la entrega de las fortalezas iba a traer resultados funestos por ser “la llave del Perú, el puerto principal e importante de comunicación por su inmediación a la capital, el único depósito de artillería y pertrechos de guerra que hay en aquellos dominios…”381. Basil Hall compartió esta opinión al señalar que “con el Callao en su poder, y el mar abierto, los patriotas nunca podrían se arrojados del Perú”; sin embargo, advertía que a los más mínimos reveses militares que sufrieran los patriotas, “los españoles se habrían posesionado de Lima, y la independencia del país se habría retardado indefinidamente”382. Las palabras del viajero inglés fueron proféticas, pues los realistas se recuperaron luego de tres años de lucha gracias a las victorias que consiguieron desde 1822. Sin embargo, eran necesarios tres elementos para lograr una reconquista total del Perú: controlar la sierra, ocupar la capital y tener dominio naval383. A inicios de 1824, solo les faltaba tener el dominio naval y obtener un triunfo definitivo que obligara al ejército independentista a retirarse por completo del territorio. En los últimos años de la guerra de independencia en el Perú, el Real Felipe perdió su importancia como construcción militar. Lima también sufrió un destino parecido, ya que los militares españoles no tuvieron prisa en recuperarla desde su retirada hacia la sierra central. De hecho, como afirmó La Serna un año después de abandonarla, era fácil apoderarse de la ciudad, pero lo complicado sería conservarla384. Por ello, a diferencia de Pezuela, para quien la ciudad era el centro de poder político, siguieron el método aprendido en las guerras napoleónicas: la ocupación de una ciudad 380Moreno de Arteaga, 2010, pp. 307-311 381Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXII, vol. 2, 1972, p. 169 382Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 1, 1971, p. 256 383Anna, 2003 p. 279 384 Albi, 2009, pp. 336-337 100 principal no significaba una derrota definitiva385. Jerónimo Valdés señaló que recién cuando abandonaron Lima, el ejército recuperó su fuerza386. En efecto, sabían que quedarse en la capital constituía una desventaja estratégica por las dificultades de abastecimiento, la vulnerabilidad de las defensas frente al bloqueo marítimo, el desgaste que causaba el enfrentamiento con la disidencia civil y las bajas sufridas por el hambre387, la deserción o la campaña ideológica. Asimismo, de acuerdo con la percepción de los oficiales españoles, el hecho de encontrarse en una ciudad corrompía la moral y virtud de las tropas, y aflojaba el espíritu de sus jefes388. Por todo ello, la mejor alternativa que se les presentó a estos militares fue retirarse a la zona que mejor conocían y en la que eran superiores por los años que sirvieron en ella: los Andes. Esta región, además, les ofrecía recursos económicos y humanos para mantener al ejército y cubrir las bajas en sus filas. Así, La Serna se estableció, primero, en Huancayo, que era una posición estratégica para obtener recursos del valle del Mantaro, controlar a las guerrillas y montoneras de la región, y poder atacar en cualquier momento a Lima. Meses más tarde, recibió una invitación de la Audiencia del Cuzco para que traslade su gobierno a la mencionada ciudad. Además de aprovechar instituciones administrativas y de justicia que facilitarían su gobierno, Cuzco le ofrecía una ventajosa posición geográfica para sus planes de guerra: contaría con los recursos de las provincias de Arequipa, Tarma, Huamanga y Huancavelica, que, con anterioridad, pertenecían a la jurisdicción de Lima; mantendría una comunicación activa y frecuente con las divisiones de Lima, Arequipa y el Alto Perú; socorrería con velocidad a sus generales en caso de que los enemigos atacasen su posición; y, con una considerable guarnición en la ciudad, haría del Cuzco impenetrable389. Para los patriotas, capturar Lima y el Real Felipe no constituyó ventaja alguna, como habían creído en un principio. Los únicos cambios que hubo fueron en los nombres. En las actas de Cabildo, la capital del virreinato pasó de ser de la “muy noble, insigne y muy leal Ciudad de los Reyes” a “la heroica y esforzada Ciudad de los Libres 385 Albi, 2009, p. 335 386Torata, 1895, vol. 2, p. 72 387 Ver Sánchez, 2001. Por citar un ejemplo, Mazzeo afirma que existía además un peligro de que el ejército se disolviese por las privaciones que sufría el soldado, quien no recibía los dos reales que corresponden al condimento de sus rancho (2012, p. 180). 388 Marks, 2007, p. 290; Torata, 1985, vol. 2, p. 72 389Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXII, vol. 3, 1973, pp. 59-60; Fisher, 2000, p. 214-218 101 del Perú”390. Los nombres de los castillos del Callao también sufrieron modificaciones: San Felipe, San Miguel y San Rafael fueron sustituidos por los nombres de Independencia, El Sol y Santa Rosa391. Incluso, de acuerdo con Regal, hubo una propuesta para derribar esta fortaleza, ya que se le consideraba símbolo del poder español en el Perú. En junio de 1823, Canterac regresó a Lima. Era la segunda vez que el ejército español demostraba que la ciudad era vulnerable a sus ataques. En esas circunstancias, el Real Felipe se convirtió, nuevamente, en refugio para los que más temían la represión y el pillaje de las tropas españolas. Desde el 13 de junio, varios de los miembros del gobierno de Riva Agüero enviaron sus pertenencias al Callao392. Este acto no pasó desapercibido por Guillermo Miller, comandante de la caballería, que criticó el poco compromiso de defender la ciudad, ya que solo pensaban en cómo librarse del peligro que se acercaba393. Así como en 1821 Basil Hall narró la apresurada evacuación de los civiles al Callao, dos años después, Robert Proctor, otro viajero inglés, se encargaría de repetir esta labor: “[…] el terror era visible en los rostros. Todos pensaban solamente en salir […] La congoja fue mayor cuando nadie podía conseguir mulas para trasladarse, pues el Gobierno había requisado todas para servicio público […] El camino estaba literalmente atestado de toda clase de vehículos, caballos cargados, mulas, pollinos y peatones. El Callao está lleno de gente, aunque todavía miles se encaminaban allá”394. La única fuerza importante era la división colombiana que recién había llegado a la capital, pero José Antonio de Sucre, su comandante, al ver que arriesgaba mucho si se enfrentaba a las experimentadas fuerzas realistas, decidió resguardarse en el Callao. A diferencia de la imagen alegre que presentó Miller sobre la estadía de los refugiados en la fortaleza, Proctor ilustró una escena más verídica: “las calles del Callao [estaban] atestadas a tal punto de no poderse transitar. Todos los corredores del frente de las casas habían sido convertidas en viviendas divididas por esteras; […] [y] los víveres eran sumamente caros”395. Estas penurias no duraron mucho tiempo, pues Canterac, al no 390Sobre los cambios de los rituales públicos durante la transición a la independencia, se puede ver Soledad Barbón, 2012, pp. 171-186, y Ortemberg, 2014. 391 Regal, 1961, p. 39 392Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, p. 204 393Miller, 1975, vol. 2, p. 62 394Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, pp. 204 y 206 395Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, p. 208 102 tener posibilidad de asaltar el Callao sin tener graves pérdidas en sus filas, se retiró a la sierra. De esta forma, el Real Felipe, al albergar a los miembros del gobierno independiente y evitar que fuesen capturados por los realistas, impidió que Lima fuera ocupada por completo y que la guerra llegase a su fin. Pese a ello, poco se hizo por reforzar su defensa en lo que restó del año. La memoria de Rudecindo Alvarado, uno de los comandantes de las fallidas expediciones a los puertos intermedios, es útil para comprobar la poca importancia que tenía esta fortaleza en la estrategia militar patriota. Alvarado contó que, frente a la crítica situación política que se vivía en Lima, pensó en retirarse del país, pero luego fue nombrado, a fines de 1823, gobernador de la plaza del Callao, cargo que aceptó porque consideraba que en ese puesto “me encontraría más exento del alcance de los partidos políticos que eran un torbellino en aquel país”396. En realidad, el peligro en que se encontraba Lima por su vulnerabilidad ante las correrías de los realistas no fue un asunto prioritario; más importante era, para el gobierno de Bernardo de Tagle y Portocarrero, neutralizar a Riva Agüero, que se había proclamado presidente en Trujillo. Estas disputas políticas enfriaban cualquier tipo de acción militar contra las confiadas fuerzas realistas. La llegada de Simón Bolívar no alteró el rol pasivo y relegado que había tenido el Real Felipe desde que se convirtió en el Castillo de la Independencia. Es más, se convirtió, junto con Lima, en una carga pesada para el Libertador. Prueba de ello fue el reemplazo de su guarnición: en lugar del batallón Vargas, entraron los batallones del Río de la Plata y de Chile. Rudecindo Alvarado observó que la indisciplina estaba tan extendida en la tropa que pensó que Bolívar los estaba ocultando en los Castillos. Se quejó de esto con el Libertador, pero no fue escuchado397. Lo que sucedió después fue tratado en el capítulo anterior: la sublevación de la guarnición del Callao. El Real Felipe, al cambiar de dueño, ofreció a los rebeldes protección frente a cualquier tipo de represalia que hiciera el gobierno contra su indisciplina. Al igual que en 1821, capturar la plaza a la fuerza no era una opción. En este caso, la única forma de recuperarla era negociar con los sublevados, pero este intento también fracasó. Ante la noticia de la pronta llegada de tropas españolas, Bolívar, consciente de que Lima era indefendible sin los Castillos del Callao, decidió abandonarla. La consecuencia de esta medida fue 396Colección documental de la independencia del Perú, tomo XXVI, vol. 2, 1971, pp. 202-203 397Ver cap. 2 103 que la población civil tuvo que sobrevivir en la anarquía durante tres días. A diferencia de otras ocasiones, no había refugio seguro para los más atemorizados, ya que, en esos momentos, el Real Felipe estaba ocupado por los amotinados. Para los oficiales españoles, la recuperación de Lima en 1824 significó más un triunfo moral que estratégico. Ni bien recibió la noticia de la sublevación de las tropas de la guarnición del Callao, el virrey, a través de la Gaceta de Gobierno398, publicado en Cuzco, alabó su coraje y entrega, pues “defienden los castillos dispuestos a sostenerlos o perecer bajo sus ruinas”399. En los partes oficiales sobre este acontecimiento, también se puede notar el júbilo de los oficiales españoles400. Isidro Alaix, jefe de Estado Mayor de la división de Rodil, contó que, cuando se encontró con José María Casariego y Dámaso Moyano, principales instigadores de la sublevación, “fue el momento más feliz desde que tengo el honor de vestir el uniforme militar”401. Otro ejemplo proviene de García Camba, oficial que formó parte de las tropas que ocuparon la ciudad, quien agradeció a la providencia por la pérdida de la fortaleza del Callao y no perdió elogios para los soldados que restituyeron “a su legítima posesión la única plaza fuerte de este virreinato”402. De la misma forma, el triunfalismo realista se hizo nuevamente presente. Rodríguez Ballesteros, en su memoria, si bien reconoció que la tropa sublevada actuó de acuerdo a sus intereses más que por una ciega lealtad a la causa del Rey, indicó que los asuntos públicos se les presentaban del modo más favorable gracias a su prestigio de dos años de victoria que habría variado la opinión a su favor403. Esta sensación fue compartida por Canterac, quien, en correspondencia con el intendente de Arequipa, no podía ocultar su emoción de que, con esta victoria, “la guerra del Perú ya terminó y que la nación española, no obstante que no hemos recibido socorro de la Madre Patria, cuenta con esta parte integrante de la monarquía”404. Lo mismo le escribió al ministro de Guerra de España al asegurar que los patriotas solo ocupan la provincia de Trujillo y 398Cuzco y Arequipa fueron los más importantes focos de propaganda realista. Asimismo, Canterac, consciente de la importancia de la imprenta como medio de propaganda, publicó el Boletín del Ejército Nacional del Norte del Perú. Guibovich, 2012, p. 139 399Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXII, vol. 3, 1973, p. 225 400Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXII, vol. 3, 1973, pp. 225-229; Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VI, vol. 9, 1973, pp. 125-128; Colección de los principales partes y anuncios relativos a la campaña del Perú…, 1824, pp. 63-66 401Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXII, vol. 3, 1973, p. 226 402García Camba, 1846, vol. 2, p. 124. 403 Rodríguez Ballesteros, 1946, vol. 3, p. 197 404Mazzeo, 2003, p. 47 104 que “serán expulsados o desechos por el bravo ejército que tengo la honra de dirijir, el que actualmente se prepara a una campaña la mas feliz y lisonjera”405. Para García Camba, la oportunidad que se les presentaba era la más adecuada para las armas realistas, pues al tener a su favor la disposición de los peruanos a reconciliarse con su antiguo gobierno, el camino estaba libre para enfrentarse a Bolívar. Por ello, recomendaba que el Ejército Real emprendiese la campaña con la mayor rapidez posible antes de que Bolívar recibiese refuerzos desde Colombia406. Es difícil suponer que, internamente, los altos mandos militares –La Serna, Canterac y Valdés- hayan cambiado su parecer con respecto a Lima. En junio de ese año, La Serna opinaba que, en esas circunstancias, lo central era conservar los castillos del Callao y no Lima, y que las tropas que han contribuido a la entrega de la fortaleza sean destinadas a las unidades en campaña y no a guarniciones407. En realidad, conservar Lima se convirtió para estos militares en una preocupación más por el sencillo hecho de tener que invertir dinero y soldados en asegurar la ciudad, tanto interior como exteriormente; establecer un gobierno que asegurase la lealtad de los habitantes; y destinar oficiales de confianza que se encargasen de tareas administrativas en vez de estar en el frente de batalla. Así lo expresó Valdés en su Exposición que dirige al Rey don Fernando VII el mariscal de campo don Jerónimo Valdés sobre las causas que motivaron la pérdida del Perú. Para el militar, la recuperación de Lima redujo la cantidad de tropas requeridas que se usarían para la próxima campaña contra Bolívar a inicios de 1824. De los 12.000 hombres que, en un principio, podrían disponer, se redujeron a cerca de 10.000 efectivos. La razón fue obvia: era necesario reemplazar la guarnición de Lima por otra más numerosa y de mayor confianza, por lo que se dejó en la capital una división de 1.500 soldados. Esto debilitó al Ejército del Norte, que pasó a contar con solo 6.500, lo cual hacía difícil que realizase cualquier movimiento contra las fuerzas de Bolívar. Valdés concluyó que les salió cara esta base de operaciones, a la que, además, poco provecho le sacaron por no tener el dominio del mar408. Los mismos patriotas restaron el peso de la pérdida de Lima. En marzo de ese año, la Gaceta de Gobierno reprodujo una serie de reflexiones sobre la pérdida del Callao y de Lima que había publicado el Patriota de Guayaquil. La idea central que 405AGI, Estado, 75, N.60, 1824. 406García Camba, 1846, vol. 2, p. 130 407Torata, 1896, vol. 4, p. 163 408Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXII, vol. 3, 1973, p. 371 105 presenta es que la pérdida de Lima era insignificante, ya que el verdadero sentido de la guerra se define en el campo de batalla. Si los patriotas triunfaban en ese ámbito, podían recuperar con tranquilidad las fortalezas perdidas; en otras palabras, podrían asediarlas sin ninguna presión desde la retaguardia. Para darle mayor fuerza a esta posición, se utilizaron dos argumentos. Primero, las guerras de independencia en el continente han demostrado que la preocupación por recuperar las plazas perdidas recién se concretizó cuando se ganaron las batallas, como los casos de Cartagena, Puerto Cabello y San Juan de Ulúa. Segundo, la experiencia en la capital ha sido negativa tanto para los españoles como para los patriotas: San Martín fracasó en su cometido de liberar al país al centrar sus tropas en la ciudad; y Canterac la abandonó voluntariamente por ser inútil a su estrategia. En resumen, Lima era una trampa y los españoles han caído en ella409. Estaba claro que Lima, una vez recuperada, no iba a recuperar su posición como cabeza del virreinato del Perú; Cuzco ya le había arrebatado ese título. Ello no quiere decir que haya quedado relegada a ser una testigo pasiva de la guerra que se libraba en ese año. A diferencia de lo que internamente pensaban los dirigentes de la guerra en el Perú, en la práctica, en los pocos meses que estuvo bajo el régimen español, Lima desempeñó un papel importante en la estrategia militar realista, sobretodo en apoyo al Ejército del Norte, acuartelado en Huancayo, que estaba bajo las órdenes de Canterac. Lo mismo se podría decir de la fortaleza del Callao, que fue pieza fundamental para la defensa de Lima. Desde ahí, su gobernador, el brigadier Ramón Rodil, se encargó de organizar columnas móviles que protegiesen al vecindario de las incursiones de guerrillas y divisiones patriotas. Además, en lo que restó del año, se reforzaron los torreones, baluartes y murallas con el objetivo de que el Real Felipe sirviese como refugio hasta la llegada de posibles auxilios. De esta forma, se restableció el gobierno español en Lima, dando lugar a una nueva etapa para sus habitantes que, pese a durar menos de ocho meses, fue trascendental para entender la tragedia que empezó entre las murallas del Callao desde diciembre de ese año hasta enero de 1826. 3.2 ¿De nuevo en la trampa? Lima en la estrategia militar realista En un inicio, se pensó en emplear la misma estrategia que se utilizó cuando Lima fue brevemente ocupada en junio de 1823: extraer la máxima cantidad de recursos y usarlos 409Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VI, vol. 9, 1973, pp. 140-144. 