Pontificia Universidad Católica del Perú Escuela de Posgrado El corregidor de Cusco y el estado colonial. Siglos XVI y XVII. Tesis para optar el grado académico de Magíster en Historia Alumno: Adolfo Polo y La Borda Ramos Asesor: Martín Monsalve Zanatti Miembros del Jurado: José de la Puente Brunke Liliana Regalado de Hurtado Lima, 2010 Resumen Esta tesis analiza los diversos y complementarios modos y esferas a través de los cuales el corregidor de españoles del Cusco consolidó y ejerció su poder en dicha ciudad durante los siglos XVI y XVII. Se ve que la autoridad en el estado colonial era construida, ejercida y discutida por medio de la violencia y la coacción física directa; las ceremonias públicas, la magnificencia y las discusiones en torno al honor; así como del monopolio de la justicia y la administración. En este sentido, al estudiar a este agente al servicio de la corona, que servía como un vínculo entre esta última y la población local, se aprecia cómo se fue construyendo el estado colonial y cómo los monarcas castellanos lograron imponer su soberanía no solo ante las poblaciones indígenas conquistadas, sino también ante los propios conquistadores. Agradecimientos Indudablemente esta investigación no hubiese podido llevarse a cabo sin la ayuda desinteresada de muchas personas en todo tipo de ocasiones. Esta tesis es fruto de ese constante apoyo y es suya en gran medida. Los errores y las limitaciones, son míos. La lista de estas personas es larga; me gustaría nombrar a todos, pero caería en algún olvido involuntario. No obstante, no puedo dejar de mencionar a Martín Monsalve quien además de ser mi asesor por segunda ocasión, es un gran amigo. Sus comentarios, críticas y sugerencias han sido fundamentales. Asimismo, José de la Puente Brunke me ayudó gentilmente en más de una oportunidad; no solamente reemplazó a mi asesor en su ausencia, sino que también después leyó varios borradores de la tesis. Sus observaciones fueron un aporte decisivo a lo largo de la investigación. A ambos va mi más sincero agradecimiento. Del mismo modo, los profesores Miguel Costa, Jesús Cosamalón, Pedro Guibovich, Iván Hinojosa y Jorge Lossio conversaron conmigo en diversos momentos y sus sugerencias y ánimos han sido de gran ayuda. Igualmente, los atinados consejos y anotaciones de Adrián Lerner han permitido mejorar y esclarecer varios pasajes de la tesis. Un Premio de Apoyo a la Investigación para Estudiantes de Postgrado (PAIP), otorgado en el año 2008 por la Dirección Académica de Investigación de la Universidad Católica, financió buena parte de la investigación. A Jhonatan Cavero Aquise debo agradecer por haber buscado información en el Archivo Regional de Cusco y a Jorge Olivera, Roberto Cáceres y Wilfredo Cuba por haberme guiado y acogido de tan buena gana en dicho repositorio. El respaldo Jorge Polo y La Borda, Olivia Ramos, y Martín Polo y La Borda ha sido crucial. Además de haber leído numerosos borradores y pasajes de la tesis, aguantaron mis –muchas veces tediosos y repetitivos- monólogos y reflexiones. Pese sobre todo (y pese a lo anterior), siempre tuvieron una palabra de aliento e hicieron todo a su alcance para colaborar conmigo y facilitar mi trabajo. También debo mencionar a Concepción González, Marcial Rubio, Ana Gabriela Giesecke, Luis Ernesto Fodale, Matteo Stiglich, Eduardo Loayza y David de la Torre, quienes de una u otra forma estuvieron pendientes del avance de mi trabajo y me apoyaron de distintas maneras a lo largo de todo el complicado proceso de hacer la tesis. Finalmente quiero agradecer a mi esposa, Daniela Rubio, quien ha sido una constante motivación. Sin su ayuda, preocupación y aliento esa tesis no se hubiese podido realizar. A ella le dedico este trabajo. Tabla de Contenidos Introducción ..................................................................................................................... 6 El corregidor ............................................................................................................... 11 El estado colonial ........................................................................................................ 15 1. Establecimiento del corregidor en el Perú: hacia el monopolio de la fuerza (1548- 1580) ............................................................................................................................... 26 El corregidor en Castilla .............................................................................................. 31 La conquista y el vacío de poder .................................................................................. 39 El corregidor en Cusco ................................................................................................ 49 Polo Ondegardo y Gerónimo Costilla .......................................................................... 55 Consolidación de la autoridad ..................................................................................... 62 2. Ceremonias públicas y política local ......................................................................... 68 Conflictos por las preeminencias.................................................................................. 70 Honor y poder .............................................................................................................. 83 Estado-teatro ............................................................................................................... 90 3. El corregidor entre la antigua justicia y las nuevas relaciones imperiales (1650- 1700) ............................................................................................................................... 96 La justicia del corregidor ........................................................................................... 104 Inserción en la dinámica local ................................................................................... 113 Conclusiones ..................................................................................................................132 Fuentes y Bibliografía ...................................................................................................136 6 Introducción Hasta hace algunos años, había una visión muy extendida de la conquista y la colonización de América y del Perú como un proceso, aunque doloroso y traumático, sencillo y mecánico. Así, por más que resultase asombroso y generase múltiples discusiones, era una idea bastante generalizada que el extenso imperio inca fue derrotado fácilmente a manos de un reducido grupo de conquistadores castellanos.1 Consecuentemente, también se da como un hecho, que no merece mayor cuestionamiento, el establecimiento rápido y fluido del estado colonial que reemplazó con prontitud y naturalidad las existentes estructuras de poder. De esta suerte, se entiende que poco después del arribo de Francisco Pizarro a Cajamarca en 1532 se instaló un sistema político de dominación español, que en breve tiempo y hasta el siglo XIX controló todo el territorio y sojuzgó a la población nativa; y, sobre la base de esta explotación, se generaron ingentes rentas que fueron enviadas constantemente a Europa para financiar los múltiples y costosos gastos de la corona. La perspectiva de este proceso, que lo entiende como uno mecánico, natural e incontestado; y que también lo resume en un mero enfrentamiento maniqueo entre indios conquistados y españoles conquistadores, sin embargo, no da respuesta a algunas preguntas: ¿cómo pudo el distante rey hispano gobernar, controlar y administrar sus tan remotas posesiones americanas?, ¿por qué los conquistadores y descendientes continuaron –en líneas generales- siéndole fieles por casi tres siglos y no propusieron un gobierno independiente y autónomo?, ¿por qué no hubo mayores intentos de rebelión o por qué los 1 El ya célebre libro de Steve Stern, Los pueblos indígenas del Perú y el desafío de la conquista española. Huamanga hasta 1640, (Madrid: Alianza Editorial, 1986), critica esta posición y distingue entre la caída del imperio inca y del mundo indígena. 7 que hubo no fueron exitosos?. En definitiva, ¿cómo se ejerció efectivamente el poder en estas lejanas y recién añadidas posesiones? Para poder gobernar e imponer su autoridad los reyes hispanos emplearon una serie de instituciones y funcionarios que sirvieron como intermediarios y agentes de su soberanía y poder. La mayoría de ellos fueron tomados del sistema político existente en Castilla y adaptados a la nueva realidad americana que proponía retos y dificultades en parte similares, y en parte muy disímiles, a los existentes en la península. De esta manera, conforme se fue avanzando en el proceso de asentamiento del gobierno hispano en América, se fueron creando las instituciones adecuadas para cumplir esa función. Dentro del conjunto de organismos políticos que se instauraron en las Indias, destaca la figura del corregidor quien, al igual que en la península, era un agente que dependía directamente de la corona y que actuaba en un nivel provincial. Se constituyó como el representante directo del poder regio ante los pobladores y servía como un importante, accesible y visible vínculo entre estos y el distante soberano. Era, pues, la primera encarnación del estado en el plano más local y concreto. Su primera función era imponer el orden regio, asegurar el dominio y gobierno pacífico de los reyes hispanos empleando todos los medios que estuviesen a su alcance: la violencia física, las leyes, los rituales, la costumbre, entre otros muchos. Además, y como parte de su misión de hacer valer la voluntad de los monarcas, cumplían funciones administrativas y hacendísticas. En este sentido, en el Perú inicialmente fueron instituidos para poner coto al grupo que aparecía como la principal amenaza a la autoridad regia: los encomenderos y, paralelamente, debían velar por la justa y correcta administración tanto de la tierra, así como de la mano de obra indígena. 8 Por todo ello, el corregidor será el protagonista de este estudio, pues permite analizar los mecanismos, mandos y contramandos en el establecimiento del poder y la construcción del estado colonial. Así, se pueden observar las complicadas relaciones entre la corona y la población: cómo la primera fue consolidando su autoridad y qué respuestas hubo de parte de la segunda; cómo ambas se fueron adaptando a nuevas circunstancias; cómo fue implantándose y operando el estado colonial en un plano local; y cómo todo esto fue variando con el paso del tiempo. No se puede pensar que el sistema político establecido en un inicio se mantuvo incólume; muy al contrario sufrió varios cambios y transformaciones a lo largo de los casi tres siglos de gobierno hispano. De hecho, son conocidas y evidentes las reformas borbónicas llevadas a cabo durante el siglo XVIII, que renovaron drásticamente las relaciones tanto con la metrópoli como en el interior del virreinato. De igual manera, aunque persistieron importantes rasgos y características -como por ejemplo, el papel neurálgico de la justicia- también son notables las diferencias entre el estado instaurado en el siglo XVI y el que se ve a finales del siglo XVII. El primero es uno en el que dentro de la anarquía se impuso la autoridad mediante la fuerza directa; mientras que el segundo es uno completamente asimilado al imperio, donde se emplean mecanismos más complejos y sutiles de coacción; pero al mismo tiempo donde el poder es disperso, laxo y disputado. Igualmente, el rol del corregidor y de las poblaciones locales fue modificándose continuamente. Así, el corregidor pasó de ser elegido debido a su conocimiento y manejo del medio local, a ser nombrado como tal en recompensa a una carrera (generalmente en Europa) al servicio del rey. Por su parte, las elites peruleras rápidamente dejaron la resistencia abierta, para adaptarse a la nueva situación e intentaron obtener el mayor beneficio económico y político dentro del sistema impuesto por la corona hispana. 9 Es así que en el presente trabajo se tiene como objetivo central el estudio del estado colonial, visto a través del corregidor. Es decir, se quiere observar cómo el corregidor funcionó como representante del poder regio, para así comprender cómo el soberano castellano pudo gobernar e imponer su autoridad sobre la población local, y cómo con el corregidor se puede trazar una evolución del estado colonial. Para alcanzar tales metas, se van a estudiar distintas esferas o dimensiones del poder: violencia, ritual, justicia. A través de todas ellas, y de acuerdo a sus propios mecanismos, el corregidor fue discutiendo e imponiendo su soberanía y, consecuentemente, la de los monarcas castellanos; pero asimismo, fueron espacios –unos más que otros- donde las elites locales negociaron y participaron del poder (el cual variaba en su concepción y ejercicio dependiendo de cada una de dichas dimensiones). La violencia permite una imposición directa, física y coercitiva; a través de los rituales y las ceremonias se negocia cotidianamente el status y el honor; y la justicia, legitima y garantiza la soberanía y un orden dado. Así, estas esferas sirvieron tanto para dar legitimidad a un orden dado, como para facilitar el gobierno y el establecimiento del estado, el cual, en consecuencia, adquiere también diferentes rasgos y peculiaridades -dependiendo desde qué óptica se lo está analizando- que a primera vista parecerían ser contradictorios o incompatibles, pero que resultan más bien complementarios. Por otra parte, por razones metodológicas y de disponibilidad de fuentes se ha hecho una suerte de determinación cronológica de estas esferas: se vincula la coacción física con los primeros años de la presencia hispana en América y el ritual con el siglo XVII. Hay también una explicación más histórica y material para esta división: es muy difícil ejercer un dominio ritual cuando la población está levantada en armas, como también un gobierno basado exclusivamente en la violencia es insostenible en el largo plazo. Es en este sentido 10 que en el primer capítulo se desarrollará el establecimiento del corregidor en Perú para observar su participación en la consolidación de la autoridad regia, principalmente violenta, durante el siglo XVI; además se notará que este es un proceso de formación del estado tanto en Europa como en América. En el segundo capítulo se discutirá cómo se negoció el poder en una esfera ritual, dentro del Estado-teatro, en el que son clave el honor, la magnificencia y la teatralidad. Finalmente, en el tercer y último capítulo se analizarán las características del corregidor a fines del siglo XVII, para observar su desarrollo y el del sistema político peruano y porqué, en medio de continuas disputas locales por ponerle límites al corregidor y por el poder, este siguió ligado a la corona española, la cual continuaba detentando un control monopólico sobre la justicia y la administración. Hay que hacer hincapié que se va a estudiar al corregidor de españoles y no al mucho más famoso y discutido corregidor de indios, a quien varios autores han calificado como el gran exponente y causante de la explotación indígena y señalan como ejemplo arquetípico del estado colonial, abusivo y extractor que se impuso en Perú.2 Si bien ambas instituciones compartían funciones harto similares y su objetivo era, en resumidas cuentas, muy parecido: controlar los abusos de la población española hacia la indígena; la naturaleza y evolución del corregidor de españoles tiene un especial interés para este trabajo no solo por la escasa atención que la historiografía le ha brindado, sino por el hecho de que fue establecido mucho antes que el corregidor de indios con la clara intención de controlar a la población local, especial y casi exclusivamente a la española, y asegurar el establecimiento de la autoridad de la corona en un momento en que la continuidad y sobrevivencia del estado hispano en las Indias estaba completamente en duda debido a las posturas de los 2 Quizás el trabajo más emblemático en dicha línea sea el de Javier Tord Nicolini, El corregidor de indios del Perú: comercio y tributos, (Lima: Biblioteca Peruana de Historia, Economía y Sociedad, 1974). 