106 en beneficio del ejército. Ni bien Canterac recibió las noticias sobre la sublevación en el Real Felipe, nombró a Ramón Rodil como gobernador militar y político del Callao. Apoderarse de los castillos, para el militar, significaba la automática recuperación de Lima. Las instrucciones que le mandó a Rodil en una fecha tan temprana como lo fue el 14 de febrero –nueve días después del motín- confirman este pensamiento. Se le ordenó que, para sostener a la tropa de su mando, usara el dinero producido por la Aduana del Callao y los recursos que el ayuntamiento de Lima le proveyera; y en caso que no fuera suficiente, cobrara cupos a las autoridades. Deseoso de estar presente en los hechos más importantes, Canterac tenía pensado encontrarse con Rodil en Lurín, pero cambió de opinión, ya que tenía noticias de que las fuerzas colombianas estaban en Huánuco; en su lugar, envió al mariscal de campo Juan Antonio Monet. El 29 de febrero, a pedido de las autoridades de Lima, las fuerzas españolas entraron a la capital. Canterac tuvo otros planes para la ciudad y la plaza del Callao: servir como base de operaciones para el ejército del norte. Desde un inicio, sus órdenes fueron claras: el 15 de marzo, a través de Rodil, indicó al Cabildo que los impuestos que recaudara se depositarían en la tesorería del Callao para el pago del ejército410. Los escasos documentos sobre la ocupación española en Lima y Callao que quedaron en el Archivo General de la Nación comprueban el auxilio continuo de la Caja Real de Lima al ejército acuartelado en Huancayo. Cuadro 4. Gastos de la Caja Real de Lima (1824) Concepto Cantidad (en pesos) % Gastos generales de la Plaza 145.096 30% Cuerpo de artillería 17.645 4% 2do Batallón Infante D. Carlos 58.536 12% Batallón Arequipa 61.245 13% Escuadrón Provisional 3.124 1% Partidas de guerrilla 7.881 2% Aduana General 19.615 4% Ramo de Presas 5.762 1% Auxilio al ejército del norte 82.981 17% Buques de guerra 77.879 16% Total 479.764 100% Fuente: Archivo General de la Nación, O.L., Caja 26, Legajo 112, expediente 95, 1824 410 AHML, Cabildo Colonial, correspondencia, gobierno realista, 1823-1824, expediente 32, f. 2 107 Los documentos no indican en qué meses se realizaron estos gastos. Rodil, en su memoria, se refiere a los constantes envíos de dinero, hombres y recursos al ejército de Canterac, y da a entender que esto duró nueve meses, es decir desde marzo hasta noviembre411. Si se revisa con detenimiento los acontecimientos durante esos meses, resulta poco creíble su afirmación: primero, tras la derrota en la batalla de Junín (agosto), Canterac abandonó su posición; segundo, los patriotas, a consecuencia del enfrentamiento, ocuparon Tarma y Huamanga ese mismo mes. La Serna informó a Rodil sobre la derrota en Junín diez días después de sucedida la batalla, y le ordenó, entre otras instrucciones, que le mantenga al tanto de las noticias por la vía de Arequipa. No hubo ninguna orden para que envíe refuerzos. Ahora bien, parece ser que la cantidad de dinero que se enviaba no era considerable a comparación de lo que se gastaba para mantener a la división que guarnecía Lima y Callao: solo representaba un 17% del total de gastos. Sin embargo, en el cuadro 6, se observa que el aporte de Lima fue más significativo. No solo ayudó con dinero, sino también con pertrechos para los diferentes batallones que conformaban el Ejército del Norte: fusiles con y sin bayoneta, piezas sueltas de fusil, monturas, sables, herraduras, pólvora de cañón, entre otros. El valor de lo anterior, en pesos, superó, con gran diferencia, a los sueldos y socorros en general, que se hicieron en metálico. Pese a que Lima y Callao cumplieron un papel importante en la estrategia militar realista en el norte, Canterac no creyó importante que se dedicasen muchos esfuerzos y recursos en su defensa. Para él, no había necesidad de una guarnición fuerte por dos razones: 1) no había enemigos a distancia, y 2) en caso que los enemigos ocupasen Lima y sitiasen el Real Felipe, Canterac acudiría en su rescate. Por ello, se mostró consternado al enterarse de que Monet dejó a las compañías de Cantabria, Imperial Alejandro y a los Dragones de la Unión como apoyo para el resguardo de la antigua capital; de inmediato, ordenó que estas unidades se pusieran en marcha hacia Huancayo y recomendó a Rodil que utilizara leva para su guarnición412.Claramente, el aprovisionamiento del ejército del norte era un asunto primordial, pues de él dependía la conservación de Lima y Callao: “con que tenga lo suficiente para el servicio y bien 411Rodil, 1955,p. 21-22 412Rodil, 1955, p. 159 108 armada su guarnición, todo lo demás será superfluo y debe con ello atenderse al ejército de que depende [del norte] y la plaza que manda”413. No fue fácil para Rodil cumplir con el aprovisionamiento del Ejército del Norte y con los constantes requerimientos de Canterac. Para empezar, solo era gobernador político y militar del Callao; en Lima, si bien la guarnición estaba bajo sus órdenes, no podía intervenir en asuntos del gobierno de la ciudad, ya que el conde de Villar de Fuentes se encargaba de ello. En resumidas cuentas, a diferencia de otros militares – Maroto en Charcas, La Hera en Potosí, Carratalá en Puno, Rodil no fue la máxima autoridad en la zona que le tocó defender. Esos oficiales expedicionarios eran jefes políticos y militares en regiones como el Alto Perú, que estaban en guerra permanente con las republiquetas414, ¿por qué no darle el mismo cargo en una ciudad que recientemente se había recuperado y que se encontraba en una situación tumultuosa? En vez de ello, de acuerdo con Rodil, darle el nombramiento de gobernador y tener que compartir el mando comprometería el cumplimiento de sus obligaciones relacionadas a mantener el orden y la seguridad interna y externa, y a aprovisionar al ejército de Canterac415. Aunque Rodil no tuvo más alternativa que obedecer, no lo hizo al extremo de dejar a Lima y al Callao desprotegidas. Además de fortificar los castillos del Real Felipe, reclutó y disciplinó nuevas tropas con la finalidad de reprimir las alteraciones que hubiera en la ciudad y expulsar a las montoneras que se encontraban en los alrededores. Para dicha labor, contó con la cooperación del Cabildo limeño que debería aportar con 15.000 pesos, para los próximos siete meses, y con otros recursos necesarios –ladrillos, cal, estopa y raciones- para los trabajos en el Real Felipe y la manutención de la tropa416. El Tribunal del Consulado también financió la defensa de la ciudad a través de los cupos del comercio, impuestos de aduana y préstamos417.Por recomendación de Canterac, se tuvo cuidado en no imponer contribuciones forzosas418; no obstante, es 413Rodil, 1955, p. 160 414 Así lo denominó Bartolomé Mirtre a los guerrilleros que lucharon contra las tropas realistas en el Alto Perú. Este enfrentamiento tuvo mayor notoriedad desde que las expediciones militares del Río de la Plata fracasaron en su avance por la región. También se le conoció a esta etapa con otros nombres: guerra de partidarios, de recursos o de guerrillas. Ver Emilio Bidondo, 1989. 415Rodil, 1955, p. 11-13 416AHML, Libro Cabildo 46, f. 6 417Triunfo del Callao, Lima, 20 de marzo de 1824. 418 AHML, Cabildo Colonial, correspondencia, gobierno realista, 1823-1824, Exp. 32, ff. 1-2 109 difícil saber si esto se cumplió a cabalidad, ya que, como se verá, Rodil tuvo muchos inconvenientes para poder mantener a su tropa. Respecto a la recluta de nuevos soldados, le encargó a Mateo Ramírez hacerlo en los pueblos de Magdalena, Miraflores, Chorrillos y Lurín, aclarándole que solo los vagos, desertores y delincuentes podían ser reclutados, pero no hombres casados, comerciantes o “los que sean de utilidad comprobada”. Reconociendo la autoridad del gobernador de Lima, Rodil dispuso que no se utilizaría medida de fuerza militar, ya que las autoridades civiles, a través de los alcaldes de barrio, se encargarían del control y entrega de los reclutas419. Reforzar la defensa vía marítima también fue una obligación para el gobernador del Callao. Si bien confesó no tener conocimientos suficientes, sí lo consideró importante para hacer frente a los navíos patriotas que amenazaban con incendiar el puerto del Callao, contrarrestar el contrabando, y facilitar las comunicaciones con las demás fuerzas realistas ubicadas en el sur e interior del virreinato. La aparición, en setiembre, de recientes auxilios de la armada española, conformada por el navío de guerra Asia y el bergantín Aquiles, al mando del capitán de navío Roque Guruceta, alivió la guerra en el mar420. La financiación de la defensa por parte del Cabildo no fue una tarea fácil de cumplir. En la mayoría de sesiones, los principales temas que se discutieron fueron las constantes demandas del gobernador del Callao por recursos y hombres, y las dificultades de dicha institución por cumplirlas. Por ejemplo, el 7 de abril Rodil mandó a reclutar 500 hombres, pero para fines del mes, no se había cumplido el cupo de hombres correspondientes; lo mismo sucedió con una provisión de 300 caballos, que tras casi dos semanas de espera, no fue entregada en su totalidad421. Para el 7 de setiembre, la provisión de víveres, de acuerdo con Ángel Tomás de Alfaro, su comisionado, se agravó: era imposible seguir con el envío de víveres al ejército por la carencia de fondos422. Más difícil todavía fue la entrega de dinero. Además de pagar, mensualmente, 1.500 pesos para el mantenimiento de las tropas, el Cabildo tuvo que encargarse de otros pagos adicionales, como los 10.000 pesos que se le debía a Cayetano Freyre por su empréstito de 300.000 pesos en julio del año pasado durante la breve ocupación española en Lima, o los gastos de la fiesta en conmemoración a 419AHML, Libro de Cabildo 46, f. 10 420Rodil, 1955, pp. 19-20 421AHML, Libro de Cabildo 46, ff. 13-15 422AHML, Libro de Cabildo 46, f. 28 v. 110 Fernando VII423. Ello no fue suficiente excusa y Rodil expresó su molestia por el incumplimiento de esta institución con el pago de su tropa. Asimismo, la organización de la defensa en Lima y Callao le causó serios problemas con el comandante en jefe del ejército del norte. Canterac se enteró, de alguna forma, de que el gobernador del Callao había guardado recursos de la plaza para sí “figurándose patrimonio suyo y de la guarnición”424. En consecuencia, le pidió que le enviara un estado de los gastos de la plaza, y las entradas y salidas de la Caja Real de Lima, para así saber la cantidad mensual con la que su ejército podía contar. Pese a ello, Canterac siguió sospechando de Rodil, por lo que envió, el 30 de abril, como inspector al mariscal de campo Juan Loriga, hombre de su confianza y jefe de Estado Mayor. Sus instrucciones eran claras: revisar los cuerpos del ejército que se encontraban en la plaza del Callao y en la guarnición de Lima y remitir toda clase de pertrechos que “exije la situación de este ejército [del norte], que debe necesariamente y ante todas las cosas ponerse en disposición de concluir la guerra y asegurar de una vez la suerte del Perú”425.También le exigió a Rodil pagar, con los recursos de la Real Aduana, los sueldos atrasados del general Loriga y de sus ayudantes, y la mensualidad del coronel Francisco Narváez, quien partiría a la Península con importantes noticias sobre la situación del virreinato426. Aproximadamente, la cantidad que se gastó para dichos pagos fue de 6.400 pesos427. Las discusiones sobre la política y defensa adoptadas en Lima y Callao, así como el aprovisionamiento que hacían al Ejército del Norte, afectaron las relaciones entre Rodil y Canterac. El gallego se quejó de que con su nombramiento se veía imposibilitado de cumplir las instrucciones de Canterac por las “cuantas prevenciones instructivas o cuantas restricciones quiso idear [Canterac] sin molestia para que nadie pudiese desempeñarlo”. Lo anterior se vio reflejado en dos circunstancias. Por un lado, estuvieron las disputas que tuvo con el conde de Villar de Fuentes, gobernador de Lima. A comparación de Monet y Canterac, quienes querían mantener la estabilidad política y la armonía entre ambas autoridades, Rodil creía que esta discordia ponía al descubierto “la anarquía secreta o agitación popular en que yacía el distrito por la transición violenta 423AHML, Libro de Cabildo 46, ff. 15v, 18v. 424Rodil, 1955, p. 160 425Rodil, 1955, p. 185 426Albi, 2009, p. 547 427 Más información sobre estos pagos en AGN, Fondo Guerra y Marina, sección Comisaría de Guerra y Marina, caj. 2, doc. 71. 111 que se le hizo sufrir en el sistema de gobierno”428. Por otro lado, si bien Rodil reconoció la importancia que tenía el ejército del norte, ello no significaba que Lima y el Callao quedaran vulnerables a cualquier ataque. Ante la insistencia de Canterac de que no corrían peligro alguno, le acusó de tener opiniones “viciadas y demasiado extranjeras” al desconocer la potencialidad de las murallas y el tiempo que se necesitase para resistir429. Lo mismo sucedió con el tema de las provisiones para el ejército del norte: Rodil se quejó de que el comandante “siempre me pedía, siempre se le debía remitir, siempre se quejaba y siempre me desairaba”, y, pese a cumplir con lo mandado, Canterac le envió “personas de menos valer encomendadas de registrar y desocupar los almacenes”430. En suma, a pesar de que Rodil no expresara directamente que su relación con el general era la mejor, precisó que “nunca pudo conciliarse ni ponerse en regularidad o armonía la autoridad y deseos del General en Jefe con mi deber y actos demasiado inclinados y resignados a satisfacérselos”431. Rodil no fue el único oficial del ejército de Norte en tener problemas con el comandante general. Ese mismo año, previo al encuentro en Junín, Canterac había decidido usar la caballería contra la vanguardia del ejército de Bolívar; en cambio, Rafael Maroto, oficial de alto rango y de mayor antigüedad, recomendó usar la infantería o artillería. Tras la derrota, Maroto volvió a increparle la retirada alocada y precipitada que hacía; al ver que sus opiniones no eran tomadas en cuenta, renunció a su cargo y abandonó el ejército. Canterac, restando importancia a lo sucedido, señaló al virrey que Maroto “hace mucho tiempo que no manda soldados, y solo sirve para el gobierno de las provincias”432. Sin embargo, uno de sus oficiales de confianza, García Camba, opinaba lo mismo que Maroto al afirmar que la retirara de Canterac carecía de estrategia alguna, ya que ni siquiera aprovechó el terreno para entorpecer el avance del enemigo433. Por todo esto, se entiende que Rodil pidiera su relevo o traslado a otro cuerpo. El puesto que le parecía el más apropiado a su rango era el de jefe de Estado Mayor en el Ejército del Sur, que estaba bajo las órdenes de Jerónimo Valdés434.Aunque el 428Rodil, 1955, p. 11 429Rodil, 1955, p. 21-22 430Rodil, 1955, p. 22 431Rodil, 1955, p. 21 432 Torata, 1896, vol. IV, p. 228 433 García Camba, 1846, pp. 202-203 434Rodil, 1955, pp. 162-164 112 panorama parece indicar que la relación entre Rodil y Canterac fue la razón para que el primero requiriese un traslado, seria limitado concluir que fuera la única. Para empezar, ¿por qué, entre muchas opciones, le pareció más atractiva la idea de formar parte del Ejército del Sur? Este ejército operaba entre Arequipa y Puno, zonas en las que Rodil tenía escasa experiencia, dado que permaneció, a lo largo de las guerras de independencia, en las costas de Lima e Ica. No obstante, esta opción era la única que le brindaba la oportunidad de servir en el campo de batalla o en operaciones móviles, pues desde que tuvo estos inconvenientes con Canterac, su carrera en el Ejército del Norte se había truncado; él mismo lo reconoce al señalar que quería estar en otro destino “con el deseo natural para evitar un futuro tan desagradable y expuesto”435.Desde las guerras en la Península hasta ese momento, los militares habían aprendido que a mayor participación en las campañas militares, mayores eran sus oportunidades de ascender; en el Perú, esto se había demostrado con los ascensos que otorgó La Serna tras las victoriosas campañas de Torata y Moquegua, en 1823. Por lo tanto, para Rodil, quedarse a servir como guarnición era una alternativa descartada, ya que “me veía abandonado o aislado de todo rumbo con la vanguardia de los enemigos por la Costa”436, como sucedió en Lima y Callao. 3.3 Un nuevo orden (re)instalado en Lima Las medidas inmediatas que tomaron los jefes españoles cuando ocuparon Lima fueron mantener el orden en la ciudad, nombrar autoridades y reestablecer, en general, el gobierno español. García Camba, quien asumió provisionalmente el mando de la ciudad, dejó una pequeña guarnición en Lima bajo la dirección de Mateo Ramírez, que respondería solamente a las órdenes de Rodil; en apoyo a esta tropa, también formó un grupo de 600 voluntarios. En cuanto a las demás instituciones, se reactivó la Aduana, el Tribunal del Consulado y la Casa de la Moneda. Para el gobierno civil de la ciudad, primero se nombró al conde de Villar de Fuentes, lo cual causó en la población “el más extraordinario contento por las notorias excelentes prendas del elegido, uno de los hijos más recomendables de Lima”437. Esto fue confirmado por Robert Proctor –cuya opinión sobre los españoles no era tan positiva- al señalar que los limeños se sintieron contentos 435Rodil, 1955, p. 12 436Rodil, 1955, p. 11 437Garcia Camba, 1846, vol. 2, p. 131 113 con este nombramiento y que, en consecuencia, juzgaron favorablemente las intenciones de los españoles en la capital438. Segundo, cesó el ayuntamiento republicano y se reemplazó por otro compuesto de notables. El 11 de marzo, García Camba entró a la sala capitular con quienes conformarían el Cabildo hasta octubre de ese año: Cuadro 5: Miembros del Ayuntamiento de Lima (marzo – octubre 1824) Nombre Alcalde Juan de Echevarría y Ulloa Antonio Álvarez de Villar Regidores Francisco Moreyra y Matute Tomás de Vallejo Marqués de Montemira Conde de la Vega del Ren Pablo Avellafuertes Juan Pedro de Zelayeta439 Manuel Santiago deRotalde Jerónimo Boza y Carrillo de Albornoz Manuel Alvarado Ángel Tomás de Alfaro Manuel de los Heros Joaquín Manuel Cobo Fuente: Archivo Histórico de la Municipalidad de Lima. Libros de Cabildo N° 46 (1824) El reinstalado gobierno regiría según la Constitución de 1812. Así se estipuló en sesión de Cabildo el 23 de marzo. Sin embargo, no duró mucho tiempo, pues el 4 de abril se ordenó el restablecimiento de la autoridad de Fernando VII. Este gobierno fue más breve que cuando entró en vigor en Lima desde setiembre de 1820 hasta julio de 1821. No obstante, en aquel momento, en esos nueve meses, se pudo restablecer la Diputación Provincial de Lima y se celebraron nuevas elecciones para el nuevo Ayuntamiento Constitucional440. En cambio, en 1824 tal parece que no se aplicó ninguna de estas medidas, o al menos no aparece en la escasa documentación de ese mes. Lo único que se puede afirmar con certeza es que los militares españoles designaron a los miembros del referido Ayuntamiento. 438Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, p. 331 439 Juan Pedro de Zelayeta ejerció como regidor hasta el 22 de abril, ya que luego pasó a ser cónsul del Tribunal del Consulado. Lo reemplazó el conde de San Isidro. Archivo Histórico de la Municipalidad de Lima (AHML). Libros de Cabildo N° 46, f. 11. 440 Peralta, 2011, p. 731 114 Por lo anterior, habría que preguntarse acerca de los criterios que usaron Monet y García Camba para elegir a dichos miembros. Era obvio que tenían que ser de confianza, pero, ¿cómo serlo luego de permanecer por casi tres años en un gobierno considerado insurgente? Los nobles y sus parientes eran los primeros candidatos que podían encajar en esta posición: como alcalde se designó a Juan de Echevarría y Ulloa, cuñado del marqués de Torre Tagle a quien, de acuerdo con los testimonios, se lo trató con todos los honores de su cargo; figuraban también Jerónimo Boza y Carrillo de Albornoz, hijo del marqués de Casa Boza, el conde de la Vega del Ren y el marqués de Montemira como regidores. Otro grupo de confianza eran los comerciantes españoles y criollos, como el segundo alcalde, Antonio Álvarez de Villar, español de nacimiento, uno de los más prósperos comerciantes limeños hasta antes de la llegada de San Martín441; Juan Pedro de Zelayeta, español, primo de Juan Bautista de Gárate y Zelayeta, quien destacó en el comercio atlántico y casi no tenía competencia en ese rubro442; Joaquín Manuel Cobo, comerciante español que se asentó en el Perú desde la década de 1770443; Manuel Santiago y Rotalde, criollo, fue cónsul del Tribunal del Consulado entre 1805 y 1808 y durante el régimen independentista, de 1822 a 1823, y mantuvo, durante el régimen español, negocios comerciales tanto en Lima como en la Península444. Estos miembros siguieron figurando incluso después de la restauración del absolutismo en Lima en 1824. El 6 de abril, dos días después del anuncio, Rodil y el Cabildo discutieron sobre las consecuencias que causaría realizar los cambios en la institución. Para empezar, pidió que sus actuales miembros cesaran sus funciones y que se restablezcan los Cabildos perpetuos445. La posición del Cabildo y del gobernador de Lima fue otra; este último le respondió a Rodil que si se atiende ese pedido, “[el Cabildo] sufriría un atraso pernicioso y de ominosas consecuencias”, por lo que recomienda que no se innove en los aspectos de menos urgencia446. Lamentablemente no se sabe cuáles fueron esas consecuencias a los que se refería el conde, ya que los documentos del Cabildo no tocan más ese tema. De la misma forma, las fuentes no revelan por qué Rodil no insistió en reactivar los Cabildos 441 Marks, 2007, p. 34 442 Marks, 2007, p. 41 443Lohmann Villena, 1983, vol. 2, p. 103 444 Marks, 2007, pp. 32-33 445 AHML, Libro de Cabildo 46, ff. 8v – 9v 446 AHML, Cabildo Colonial, correspondencia, gobierno realista, 1823-1824, Ex. 32, f. 3 115 perpetuos u otro cambio que demandaba el retorno al absolutismo. ¿Se debió a los pocos días que duró el régimen constitucional en Lima, por lo que no hubo mayor reajuste que realizar? Otras ciudades leales a la Corona, como Cusco y Arequipa, que habían estado gobernadas según la Constitución de 1812 desde 1821, sí tuvieron que reafirmar su lealtad hacia el nuevo sistema, ya sea a través de actos simbólicos o suspensión de grupos que amenazasen los principios del monarca447. Esta aparente pasividad frente a los cambios políticos se puede entender por una razón considerable: la precariedad en la que Lima se encontraba por la guerra. Pese a que las armas realistas habían sido superiores en los últimos meses y a que la opinión de los altos mandos sobre la marcha de los acontecimientos era positiva, aún faltaba mucho para terminar la guerra. La captura de Lima y el Callao no solo abrieron un nuevo frente de batalla sino que también su proximidad con el cuartel general de Bolívar las hacían vulnerables a sus ataques si es que no se organizaba bien su defensa. Esa era la mirada de Rodil sobre la situación en la que se encontraban. Por ello, ni bien asumió el cargo de gobernador, se quejó de que no disponía de los medios efectivos para defenderlas: solo contaba con 1.800 soldados para sostener las fortalezas, imponer el orden público en Lima, contener a las montoneras que se agrupaban en los alrededores de Lima, vigilar a los oficiales y empleados desertores, y repelar ataques de la escuadra enemiga448. Además de estas dificultades, las limitaciones de su cargo también le causaron disputas con las autoridades civiles de la ciudad. Una de las más serias fue con el conde de Villar de Fuentes, gobernador de Lima. Todo empezó en marzo, cuando el noble publicó en la ciudad un bando de buen gobierno. Inmediatamente, Rodil le llamó la atención por no pedirle autorización para hacerlo. En su comunicación, le recordó que el virrey le nombró (a Rodil) Comandante General y Gobernador Político y Militar “del lado acá de los Andes”, y que en su ausencia, lo reemplazaba el comandante de la guarnición de Lima, Mateo Ramírez; por lo tanto, en su calidad de representantes del Superior Gobierno, son ellos los que deben dictar los bandos y providencias que regirían en la ciudad. Asimismo, precisó que si bien el conde de Villar de Fuentes se desempeñaba como gobernador político y militar de Lima, la ciudad dependía, al igual 447 En Cusco se imprimieron ejemplares de la “Antigua fundación de esta Capital por los primeros españoles”, texto extraído del primer Libro de Actas de Cabildo; y en la fiesta de Santiago Apóstol, desfilaron los Cabildos de españoles, dirigidos por el alcalde Mariano Campero, e indios, conformados por los 24 electores representantes de las panacas incaicas. Por su parte, el Cabildo de Arequipa pidió al virrey la pronta reforma o suspensión de la Academia Lauretana. Nuria Sala i Vila, 2011, pp. 721-22 448Rodil, 1955, pp. 9-10 116 que Ica y otros pueblos, de la autoridad que existía en las fortalezas del Callao. De todas formas, aprobó los bandos que publicó, aunque terminó diciéndole que “me incumbía a mí como comandante general de las tropas, fortalezas y distritos referidos”449. Las reacciones fueron rápidas e inesperadas para Rodil. Al parecer, el conde de Villar de Fuentes no le respondió directamente, sino que se quejó con sus superiores: Monet y Canterac. Ni bien tuvieron noticias del incidente, ambos reprendieron al gobernador del Callao por su comportamiento. Tan débil fue el apoyo que recibió por sus acciones que Rodil pidió su traslado a otra división o su renuncia. ¿Qué pasó para tan grave desacuerdo entre los jefes militares españoles? Aquí no había diferencias en cuanto a estrategias militares sino en el tema político, específicamente en las relaciones que debían adoptar con las autoridades civiles. En 1820, cuando los oficiales expedicionarios habían sido convocados a la capital para su defensa, criticaron abiertamente la condescendencia del entonces virrey Pezuela con la élite local; tres años después, su actitud hacia dicho sector había cambiado por fuerza de las circunstancias. En efecto, Lima había vuelto a entrar en la lista de ciudades realistas, pero no sabían hacia qué partido la población se inclinaría. El nombramiento del conde de Villar de Fuentes como gobernador de Lima fue una jugada política por parte de los militares españoles. Sabían que, para ganarse el favor de la población, en especial de la élite local, tenían que elegir a uno de sus miembros más ilustres para el puesto. Solo así podrían asegurar no solo una convivencia pacífica sino también cierta estabilidad política en la ciudad. Por ese motivo, apuntó Monet, el desacuerdo entre Rodil y el recientemente gobernador de Lima amenazaba seriamente dicha estabilidad, que si continuaban, podían llegar “hasta un extremo capaz de truncar el progreso que la opinión hacía a favor de la causa tan justa que defendemos”450. De todas formas, en esas circunstancias, el militar gallego tuvo la oportunidad de demostrar sus habilidades como líder militar. Canterac se equivocó al pensar que Lima no sufriría ningún tipo de ataque. En los meses que duró el gobierno español en la ciudad, las tropas de Rodil se enfrentaron hasta en cinco ocasiones a montoneras y tropas regulares del ejército patriota. Desde que las fuerzas patriotas se retiraron de Lima, Sucre ordenó a Isidoro Villar y Juan Antonio Gonzales, jefes de guerrillas, que usaran a sus tropas para cortar toda clase de abastecimiento que pudiera recibir la 449Rodil, 1955 p. 156 450Rodil, 1955, p. 157 117 ciudad451. Así, quince días después de la entrada de los realistas a Lima, hubo un enfrentamiento contra las montoneras de Alejandro Huavique en Carabayllo; al mes siguiente, el 15 de abril, Mateo Ramírez, que estaba a cargo de las operaciones móviles, derrotó a varias partidas en las inmediaciones de Huamantanga, en Canta; y el 6 de mayo, Isidro Alaix, jefe de Estado Mayor, dispersó en la hacienda de Caqui, ubicada al norte de Lima, a cerca de 1.000 montoneras, bajo órdenes de Ignacio Ninavilca, Ramón Antonio Desa y Huavique, que querían posesionarse de Chancay, una importante provincia que abastecía a Lima de alimentos derivados del ganado porcino452. Luego de este último fracaso, los españoles combatieron con destacamentos conformados por tropas regulares. Nuevamente, en julio, en la Costa Norte entre la quebrada de Carabayllo y Huampaní, Mateo Ramírez venció a las tropas de José Miguel Velasco, prefecto de Chuquisaca, y Tomás Guido, antes de que atacasen a la ciudad453. Tras la derrota de los realistas en la batalla de Junín, La Serna advirtió a Rodil que era probable que Bolívar enviase alguna división sobre Lima. El virrey no se equivocó, pues dos meses después Lima se vio amenazada por un destacamento de 2.000 hombres a las órdenes del coronel Rafael Urdaneta. Era solo la vanguardia del ejército de Bolívar, que lentamente se aproximaba a la ciudad. Pese a la desventaja numérica, las tropas de Isidro Alaix y Pedro Aznar derrotaron a las de Urdaneta; el propio Libertador, en carta a Francisco de Paula Santander, su lugarteniente en la Gran Colombia, reconoció este revés454. Sin embargo, esta victoria fue pírrica, pues tres días después Bolívar entró a la ciudad. De todas formas, Rodil no dejó de reconocer el aporte que hizo su división a la causa realista por haber privado 2.500 soldados al enemigo durante el año, y que si en el plan general de las operaciones del ejercito del Norte se hubiese dado un lugar [a su tropa] o se hubiera querido discurir[sic] por unidad de causa, aunque cupiese alguna distribución de merito y gloria por cuanto podía hacerse desde esta posición contra Bolívar, la división de mi mando habría aumentado suficientemente para embarazarle mucho e imposibilitarle la infausta escaramuza de Junín y la desgraciada que sobrevino el 9 de diciembre en Ayacucho455. 451Beltrán, 1977, pp. 129-130 452Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VI, vol. 9, 1973, pp. 156-157, 217; Rodil, 1955, pp. 165-67; Susy Sánchez, 2001, pp. 247-48. 453Rodil, 1955, pp. 169-174 454Citado en Delfina Fernández, 1992, p. 197 455Rodil, 1955, p. 17 118 Gracias a los triunfos militares de Rodil –quien consideró que la división de la Costa se hizo temible ante los ojos del enemigo- aseguró, por ocho meses, a la antigua ciudad de los Reyes. Confiado, aseguró en su memoria que esto brindó mayor solidez a su mando, ya que “desde entonces una opinión en el territorio que se sostuvo siempre con progreso, no desmentido hasta hoy por ningún acontecimiento falta de cuantos han sobreviviendo en su distancia”456. En efecto, Lima había dejado de ser segura desde que fue asediada en setiembre de 1820. Los altos mandos españoles fueron conscientes de que era necesario reestablecer el orden en la ciudad para así ganarse la confianza de la élite limeña; esta, en los tres años anteriores, había vivido en constante pánico por la guerra y la inestabilidad política, que amenazaron su seguridad y sus bienes. Esto se evidencia en las palabras de Monet al expresarse sobre el ambiente que encontró en Lima: “el espíritu público ha cambiado y el desengaño ha convencido a estos naturales en estremo[sic]. El Cabildo y los principales vecinos han clamado por una protección a sus vidas y haciendas pidiendo que con tropas se guarneciese Lima…”457. Por ello, una de las primeras medias fue garantizar la seguridad del vecindario: en sesión de Cabildo en 12 de marzo, se ordenó que, en caso de que la división española tuviera que salir de la ciudad, se deberá dejar una tropa lo suficientemente numerosa que evite “los incalculables males de toda clase de que se verá plagada la ciudad, como lo ha acreditado tristemente la experiencia en las ocasiones que ha quedado expuesta a merced de los arrebatos de la plebe”458. Cinco días después, el Cabildo agradeció a Rodil por haber creado una columna móvil, al mando de Mateo Ramírez, para aumentar la seguridad en la ciudad, y se ha “lisonjeado de que este vecindario benemérito quede resguardado con tropa que le precava los males que podría acarrearle su falta”459. Son pocas las fuentes que tratan sobre el ambiente que se vivió en Lima durante el último año de las guerras de independencia. De hecho, la gran mayoría proviene de los militares españoles que estuvieron presentes en la ocupación, como García Camba, Monet y Rodil, o de los que luego se enteraron, como Canterac, La Serna y Valdés. Claramente, todas ellas hablan acerca de lo bien que fueron recibidas las tropas españolas y de que la opinión pública había cambiado a su favor. Además de los bandos publicados por Torre Tagle y el conde de Villar de Fuentes –ambos analizados en el 456Rodil, 1955, p. 16 457Colección de los principales partes y anuncios relativos a la campaña del Perú desde 29 de enero de 1821…, 1824, p. 66 458AHML, Libro Cabildo 46, f. 2 459Archivo General de Indias, Estado, 75, N, 31 119 capítulo anterior-, no se han encontrado más testimonios de los limeños sobre la situación de la ciudad durante ese año. Una fuente que puede complementar esta mirada es el relato de los viajeros. Una es de James Thompson, misionero y protestante escocés, que vino en 1818 al continente con la finalidad de implementar el sistema lancasteriano en las nacientes repúblicas460. Llegó al Perú en 1822 y, además de encargarse de la primera escuela lancasteriana en el país, fue testigo de la inestabilidad política que se vivía en Lima. Testigo del retorno de Canterac a Lima en 1823, decidió quedarse cuando los españoles volvieron a ocupar la ciudad al año siguiente. Pese a haber estado asociado al gobierno republicano, celebró la llegada de las tropas realistas: “estuvimos en un estado muy desagradable por algunos días; las primeras notas de música marcial, provenientes del ejercito español, me llenaron de agradecimiento, como si fuera un rescate de la anarquía y confusión que habíamos vivido por algún tiempo”461. Decidido a continuar con su labor educativa, le presentó su propuesta educativa al general Monet, quien le autorizó seguir con la escuela lancasteriana. En varias de sus cartas, anotó sobre el ambiente que se vivía: habló, por ejemplo, del miedo de los padres por sus hijos, quienes podían ser reclutados como tambores para la columna móvil de Ramírez; también se refirió a la existencia de bandos opuestos en los colegios, patriotas y godos, que demuestra, de acuerdo con el escocés, la influencia de las ideas de los padres de familia462. Sobre la seguridad en Lima, recién en setiembre señaló que la situación era agobiante, pues las guerrillas realizaron varias avanzadillas en la ciudad y el puerto del Callao estaba bloqueado por la escuadra de Guise. Para Thompson, eso fue razón suficiente para abandonar la ciudad. Otro testimonio proviene del viajero inglés Hugh Savin en su Journal written onboard of H. M. S. Cambridge from January, 1824 to May 1827. A diferencia de Thompson, Savin llegó a Lima cuando esta ya se hallaba en manos de los realistas. Durante su estadía, se dedicó a describir los acontecimientos que se dieron durante ese año. Así, relató la vigilancia estricta, por temas de seguridad, que ejerció Mateo Ramírez –a quien lo confundió como gobernador de Lima-, con toque de queda a partir 460 Fue una de las varias alternativas de educación popular que surgió en las primeras décadas del s. XIX en la Inglaterra industrial. Se basaba en educar, con poca inversión, a un gran número de niños. Se les enseñaba lectura, escritura, ortografía, aritmética y religión, y se usaba a la Biblia, especialmente el Nuevo Testamento como principal libro de lectura. Fonseca, 2001, p. 270 461Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, pp. 56-57. 462Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 2, 1971, p. 74. 