11 encomenderos. En él se cristaliza con mucha mayor claridad el interés de los reyes por dominar a las elites locales e imponer su dominio. Por otra parte, este trabajo se va a centrar en el corregidor de españoles del Cusco. Tanto porque, dentro de lo que se ha estudiado, este fue el primer corregimiento que se estableció en Perú, como porque debido a la importancia política, social y económica de dicha región resultaba ser una zona crítica para asegurar la soberanía mayestática en todo el virreinato. Como se verá en el primer capítulo, debido a que era residencia de los encomenderos más ricos y poderosos, esta ciudad aparecía como el núcleo de la resistencia a la autoridad de los reyes españoles y resultaba prioritario asegurar su sujeción. Al mismo tiempo, Cusco presenta un escenario muy singular para entender mejor la operatividad del estado y del corregidor. Era una región bastante autónoma, con un crecimiento y una evolución propios; donde una vez que se estableció el sistema de gobierno y administración monárquico, se relacionó firme y directamente con el poder central tanto en Lima como en la península Ibérica. Sin embargo, al mismo tiempo, era un espacio en el que no había una clara jerarquía. En gran parte debido a la distancia con Lima, como a su propio desarrollo; el virrey y la Audiencia resultaban bastante lejanos y distantes. Había entonces una suerte de vacío de poder que intentó ser apropiado por el corregidor; sin embargo, esta pretensión fue contestada desde diferentes frentes, especialmente por la elite local, aglomerada en torno al cabildo, y por el obispo de la ciudad. El corregidor La existencia del corregidor de españoles en Perú se registra, por lo menos, desde 1548; cerca de 20 años antes que el de indios. Hasta mediados del siglo XVI, estas autoridades radicaban en las ciudades españolas ya fundadas: Piura, Trujillo, Huánuco, 12 Lima, Huamanga, Cusco y Arequipa.3 Hay que advertir que el caso del corregidor de Lima es bastante peculiar, pues luego de mucha disputa y negociación, el cabildo de aquella ciudad logró imponerse y este cargo fue removido para siempre a fines del siglo XVI. 4 Esto fue algo excepcional que ni siquiera ocurrió en la ciudad de México donde no hubo ningún problema en que conviviesen el virrey, la audiencia, el cabildo y el corregidor. Luego, el número de corregidores se habría incrementado pues, en su relación de corregimientos en El corregidor de indios bajo los Austria, Lohmann lista los siguientes lugares que contaban con corregidor de españoles: Piura, Saña, Cajamarca, Trujillo, Santa, Huánuco, Arnedo, Cañete, Huancavelica, Huamanga, Castrovirreina, Ica, Cusco, Camaná, Arequipa, Moquegua y Arica. Posteriormente, en 1565 el licenciado García de Castro introdujo el corregidor de indios y, más tarde, el virrey Toledo delimitó los términos de todos los corregimientos (tanto de indios como españoles): se dividió el territorio en 71 provincias, que comprendían en conjunto 614 repartimientos, en que se contaba una población indígena calculada en 1.5000.000 almas. Siguiendo un criterio de jerarquizar estos funcionarios, los colocó bajo la inspección y supervigilancia de los corregidores de las ciudades españolas más próximas, que servirían de cabeza de partido.5 Hay que advertir que la diferencia entre ambos corregimientos no se establecía en función del grupo étnico o república a la que estaban adscritos; sino a la ciudad o región donde estaba instituido el corregimiento. Entonces, un corregidor de españoles no se definía por tener jurisdicción exclusiva sobre los españoles; como tampoco sucedía con el de indios. Por ello mismo, y tal como se mencionó, ambos cumplían básicamente las mismas 3 Lohmann Villena, Guillermo, Historia general del Perú. El virreinato. Tomo V, (Lima: Editorial Brasa, 1994), 73. 4 Lohmann Villena, Guillermo, “El corregidor de Lima. Estudio histórico-jurídico”, Revista Histórica XX (1953): 153-180. 5 Lohmann Villena, Guillermo, El corregidor de indios en el Perú bajo los Austrias, (Lima: PUCP, 2001), 244-245, 381. 13 funciones: finalmente, eran un mismo agente de la corona. En este sentido, los corregidores de españoles también veían por los indios (incluso les cobraban los tributos)6, tan así que no hubo ningún problema para que, por poner un ejemplo, a la jurisdicción del corregidor de Arequipa se le anexara autoridad sobre Characato y Vítor.7 Las diferencias formales (mas no cualitativas) entre ambas instituciones eran, pues, mínimas y se debían principalmente al diferente contexto en el que operaban y a que los corregidores de españoles observaban la labor de sus pares rurales. En este sentido los corregidores, tal como lo describe Solórzano, aparecían “así en la Nueva España como en el Perú y en otras provincias que lo requerían, Corregidores o Governadores en todas las Ciudades y Lugares, que eran cabecera de Provincia, o donde parecieron ser necesarios para governar defender y mantener en paz y justicia a los españoles e indios que las habitaban”.8 Hay que recalcar, sin embargo, la notable diferencia sustantiva que había entre ambos corregidores y es el énfasis especial que tenía el corregidor de españoles (al hallarse en un contexto español) en vigilar principalmente a la población hispana, a los propios conquistadores. Puesto que las funciones y deberes de estos oficiales ya han sido ampliamente descritos y analizados por Guillermo Lohmann y porque más adelante se explicarán con mayor detalle varias de sus labores, acá no conviene detenerse demasiado en ello.9 Baste con decir que sus ocupaciones cubrían tanto los ámbitos administrativo, hacendístico, militar como judicial. Era la máxima autoridad municipal, presidía las sesiones del cabildo y debía asegurarse del bienestar de la comunidad, haciendo cumplir lo dispuesto por el 6 Lohmann, Historia general del Perú, 74. 7 Lohmann, El corregidor de indios, 200. 8 Solórzano y Pereyra, Juan. Política Indiana. Corregida, e ilustrada con notas por el licenciado don Francisco Ramiro de Valenzuela, (Madrid: Compañía Ibero-Americana de Publicaciones, s.f.) tomo 4, 24. 9 Lohmann, El corregidor de indios; Lohmann, Historia general del Perú, 72-75. 14 concejo. Entonces, debía procurar el desarrollo urbano, económico y agrícola de la región (lo cual incluía un control sobre la propiedad de la tierra), asegurándose de que la ciudad estuviese siempre bien provista y haya un ambiente saludable. Por otra parte, le correspondía defender el territorio ya sea ante ataques externos, como ante rebeliones o motines internos. Igualmente, debía velar por el adecuado cobro de tributos en su propia jurisdicción y vigilar que hiciesen lo propio los corregidores de indios. Fungía también de defensor de naturales frente a los españoles; asimismo, debía encargarse de su administración (la que suponía un control sobre la mano de obra). Finalmente, una de sus principales funciones era la judicial; en los casos menores, actuaba como segunda instancia de las resoluciones hechas por los alcaldes y como primera instancia en aquellas causas de mayor importancia. Entonces, en líneas generales, debían gobernar la región y asegurarse de que esta se desenvolviese lo más convenientemente posible en un ambiente de paz y justicia. Otro punto que suele llevar a la confusión sobre las funciones de este agente es el significado mismo de la palabra corregidor. Por una parte, están quienes piensan que proviene de la palabra corregir; es decir, enmendar, reprimir.10 Esto tendría lógica puesto que, desde un punto de vista etimológico, corregidor deriva de “corrector”; y durante el Imperio Romano existió una serie de funcionarios a lo largo de toda Europa con el título de reformador, reformateur, corregedor, o corregidor. Por otra parte, se piensa que deriva de co-regir: gobernar junto a los regidores; ello implicaría que el poder sea compartido entre el corregidor y las autoridades locales.11 El hecho es que las funciones del corregidor eran 10 Está es la definición que asumen, por ejemplo, Jean-Jacques Decoster y Brian Bauer, Justicia y Poder: Catálogo del fondo Corregimiento del archivo departamental del Cuzco, (Cusco: CBC, 1997), 9. 11 Lunenfeld, Marvin. Keepers of the city. The Corregidores of Isabella I of Castile (1474-1504), (Cambridge: Cambridge University Press, 1987), 15. 15 diversas y en cierto sentido incluían ambas acepciones, era tanto un administrador de la ciudad, así como la entidad juzgante. Tan es así que el título que presentaban estos funcionarios era el de “Corregidor y Justicia mayor”. Todas estas amplias y variopintas atribuciones y cualidades del corregidor no solamente lo convertían en la principal autoridad de la ciudad, sino que –tal como se estudiará- permitieron que actuara como un punto de conexión entre la los poderes locales y la autoridad regia. Servía como una bisagra entre estos dos polos y hacía posible una comunicación más fluida entre gobernantes y gobernados, y posibilitaba, asimismo, una canalización y resolución de los conflictos y las tensiones (ya sea por medio de la violencia, la justicia o el ritual). De esta manera, el corregidor cobró un protagonismo mayor, ya no simplemente en un plano local, sino en un nivel imperial mucho más amplio, pues propició la sujeción de los poderosos locales a la corona y la centralización de la administración y la justicia en manos de los reyes hispanos; fenómenos clave dentro del proceso de formación del estado. El estado colonial Conviene detenerse a reflexionar un momento sobre la naturaleza de este naciente estado. Alejandro Cañeque incluso duda de su existencia, pues sostiene que estado es un concepto propio de una época posterior a la que en este trabajo se estudia y por ello resulta anacrónico aplicarlo en este contexto.12 Evidentemente, la definición más habitual de estado (el estado-nación) comenzó a configurarse entre los siglos XVIII y XIX y se consolidó definitivamente tras la Primer Guerra Mundial. Sin embargo, ello no impide que muchos de sus rasgos característicos se hayan ido gestando desde bastante tiempo atrás; y 12 Cañeque, Alejandro, “Cultura vicerregia y estado colonial una aproximación crítica al estudio de la historia política de la Nueva España”, Historia Mexicana LI, 1 (2001), 10. 16 que, además, existan otras formas de estado. Como señala Charles Tilly, que el estado- nación sea actualmente el modelo universal de estado no implica que este sea el único posible; más al contrario, a lo largo de la historia han existido otros muchos tipos de estado como son los imperios clásicos y las ciudades estado.13 Por tal motivo, en el período que ahora se trabaja (que va desde mediados del siglo XVI hasta fines del XVII) se puede apreciar una suerte de combinación de sistemas políticos y se ve cómo aparecen los cimientos del naciente estado moderno en medio de concepciones y prácticas políticas que se podrían definir gruesamente como tradicionales, más cercanas al feudalismo y al mundo medieval. Más aún, una de las primeras definiciones modernas de estado apareció justamente durante aquellos años, en 1651, en las páginas del célebre Leviatán del inglés Thomas Hobbes. En este sentido, conviene recordar las distintas acepciones que ha tenido la palabra estado y cómo progresivamente devino en su significación actual: una organización institucional política de dominación, independiente e impersonal, con monopolio de la coerción física y con soberanía dentro de un territorio definido. Quentin Skinner sostiene que este término –en su forma latina de status, así como en sus variantes vernáculas- puede ser encontrado ya en los escritos políticos del siglo XIV y se utilizaba para referirse al “estado o posición de los gobernantes”. Lo que se buscaba era “enfatizar que el mismo debía ser visto como un estado (state) de majestad, una elevada posición (estate), una condición de magnificencia (stateliness)”. Esto suponía, tal como se profundizará en el 13 Tilly, Charles, Coerción, capital y los estados europeos, 990-1990, (Madrid: Alianza Editorial, 1992), especialmente 19-69. 17 segundo capítulo, que la situación privilegiada de los reyes estaba ligada con la idea de exhibición, de honor, que el poder debía tener una presencia magnificente.14 Skinner muestra que en aquel mismo período, especialmente durante el Renacimiento italiano, se empleó estado para señalar la condición de un reino o república; rápidamente, el “buen estado” de un reino se asoció con el de sus gobernantes, quienes tenían la obligación de mantener la paz y felicidad en sus comunidades.15 En esta misma línea Mario Góngora señala que esta asociación otorgaba un carácter central a la función legisladora del rey, pues se buscaba “la creación del nuevo Derecho en orden al bien común, que asume un valor ético muy superior a la costumbre”.16 Así, al breve tiempo, los escritores de manuales políticos –como lo era, por ejemplo, Maquiavelo- utilizaron el término estado para hacer referencia a formas específicas de gobierno, propias de cada príncipe y ciudad. Asimismo, fue usado para señalar las áreas donde los gobernantes debían ejercer su control y principalmente “a las instituciones de gobierno y a los medios de control coercitivo orientados a preservar el orden dentro de las comunidades políticas”. Hay que notar, sin embargo, que en aquel momento el estado no se definía aún como un ente diferente de gobernantes y gobernados.17 Por otra parte, durante los siglos XV y XVI los escritores pertenecientes a la tradición del republicanismo italiano expresaron, por primera vez, que existía una forma de autoridad civil autónoma e independiente, con monopolio del poder coercitivo, y que regulaba los asuntos públicos dentro de una comunidad dada. Paralelamente, aparecieron 14 Skinner, Quentin, El nacimiento del Estado, (Buenos Aires: Gorla, 2003. Traducción de Mariana Gainza), 23-24. 15 Skinner, El nacimiento del Estado, 24-25. 16 Góngora, Mario. El Estado en el Derecho Indiano. Época de fundación (1492-1570), (Santiago de Chile: Instituto de Investigaciones Histórico-Culturales. Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile, 1951), 21. 17 Skinner, El nacimiento del Estado, 31-36. 18 los monarcómacos, escritores regicidas que postulaban que la soberanía no era característica propia de los gobernantes. Era el pueblo el poseedor del “supremo dominio” y los soberanos simplemente cumplían una función que el pueblo, por medio de un contrato, les había encomendado.18 Fue durante el siglo XVII que los defensores del absolutismo –cuyo máximo y más brillante representante fue Thomas Hobbes-, en sus argumentaciones opuestas a las tradiciones previamente descritas, dieron las primeras definiciones modernas de estado. Sostenían que no se podía definir un pueblo como una persona singular, que estableciese un contrato con el gobernante. Argumentaban que la unión e identidad de un pueblo no se daba por su pertenencia a una sociedad o región, sino por el hecho de estar bajo un poder soberano; solo así el pueblo deja de ser multitud. De esta forma, el estado son las instituciones que se crean como parte de este sometimiento; entonces, “el estado puede ejercer el poder soberano porque está representado por un soberano cuyas acciones pueden ser válidamente atribuidas al estado. El soberano es un actor que representa el papel del estado y actúa así en su nombre.” Mas al mismo tiempo, “desde el momento en que el estado o república "prescribe y ordena la observación de aquellas reglas que llamamos leyes", el auténtico legislador es el estado o la misma república.”19 Este fenómeno puede apreciarse, de acuerdo a Góngora, en las Siete Partidas castellanas que “sujetan al Rey a la obediencia de sus propias leyes” y que, según eruditos como Francisco de Vitoria, “no obligan por la voluntad del legislador, sino por la utilidad pública y la conveniencia con el Derecho”.20 Se aprecia entonces que es recién en este momento que se ve al estado como 18 Skinner, El nacimiento del Estado, 40-55. 19 Skinner, El nacimiento del Estado, 57-68. 20 Góngora, El Estado en el Derecho Indiano, 23-24, 34. 19 un ente impersonal, con soberanía en sí mismo y que esta es ejercida a través de sus representantes y su justicia. Entonces, al estudiar al estado a través del corregidor, es posible percibir todos estos conceptos funcionando simultáneamente. Como se observará en el primer capítulo, la corona desde muy temprano impuso instituciones y empleó la coerción física violenta para mantener el orden; de hecho, el corregidor es un claro ejemplo de todo ello. Además, ambas condiciones representan para Max Weber los rasgos definitorios del estado.21 Por su parte, Charles Tilly sostiene que tales instituciones de control centralizadas fueron apareciendo en gran medida como consecuencia (no siempre deseada) de la guerra y todo lo relativo a ella.22 En definitiva, en este caso se trata de una visión del estado como un cúmulo de instituciones centralizadas de control y coerción. Una en la que el poder está íntimamente asociado con la violencia y la fuerza. Pero existen además otras dimensiones del poder. Una de ellas es la que entiende estado como la posición (o status) de los gobernantes, que pone el acento en la teatralidad y en las funciones públicas. En este caso se trata, tomando la definición de Clifford Geertz, de un Estado-teatro, donde la política se realizaba a través de ceremonias, rituales y los conflictos en torno a estos; donde el honor y la magnificencia eran elementos vitales para ejercer el poder.23 Esta es quizá la definición de poder y estado más alejada a la contemporánea, pero de gran vigencia y fuerza en aquellos siglos; en este sentido, Alejandro Cañeque ha mostrado el papel fundamental de esta esfera en la construcción del 21 Weber, Max, Conceptos sociológicos fundamentales, (Madrid: Alianza Editorial, 2006. Edición y traducción de Joaquín Abellán), 165-166. 