120 de las diez de la noche. También habló de los desórdenes que causaban los rumores, como el que Bolívar se acercaba a la ciudad, lo que causó que “muchos adinerados están, por seguridad, llevando sus efectos al fuerte del Callao”463. Al parecer, el inglés tuvo un encuentro con Rodil, pues dedicó unas páginas de su diario para describirlo: “es extremadamente sencillo en su modo de vida; se dice que gasta toda su paga en dar una mesada a los oficiales de su ejercito. […] Es uno de los hombres mas activos que uno se puede imaginar, todos los detalles de trabajo para el fuerte pasan por sus manos”464. Se observa, entonces, que no todo fue tan pacífico en Lima durante la estadía española, como lo ilustraron los oficiales españoles. Sin embargo, se debe precisar que, dada la situación de guerra que todavía se vivía, era natural que el temor siguiera presente, sobre todo si todavía quedaban montoneras y tropas regulares que asolaban los alrededores de la ciudad. A pesar de que tenía que atender los constantes requerimientos de Canterac y del Ejército del Norte, Rodil no se olvidó de asegurar a la ciudad. A través de El Triunfo del Callao, se encargó de difundir las diversas victorias del ejército de su mando sobre las tropas insurgentes. Claramente, aumentó la confianza hacia las armas españolas, que desde el año anterior habían demostrado su superioridad en el campo de batalla. Con ello, además, reforzó su mando y prestigio como gobernador militar. Incluso, pudo conseguir una victoria dos días antes de que Bolívar ocupara, de manera definitiva, la ciudad. Por ello, cuando se retiró a las fortalezas del Callao, no lo hizo solo, pues muchos civiles lo acompañaron, en especial los miembros más distinguidos de la élite limeña. Ellos, al fin de cuentas, habían vuelto a ocupar posiciones que, por su prestigio social y poder económico, les correspondían, como en el Tribunal del Consulado, dirigido por Francisco Xavier Izcue y Manuel Exhelme, sus antiguos cónsules, el Cabildo, presidido por Juan de Echevarría, el marqués de Montemira y el Conde de la Vega del Ren, y la Casa de la Moneda, cuyo director era el ex vicepresidente Diego de Aliaga. No obstante, lo que no sabían era que las fortalezas del Real Felipe se convertirían en su refugio por más de un año., y muchos de ellos no saldrían con vida luego de ese periodo. 463Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 4, 1973, p. 5 464Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 4, 1973, p. 19 121 Cuadro 6. Auxilios al Ejército del Norte en Huancayo (1824) Fuente: Archivo General de la Nación, O.L., Caja 26, Legajo 112, expediente 96, 182 Unidades Sueldos y socorros en general Fusiles con bayonetas y tercerolas (en pesos) Fusiles sin bayonetas (en pesos) Cañones de Fusil (en pesos) Piezas sueltas de fusil (en pesos) Monturas completas (en pesos) Sables y armas blancas (en pesos) Armamento de caballo e infantería (en pesos) Diversos géneros (en pesos) Herraduras completas (en pesos) Cartuchos de fusil con bala (en pesos) Pólvora de cañón (en pesos) Totales Ejército en común 43.406 18.212 648 13.184 20.033 0 2.000 2.012 35.257 43 2.250 14.500 151.545 Húsares de Fernando VII 4.537 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 4.537 Lanceros del Rey 17.615 518 0 0 0 1.854 1.059 1.049 3.026 1.864 168 0 27.153 Granaderos de San Carlos 2.560 574 0 0 0 3.330 2.117 2.514 1.344 825 62 0 13.326 Dragones del Perú 0 0 0 0 0 1.000 0 5.928 0 0 0 6.928 Dragones de la Unión 5.538 0 0 0 0 0 5.815 0 3.473 381 200 0 15.407 Cazadores del Rey 1.313 350 0 0 0 1.098 812 719 331 94 200 0 4.917 Batallón Imperial Alejandro 1.352 0 0 0 0 0 0 0 1.608 0 0 0 2.960 Batallón de Burgos 602 0 0 0 0 0 0 238 16 0 0 0 856 Batallón de Cantabria 822 0 0 0 0 0 0 0 2.105 0 200 0 3.127 Compañías de Lucanas y Abancay 1.100 0 0 0 0 0 0 0 991 0 0 0 2.091 Voluntarios de Chancay 3.132 84 0 0 0 738 70 253 99 0 25 0 4.401 Guerrillas del norte 1.001 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 1.001 Totales 82.978 19.738 648 13.184 20.033 7.020 12.873 6.785 54.178 3.207 3.105 14.500 238.249 122 CAPÍTULO 4 ¿SIN ALTERNATIVA? LA ÚLTIMA RESISTENCIA EN EL REAL FELIPE (1824-1826) La derrota del ejército realista en Ayacucho no significó el fin de la presencia española en el Perú. Si bien el virrey y los principales oficiales españoles –Canterac, Valdés, Carratalá, García Camba, entre otros- aceptaron las condiciones establecidas en la Capitulación de Ayacucho, había otros núcleos que podían ofrecer resistencia. Por ejemplo, las principales ciudades del sur andino y del Alto Perú se encontraban todavía bajo el poder español. El 16 de diciembre llegaron al Cuzco las fatídicas noticias del desenlace en Ayacucho, y se decidió, en una reunión dirigida por el presidente Antonio María Álvarez, que Pío Tristán, el oficial de mayor rango, sería el nuevo virrey, por lo que se le mandó un mensaje para que se trasladara lo más pronto posible a la ciudad. En Arequipa, la situación era similar: Tristán, que se enteró al mismo tiempo de lo sucedido en Ayacucho y del nuevo cargo que asumía, prestó juramente en su casa en presencia de diversas corporaciones de la ciudad, el Cabildo y jefes españoles, entre los que se encontraba Valdés. El plan inicial fue organizar la resistencia. Conscientes de que solo contaban con escasas tropas de guarnición, solicitaron apoyo al ejército de Olañeta465. De esta modo, sin quererlo, Olañeta se convirtió, en esos momentos, en la única esperanza para la supervivencia del régimen español, ya que Rafael Maroto, que se encontraba en Puno, ni bien se enteró de la derrota en Ayacucho, huyó a Arequipa. Pese a ser uno de los firmantes de la capitulación, Jerónimo Valdés estuvo presente en los acontecimientos posteriores a la batalla de Ayacucho. Sus cartas a distintos jefes españoles lo demuestran. En una de ellas, se dirigió a Tristán para comentarle que la causa realista no estaba completamente perdida y que, con cuatro meses de reorganización, podría enfrentarse a las fuerzas colombianas466. Asimismo, recomendó a varios oficiales españoles que se comunicaran con Olañeta o se embarcasen a Chiloé antes de pactar con el enemigo. Puede ser paradójico esta actitud de Valdés, pues fue uno de los enviados a combatir contra Olañeta cuando este se rebeló contra la autoridad del virrey y, años más tarde, lo acusó de ser una de las razones por 465Vargas Ugarte, 1981, vol. 6, pp. 369-370 466Citado en Albi, 2009, pp. 633-634 123 las que perdieron en el Perú; no obstante, en esos momentos, omitía las rencillas que tuviera con él y reconocía que era la única fuerza considerable que podía causar serios inconvenientes a los patriotas. De todas formas, Valdés parece que advirtió que se pusieran bajo su autoridad solo si este decidiera pelear por la causa del Rey y no siguiera con su rebelión. Esto se ve, por ejemplo, en una carta que le envió el teniente coronel Cayetano Aballe en el que le adelantó que se embarcaría para el Callao o Chile –otros núcleos de resistencia- “en el supuesto que Olañeta insista en sus proyectos temerarios”467. La ilusión de una resistencia organizada y prolongada duró poco. De acuerdo con Gonzalo Bulnes, la rápida reacción patriota frente a estos núcleos inhabilitó cualquier movimiento contrarrevolucionario: Gamarra fue enviado al Cuzco con varios batallones colombianos, mientras que Francisco de Paula Otero se dirigió a Arequipa. Dos semanas después de la batalla de Ayacucho, el Cuzco, que fue la capital del virreinato por más de tres años, recibió a las tropas patriotas; Gamarra, que era natural de la ciudad, entró a la ciudad en medio de aclamaciones y vítores de la multitud468. En Arequipa se dio una situación peculiar. Valdés, que se encontraba en la ciudad, le avisó a Paula Otero, el 26 de diciembre, que Pío Tristán era el nuevo virrey y que cualquier capitulación sería rechazada por el nuevo gobierno469. Sin embargo, cuatro días después, Otero recibió una comunicación del intendente de Arequipa, Juan Bautista de Lavalle, que le indicaba que, de conformidad con el virrey Tristán, había deseos de acelerar el cumplimiento de la capitulación de Ayacucho, por lo que se le brindaría facilidades para su tránsito a la ciudad470. ¿Qué sucedió en esos días para que el nuevo virrey desistiera en organizar la resistencia? Claramente la fuerza de los acontecimientos le hizo pensar que cualquier plan que alargara la defensa era inútil: Olañeta se encontraba muy lejos para acudir en su socorro y la tropa con la que contaba era insuficiente. Sabía que si se empecinaba en resistir, afectaría la tranquilidad pública de la ciudad, como le manifestó a Valdés en una de sus cartas471. Por esa razón, el 30 de diciembre, avisó que se aceptaba la capitulación y prometió que bajo “el nuevo sistema de gobierno en que vais a entrar […] os hará felices”472. Ese mismo día, Cayetano 467Vargas Ugarte, 1971, p. 66 468Vargas Ugarte, 1981, vol. 6, p. 369 469Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VI, vol. 8, 1973, p. 160 470Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VI, vol. 8, 1973, p. 163 471Torata, 1896, tomo IV, p. 95. 472 Citado en Albi, 2009, p. 634 124 Aballe le comunicó a Valdés que no había forma de salvar a las tropas de la provincia aun fieles a la causa realista, dado que Tristán reconoció la Independencia; resignado, comentó que “ya nada se puede hacer por esta parte en beneficio de la causa del Rey Nuestro Señor”473. Sin ninguna otra opción, para el 31 de diciembre, Valdés confesó a Otero que la capitulación es un hecho en Arequipa, Cuzco y Puno, y “creo que el Callao hará otro tanto”.474 Valdés se equivocó, pues para esa fecha las fortalezas del Real Felipe no se habían rendido. Es más, Rodil, comandante de la plaza, estaba muy lejos de aceptar que el régimen español había llegado a su fin. Así lo expresa en su memoria. Por lo mismo, cuando se publicó en la Gaceta de Lima el parte de batalla de Ayacucho, Rodil, usando la imprenta que tenía a su cargo, se encargó de refutarlo475. Simplemente no creía que el ejército español, luego de dos años de victorias consecutivas, y cercano a expulsar a las fuerzas colombianas, había sido definitivamente derrotado. Por ello, no hizo caso a los intentos de negociación de Manuel Blanco Encalada; tampoco aceptó recibir como parlamentarios a Bernardo de Monteagudo, que se hallaba en esos momentos en la capital, o al comandante Gascón, comisionado de Canterac, que tenía en sus manos la capitulación de Ayacucho y la orden de entregar la plaza; menos amable fue con el comandante del navío Cambridge, que se ofreció a servir como intermediario entre las negociaciones de las partes enfrentadas, a quien le dijo que “no admitiría las comunicaciones que les fuese dirigidas con el distintivo de parlamento, propios de los enemigos de su rey”476; incluso a Monet, quien también le escribió para que rindiera los Castillos, le respondió de manera cortante y le reclamó por la capitulación que firmó477. Por estos hechos, la gran mayoría de observadores e historiadores que han narrado la resistencia de Rodil en el Callao, lo acusaron de ser terco ante lo inevitable. ¿Hasta qué punto es válida esta afirmación? Este capítulo cuestionará la mayoría de aproximaciones sobre el sitio del Callao a partir de documentación inédita. Primero, a partir de un análisis comparativo con otros reductos españoles en América, Rodil se atrincheró en el Real Felipe porque creyó que España enviaría refuerzos. Y no fue una idea descabellada, pues se verá que el monarca español nunca abandonó sus proyectos 473Vargas Ugarte, 1971, p. 67. 474Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VI, vol. 8, 1973, p. 163 475Rodil, 1955, p. 28 476Odriozola, 1863, volumen 6, p. 162 477Bulnes, 1919, vol. 2, pp. 394-395 125 de reconquista, aun cuando no tenía los recursos necesarios para realizarlo. Luego, se describirán las estrategias que empleó Rodil para alimentar, pagar y mantener la moral de los defensores del Callao. Asimismo, se identificará quiénes fueron los miembros de la élite limeña que se quedaron en el Real Felipe y cuáles fueron sus razones para hacerlo. Finalmente, se explicará que el hambre, la enfermedad y la deserción aparecieron con mayor notoriedad en la última parte del sitio (octubre 1825-enero 1826). El hecho de que España no enviaría refuerzos agravó la situación. Pese a ello, se detallará, a partir de unos casos, que Rodil socorrió –en la medida de sus posibilidades- a la élite refugiada. 4.1 La esperanza de los refuerzos de España: el Real Felipe y otros reductos realistas en América El Callao no fue el único reducto español en América. Delfina Fernández, historiadora que se ha interesado en el tema, identificó otros cuatro focos de resistencia: Montevideo, Puerto Cabello (Costa Firme), Chiloé y San Juan de Ulúa (Nueva España). A modo comparativo se observa que, en primer lugar, al igual que el Callao, estas fortalezas se convirtieron en refugios para civiles y militares en el momento en que el régimen español se encontraba débil o estaba a punto de desaparecer: Montevideo acogió a las tropas que se opusieron a la Junta de Buenos Aires (1812); en Costa Firme, el ejército expedicionario, luego de haber sido derrotado en Carabobo (1821), se replegó a la fortaleza de Puerto Cabello; Chiloé se convirtió en uno de los principales destinos para los realistas chilenos luego de la tragedia en Maipú (1818); y los jefes del ejército español y funcionarios españoles que no aceptaron el Plan de Iguala y la política condescendiente de Juan O’Donojú, jefe superior política y Capitán General de Nueva España, se atrincheraron en la fortaleza de San Juan de Ulúa (1822)478. En segundo lugar, para los defensores de esas plazas, era claro que el poder español todavía tenía posibilidades de recuperar el terreno perdido. Había dos opciones para lograrlo. Primero, podían convertir su refugio en una base operativa desde la cual enviaran pequeñas expediciones que pusieran en jaque a los insurgentes. Para ello, era necesario tener suficientes tropas a disposición. El único reducto que cumplía con esos requisitos era el de Puerto Cabello. En este fuerte, los restos del ejército expedicionario 478Fernández, 1992, p. 232. 126 organizaron varias ofensivas. Miguel de La Torre, oficial al mando de la plaza, no se comportó como un jefe encerrado y estático: se contactó con diversos jefes dispersos para extender su radio de acción; armó corsarios para acosar el comercio entre los puertos en manos de los independientes; capturó barcos con cargamento valioso (víveres y otros recursos) que aliviaba a los defensores de Puerto Cabello; y formó expediciones para atacar diversos puntos del país para que presionaran a los sitiadores a levantar el cerco. Con este plan, en enero de 1822, La Torre recuperó Vela del Coro y Cumarebo, importantes puertos de Costa Firme; dos meses más tarde, reconquistó la provincia de Paraguaná. El cambio de la comandancia general no alteró la estrategia establecida, sino que fue más agresiva. Si con La Torre se había establecido un sistema de espera, que consistía en aprovechar al máximo las ofensivas usando a Puerto Cabello como puesto de mando y apoyo firme para todas las expediciones, con Francisco Tomás Morales la guerra se sostenía en la movilidad. Así, Morales se apoderó de Maracaibo, lo que le permitió amenazar con invadir el interior de Venezuela. La clave de su éxito descansaba en el dominio del mar, que le permitía moverse con gran velocidad e impedía que los patriotas supieran dónde y cuándo aparecería479. Sin embargo, esta también fue una gran debilidad: sin el control del mar, ya no tendría manera de realizar más ofensivas, perdería los puertos y ciudades reconquistadas, y Puerto Cabello quedaría indefenso. Eso fue lo que finalmente sucedió. Por otro lado, estaba la posibilidad de recibir refuerzos de España o de algún otro virreinato en América; en ese escenario, la fortaleza se convertía en una base de apoyo para cualquier proyecto de ofensiva y reconquista del territorio. Fue el caso de Montevideo, que, durante los años que estuvo cercada por los ejércitos de las Provincias Unidas y de José de Artigas, fue socorrida por España, que envió pertrechos de guerra y 280 soldados, y por el virreinato del Perú, que solo pudo facilitar dinero480. Esto fue posible porque, durante la década de 1810, el poder español predominaba en América. No sucedió lo mismo a inicios de la siguiente década, pues los virreinatos más importantes del continente –Perú y Nueva España- estaban casi perdidos. En San Juan de Ulúa, la única ayuda con la que podían contar los defensores provenía de La Habana, que se encargó de los gastos de las tropas estacionadas, y de proveerla de víveres y municiones. Aun así, no solo resistió por un buen tiempo –fue testigo de la caída de 479Fernández, 1992, p. 111-123 480Fernández, 1992, p. 62 127 Agustín de Iturbide- sino también fue un problema para la autoridad y credibilidad del gobierno mexicano481. Chiloé fue un caso especial. Como jurisdicción del virreinato del Perú, su resistencia dependía de los refuerzos que podía enviar el virrey; de hecho, por su posición estratégica –era una de las llaves de entrada al Pacífico y se encontraba cerca a otras zonas que resistían, como Valdivia-, Pezuela lo vio como un posible punto de apoyo para una expedición de reconquista de Chile. No obstante, la pérdida del dominio marítimo en el Pacífico, la exitosa invasión de San Martín a la costa del virreinato y el posterior abandono de la capital por el gobierno virreinal la aislaron por completo. Ello obligó a su gobernador, Antonio de Quintanilla, a recurrir directamente al rey español. Así, en abril de 1822, le envió una carta en la que le hablada de la fidelidad de los habitantes, y que la isla se había convertido en un refugio para aquellos que todavía creían en la causa fidelista482. De esta forma, Chiloé pasaba a depender de los auxilios que la Península le podía brindar. Y España, pese a que no tenía los recursos suficientes para enviar más expediciones militares, no los defraudó: el 28 de abril de 1824 recibió a los navíos españoles Asia y Aquiles. Si bien Quintanilla tuvo que gastar cerca de 15.000 pesos para reparar los buques, la llegada de estos refuerzos, por más simbólica que fuera, aumentó las esperanzas de los sitiados, pues creían que España no los olvidaba483. La resistencia en la fortaleza del Callao entró en esta última categoría. Ni terco ni obstinado, Rodil simplemente repitió las acciones de otros militares cuando el régimen español parecía haber llegado a su fin: atrincherarse con las tropas que tenían bajo su mando y esperar refuerzos. ¿Hubo honor en su resistencia? Pese a que algunos historiadores han tomado este factor como punto de partida para explicar lo sucedido en el Callao484, la respuesta no influye en el hecho de que se defienda una posición hasta el límite de sus posibilidades. Ese era su deber como militar. Más adelante, en los momentos más críticos del sitio, en el que las esperanzas de refuerzos de España se esfumaron, Rodil recurriría a la cuestión del honor para explicar su rechazo a capitular. Asimismo, no se puede negar que el sitio del Callao fue la oportunidad que Rodil esperaba desde que fue destinado a Lima: encontrarse nuevamente en el frente de batalla en el que pudiera demostrar sus habilidades como estratega militar. Dado que La 481Fernández, 1992, p. 244-247 482Fernández, 1992, p. 163 483Fernández, 1992, p. 167 484Véase De la Puente Candamo 1993 y Castro 2013. 