22 Tilly, Charles, Coerción, capital y los estados europeos. 23 Geertz, Clifford, Negara. El Estado-teatro en el Bali del siglo XIX, (Traducción por Albert Roca Álvarez. Barcelona: Paidós, 2000). 20 poder y legitimidad de los virreyes mexicanos, así como en la estructura misma del sistema político novohispano.24 De forma paralela, los reyes hispanos fueron consolidando su autoridad por medio de un proceso de centralización tanto de la justicia como de la administración. Como también explica Weber, la capacidad de impartir justicia es una de las bases de la legitimidad de todo orden político.25 Para ello, construyeron un sistema de gobierno e instituciones particulares que se tradujeron en un enorme aparato de servidores, funcionarios, organismos e instituciones. Paulatinamente, como expuso Skinner, conforme esta organización compleja afirmaba su facultad de legislar y hacer cumplir las leyes, fue adquiriendo soberanía en sí misma. En este sentido y, como se verá en el tercer capítulo, hacia fines del siglo XVII -fruto de sus funciones como juez y administrador- el corregidor había adquirido una legitimidad en sí mismo, un valor político propio que le brindaba la autoridad y legitimidad tanto para enfrentarse a los demás poderes de la ciudad, como para ser deseado por la elite local. De igual manera, todo este proceso de construcción del estado no fue ni sencillo ni de corta duración. Se trata más bien de un desarrollo que se vino gestando desde mucho antes y cuyo momento crítico se dio entre los siglos XV y XVI. Primero fueron los Reyes Católicos quienes iniciaron todo el proceso de centralización y consolidación de la autoridad. Luego fue Carlos V quien aseguró esta soberanía cuando derrotó a los Comuneros. Más adelante, este impulso se trasladó a los recientemente descubiertos territorios americanos donde la corona se impuso y evitó la conformación de cualquier tipo 24 Cañeque, Alejandro, “Cultura vicerregia y estado colonial”, 5-57; "De sillas y almohadones o de la naturaleza ritual del poder en la Nueva España de los siglos XVI y XVII". Revista de Indias LXIV (2004): 609-634. The King’s Living Image. The Culture and Politics of Viceregal Power in Seventeenth-Century New Spain, (New York: New York University Press, 1999). 25 Weber, Conceptos sociológicos, 119-120. 21 de poder que pusiese en entredicho su soberanía. Ahí, viejas instituciones peninsulares se adaptaron y reinventaron, mientras otras tantas más novedosas fueron surgiendo. Como resultado, apareció un inmenso e imbricado aparato de gobierno, pero que resultó efectivo en su cometido principal (el control, dominio y colonización de América por parte de la corona hispana), y que cada vez tuvo una identidad y rol propios. La centralización se logró utilizando muchos medios puesto que había un abierto rechazo por parte de la población en general y sobre todo de las elites. Por una parte, se tuvo que usar abiertamente la violencia para someter a los revoltosos y evitar el surgimiento de cualquier tipo de cuestionamiento. Además, se construyeron y consolidaron instituciones como las Audiencias, los corregimientos, la Inquisición, entre otros, que cumplieron un rol central en este proceso de traslado de soberanía desde los poderosos locales hacia la monarquía hispana. Así, se preparó y educó a una elite gobernante, reclutada principalmente entre los hidalgos y burgueses, que tenía la difícil misión de controlar a la levantisca nobleza.26 Esto supone también que este proceso no fue resultado de una simple imposición de los gobernantes, hubo intensas negociaciones y disputas con la población local. Esta también se adaptó a las circunstancias y en muchas ocasiones los mismos miembros de la elite fueron los principales responsables de la centralización del poder en manos de la monarquía, pues dicha situación les resultaba más beneficiosa que un eventual gobierno autónomo. Por otra parte, en este trabajo se ha intentado estudiar el estado en una dimensión no solamente indiana, sino hispanoamericana. Góngora define el estado indiano como el 26 Villapalos Salas, Gustavo, Justicia y monarquía. Puntos de vista sobre su evolución en el reinado de los Reyes Católicos. Discurso leído el día 16 de junio de 1997 en su recepción pública como Académico de Número, por el Excmo. Sr. D. Gustavo Villapalos Salas y contestación del Excmo. Sr. D. José María Castán Vázquez, (Madrid: Marcial Pons, ediciones jurídicas y sociales, 1997), 146. 22 estado castellano trasladado a las Indias y transformado a partir de su propia experiencia colonial.27 Sin embargo, este término no contempla la idea de que tanto el estado en las Indias como el que había en Castilla eran en el fondo uno solo. Si bien el sistema político en ambas regiones presentaba características propias y distintas, fruto de sus peculiaridades históricas y sociales, estas constituían –tal como se ha señalado líneas arriba y se ampliará en los siguientes capítulos- una sola realidad, puesto que respondían a un mismo impulso centralizador y a una misma lógica y tradición política. Además, son dos escenarios que continuamente se influyeron mutuamente y que estaban en constante interacción; la experiencia colonial no va en una sola dirección, sino que altera tanto a colonizados como a colonizadores. Es decir, el estado se fue haciendo al mismo tiempo en la península Ibérica y en América; en un contexto hispanoamericano. Esto se aprecia, principalmente, al momento de explicar los orígenes del corregidor en Perú.28 Por todo ello, conviene insistir una vez más en lo complejo de este proceso. La formación del estado no es un fenómeno unidireccional, sino que tiene muchas aristas, avances y retrocesos. No es una transformación uniforme, como tampoco es fruto de un cambio súbito. No hay que olvidar que la división, clasificación, categorización y caracterización de la historia en múltiples etapas que por momentos parecieran ser autónomas y claramente diferenciables, es una construcción artificial de la historiografía en su afán por inmovilizar la historia para comprender y explicar mejor las sociedades pasadas. En consecuencia, una forma de hacer política, de entender un estado, no reemplaza inmediata ni automáticamente a otra; sino que se van traslapando y entrelazando. Así, si bien existen ideales puros de cómo debería funcionar una sociedad; esto no necesariamente 27 Góngora, El Estado en el Derecho Indiano, 35. 28 Lamentablemente, por falta de tiempo y de acceso a estudios sobre el corregidor castellano durante el siglo XVII esta perspectiva no ha podido trabajarse con la amplitud y profundidad que se hubiese deseado. 23 se traduce en la realidad donde pueden estar presentes ideas, conceptos y prácticas completamente antagónicos y que teóricamente resultan incompatibles. No se puede pensar las sociedades como un todo cerrado y homogéneo; son espacios llenos de tensiones y diferencias donde pueden aparecer visiones contradictorias de la realidad. Es más, los mismos individuos y organizaciones nunca son completamente coherentes. Cañeque sostiene que la centralización judicial, fiscal y militar en manos de los reyes hispanos no debería sugerir el surgimiento de estructuras centralizadas, puesto que “la noción de un Estado centralizador era literalmente inconcebible”. Es decir, no era imaginable como parte de los conceptos políticos usuales de la época que proponían la existencia de múltiples polos de poder.29 Cabría preguntarse, sin embargo ¿qué cambian primero, los conceptos o las prácticas? ¿La teorización de la política o la forma de ejercerla? ¿Los ideales de organización o las organizaciones mismas? Evidentemente, resulta muy restrictivo sugerir que no había un afán centralizador porque esta no era una idea aceptada dentro de la tradición política. Es innegable el hecho que estaban surgiendo las instituciones centralizadas y autosuficientes que más tarde derivarían en el estado moderno tal cual ahora se conoce y que, entre otras cosas, rechaza totalmente la idea de un estado-teatro. Pero en dicho momento tales instituciones daban sus primeros pasos y operaban dentro de un sistema complejo y por momentos incoherente. Además, o por ello mismo, ya desde ese tiempo comenzaron a surgir teóricos como Hobbes que defendían las nuevas concepciones que venían ocurriendo en la práctica. Por tal motivo, el mismo Cañeque reconoce que durante el siglo XVII ocurría una situación paradójica en la que “el sistema de poder monárquico “absoluto” era compatible con una extensa autonomía de otros poderes políticos, sin que el centro exigiera la 29 Cañeque, “Cultura vicerregia y estado colonial”, 11-12. 24 absorción de los poderes de la periferia”.30 Sin embargo, esto último no es tan cierto porque aunque la teoría política hablase de una sociedad armónica en la que el centro mantenía una feliz unidad y posibilitaba la autonomía de múltiples polos; los reyes realmente fueron absorbiendo poder a las periferias, reduciendo su autonomía e independencia. ¿Cómo explicar, si no, el afán por evitar a toda costa –sobre la base de leyes y coerción física- la instauración de la perpetuidad de las encomiendas? o ¿por limitar la capacidad judicial de los cabildos? o ¿por evitar el surgimiento de fueros privados de justicia? o ¿por controlar el acceso de los españoles a la tierra y a la mano de obra? Había pues una clara tensión entre los conceptos y las tradiciones políticas de la época, y las necesidades y prácticas políticas, fiscales y económicas como era, por ejemplo, la necesidad de crear un sistema político centralizado extractor capaz de asegurar los recursos suficientes para financiar las guerras y asegurar la hegemonía europea de la monarquía Habsburgo. Pero para que este sistema funcionase era indispensable preservar ciertos fueros y libertades de las poblaciones locales. El propio Cañeque muestra que cuando la corona aumentó sus demandas fiscales, el cabildo de la ciudad de México, amparado en su prerrogativa por la cual siempre debía solicitársele su consentimiento para establecer nuevos impuestos, intentó fortalecer su posición y los regidores, favorecer sus propios intereses personales.31 En ningún caso se está sugiriendo que durante estos siglos hubo un estado moderno “típico” -como el que se piensa para los siglos XVIII y XIX-, con una serie de instituciones claramente impersonales y con una burocracia profesional. Nada de eso. Tan solo se quiere notar que esta organización empezó a formarse lentamente desde, por lo menos, el siglo XV cuando muchos de sus rasgos más característicos, como la centralización del poder y la 30 Cañeque, “Cultura vicerregia y estado colonial”, 13. 31 Cañeque, “Cultura vicerregia y estado colonial”, 34-36. 25 administración -básicamente, por medio de la coerción física y el monopolio de la justicia-, y la creación de un aparato de servidores que hiciese posible tal tarea, fueron apareciendo y funcionando junto a tradiciones y prácticas políticas más tradicionales donde el honor y la magnificencia eran la piedra angular de la autoridad. Progresivamente, este novedoso sistema se fue estableciendo debido a su éxito: no hubo mayores intentos de rebelión o, en todo caso, ninguno de ellos triunfó. El inmenso territorio imperial se mantuvo unido y poblaciones tan distantes como la americana permanecieron, en principio, leales y subordinadas a la corona hispana. 26 Capítulo 1 Establecimiento del corregidor en el Perú: hacia el monopolio de la fuerza (1548-1580) Hallaban en el Cusco, mucha vigilancia en los alcaldes, muchísima en el Corregidor (Juan Mogrovejo de la Cerda) En 1571, el licenciado Polo Ondegardo ocupó una vez más el cargo de corregidor del Cusco. En esta ocasión, fue nombrado por el virrey Francisco de Toledo con el encargo de asegurar la victoria de las fuerzas realistas sobre los insurgentes incas de Vilcabamba para, de este modo, poner fin definitivamente a cualquier intento de rebelión contra la monarquía. Consecuentemente, con la captura y posterior ejecución de Túpac Amaru culminó de manera harto simbólica un largo proceso de establecimiento y consolidación del dominio de la corona hispana en el Perú. Este había comenzado alrededor de tres décadas atrás, cuando los soberanos se enfrentaron y derrotaron a la principal fuerza opositora a la autoridad regia: los encomenderos. La construcción del estado entre los siglos XV y XVII fue un proceso sumamente largo y complejo que requirió del concierto de múltiples actores e intereses a lo largo de un amplio y variado marco temporal y espacial. Este fue un fenómeno que no se produjo de manera unidireccional, uniforme, homogénea ni únicamente en un determinado solo momento o lugar; sino que hubo avances y retrocesos, y sucedió de manera paralela y traslapada en diversos escenarios tanto en Europa como en América. Perry Anderson ubica el nacimiento del “absolutismo español” en 1469, cuando se unieron las coronas de Castilla 27 y Aragón gracias al matrimonio de Isabel y Fernando.32 Este fenómeno continuó y tuvo diversos derroteros que, a lo largo de los siguientes siglos, confluyeron y se separaron tanto en la península ibérica como en los territorios ubicados en el recientemente incorporado continente americano. Es por ello que el establecimiento de la monarquía hispana en América y el nacimiento del estado español en Europa deben verse de manera conjunta, puesto que ambos espacios no solamente compartían los mismos gobernantes y la misma tradición política, sino que respondían a un mismo fenómeno, a las mismas necesidades y a un mismo impulso centralizador.33 A grandes rasgos, la formación de este estado estuvo caracterizada por una acumulación y centralización de la autoridad y de la administración por parte de los monarcas hispanos en desmedro del poder y dominio de los poderes locales y regionales, quienes durante los siglos precedentes habían gozado de amplias libertades y autonomía para gobernar dentro de sus territorios. Ello dio origen a lo que Góngora califica como “el momento clásico del Estado Castellano”, cuando la idea “del Rey responsable de la justicia, recibió entonces su más alta realidad”, puesto que “toda jurisdicción y gobierno temporales pertenecen en último término al Rey”.34 Causa y efecto de este proceso fue que los soberanos paulatinamente monopolizaron tanto la justicia como la coerción física y ambos elementos se volvieron, en gran medida, en los pilares sobre los que descansó tanto su legitimidad como su capacidad efectiva para gobernar y administrar los cada vez más extensos territorio y población que, fruto de la Reconquista y de la conquista de América, pasaron a ser parte de la corona castellana. 32 Anderson, Perry, El estado absolutista, (México D.F.: Siglo XXI, 2002. 17 edición. Traducción de Santos Juliá), 57. 33 Sobre el gobierno de los Reyes Católicos véanse Elliot, J. H. Imperial Spain. 1469-1716, (Londres: Penguin, 1990), 15-163; Ladero Quesada, Miguel Ángel, La España de los Reyes Católicos, (Madrid: Alianza Editorial, 2005. 2a ed.); Villapalos, Justicia y monarquía. 34 Góngora, El Estado en el Derecho Indiano, 28-29, 42. 28 Es así que en el presente capítulo se ha de discutir cómo se fue construyendo el estado colonial en una de sus acepciones más clásicas; es decir, sobre la base del monopolio de la justicia y la violencia. Para ello, se va a estudiar la figura del corregidor, puesto que en este agente al servicio de la corona se pueden ver sintetizados ambos elementos que propiciaron la centralización de la autoridad y de la administración, tanto en América como en Europa. En primer lugar, se hará un recuento del origen y desarrollo del corregidor en la península ibérica, para luego ver cómo este funcionario fue trasladado y adaptado al territorio americano para cumplir la misma misión: controlar a las ciudades y someter a los poderosos locales ante el mandato regio. La coerción física ha sido desde siempre uno de los fundamentos de la autoridad y del poder; se trata de una relación bastante simple por la cual uno obliga a los demás a obedecer y acatar mediante el uso (o la amenaza del uso) de la fuerza y de la violencia física. Por lo sencillo y efectivo de este mecanismo ha sido y es empleado por individuos particulares quienes logran así imponer su hegemonía dentro de organizaciones simples. Sin embargo, conforme fueron surgiendo estructuras de gobierno más complejas e institucionalizadas, el uso de estos mecanismos coercitivos se fue monopolizando y quedó como potestad exclusiva de los gobernantes. Tan es así que el estado se define como aquella organización cuyo medio específico (aunque no exclusivo) es la coacción física que se emplea para obtener la paz, la justicia y el bien común; así lo entendían desde Hobbes, en el siglo XVII, hasta Weber en sus tratados mucho más contemporáneos.35 35 La definición de Hobbes está citada en Skinner, El nacimiento del Estado, 68; Weber, Max, Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, (México: Fondo de Cultura Económica, 1964. 