128 Serna y sus principales lugartenientes habían capitulado, Rodil ya no tenía la obligación de obedecer sus órdenes; esa es otra de las razones por las que no aceptó el oficio de Canterac, por medio de Gascón, para que entregara los castillos a la República. En ese sentido, como gobernador político y militar del Callao, era uno de los oficiales españoles de mayor graduación en la zona, por lo que podía organizar la defensa como mejor le pareciese. En la medida que tuviese éxito en hacerlo y resistiese el mayor tiempo posible, ocuparía un lugar destacado entre los grandes episodios de la historia militar. Así, en uno de los rechazos que hace a los ofrecimientos para rendirse, Rodil señaló que sigue los ejemplos de las heroicas defensas de Santoña, San Sebastián de Vizcaya y Pamplona, que se encontraron en iguales o peores circunstancias que la suya, y “sus gobernadores son mis modelos”485. Desde un inicio, Rodil se mostró como un práctico y hábil militar. La organización de la defensa no fue improvisada. Desde antes que sucediera la trágica jornada de Ayacucho, estaba preparado para cualquier sitio: sabía que tarde o temprano Lima podría ser ocupada por el ejército de Bolívar luego de la derrota de Canterac en Junín. Así le había advertido el virrey el 6 de noviembre, por lo que se le ordenó que debía encerrarse en el Real Felipe con todos los instrumentos de la Real Casa de la Moneda, reunir la mayor cantidad de víveres y que todos los corsarios se dirijan a Chiloé486. No se equivocó, pues un mes más tarde, el Libertador ingresó a la antigua capital del virreinato, aunque decidió, por el momento, no sitiarla. Rodil contaba con una fuerza considerable de 3.000 soldados, entre los que se encontraba un batallón de voluntarios provenientes de la población civil que se había refugiado en la fortaleza487. Era una cantidad suficiente para defender la plaza. Igualmente, durante su estadía en Lima, se había preocupado en darle mantenimiento a la fortaleza del Callao, en especial al fuerte de San Miguel, que cubría el flanco izquierdo del Real Felipe y que estaba en un estado crítico por las continuas olas del mar, motivo por el cual gastó aproximadamente 7.000 pesos en levantarlo488. Si a esto se le añade que tenía víveres 485Rodil, 1955, p. 88 486Rodil, 1955, pp. 191-192 487Rodil, al final de su memoria, presenta los datos exactos de la tropa que se encargó de defender los castillos del Callao: 2.133 soldados regulares y 870 sacadas de la población civil. Rodil, 1955, p. 296. 488Rodil, 1955, p. 17-18 129 para seis meses y cerca de 300.000 pesos de las Cajas Reales de Lima489 para pagar a la guarnición, su posición era más que estable. Al igual que Montevideo, Chiloé y San Juan de Ulúa, el éxito de la resistencia en el Callao dependía de la ayuda que recibiera de otras fuerzas de apoyo en el virreinato del Perú. Por ello, ni bien recibió los documentos de la capitulación de Ayacucho, aprovechó que todavía no había un bloqueo marítimo serio y envió cartas pidiendo ayuda e informando de su situación. Primero, se comunicó con oficiales que podían unirse con rapidez a su resistencia: el capitán de navío Roque Guruceta y Mateo Ramírez, que se encontraban en Arequipa, y Pedro A. Olañeta, que estaba en el Alto Perú. Al primero, le sugirió que interrumpa toda operación que pensaba realizar y que se dirija lo más pronto posible a las fortalezas del Callao; confiado, le indicó que “si nos unimos pronto y atinamos en los medios de contener los progresos del enemigo, todavía podremos reparar la desgracia sobrevenida en Ayacucho”. A Mateo Ramírez, que había salido de Lima en setiembre con una compañía del batallón de Arequipa, le ordenó regresar al Callao y unirse a la resistencia, con lo cual haría un buen servicio al monarca y “cubriremos perfectamente nuestro honor en la época presente”490. Y a Pedro A. Olañeta, pese a que desde inicios de ese año se había rebelado contra la autoridad de La Serna, le reconoció como virrey y le señaló que debían coordinar esfuerzos para resistir491. Posteriormente, el 8 de enero de 1825 le avisó a Antonio de Quintanilla, que resistía en Chiloé, que tenían que aprovechar su posición como dueños de las llaves del mar del Pacífico, los que, posteriormente, servirían como base de apoyo a una posible expedición de la Península. Finalmente, ese mismo día le escribió una carta al ministro de Guerra en España en la que le exponía su situación y determinación de defender el Callao “más del que me parece suficiente para que Su Majestad pueda deliberar sobre este punto lo que fuere de su soberano agrado”492. Muy pronto, Rodil se daría cuenta que ni Guruceta ni Ramírez acudirían al Callao. La mayor parte de la escuadra española, que se encontraba en Quilca, sirvió para transportar a los jefes españoles a la Península. Así, la fragata Trinidad, los bergantines 489AGN, Fondo Ministerio de Hacienda y Comercio, O.L. 137, caja 36, expediente 7. Por el contrario, en su memoria, Rodil señala que solo disponía con 1.870 pesos de la Tesorería. 490Rodil, 1955, pp. 33-36 491 Bulnes, 1919, vol. 2, p. 380. A diferencia de las cartas enviadas a Ramírez y Guruceta, en la memoria de Rodil no se hace referencia a que haya también acudido con Olañeta. Sin embargo, en la comunicación que envía a Guruceta, sí menciona a dicho militar como parte de la resistencia que podrían organizar hasta “conseguir que el Rey N.S. decida de nuestra suerte” (p. 33). 492Rodil, 1955, p. 38 130 Real Felipe y Pezuela, y la corbeta Ica trasladaron a los oficiales y tropas que no estaban en condiciones de viajar en naves extranjeras. Por su parte, los navíos Asia, Aquiles y Constante, bajo el mando de Guruceta, en vez de dirigirse al Callao, cambiaron su rumbo hacia las Filipinas. En ellos se encontraban García Camba y Mateo Ramírez493. Menos aún podía contar con auxilios de Chiloé, que pasaba por problemas internos: las noticias de que el Perú se había perdido fue un duro golpe para los ánimos de la guarnición y la población civil, lo cual fue aprovechado por algunos jefes realistas para sublevar uno de los batallones y tomar prisionero a Quintanilla, a quien se le acusó de querer huir con el tesoro de la provincia494. Para Rodil, fue una cadena de sucesos trágicos, ya que lo dejaba prácticamente sin apoyo. La única esperanza que tenían los defensores del Callao estaba en el auxilio militar de la Península. Aguardar socorros de España no era una idea descabellada. La pacificación de América siempre estuvo presente en la agenda política del gobierno central en España. Pese a sus diferencias ideológicas, tanto liberales como absolutistas estuvieron de acuerdo con que el imperio debería permanecer intacto. La diferencia estuvo en la manera de lograrlo: los primeros estaban más convencidos en el camino de la conciliación, en tanto que los segundos preferían la vía de las armas. De estas opciones, prevaleció la segunda. Así, entre 1808 y 1820, se enviaron más 40.000 soldados y oficiales, distribuidos en 23 regimientos y 8 escuadrones495. No obstante, esta política fracasó, pues para fines de la década de 1810, la situación en América era insostenible. Ello no desalentó a Fernando VII de enviar más tropas a Ultramar. En ese sentido, rechazó sugerencias de sus ministros que abogaban por un programa de pacificación, que incluía reformas comerciales y mediación extranjera496. Rodeado de un gabinete militarista, el monarca español consideró que el envío de una gran expedición a Buenos Aires era la única forma de evitar que el virreinato del Perú se perdiera. Fernando VII no sabía que la mejor arma que tenía para enfrentar la disidencia americana se volvería en contra suya y, tras una serie de hechos infortunados, le obligaron a jurar la Constitución en mayo de 1820. Durante el Trienio Liberal (1820-1823), la vía diplomática fue el principal instrumento para la pacificación de América. En ese contexto, la solución militar como 493Vargas Ugarte, 1981, vol. 6, p. 367 494Fernández, 1992, p. 169 495Marchena, 2008, p. 41 [versión online] 496Costeloe, 2010, p. 102 131 parte de la política de pacificación pasó a un plano secundario: solo se adoptaría esta medida en caso de que las negociaciones fracasaran. Ascensión Martínez y Alfredo Moreno Cebrián distinguen dos etapas en la política negociadora del segundo liberalismo. En la primera, que se dio en 1820 y en el que participaron todas las instancias del gobierno, se nombró comisionados con destino a las provincias de Buenos Aires, Chile y Costa Firme. El mensaje que llevaron era que si los rebeldes juraban la Constitución de 1812, se les ofrecería no solo perdón sino la posibilidad de formar parte de la nación española, lo que les permitiría enviar diputados a las Cortes y presentar sus quejas en la misma. No hubo mayor éxito en las negociaciones. En la segunda fase, en 1822 los comisionados se dirigieron directamente a los “gobiernos establecidos” en Nueva España, Costa Firme y el Río de la Plata para mantener los intercambios y firmar tratados convencionales de comercio. Solo los comisionados al Río de la Plata cumplieron su objetivo al firmar el 4 de julio de 1823 una Convención Preliminar de Paz con Buenos Aires497. La negociación con los insurgentes dejó de ser una alternativa viable no solo por su escaso éxito sino también por la vuelta al absolutismo en abril de 1823. Fernando VII siguió con la creencia de que la reconquista militar era la única opción factible. Y no fue el único, ya que hubo muchos militares y funcionarios de gobierno que también compartían esa convicción. Curiosamente, uno de ellos fue Jerónimo Valdés. En febrero de 1826, envió una memoria al Secretario de Estado sobre los planes de reconquista de América que podía seguir la Corona498. El documento empieza con las razones por las que es necesario recuperar el continente, entre las que destaca el tema económico y la idea de encontrarse entre las principales potencias en Europa. Luego, se refirió a las fuerzas que deben emprender la empresa de reconquista. En este aspecto, señaló que no se podían cometer los mismos errores de la expedición de Morillo, que fue derrotada por la falta de conocimiento del terreno, recursos y sus habitantes, y por su manera de hacer la guerra; añadió que si esta expedición se hubiera dirigido a Buenos Aires, otra seria la historia. La cantidad de tropas necesarias para enviar a América era de 40.000, divididas en dos expediciones de 20.000 que se dirigirían a México y Buenos Aires respectivamente. La estrategia en esta última región era capturar su capital, avanzar por el Tucumán y Mendoza, y ocupar Chile. Dedicó un espacio para hablar del Perú y las 497Martínez Riaza y Moreno Cebrián, 2014, pp. 103-04. 498Archivo General de Indias, Estado, 92, N.6 Jerónimo Valdés sobre la reconquista de América. 132 facilidades que podía encontrar: si bien su acceso sería difícil por los recursos y ubicación topográfica, tendría apoyo del clero, de los nobles que nunca aceptaron la independencia, y de los indios, que fueron engañados con las promesas de los revolucionarios. Propuso que el costo de ambas expediciones sería de 16 millones de pesos. Pese a lo detallado de su plan, para ese año América estaba prácticamente perdida. Además, desde mucho antes, España no contaba con los recursos para enviar grandes expediciones. Por esa razón, la política que se siguió para pacificar América fue reforzar la armada en el continente. Con lo poco que había en las cajas reales, se enviaron barcos al Perú, que habían sido solicitados durante los últimos años. Asimismo, en 1825 envió 2.000 hombres y tres buques de guerra para reforzar a La Habana. Sin embargo, cada vez era más difícil intervenir en el continente. En 1823, luego de que Estados Unidos había reconocido a las nuevas repúblicas, se declaró la Doctrina Monroe, que negaba la intervención de Europa en América. Ello no impidió que Fernando VII siguiera soñando con la reconquista, pese a que las Cortes reconocían la impotencia militar de España. Para el monarca, era una cuestión de orgullo, pues todavía había soldados españoles que luchaban en América y era su deber apoyarlos y no abandonarlos499. Así como los núcleos de resistencia tuvieron la expectativa de un pronto socorro de la Península, España no abandonó la esperanza de que una potencia extranjera le ofreciera ayuda militar para reconquistar América. 4.2 Los defensores y los refugiados civiles en el Real Felipe del Callao Hasta que la expedición militar de España se materializara, Rodil tuvo que recurrir a diferentes estrategias que tranquilizaran a quienes lo acompañaban en el sitio. Su principal prioridad era atender la alimentación y paga de la guarnición. Estaba claro que si no cumplía con lo anterior, la tropa se amotinaría, y su plan de defensa acabaría sin pena ni gloria. Por esa razón, las cantidades que se hallan en los cuadernos de cuenta de los gastos de las Cajas Reales de Lima son importantes para demostrar la preferencia de Rodil hacia los cuerpos militares en el Callao. 499Costeloe, 2010, p. 123 133 Cuadro 7. Gastos de la Caja Real de Lima en el Real Felipe (1825) Cantidad (en pesos) Rubro Enero - Junio Jun. - Oct. % Oct.- Dic. % Variación (%) Gastos en el ejército 116,400 - 39% 46,584 38% -60 Otros gastos 37,162 82,453 12% 27,751 22% -25 Total de gastos 236,015 79% 74,335 60% -69 Total de las Cajas Reales de Lima 297,787 100% 123,792 100% Cantidad (en pesos) Rubro Enero - Junio Oct.-Dic. Variación (%) Real Cuerpo de artilleros 18.692 16% 5.504 12% -71 Batallón de Obreros 1.888 2% 6.260 13% 232 Fuerzas sutiles y otros ramos 15.237 13% 4.297 9% -72 Resguardos del puerto 11.216 10% 4.621 10% -59 Batallón Infante don Carlos 27.623 24% 11.278 24% -59 Batallón Ligero de Arequipa 32.317 28% 10.723 23% -67 Escuadrón Provisional 7.955 7% 3.436 7% -57 Guerrillas 1.472 1% 465 1% -68 Total 116.400 100% 46.584 100% Fuente: AGN, O.L. 137, caja 36, expedientes 7-9 Se observa que, de la cantidad que se recogió de las Cajas Reales de Lima, un gran porcentaje se invirtió en el ejército. No hay mayor diferencia entre los seis primeros meses y los últimos tres del año. Era natural que los gastos para la infantería y artilleros sean altos –más del 50% en ambas etapas-, pues eran la columna vertebral de la guarnición. La defensa del Puerto también fue una preocupación para el gobernador del Callao. Pese a que el 6 de enero un ayudante del puerto desertó con cuatro lanchas cañoneras, Rodil armó viejas lanchas de buques mercantes, a las que colocó cañones de plaza y nueva tripulación500. Con esa pequeña fuerza, tuvo que hacer frente a ocho buques de guerra, que desde el 7 de enero establecieron el bloqueo marítimo. Lo que sí sorprende es la presencia de un escuadrón como parte de la guarnición durante todo el año. ¿Cuál podría ser su utilidad si no podrían realizar ninguna salida de la fortaleza? Rodil, en su memoria, solo mencionó que sacaban a los caballos a pastar bajo el abrigo de la fortaleza. Otro dato que llama la atención es la referida al batallón 500Rodil, 1955, p. 57 134 de obreros. Si bien en la primera parte del año recibieron solo 1.888 pesos, en los últimos meses aumentó a más de un 200%. Aunque no luchaban en primera línea, como los soldados de los batallones Infante don Carlos y Arequipa, sí fueron vitales para la prolongación de la resistencia en el Callao: se encargaron de reforzar los parapetos, baterías y puentes del fuerte de San Miguel, San Rafael, y de la batería de Moyano, además de ampliar los cuarteles sobre el terraplén de la muralla para alojar a gran parte de la guarnición501. Rodil reconoció su labor, por lo que el 19 de setiembre les aumentó el sueldo502. Además de la paga, Rodil empleó otras formas para aliviar la estadía de los defensores. Ordenó que, a partir de octubre, todos los oficiales, desde capitán a subtenientes, disfrutaran dos tercios de su paga; y aumentó medio real al sueldo de los cabos, trompetas, cornetas, pitos, soldados y a los marineros503. Este dinero que recibían les sirvió para pagar su ración diaria: dos reales para la tropa, y dos y medio para los oficiales504. Finalmente, para evitar que el dinero y los víveres se acabaran en los primeros meses, decidió ensayar un método poco conocido durante los sitios: combinó tiempos en que restringía los sueldos y los víveres, y otros en que los ampliaba. Rodil lo hizo dos veces, en los meses de febrero y setiembre, y contó, en su memoria, que ello le ayudó a alargar el sitio por más tiempo505. Rodil tuvo otro asunto igual de importante que atender: mantener alta la moral. Las fuerzas sitiadoras no solo se valieron de operaciones militares para que la plaza se rindiera, sino también de papeles, pinturas y proclamas para que los defensores conspiraran contra el gobernador y entregaran los Castillos. Uno de sus argumentos centrales era que se encontraban prácticamente solos, ya que “todos los generales, gefes y oficiales españoles los hemos hecho prisioneros […] somos dueños enteramente del país que nos usuraron y solo falta el Callao en toda América, porque Chiloé está capitulando”506. Por esa razón, a lo largo del sitio, se dirigió hasta en cuatro ocasiones a los defensores a través de proclamas con la finalidad de convencerlos de su resistencia no 501Rodil, 1955, pp. 61-62 502Rodil, 1955, pp. 100-102 503Rodil, 1955, pp. 100-102 504Rodil, 1955, p. 274 505Rodil, 1955, p. 103 506Rodil, 1955, p. 67. 