2° ed. Edición preparada por Johannes Winckelmann. Nota prelimar de José Medina Echavarría. Traducción de José Medina Echavarría, Juan Rourar Parella, Eduardo García Máynez, Eugenio Ímaz y José Ferrater Mora), Vol.1, 44. 29 Mas un régimen no puede sostenerse únicamente sobre la base de la violencia. Es necesario recurrir a otros mecanismos; Góngora explica que era necesaria la existencia de un poder político para defender el estado, una “potestad pública” sin la que –de acuerdo al célebre tratadista Francisco de Vitoria- “necesariamente se disociaría la república, se disolvería la ciudad”.36 En este sentido, y como se explicará con mayor detenimiento más adelante, Weber plantea que el derecho brinda una de las principales fuentes de legitimidad, pues permite garantizar, sobre la base de una cierta legalidad, un determinado orden dentro del que las personas pueden esperar obtener ciertos beneficios.37 De esta manera, quien controla la capacidad de impartir justicia, de determinar lo que es justo y lo que le corresponde a cada quien, así como de sancionar las faltas y los desvíos obtiene un reconocimiento legítimo de su poder y autoridad. Durante muchos siglos (que corresponden en gran medida a la Edad Media), tanto la coerción física como la justicia estuvieron en manos de muchos señores y nobles, quienes controlaban poblaciones y territorios relativamente pequeños, y no existía realmente una autoridad central indiscutible. La construcción del estado moderno supone justamente ese paso: la aparición de un poder, y la monopolización y centralización tanto del uso de la violencia física como de la justicia, arrebatando estas atribuciones a los poderes locales. Para lograr ello es necesario también la creación de un aparato administrativo, una red de funcionarios al servicio del estado que garanticen y ejecuten el monopolio de la autoridad dentro de un territorio definido. Esto es el surgimiento de un organismo político artificial, soberano en sí mismo, diferenciado de gobernantes y gobernados. 36 Góngora, El Estado en el Derecho Indiano, 30-31. 37 Weber, Conceptos sociológicos, 119-121. 30 Para el caso peruano, Guillermo Lohmann, así como otros investigadores, ya han destacado el papel que cumplió el corregidor de indios como una pieza clave dentro de la estructura de administración del virreinato peruano y sobre todo de la población indígena.38 Sin embargo, en esta oportunidad, se va a fijar la atención en el corregidor de españoles ya que, como se verá en breve, fue este funcionario quien, tras la rebelión de Gonzalo Pizarro, y mucho antes de que apareciesen los corregidores de indios, tuvo la misión de someter y controlar a la levantisca elite local perulera y así imponer las bases del estado colonial hispano-peruano. Esta es una cara del proceso de conquista del Perú a la que se le ha prestado poca atención: cómo la corona hispana impuso autoridad y construyó un estado sobre los mismos españoles, sobre aquellos que conquistaron y colonizaron este territorio. Normalmente, la historiografía, cuando ha explicado el surgimiento del estado colonial peruano, ha puesto mayor énfasis en el control y dominación sobre la población indígena; en cómo se conquistó a estos hombres, cómo se distribuyó sus tierras y gente, cómo colapsó su población, cómo se la evangelizó y alteró su percepción del mundo, y cómo esta se adaptó y resistió a tan intensos cambios. Evidentemente, estos hechos, que claramente destacan por su violencia y por el profundo impacto desestructurador que tuvieron en las sociedades andinas son fundamentales a la hora de entender la nueva sociedad y sistema político y económico que se estaba construyendo; mas ellos no deberían ocultar eventos un poco menos llamativos pero igual de trascendentales y que ponen en evidencia el manifiesto 38 Lohmann. El corregidor de indios en el Perú; Bakewell, Peter,“La maduración del gobierno del Perú en la década de 1560”. Historia mexicana XXXIX, Nº 153 (1989), 41-70; Tord Nicolini, Javier, El corregidor de indios del Perú: comercio y tributos (Lima: Biblioteca Peruana de Historia, Economía y Sociedad, 1974); Repartimientos de corregidores y comercio colonial en el Perú (siglo XVIII), (Lima: Biblioteca Peruana de Historia Economía y Sociedad, 1974); Spalding, Karen, “Tratos mercantiles del corregidor de indios y la formación de la hacienda serrana del Perú”. América indígena XXX-3 (1970), 595-608. 31 interés y esfuerzo de la corona por, antes que nada, conquistar a los conquistadores y, sobre esta base, asentar el estado colonial. Como se ha señalado, el surgimiento del aparato administrativo y de todas las estructuras de poder y del propio estado no es un proceso uniforme ni único, como tampoco consciente ni evidente. Son las diferentes y particulares circunstancias históricas propias de cada territorio y población las que fueron formando estas organizaciones que iban adquiriendo una identidad propia en respuesta a problemáticas específicas. En este sentido, Tilly afirma que “los Estados nacionales cristalizaron, en gran medida, como productos secundarios e impremeditados de la preparación para la guerra y otras actividades a gran escala relacionadas con ella”. Es por dicha razón que cada uno de los diferentes estados europeos “es tan solo una variante más de las múltiples combinaciones posibles de coerción y capital”; y, en este sentido, tanto la peculiar situación de la nobleza y de la corona castellana luego de la Reconquista y de la unión con la corona de Aragón, como la posterior colonización de las Indias, plantearon una serie de necesidades, respuestas y negociaciones por parte tanto de los soberanos hispanos como de los poderosos locales, que dieron como fruto una determinada estructura centralizada que se definía en “el conglomerado de pequeños estados con costumbres y privilegios definidos, en la explotación de colonias lejanas para la obtención de rentas y en las repetidas guerras con sus vecinos.”39 El corregidor en Castilla Siguiendo el exhaustivo estudio de Marvin Lunenfeld, el corregidor existía en la península ibérica por lo menos desde el siglo XIV, bajo el gobierno de Alfonso XI de Castilla, quien en su esfuerzo por controlar a las ciudades mandó que se nombrase 39 Tilly, Coerción, capital y los estados europeos, 16. 32 regidores que deberían compartir el poder local con un funcionario que él enviaría.40 En aquellos tiempos el corregidor aún no era un agente estable y permanente, sino que era nombrado en casos excepcionales con la finalidad de que impartiese justicia. El corregidor podía actuar de oficio, pero esto era la excepción; normalmente, aparecía a petición de los querellantes o de los cabildos de las ciudades quienes recurrían a él buscando un árbitro, una tercera parte que dirimiese y solucionase de forma pacífica los conflictos.41 Conviene remarcar que actuaba en ocasiones extraordinarias y delicadas y que, de este modo, legitimaba la posición del rey, quien, a través de su representante, era la suprema justicia que regulaba y mantenía en armonía el reino. Lunenfeld explica que fue Isabel la Católica quien durante su gobierno a fines del siglo XV cambió la situación y vigorizó a los corregidores. Ella los utilizó de una manera bastante astuta para afianzar su poder sobre los poderosos nobles locales así como sobre las ciudades que se oponían a sus ambiciones centralizadoras. Isabel envió corregidores a lo largo de todo el reino, muchas veces con el total y abierto rechazo de los diferentes poderes locales, para así colocar un representante suyo que vigilase y controlase cada región. De esta manera, Isabel pudo hacer las reformas que ansiaba, ya que contaba con un agente cuyas funciones permanentes consistían en presionar a los cabildos para que regularizaran sus procedimientos de acuerdo con el deseo real, manteniendo a raya a nobles y al clero, en conservar en orden y policía la ciudad y vigilar el mercado.42 Por lo tanto, Elliot sostiene que los corregidores se convirtieron en un vínculo esencial entre el gobierno central y las 40 Lunenfeld, Keepers of the city, 15. 