135 era estéril, puesto que pronto España enviaría una expedición a socorrerlos. En la primera, que se realizó el 17 de marzo, Rodil señaló que había guardado silencio por dos meses sobre los acontecimientos, pero que en esos momentos tenía noticias seguras que presagiaban un “término venturoso a los servicios y fatiga de los sitiados”: la Gaceta de Lima anunció que las potencias europeas habían llegado al acuerdo de concluir con la revolución en América, por lo que era seguro que en esos instantes una gran fuerza navegaba por el océano Pacífico507. Más de cuatro meses después, el 25 de julio, lanzó otra proclama en que empezaba alabando la resistencia de sus soldados, que no se encuentra en los anales militares de la historia: “El mundo todo admira extático un modelo inimitable de constancia y de lealtad, y un contraste el más singular de virtudes y sacrificios”508. Luego, avisó, gracias al informe de un oficial español, que España y Europa estaban coordinando esfuerzos para enviar expediciones de reconquista, las cuales “no pueden tardar en socorrernos, y marchar vosotros a su frente a concluir la obra más interesante al bien y felicidad de estos países”509. El oficial al que se refiere Rodil era Nicolás Ponce de León, capitán graduado de teniente coronel proveniente de Chile, que se unió, voluntariamente, a los defensores en el Callao. Sin embargo, las únicas noticias que supo de él fue el desenlace trágico de la escuadra de Guruceta510.En su última proclama, hecha el 14 de octubre, siguió insistiendo en que una expedición se aproximaba por los mares del Pacífico. Aprovechó la ocasión para felicitar a sus hombres, pues gracias a ellos el Callao se había convertido en la “piedra de toque del valor, de la fidelidad, de la constancia y del sufrimiento”511. No tuvo ningún efecto, pues días después, el navío francés María Teresa, que supuestamente se dirigía al Puerto con noticias sobre la Península, cambió su rumbo y abandonó el litoral peruano. Esto causó gran aflicción entre los habitantes, incluso entre la compañía de cazadores, una de las unidades de mayor confianza de Rodil. De ninguna manera preveían “termino ni puerto feliz a sus afanes y mérito”512. En su memoria, Rodil hizo poca mención de la población civil que estuvo dentro de los castillos del Callao. Solo se refirió a ella en su segunda proclama, que se dio en 507Rodil, 1955, p. 246 508Rodil, 1955, p. 285 509Rodil, 1955, p. 286 510Rodil, 1955, p. 82. El destino de esta escuadra era Filipinas. No obstante, en el trayecto, la tripulación se sublevó, tomó control de los barcos y abandonó a los oficiales –entre los que se encontraban Andrés García Camba y Mateo Ramírez- en las Islas Marianas. Véase García Camba, 1846, vol. 2. 511Rodil, 1955, pp. 110-112 512Rodil, 1955, p. 112 136 conmemoración del día de Fernando VII (30 de mayo). Les advirtió que, aunque pueden ser participantes de la gloria militar por la que pasaban sus tropas, no deberían considerarse árbitros y dueños de ella; menos aún, podían asumir que la plaza estaba para defender sus intereses o deseos particulares, sino, más bien, “son unos armamentos destinados a la seguridad general de las naciones”. Si no estaban de acuerdo, les recordó que el asilo que tomaron en la fortaleza fue voluntario513. Con esto, se podría afirmar que hubo un trato diferenciado de Rodil hacia la población civil, a diferencia de los cuidados que tenía con la guarnición militar. En efecto, los vio como un obstáculo para su resistencia, motivo por el cual, en su plan inicial de defensa, señaló que limpiaría la guarnición de “algunas personas que no debiesen tolerarse”514. Más adelante, para evitar que el desánimo de los civiles afectara a la guarnición, mandó que aquellos que no tenían recursos suficientes para subsistir en el Callao, abandonasen la plaza: en dos meses, se libró de 2.389 refugiados que se fueron por su propia voluntad. En su memoria, se narró con elocuencia uno de los episodios que más ha persistido en la historiografía: los exiliados de los Castillos, al ser rechazados por las fuerzas sitiadoras, se quedaron atrapados en el medio de dos fuegos, ya que Rodil no quiso recibirlos515. No obstante, los datos anteriores son insuficientes para saber más sobre la población civil refugiada. ¿Cómo acabó en esa situación? ¿Quiénes se quedaron en el Real Felipe? ¿Por qué decidieron quedarse hasta los momentos más críticos del sitio? Son preguntas necesarias para entender las razones detrás del drama que vivieron al interior de los castillos del Callao. Para empezar, Rodil no obligó a nadie a emigrar a dicha fortaleza. En un bando que publicó el 18 de agosto, dos días después de enterarse de la tragedia en Junín, informó que, en caso de que la fortaleza del Callao estuviera bajo sitio, toda persona o familia que se acoja a la seguridad de la plaza, estaba en la obligación de llevar sus víveres en abundancia, ya que los que se encontraban en la plaza eran para la guarnición516. Esto se ve confirmado por el viajero Hugh Salvin, que sostuvo que el gallego no forzó a nadie a quedarse, ya que autorizó a mujeres y niños, si 513Rodil, 1955, pp. 48-49 514Rodil, 1955, p. 30 515Rodil, 1955, p. 58; Bulnes, 1919, vol. 2, p. 400. En su memoria, Rodil no hace mención alguna de su negativa a recibir a los exiliados del Callao. 516Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VI, vol. 9, 1973, pp. 203-204 137 lo deseaban, que salieran de la ciudad; eso sí, mencionó que Rodil alentó a sus amigos “godos” de distinción a refugiarse con él en el Callao antes de que comenzara el sitio517. Otro asunto importante es conocer a la población civil que buscó abrigo en la fortaleza del Callao. Al respecto, la mayoría de historiadores ha señalado que la élite limeña formó parte de la población recluida en los Castillos; los nombres que usualmente se destacan son los del marqués de Torre Tagle, el conde de San Juan de Lurigancho y su hermano Diego de Aliaga, marqués consorte de Castellón, Juan de Berindoaga, el conde de Villar de Fuente, el conde de San Isidro, entre otros518. De hecho, hubo más personajes de igual o menor importancia, pero no fueron identificados por dos razones: 1) la cantidad de refugiados, que osciló entre las 4.000 y 7.000 personas519, y 2) la escasa existencia de fuentes sobre el tema. Sin embargo, estas dificultades se han visto superadas por nuevas evidencias que facilitan la labor de reconocer a una mayor cantidad de individuos que estuvo en el Real Felipe: los protocolos de los escribanos Joaquín Salazar y José Bancos García contienen testamentos de varios refugiados; el Juzgado de Secuestros presenta tanto los expedientes de los bienes confiscados de las personas que se encontraban en el Callao como los informes de los comisarios de barrios que detallan los nombres de aquellos que han emigrado al Real Felipe; el cuaderno de cuentas de las Cajas Reales de Lima; y los informes de los oficiales del ejército sitiador sobre los civiles que se pasaron a sus filas. El resultado de todo esto se encuentra en el cuadro 8. Es preciso señalar que no se han colocado todos los nombres que se encontraron en esas fuentes. De los protocolos notariales, se podría sacar mucha información de los más de 120 testamentos redactados durante 1825, pues, además de los testamentarios, estaban los testigos y albacea designados; ocurre lo mismo con los documentos del Tribunal de Secuestro, que, para ese año, consignó aproximadamente a 200 emigrados; de igual forma, en los cuadernos de cuenta de las Cajas Reales de Lima, es posible hallar a más de 100 personas; y la lista de los civiles pasados del Callao, que elaboraron los jefes del ejército sitiador, supera los 550 individuos. Esta información puede servir para investigaciones que se centren en identificar qué sectores de la población civil estuvo en el Real Felipe y las razones por las que se refugió en él. Por ejemplo, un buen 517Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVII, vol. 4, 1973, p. 61 518Anna, 2003, p. 308; Rizo Patrón, 2000, p. 242 y 2001, p. 419 519Anna, 2003, p. 306; Vargas hace un recuento de la cantidad de civiles y muertos que dieron otros autores (1981, vol. 6, p. 387). 138 número de españoles –que no pertenecían a la élite- estuvieron en el Callao. Se podría argumentar que lo hicieron por su fidelidad a la causa realista. Sin embargo, sería una afirmación que no tendría en cuenta otros factores relacionados a su condición económica y social. Flores Galindo, que exploró con detalle el vacío de autoridad que dejó la retirada de La Serna en 1821, señaló que la aristocracia no fue la única en emigrar al Callao, sino también los españoles que residían en la ciudad, que eran pequeños comerciantes, propietarios o administradores de bodegas, chinganas, tiendas y panaderías, que fueron a los que más se les secuestraron sus bienes. Temían que sus negocios fueran saqueados, por lo que los cerraron y huyeron llevándose sus bienes de mayor valor. Esos sentimientos se corroboraron, pues la muchedumbre destrozó sus pertenencias. ¿No sería esto una razón más coherente para entender por qué, más tres años después, este mismo grupo se encontraba nuevamente en el Real Felipe? En el caso de esta investigación, interesa más saber qué otros miembros de la élite limeña estuvieron en el Callao. En el cuadro 8, se aprecia que la gran mayoría que eligió quedarse en el Callao pertenecía a los círculos intermedios y concéntricos de dicho grupo social520. Dentro del grupo de los nobles, además del marqués de Torre Tagle, el conde de San Juan de Lurigancho y el conde de Villar de Fuentes, se encontraban el marqués de Mancilla, el conde de San Isidro, la condesa de Montemar y Monteblanco, y el hijo del marqués de Monterrico; por la parte de los comerciantes sin título nobiliario, estaban Martín de Osambela, José Matías Elizalde, Víctor Angulo, Francisco Xavier de Izcue, y el prior y cónsul del Tribunal del Consulado, Juan Pedro de Zelayeta y Manuel Ex-Helme respectivamente. De forma paralela, se debe notar que muchos otros, aunque no tenían el mismo prestigio social y poder económico, eran cercanos a estos círculos internos por vínculos familiares. Esto era un termómetro para medir el éxito social521. Encajaban en esta categoría Juan de Echevarría, cuñado de Torre Tagle; Pablo Avella Fuerte y Querejazu, que era pariente del conde de San Juan de Lurigancho y del marqués de Villafuerte, estaba casado con la hija de la marquesa de Fuente Hermosa; Gaspar Antonio de Osma, oidor de la Audiencia de Lima y esposo de María Josefa Ramírez de Arrellano y Baquíjano, sobrina de José Baquíjano y Carrillo, conde de Vista Florida; y Francisco Moreyra y Matute, que, además de estar casado con 520Términos que utiliza Rizo Patrón para diferenciar a los diversos grupos que integran la élite limeña. Estos son clasificados de acuerdo a su fortuna, dinamismo económico, posición social y poder político (1999, p. 21) 521Rizo Patrón, 1999, p. 23 139 la hermana de Pablo Avella Fuerte y Querejazu, fue regidor del Cabildo de Lima y, durante el período independiente, consejero de Estado. Un caso especial fue el de José Matías de Elizalde, quien a través del matrimonio con la hermana de José Manuel González de la Fuente, 2do conde de Fuente González y 3er conde de Villar de Fuentes, consolidó su prestigio social. Por último, se encontraban los funcionarios y burócratas de la administración colonial, que, por su poca inversión económica y escaso contacto con los sectores céntricos, eran el círculo más externo de la élite limeña. Es quizá el grupo más numeroso que puede hallarse en las fuentes; sin embargo, en el cuadro solo se han colocado aquellos que poseían los cargos más altos, como Ignacio Sáenz de Victorio y Ortiz, José Ribero, Simón Solar, Tomás Casa y Piedra, Nicolás Araníbar, Gaspar Rico y Angulo, y Bartolomé Bedoya. En resumen, los personajes reseñados fueron los miembros más representativos de la élite limeña. Páginas atrás se ha mencionado cómo es que el proceso emancipatorio debilitó y mermó sus filas, y que, para inicios de 1824, pocas eran sus opciones de supervivencia522. Ello no quiere decir que recibieron con brazos abiertos a la división española que ocupó la ciudad; en realidad, no tenían otra alternativa. No obstante, contra todo pronóstico, no solo se los perdonó por sus errores cometidos en el pasado, sino que se los invitó a formar parte del nuevo gobierno que se establecería en Lima. Fue una estrategia astuta por parte de los jefes españoles, pues con ella se aseguraban, nuevamente, la lealtad de este sector. Tal parece que funcionó, pues en el respectivo cuadro se observa que casi todos los que ocuparon cargos en el gobierno español se refugiaron en el Real Felipe, a excepción de Antonio Álvarez de Villar, Tomás de Vallejo, Manuel Santiago de Rotalde, el marqués de Montemira, el conde de la Vega del Ren y Jerónimo Boza, de quienes no se encontró rastro alguno en los documentos señalados. Si a esto se le añade que, por primera vez en mucho tiempo, la ciudad vivió una breve temporada de paz gracias a los esfuerzos del gobernador del Callao, se puede sostener que estos miembros se sintieron seguros bajo la protección del ejército español. En otras palabras, su confianza se apoyó en temas más prácticos que ideológicos. Su migración, además, no solo obedeció al temor de encontrarse otra vez en un entorno inestable –como sucedió hasta en tres ocasiones entre 1821 y 1824-, sino también al 522Ver sección 2.3 del capítulo 2 140 hecho de que pensaban que su estadía sería breve. Las experiencias anteriores habían demostrado eso. Al igual que Rodil, estaban seguros de que, tarde o temprano, el ejército español acudiría en su rescate y obligaría a las tropas patriotas a desocupar Lima y el Callao. No había motivo para pensar lo contrario, ya que, por un lado, esta élite había sido testigo de la superioridad de las armas realistas y, por otro lado, Rodil, a través de la prensa, se había encargado de que esta creencia continuara. Finalmente, se explicarán las circunstancias por las que se formó la defensa en el Callao tras la derrota realista en Ayacucho. Al compararse con otros reductos españoles en el continente y analizar la política de la metrópoli frente al problema americano, se afirmará que Rodil tuvo motivos suficientes para esperar posibles refuerzos de la Península. Asimismo, la élite que emigró al Callao también tuvo sus razones para refugiarse en sus castillos. A diferencia de lo que afirma la historiografía acerca de la crueldad de Rodil durante el sitio, se verá que el oficial socorrió –en la medida de sus posibilidades- a la élite refugiada. 4.3 ¿Una ayuda inesperada? Hambre, muerte y enfermedad durante el sitio del Callao Este aparente acuerdo se debilitó tras las noticias de la derrota española en Ayacucho. El Depositario del Callao lo publicó el 25 de diciembre, junto con el parte de la batalla, las bajas sufridas en ella y la capitulación. No importaba que Rodil creyera que todavía se podía cambiar el rumbo de sus destinos si esperaban que otros reductos en el virreinato se unieran en su resistencia: el daño ya estaba hecho. Para desgracia de los refugiados, Bolívar cerró cualquier intento de negociar su salida de la fortaleza, ya que, con su decreto del 2 de enero de 1825, los declaró enemigos separados de cualquier nación y los excluyó del derecho de gentes523; asimismo, indicó que todos los buques y capitanes que auxiliasen a los sitiados no serían recibidos en los puertos de la República, y los que lo hicieren por tierra estarían sujetos a la pena capital524. Para empeorar la situación, tres días más tarde, Bolívar ordenó el secuestro de los bienes de los residentes en las plazas, y especificó que solo se podía evitar por dos vías: si los arrendatarios, apoderados y encargados de los bienes se presentaban, entre ocho días, al 523Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo I, vol. 9, 1974, p. 225 524Rodil, 1955, 299-300 141 Juzgado de los Secuestros; o si los herederos legales de los emigrados de la plaza se encontraban en Lima525. De esta forma, la élite refugiada no tenía otra opción que compartir la suerte de los defensores del Callao. La élite limeña y, en general, la población civil no estaba preparada para resistir las penurias del sitio, ya que creían que el Real Felipe se convertiría en un refugio transitorio hasta que la situación volviera a la normalidad. Con seguridad, no habían llevado víveres suficientes para sobrevivir por más de ese tiempo. Ante esta carencia, Rodil procedió a vender víveres con un doble propósito: aliviar el hambre de los civiles y aumentar los fondos de las Cajas Reales que servirían para pagar a la tropa. Muchos autores señalan que los precios eran excesivos: por ejemplo, los pollos se vendían entre 20 y 25 pesos526; los pescados, hasta 48 reales527. Sin embargo, en las fuentes revisadas no se ha encontrado el precio exacto de venta de otros productos. Lo que sí se puede asegurar es que, a medida que se prolongara el sitio, el dinero para comprar alimentos escaseaba. La única alternativa, para evitar morir de hambre, era pedir ayuda al gobernador del Callao. Se ha presentado a Rodil como un personaje cruel y despiadado que impuso un régimen sanguinario al interior de los Castillos. Se podría asumir entonces que el gobernador no hizo caso a las peticiones de los refugiados y dejó que murieran de hambre. Esta razón adquiría mayor peso si es que se toma en cuenta la especial consideración que tuvo hacia el cuerpo militar que defendía el Castillo. No obstante, sería muy limitado acoplarse a esta conclusión si es que antes no se han revisado las fuentes disponibles sobre el tema. En ese sentido, el libro de cuentas de las Cajas Reales de Lima y los protocolos notariales presentan cifras que demuestran que el gobernador, contrariamente a lo que se piensa, facilitó dinero a diferentes individuos, en su mayoría miembros de la élite limeña, el cual sirvió para sostenerse. 525Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo I, vol. 9, 1974, p. 226; Odriozola, 1863, volumen 6, pp. 165-166. 526Anna, 2003, p. 307 527Sánchez, 2001, p. 258-259 142 Cuadro 9. Dinero entregado a los refugiados en el Real Felipe del Callao (1825) Nombre Cantidad (en pesos) Razón Gaspar Rico 2000 Pago por préstamo al Real Erario Francisco Montoya 610 Sueldo hasta el mes de junio Inés Salas 200 Sueldo de su esposo Francisco Montoya, ya fallecido, para su subsistencia Simón del Solar 660 Sueldo hasta el mes de agosto Bartolomé de Bedoya 1220 Sueldo por todo el año Manuel Mira 21 Subsistencia por su condición de inválido Juan Alfaro 1092 Manutención diaria de los prisioneros de Casas Matas José Suárez Valdés 298 José Pezet 1400 Subsistencia Manuel Exhelme 512 Pago por préstamo al Real Erario José Sánchez 2767 Sueldo de empleados del Hospital José Bancos García 134 Sueldo por escribano del gobierno hasta el mes de agosto Nicolás de Araníbar 644 Subsistencia Petronila Vargas 21 Subsistencia por ser madre de Gregorio Salas, caído en combate Diego de Aliaga 571 Pago por préstamo al Real Erario Anselmio Manuel Salinas 306 Subsistencia Juan Sueldo 100 Manutención de tres niños Petronila Carrasco 60 Subsistencia Gertrudis Navarro 79 Subsistencia Manuel Esteban de Alzola 100 Dinero entregado por la Real Hacienda para sus alimentos Condesa de Montemar y Monteblanco 200 Préstamo de la Real Hacienda para su manutención diaria Claudia Salas 30 Mérito por su esposo fallecido, el cirujano Manuel Bojas Manuela Ballejos 100 Subsistencia Jacinto Ximeno 101 Tutor de las menores hijas del finado Simón del Solar Fuente: AGN, O.L. 137, caja 36, expedientes 7-9 En el cuadro 9 se observa que los cuerpos militares ni fueron la única preocupación de Rodil ni el único gasto del Real Erario. Si se revisa con detalle los cuadernos de gastos, se verá que la burocracia colonial recibió mensualmente su respectivo sueldo. Fueron los casos de Francisco Montoya, a quien se le dio 100 y 150 143 pesos en los meses de enero y febrero, para luego recibir 90 pesos mensuales desde marzo hasta junio; Simón del Solar, 100 en enero, y 80 desde febrero hasta agosto; y Bartolomé Bedoya, 150 los dos primeros meses, y 92 desde marzo hasta fin de año528. A los empleados de diferentes oficinas también se les pagó, como a los del Hospital o a los de la Imprenta. Como los pagos eran puntuales, se infiere que cuando estos se interrumpieron era por fallecimiento de dichos personajes, aunque luego servirían para la manutención de la viuda e hijos de los fallecidos: eso pasó con las esposas del cirujano Manuel Bojas y Francisco Montoya respectivamente, y los hijos de Simón del Solar. Las razones por las que Rodil usó los fondos de las Cajas Reales para auxiliarlos no están del todo claras, con excepción de los casos de Manuel Mira y Petronila Vargas. ¿Podría ser por atención del gobernador hacia ciertos individuos de la población? Que destinara más de 1.200 pesos para el sustento diario de los prisioneros de Casas-Matas es un hecho a considerar para responder esta interrogante. Además, evidencias encontradas en otras fuentes parecen apuntar a que así lo fue. En los protocolos del escribano Joaquín Salazar se puede hallar, por ejemplo, que Rodil auxilió a Teresa Sáenz de Tejada, esposa del teniente coronel Juan Díaz de Rivero, y su familia, que se encontraban en una situación muy precaria529; en diciembre se la volvió a socorrer con la suma de 228 pesos530. La misma consideración la tuvo con la condesa de Monteblanco, a quien, en vista de los grandes servicios que hizo su esposo a la Corona, le facilitó 100 pesos al mes para su manutención y la de su numerosa familia. En esos casos, no se les donó el dinero sino que se les prestó con la condición de devolverlo después de que el sitio se levantase y pudieran volver a Lima. Un caso particular sucedió con la familia de Bernardo de Tagle y Portocarrero tras su fallecimiento. Al parecer, Rodil se encargó de velar personalmente por el bienestar de ella. En noviembre, le escribió a Josefa Echevarría de Senrra, nuera del referido marqués y tutora de los hijos de este, para indicarle que los víveres designados para su familia estaban listos: 528En los cuadernos de cuenta, se encontraron más personajes que cumplieron este patrón, como Francisco Rendueles, amanuense de la Fiscalía, que recibió 25 pesos mensuales desde abril hasta diciembre; y Marco Ortiz de Tarranco, oficial de la Real Renta de Correos, que tuvo un sueldo de 33 pesos al mes, desde abril hasta setiembre. AGN, O.L. 137, caja 36, expedientes 7-9 529AGN, Protocolos notariales, Joaquín Salazar, legajo 5, ff. 223-225 530AGN, Protocolos notariales, Joaquín Salazar, legajo 7, ff. 304 v.-305 144 He mandado apuntar en las listas de la panadería y cantina el pan y arroz que tenían Vuestra Merced designado antes del fallecimiento de mi amigo, el señor marqués, y además ocho onzas de harina. No tengo noticia hayan variado el chocolate; pero me encargaré sea del mismo que tomaban antes, aunque la azúcar ya escasea; y en cuanto a lo demás prevengo se le faciliten por la provision dos arrobas de carne salada…531 Rodil, al final de la carta, le expresó que “no he variado el concepto que usted y toda la familia [del marqués] me han merecido”532. Esta confianza hacia el gobernador estuvo presente cuando Josefa redactó su testamento en diciembre533. En él, pidió a Rodil que cuidara a sus sobrinos, hijos del marqués de Torre Tagle, dada las circunstancias en que se hallaban ante la ausencia de sus padres. Para su hija sobreviviente, nombró a Isidro Alaix, jefe de Estado Mayor, como tutor y curador, a quien le rogó aceptar el cargo para que así “la auxilie en quanto le sea permitido para su manutencion534”. Con lo anterior, no se pretende afirmar que Rodil se comportó como un gobernador indulgente durante el sitio. Simplemente, su actuación estuvo determinada a las diferentes circunstancias que se le presentaron. Si había la oportunidad de socorrer a la población civil, especialmente a aquellos individuos que habían demostrado su fidelidad a la causa realista, no tuvo problemas en hacerlo. Por ejemplo, en julio, por intermediación del vicealmirante Guisse, permitió la salida de la esposa del conde de Fuente González, y de Mercedes y Juana Elizalde, parientes de José Matías Elizalde535; en julio, a las señoras Antonia Meléndez, Jesús Bedoya, entre otras, y a los hijos de Gaspar de Osma536; y en octubre, al conde de San Juan de Lurigancho y a su hijo primogénito537. Y en caso de conspiraciones para destituirlo, ¿cómo reaccionaría Rodil? La respuesta lo dio él mismo en su memoria: estaría pendiente de todo intento de conspiración o traición, ya que, para él, el acierto de gobernar estaba en precaver los delitos538. Desde octubre hasta diciembre, inhabilitó tres intentos de amotinamiento en las que no solo fusiló a oficiales y soldados, sino que desintegró compañías enteras. Con esto, neutralizó otras tentativas de rebelión. El precio fue alto, ya que afectó la 531AGN, O.L. 137, caja 36, expediente 16, f. 1 532 AGN, O.L. 137, caja 36, expediente 16, f. 1 533AGN, Protocolos notariales Joaquín Salazar, legajo 7, ff 320 v.-322 534AGN, Protocolos notariales Joaquín Salazar, legajo 7, f. 322 535Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VI, vol. 8, 1973, p. 329 536Rodil, 1955, pp. 273 y 281 537Rodil, 1955, p. 109 538Rodil, 1955, pp. 122-113 145 efectividad y moral de los defensores del Callao: en la segunda confabulación, tuvo que separar a tantos hombres, a quienes consideraba antiguos, aguerridos y valientes, que dejó el Castillo de San Rafael sin artillería, razón por la cual preparó dos minas en caso de que el enemigo lo capturase539; y en la tercera, que fue maquinada por varios oficiales, se fusiló a uno de los jefes que dirigió la captura de una lancha armada en agosto de ese año: el capitán de artillería Rafael Montero540. Estos problemas que enfrentó Rodil confirman lo que señaló en su memoria: desde octubre hasta enero del año siguiente, se vivió al interior de los Castillos el momento más crítico del sitio. Hubo civiles, tropas y oficiales que empezaron a desertar. Uno de ellos fue Juan de Berindoaga. Sin embargo, sorprende que dos oficiales de alta graduación lo hicieran: los tenientes coroneles Nicolás Ponce de León, que había llegado desde Chile para unirse a la resistencia y se desempeñaba como ayudante de Gobierno; y Sebastián Riera, uno de los hombres de mayor confianza de Rodil, que estuvo presente en la recuperación de los Castillos junto con Isidro Alaix, en febrero de 1824. Ambos oficiales habían tenido un buen desempeño en la captura de la lancha armada. El 3 de enero de 1826 se fugaron junto con cinco españoles de los emigrados de Lima541. Todo esto era síntoma de que civiles y defensores estaban agotados de una defensa a la que ya consideraban infructuosa. Para Rodil, el principal culpable de esta situación fue el hambre. La disminución diaria de alimentos de primera necesidad obligó a civiles y militares a alimentarse de perros, gatos, ratones, caballos, aves de mar, lobos marinos y mariscos; el pescado, por un tiempo, formó parte de la dieta, pero la intensificación del bloqueo marítimo y el mal clima hicieron casi imposible conseguirlo542. No obstante, resulta extraño que esta información no coincida con lo señalado en otras fuentes: en los cuadernos de cuentas, hay gastos en víveres hasta el mes de noviembre; y en la carta intercambiada entre el gobernador y la nuera de Torre Tagle, fechada en noviembre, el primero le indicó que le había separado varios productos para su alimentación. Asimismo, de acuerdo con Susy Sánchez, pese a que se bloquearon los medios de subsistencia, Rodil logró conseguir dinero y productos de las 539Rodil, 1955, p. 114 540Rodil, 1955, p. 116 541Rodil, 1955, p. 116-117 542Rodil, 1955, p. 123 146 chacras locales543. El mismo confesó que los alimentos le alcanzarían hasta febrero. ¿Quizá estos víveres que todavía quedaban eran para las familias más notables mientras el resto tuvo que alimentarse de lo que había? Es una suposición que no se puede confirmar debido a la ausencia de fuentes. Las enfermedades fueron también responsables de las pésimas circunstancias que se vivieron durante la última etapa del sitio. Disentería, hidropesía y diferentes tipos de fiebres se expandieron al interior de los Castillos. El escorbuto fue una de las que produjo mayor estrago entre la población. Usualmente relacionada a los viajes largos en barco o asedios prolongados, ocurría por la ausencia de vitamina C, que se encuentra en alimentos frescos544. Con certeza, si llevaban más de diez meses encerrados sin posibilidad de comunicarse con el exterior, era natural que los suministros estuviesen pasados o descompuestos. Por ejemplo, el comerciante Izcue poseía harinas para elaborar galletas, pero estas se encontraban “corrompidas y perjudiciales para la salud pública”545. Rodil tuvo mucha razón al decir que las epidemias constituyeron un enemigo al que no podrían vencer546. Fueron las causantes del mayor número de bajas entre militares y civiles. De un total aproximado de 3.000 soldados, murieron 785 por combate y 1.312 por enfermedades; la fuerza efectiva que quedaba tras la entrega de la plaza era de 870, de los que 171 se encontraban enfermos en el hospital y muchos otros afectados por el escorbuto547. Sobre la población civil, no hay una cantidad exacta de muertos, pero esta sobrepasa los 2.000548. Este ambiente de muerte y desolación fue ilustrado por José Rivadeneira, nombrado gobernador de los Castillos por el gobierno republicano luego de la rendición de los Castillos: “Es triste por todos sus ángulos, porque solo presenta ruina, putrefacción y gemidos de la humanidad”. Si es que se quería recuperar su antiguo esplendor, Rivadeneira señaló que era necesario establecer un fondo que pagase diariamente jornales para quitar la “inmundicia” con la que está cubierta la plaza; además de ello, para asegurar la salubridad del lugar, pidió que se le 543Susy Sánchez, 2001, p. 257 544Olmedo y otros, 2006, p. 909 545 AGN, O.L. 148-178 ff. 16-17, citado en Sánchez, 2001, p. 258 546Rodil, 1955, p. 70 547Rodil, 1955, pp. 296-97 548El cálculo sobre la cantidad de refugiados y muertos lo hace Anna, 2003, p. 308 147 enviase 25 carros de mulas para transportar a los enfermos, 20 mulas para aguada y limpieza, y 16 barriles de vinagre549. La rendición de los Castillos del Callao significó un enorme sacrificio para Rodil. Prácticamente no tenía otra opción. El hambre y la enfermedad le obligaron a abrir las negociaciones con Bartolomé Salom, general en jefe del ejército sitiador. Confesó que, para enero de 1826, solo contaba con una fuerza efectiva de 440 soldados. Esta tropa no podía expulsar a los 300 hombres que se posicionaron al sur del fuerte de San Rafael, uno de los puntos más débiles de la fortaleza. El plan de Rodil de hacer estallar las minas que se encontraban en esa zona fracasó porque los oficiales que desertaron en enero de ese año las inutilizaron550. Además, para ese entonces, era imposible que recibieran refuerzos de la Península. Rodil se dio cuenta de que eso no era más que una ilusión, pues entre setiembre y octubre debió haber recibido alguna comunicación u orden del Rey. Esa incertidumbre le hizo cambiar su discurso: si para julio estaba convencido de su deber hasta el punto de decir “sepultarme entre sus escombros si fuese necesario”551, tres meses después indicó que resistiría hasta que las condiciones le permitiesen, ya sea por los esfuerzos de las armas enemigas o por la falta de hombres y municiones552. Prevaleció la segunda opción. El 23 de enero, luego de que los comisionados de ambas partes discutieran ampliamente sobre las condiciones de la rendición, entregó los Castillos a la República. Ese fue el fin del último núcleo de resistencia realista en América. Hacía cuatro días, Chiloé había capitulado, y los defensores en San Juan de Ulúa habían hecho lo mismo dos meses antes. Se ampararon bajo la esperanza de que pronto los socorrerían tropas provenientes de la Península. Ese era también el deseo de Fernando VII y sus ministros, pero no tenían los recursos suficientes para hacerlo. Al igual que otros reductos, los castillos del Real Felipe sirvieron como refugio para miles de civiles. Esa fue una de las funciones que cumplió durante las guerras de independencia en el Perú. De este grupo, destacaron varios miembros de la élite limeña, que emigraron al Callao por diferentes motivos. La experiencia que tuvieron en los pocos años que duró el gobierno independiente en Lima fue una razón de peso, pero no la única. La confianza hacia el régimen hispano se recuperó y consolidó cuando Lima volvió a ser la antigua 549Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VI, vol. 8, 1973, pp. 468-470 550Rodil, 1955, p. 121 551Rodil, 1955, p. 97 552Rodil, 1955, pp. 107-08 148 ciudad de los Reyes. Durante el sitio, esa sensación fue cuestionada seriamente por el hambre, las enfermedades y otros males producto del encierro en que se encontraban. Aunque Rodil fue un militar hábil y decidido que supo extender, contra todo pronóstico, la defensa de los intereses de España en el Perú, no pudo contrarrestar fenómenos que escapaban de su control. ¿Qué sucedió con los miembros de la élite limeña que sobrevivieron de este “holocausto” aristocrático y realista553? ¿Cómo se insertaron a los nuevos tiempos que prometía la naciente república peruana? Son preguntas abiertas que deja esta investigación y que ayudarán a entender el drama que significó el proceso de independencia para un sector de la población limeña. 553Así se refirió Paul Rizo Patrón al drama que se vivió en el Callao (2001, p. 419). 149 Cuadro 8. Refugiados en el Real Felipe del Callao (1825) Nombre Procedencia Información Cargo en 1824 Joaquín Mariluz ------------ Marqués de Mancilla. Estuvo casado con María Ana Tagle y Escudero. Hizo testamento. ------------ Víctor Angulo Vizcaya Comerciante. La Hacienda Real le debe 4.500 pesos por los empréstitos que otorgó. Su esposa se encuentra en Lima. Sus bienes fueron secuestrados. Hizo testamento. ------------ José Manuel González de la Fuente Lima 3er Conde de Villar de Fuente y 2do conde de Fuente González. Estuvo casado con Manuela de Pando y tuvo dos hijos menores de edad. Hizo testamento. Gobernados político y militar de Lima Juan de Aliaga y Santa Cruz Lima Conde de San Juan de Lurigancho. Casado con Juana de Calatayud y Navia Bolaños. ------------ Juan Pedro de Zelayeta España Cónsul del Tribunal del Consulado y alcalde ordinario del puerto. Regidor del Cabildo de Lima José Basurco Lima Hacendado. Casado con Josefa Tagle. Hizo testamento. Se le secuestraron sus bienes en Lima. ------------ José Pezet Lima Catedrático en anatomía y Fiscal del Real Protomedicato de Lima, casado con Mariana Rodríguez. Hizo testamento. ------------ Ignacio Saenz de Victorio y Ortiz Lima Casado con Juana Aedo. Hizo testamento. Jefe político y militar de Bellavista José Ribero Santander Casado con Antonia Oyague. Hizo testamento. Subdelegado y comandante militar de Ica Juan de Berindoaga Lima Vizconde de San Donás. Desertó del Callao en octubre de 1825. No desempeñó ningún cargo José Bernardo de la Torre Tagle Lima Marqués de Torre Tagle. Casado con María Ana de Echevarría y Ulloa. Hizo testamento. No desempeñó ningún cargo José Gutiérrez de Quintanilla Lima Hijo del marqués de Monterrico. Contador general de tributos y regidor perpetuo de Cabildo. ------------ Manuela García de la Plata Potosí Tercera hija de Manuel Garcia de la Plata, oidor decano de la Real Audiencia de Lima. Esposa del coronel Juan Ezeta y Cevallos. Hizo testamento. ------------ Francisco Montoya ------------ Casado con Inés Salas. Hizo testamento. Administrador general de la Real Renta de Correos y ministro contador de las cajas matrices de la plaza del Callao y Lima. Diego de Aliaga y Santa Cruz Lima Marqués consorte de Castellón y último alferez real de Lima. Casado con Clara Buendía. Tienen un hijo de menor edad. Hizo testamento. Le secuestraron sus bienes. Director de la Casa de la Moneda 150 Isidro Cortázar y Abarca España Conde de San Isidro. Teniente de navío y antiguo director de la Compañía de Filipinas. Casado con Micaela de la Puente y Querejazu, hija del marqués de Villafuerte. Regidor del Cabildo de Lima José Matías Elizalde España Comerciante, hermano de Antonio de Elizalde. Casado con Francisca Fuente González, hermana del conde de Fuente González, que fue acogida por Manuel Blanco Encalada. Sus bienes en Lima fueron secuestrados. ------------ Manuel Ex-Helme ------------ Prior del Tribunal del Consulado. Hizo testamento. Debido a que no tiene a ningún familiar en el Callao, nombró albacea de sus bienes a Pedro de Zelayeta. Cónsul del Tribunal del Consulado Simón Solar Lima Capitán de dragones de la Plaza. Casado con Juliana Morote y tienen dos hijos menores de edad. Hizo testamento. Sus bienes en Lima fueron confiscados Contador de diezmos de Lima Juan de Echevarría Lima Pariente político de Bernardo de Torre Tagle. Casado con María del Carmen Tagle. Alcalde del Cabildo de Lima Josefa Echevarría Lima Hermana de Juan y Mariana Echevarría y Ulloa. Nuera de Bernardo de Torre Tagle. Esposa de Manuel Senrra, español, ausente, que fue contador real de Huamanga y comisario de Marina. Hizo testamento. ------------ Tomás Casa y Piedra ------------ Teniente coronel, comandante de infantería y fiscal de la plaza. Hizo testamento. ------------ Gaspar Rico y Angulo España Maestro ordinario de Real Hacienda. Casado con Josefa Herrera. Hizo testamento. ------------ Gaspar Antonio de Osma Rioja Alcalde de Crimen de la Audiencia de Lima. Casado con Josefa Ramírez de Arellano. Le secuestraron sus propiedades en Lima. ------------ Mercedes y Juliana Elizalde ------------ Parientes de José Matías Elizalde. Fueron acogidas bajo la protección de Manuel Blanco Encalada. ------------ Carmen Saenz de Tejada, y sus hijas Tomasa y Manuela. ------------ Esposa e hijas del teniente coronel Juan Díaz de Rivero. ------------ Pablo Abella Fuerte Lima Caballero de la Orden de Santiago y coronel de milicias. Casado con la hija de la marquesa de la Fuente Hermosa. Cuñado de Francisco Moreyra y Matute. El gobierno independiente le secuestró una mina. Regidor del Cabildo de Lima 151 Petronilade Zavala y Bravo del Rivero Lima Hija de los marqueses de San Lorenzo de Valleumbroso. Esposa de Fernando Carrillo de Albornóz de la Presa y Salazar, conde de Montemar y Monteblanco, quien partió a España en 1822. Le secuestraron sus bienes. ------------ Nicolás Araníbar Locumba (Moquegua) Fue auditor general de guerra del Virreinato. Casado con Lorenza Llano y la Casa. Le secuestraron sus bienes. Su familia se quedó en Lima. ------------ Francisco Moreyra y Matute Lima Fue miembro de la Sociedad Patriótica y Presidente del Consejo de Estado. Casado con Mariana de Abella Fuertes y Querejazu, hermana de Pablo Abella Fuerte. Le secuestraron sus bienes. Regidor del Cabildo de Lima Martín de Osambela ------------ Comerciante. Casado con Ana Ureta. Sus bienes fueron secuestrados por la república. ------------ Francisco Xavier de Izcue España Comerciante asociado a la compañía de Filipinas. Nombrado por Rodil para hacerse cargo de las cuentas de la Real Hacienda al interior de los castillos. Sus bienes fueron secuestrados por la república. Cónsul del Tribunal del Consulado Bartolomé de Bedoya Arequipa Orden de Isabel La Católica y abogado del Colegio de Lima. Fiscal de la Audiencia del Cuzco. ------------ Fuente: AGN, Protocolos notariales Joaquín Salazar y José Bancos y García; O.L. 137, caja 36, expedientes 7-9; Juzgado de Secuestros, 1825, legajo 471, expedientes 4-51; Mazzeo, 1994 y 1999; Mendiburu, 1931-1934; Lohmann Villena, 1983 y 1993; Rizo Patrón, 2000. 152 CONCLUSIONES Durante las celebraciones del centenario de la independencia del Perú, se dedicó una ceremonia a los cien años de la capitulación del Callao (1926). En ella, que tuvo lugar en la Plaza de Armas, estuvieron presentes el presidente de la república, Augusto B. Leguía, los miembros de su gobierno, el capellán de palacio, altos mandos del ejército y funcionarios de la administración pública. Entre los diversos discursos que se dieron en el día, Carlos Wiesse, catedrático de la Universidad Mayor de San Marcos y prestigioso historiador, hizo una descripción de la figura de José Ramón Rodil y Campillo: […] Es el tipo de guerrero español, que, con solo alguna esperanza, cree servir a su Rey hasta recibir de él la orden de entregarse al vencedor. Las divisiones entre los patriotas, que culminaron con el refugio de Torre Tagle en los castillos, le hicieron concebir la esperanza de que la causa de su soberano no estaba definitivamente perdida en Ayacucho. Y que, como todavía flameaba el pabellón español en Chiloé, la independencia no estaba consumada. De su obstinación y terquedad la historia de España presenta muchos personajes desde los pretéritos tiempos de la Reconquista que terminó con la toma de Granada”554 Esa es una de las imágenes que se ha mantenido sobre el militar gallego. Ciertamente, no se le recuerda por su trayectoria como oficial del ejército realista sino por un acontecimiento: la defensa a ultranza de los derechos del Rey en la fortaleza del Callao. El enfoque de la mayor parte de historiadores sobre este tema ha sido, sobretodo, subjetivo. Así, ha quedado como un terco oficial que prefirió alargar el sufrimiento de soldados y civiles refugiados en el Real Felipe por una causa que ya había llegado a su fin, o como un militar con un alto sentido del deber y honor que esperó, hasta los momentos más críticos, el auxilio de su monarca. Esta tesis rechazó estas aproximaciones y analizó este episodio bajo una nueva mirada: como resultado de las guerras de independencia en el Perú. Se prestó atención a los protagonistas de este hecho: Ramón Rodil y las élites limeñas. En ese sentido, esta investigación demostró que el impacto que tuvo la guerra en ambos fue determinante para que se formara un último núcleo de resistencia en el Real Felipe. 554 1926, p. 33 153 Por una parte, Ramón Rodil perteneció a una nueva generación de militares españoles. La experiencia que adquirieron en las guerras napoleónicas en la Península (1808-1814) los diferenció del antiguo ejército borbónico. Esto explica por qué, cuando fueron enviados al virreinato del Perú (1813-1818) como parte de la política pacificadora del gobierno metropolitano, entraron en conflicto con la oficialidad española y local que no había sufrido cambio alguno desde las Reformas borbónicas. La forma de hacer la guerra, la capacidad de las tropas locales y los límites del cargo de autoridad militar fueron los principales temas de discusión. Plantearon varias reformas que transformaron el ejército realista en el Alto Perú una fuerza operativa eficiente y disciplinada. En este escenario, fueron testigos de las disputas entre José de La Serna, general en jefe del ejército del Alto Perú, y Joaquín de la Pezuela, virrey del Perú, por la estrategia militar a seguir en el territorio. Durante la organización de la defensa de Lima (1820-1821), en el que la oficialidad expedicionaria, convocada para apoyarla, criticó las medidas que Pezuela había empleado para asegurarla, su flexibilidad política con la élite criolla, y su estrategia defensiva cuando la Expedición Libertadora llegó a las costas del Virreinato. Estos factores fueron importantes para que estos militares destituyeran a Pezuela en el llamado pronunciamiento de Aznapuquio. Ramón Rodil tuvo un destino distinto a sus compañeros de armas en la primera etapa de la guerra: en vez de ser enviado al Alto Perú, formó parte de la guarnición de Lima. Luchó en Chile y defendió el Callao ante los ataques de la escuadra de Cochrane, por lo que fue ascendido a coronel. Sin embargo, tuvo poca participación en la defensa de Lima. Luego, aparece como uno de los firmantes del pronunciamiento de Aznapuquio, pero no se sabe por qué lo hizo. Con La Serna como virrey, varios de sus colaboradores ascendieron, como José de Canterac y Jerónimo Valdés. Aunque Rodil no pertenecía al círculo cercano del virrey, se le nombró segundo ayudante de Estado Mayor del ejército de Lima. Sin Pezuela, los oficiales expedicionarios se convirtieron en los principales dirigentes militares del lado realista. Asimismo, la guerra les posibilitó ascender en la jerarquía militar, pues a medida que obtuvieran triunfos en distintos escenarios bélicos, mayor era su oportunidad de ser promovidos. El virrey La Serna legitimó este mecanismo, que tuvo sus antecedentes en las guerras napoleónicas. No obstante, esta medida fue contraproducente para el ejército realista, ya que fomentó competencias y ansias de protagonismo entre sus generales. Esto se vio reflejado en los desacuerdos que 154 tuvo Canterac con el resto de la oficialidad. De todas formas, la estrategia militar que emplearon y la debilidad del gobierno independiente que se instaló en Lima lograron que los españoles fueran dueños del campo de batalla entre 1822 e inicios de 1824. De nuevo, Rodil se mantuvo alejado de estos cambios que sucedieron al interior de la oficialidad, aunque ello no quiso decir que no supiera lo que ocurría. Aunque fue ascendido a brigadier en 1823, tuvo pocas oportunidades para estar presente en los éxitos militares que obtuvo el resto de sus compañeros durante ese año. Quedarse en Ica como comandante general de la división central de Lima y pacificar la región lo mantuvo alejado de los diversos enfrentamientos entre el ejército independiente y el realista. Por esa razón, cuando la guarnición del Callao se sublevó y pidió apoyo a los españoles, fue el primero en reaccionar y, sin órdenes de sus superiores, enviar dinero para que la fortaleza del Real Felipe se mantuviera bajo el control realista. Sin duda, era una oportunidad que vio el gallego para poder salir de una posición que no le trajo, hasta ese momento, beneficio alguno en su carrera. Por otra parte, la élite limeña fue la más afectada por las guerras de independencia en el Perú, especialmente desde la llegada de la Expedición Libertadora, que puso en jaque, por primera vez, a la ciudad de Lima. Pese a sus desacuerdos con Pezuela, no dudaron en financiar al ejército realista. Sin embargo, los diversos padecimientos que sufrió -recorte de suministros y comunicaciones; hambre y enfermedades; empréstitos forzosos; saqueos de propiedades tanto por los insurgentes como por el ejército realista; miedo a posibles levantamientos de negros e indios armados; e inestabilidad política- la convenció de que el mejor camino para acabar con esta crítica situación era firmar la paz con el ejército invasor. Esta inclinación no cambió cuando La Serna se convirtió en la máxima autoridad del virreinato. En ese sentido, se afirmó que más que una aceptación de la independencia, la élite limeña se resignó a que ella era la única solución para poner fin a las desgracias por las que pasaba. San Martín fue consciente de la poca aceptación de la élite limeña hacia el nuevo gobierno que se instaló en la capital. El planteamiento del proyecto monárquico y la instauración de la Orden del Sol fueron algunas de las medidas del Protectorado para ganarse a este sector de la sociedad. Si bien hubo algunos que se beneficiaron con esta etapa –José de la Riva Agüero y Bernardo de Tagle y Portocarrero fueron los más destacados-, la guerra, de nuevo, arruinó la consolidación de cualquier proyecto político 155 iniciado en Lima y dirigido por la élite limeña. Sus miembros no tuvieron la capacidad para convertirse en dirigentes militares, por lo que generales del Río de la Plata, Chile y la Gran Colombia se encargaron de enfrentar a los experimentados oficiales peninsulares. Por ello, el aporte más notorio de este sector a la independencia fue financiar al ejército patriota, pero la manera en que el gobierno se encargó de recolectarlo no siempre fue la más cómoda para dicha élite. Además, en reiteradas ocasiones, los pagos no fueron fáciles de realizar, ya que la guerra había afectado las principales fuentes de ingreso de la élite. Por último, gran parte de los españoles que sufrieron persecución y se vieron obligados a emigrar eran parte de la élite limeña por los vínculos económicos y familiares. Bernardo de Monteagudo, ministro de gobierno de San Martín, se encargó de intensificar el odio hacia los españoles, ya que creyó que era la única forma de eliminar la influencia del dominio colonial en la sociedad y así establecer un nuevo orden. No solo no funcionó sino que empeoró la frágil posición en la que se encontraba la independencia en Lima. En síntesis, el escaso apoyo de la élite local a la independencia se esfumó por la suma de estos factores. Que tuviera poca simpatía por cómo se desarrollaron los sucesos en Lima no quiere decir que esta élite estuviera detrás de la sublevación de la guarnición del Callao. En realidad, los batallones del Río de la Plata y de Chile se amotinaron por cuestiones prácticas: falta de pagos y escasa atención de las autoridades. Otro asunto fue que el gobierno de turno, que estaba a cargo de Torre Tagle, no supo hacerse cargo de la situación y permitió que los sublevados se contactaran con la división española ubicada en Ica. Abandonada a su suerte por Bolívar, la élite limeña, al igual que en 1821, no tuvo más opción que aceptar el restablecimiento del gobierno español en la ciudad. De esta forma se inició una nueva etapa que, salvo contadas excepciones, no ha suscitado mucho interés entre los historiadores, pero que, para esta investigación, fue trascendental para comprender la posterior formación del reducto español en el Callao. A inicios de 1824 la guerra había alterado el panorama: por un lado, fortaleció a los militares expedicionarios y, por otro lado, debilitó a la élite limeña. La recuperación de Lima y el Callao no significó, para los altos mandos realistas, más que un triunfo moral, pues se había demostrado que su conservación no era vital para ganar la guerra. Esa fue la conclusión a la que llegaron también los patriotas. 156 Por el contrario, se demostró que, en los pocos meses que los españoles se quedaron en la ciudad, Lima y el Callao cumplieron un rol importante en la estrategia militar realista, dado que apoyó, a través de pertrechos y dinero, al Ejército del Norte, acuartelado en Huancayo. Desde que se restableció el gobierno español en Lima, Canterac, general en jefe de dicho ejército lo había planteado de esa manera, y exigió a Rodil, nombrado gobernador militar y político del Callao, a cumplirlo. Esto originó una serie de problemas entre ambos oficiales. Para empezar, no fue fácil para el gallego efectuar esta tarea por los escasos fondos de la Caja Real de la ciudad. No tener el único mando político y militar en Lima y Callao constituyó una dificultad más, ya que tuvo que lidiar con las autoridades civiles de la ciudad, especialmente con el conde de Villar de Fuentes, nombrado gobernador por los españoles. De todas formas, cumplió con las órdenes y, de paso, aseguró al vecindario de los ataques de guerrillas, montoneras y divisiones colombianas. La élite local fue una de las más beneficiadas de estas nuevas circunstancias. Los generales españoles no solo le ofreció amnistía por sus errores cometidos en el pasado, sino también le invitó a formar parte del nuevo gobierno que se instaló en Lima. Todo esto sirvió para que se volviera a confiar en las fuerzas realistas, que hasta antes de la batalla de Junín (agosto de 1824), había demostrado su superioridad en el ámbito bélico. Pese a este éxito, Rodil se quejaba de que sus aptitudes militares hubieran servido mejor en otros frentes de batalla que colaboraran con el éxito de las armas realistas. Su oportunidad se le presentó cuando fue el único oficial español que estaba en condiciones de ofrecer resistencia tras el fin del ejército realista en la batalla de Ayacucho. Le acompañaron los miembros más representativos de la élite limeña que había sido beneficiada por el gobierno español en Lima, y que pensó que su refugio en el Callao, como en anteriores ocasiones, solo sería momentáneo hasta que la situación volviera a la normalidad. Se equivocaron. Por su parte, Rodil tuvo razones de fuerza para creer que iba a recibir auxilios de España. Y no fue el único, pues todos los generales que estuvieron al mando de los reductos españoles en Hispanoamérica también esperaron futuras expediciones provenientes de la Metrópoli. Hubo mucho interés por parte de Fernando VII y sus ministros de no abandonar a los sectores todavía fieles a su causa, pero no tuvieron los medios para enviar tropas a Ultramar. 157 Mientras aguardaba estos refuerzos de España, Rodil se encargó de aliviar la estadía de defensores y civiles atrincherados en el Real Felipe. La venta de víveres, las proclamas y el pago de sueldos fueron algunas de las estrategias que utilizó. Fuentes como los protocolos notariales y legajos hallados en el Archivo General de la Nación no solo permitieron identificar a los demás miembros de la élite limeña que se encerraron en los Castillos, sino también saber que Rodil ayudó a este sector de la sociedad, en la medida de sus posibilidades, con alimentos y dinero. Esto último cuestionó la imagen que quedó del comportamiento tiránico e inhumano del militar a lo largo del sitio. En realidad, su actuación dependió de las circunstancias en las que se encontró. Por eso, no dudó en aplicar medidas severas para inhabilitar conspiraciones de su tropa que buscaban destituirlo. Sin embargo, las posibilidades de seguir resistiendo disminuyeron desde octubre de 1825. No solo se enteró de que España no los auxiliaría, sino que también tuvo que enfrentarse a enemigos a los que no podía derrotar, como el hambre, la muerte y las enfermedades. La rendición de los Castillos del Callao constituyó el fin del régimen español en el Perú y América, aunque no el de la guerra como protagonista en ambas partes del hemisferio. Las guerras civiles fueron el ingrediente central en la vida política y social del Perú y España durante la primera mitad del XIX. Personajes como Andrés de Santa Cruz, Agustín Gamarra, Luis José de Orbegoso, Jerónimo Valdés, Ramón Rodil y Baldomero Espartero se convirtieron en los principales intérpretes de esta nueva escena en la historia. Caudillos y “Ayacuchos” tuvieron un elemento en común: fueron hijos de las guerras de independencia en América. 158 BIBLIOGRAFÍA Archivos Archivo General de Indias - AGI Archivo General de la Nación (Lima) – AGN Archivo General de la Nación (Buenos Aires) Archivo Histórico de la Municipalidad de Lima – AHML Fuentes primarias Anónimo. 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