41 Bovadilla, Castillo de, Política para corregidores y señores de vasallos, en tiempo de paz, y de guerra, y para prelados en lo espiritual, y temporal entre legos, jueces de comisión, regidores, abogados, y otros oficiales públicos: y de las jurisdicciones, preeminencias, residencias, y salarios de ellos: y de lo tocante a las órdenes y caballeros de ellas, (Madrid: Imprenta Real de la Gazeta, 1775), t. 1,. 17. 42 Lunenfeld, Keepers of the City, 55. 33 localidades, con la característica muy particular de que estos no estaban conectados con la localidad a la que eran asignados.43 Claramente, el establecimiento de estos agentes no fue una tarea sencilla. Los corregidores normalmente no eran bienvenidos y Lunenfeld muestra cómo en aquellos lugares donde los aristócratas o los regidores ponían de lado sus diferencias para enfrentarse al corregidor, este último solía ser poco exitoso.44 Pero, poco a poco, debido a su tenacidad, probada utilidad e incluso utilizando la fuerza, lograron instalarse y volverse indispensables. Rápidamente, los poderes locales advirtieron que era preferible perder una parte de su independencia y autonomía a cambio del orden que traía el corregidor; en este sentido, fue muy importante su actuación reprimiendo movimientos rebeldes que ponían en riesgo toda la estructura social.45 Sin embargo, fue la calidad de juez de los corregidores, la posibilidad de impartir justicia, la vía por la que estos agentes lograron establecerse. Ello correspondía con uno de los objetivos claves de Isabel que consistía en minar una de las principales fuentes de legitimidad de la nobleza al mismo tiempo que afianzar la suya: la justicia. Así, Richard Kagan explica que se dio un proceso por el que estos representantes reales ocuparon varias de las más destacadas funciones judiciales previamente ejercidas por los alcaldes. Igualmente, no es casualidad que en este periodo se multiplicaron los litigios y pleitos en las cortes con el claro afán de “debilitar las jurisdicciones municipales, señoriales y otras que escapaban al control real”.46 Como bien señala dicho historiador, “los componentes básicos de la justicia de los Austrias -el corregimiento, la audiencia y el consejo- fueran 43 Elliot, Imperial Spain, 95-96. 44 Lunenfeld, Keepers of the City, 25, 43, 111. 45 Ib., 192. 46 Kagan, Richard L, Pleitos y pleiteantes en Castilla, 1500-1700, (Salamanca: Junta de Castilla y León, 1991), 202. 34 [sic.] prolongaciones de finales del siglo XIV, una época de innovaciones institucionales que marca el verdadero comienzo del Antiguo Régimen en Castilla."47 Debido, entonces, a su calidad de juez se tomó al corregidor como una suerte de “mal necesario” pues sabiendo aliarse con él (y con la corona) los poderosos podían obtener importantes ventajas. Por esta razón, los corregidores paradójicamente muchas veces terminaron convirtiéndose en guardianes del poder de estas elites locales. Esto coincide con lo expuesto por Anderson, quien observa el peculiar caso del absolutismo español donde la monarquía, a diferencia de lo que ocurrió en otros estados, reprimió rebeliones burguesas mas no aristocráticas. Ello supuso –para Anderson- que el nuevo estado absolutista español fuese una reafirmación y reorganización de la dominación nobiliaria, sin afectar necesariamente su situación.48 Es decir, no llegó a darse una centralización total y completa, sino que (como explica Cañeque) siempre hubo espacio para la negociación y el balance de poderes. De cualquier modo, Isabel logró neutralizar a la aristocracia opositora y así dominar a las ciudades y a la población en general.49 Los corregidores estaban, entonces, estrechamente ligados al establecimiento de la autoridad regia tanto así que "todas las expediciones de represión emprendidas por los soberanos remataban con el establecimiento de Corregidores, que son los que consolidan lo actuado."50 Tan exitoso probó ser este agente que durante la reconquista de Granada el control de esta provincia se entregó a un gobernador y el de la ciudad a un corregidor para así limitar el poder de los grandes nobles. Tal modelo se repitió en cada distrito, donde el corregidor mandaba apoyado por un 47 Ib., 163. 48 Lunenfeld, Keepers of the City, 32. Anderson, El estado absolutista, especialmente 1-80. 49 Lunenfeld, Keepers of the City, 28 50 Albi, Fernando. El corregidor en el municipio español bajo la monarquía absoluta. (Ensayo histórico- crítico), (Madrid: Ediciones y publicaciones capitolio, 1943), 19. 35 subordinado.51 De esta forma, poco a poco se fue creando la estructura administrativa que permitió la centralización y el monopolio de la autoridad. Se fue institucionalizando, tal como nota Tilly, “un cuerpo definido de servidores reales [...] cuya suerte dependía del destino de la Corona.”52 Es decir, una serie de personas lo más ajena posible a la realidad local y cuyo éxito profesional e individual era proporcional a su habilidad para lograr imponer la autoridad real. Paulatinamente, los corregidores lograron destacar frente a los poderes locales, los cuales, en la mayoría de los casos, optaron por ceder parte de su autonomía e independencia a cambio de un mayor orden y estabilidad; situaciones ambas que eran garantizadas por la corona, representada en el corregidor. Como ya se dijo, esto va de la mano con lo postulado por Weber, quien señala que uno de los principales medios por los que un determinado orden garantiza su legitimidad es a través del derecho. Este se caracteriza, principalmente, por la existencia de algún tipo de aparato coactivo (ya sea de tipo físico o psíquico) que obligue al cumplimiento del orden y sancione a los transgresores. Además, los distintos agentes atribuyen esta legitimidad sobre la base, entre otras cosas, de una legalidad estatuida positivamente; es decir, la obediencia a normas.53 De este modo, el corregidor aparece como el aparato weberiano de coacción, cuya principal –aunque no única- fuente de legitimidad reside en su condición de juez; en su capacidad de administrar justicia: dar a cada quien lo justo, sancionar las faltas y los excesos, y hacer cumplir y respetar el orden establecido. Hay que hacer hincapié en que no se trata de una institución restrictivamente judicial o jurídica (de hecho, la gran mayoría de corregidores no era experto en leyes y 51 Lunenfeld, Keepers of the City, 36. 52 Tilly, Coerción, capital y los Estados europeos, 52. 53 Weber, Conceptos sociológicos, 119-127. 36 debía recurrir a asistentes que sí lo eran) sino que es una que tiene la capacidad para emplear mecanismos coactivos diversos (que van desde la violencia física, el perdón regio, imposiciones económicas, hasta la tradición y obligaciones morales) con el objetivo de imponer una organización determinada. Los corregidores permitieron entonces que dicha organización fuese una en la que los monarcas tuviesen el monopolio de la justicia y que los poderosos locales no gozasen esta atribución y, por tanto, la posibilidad de atribuirse algún tipo de legitimidad que pusiese en entredicho la hegemonía regia. Conviene señalar también que, si bien una de las principales características del corregidor era su ya ponderada capacidad de justicia, no menos importante era su faceta de guerrero. Así se tiene que no solo era un funcionario de capa y espada, sino que podría llamarse “de casco y coraza, que al frente de las milicias concejiles contribuye a la unidad nacional en la vega de Granada, desempeñando, lanza en ristre, menesteres mucho más arduos y gloriosos que el de las rondas nocturnas”.54 Estos agentes funcionaron, pues, como notables representantes del poder real no solamente en el aspecto legal, sino también en el militar; ya fuese en el mismo campo de batalla, como organizando los ejércitos y su aprovisionamiento. Esto último, de acuerdo a Tilly, tuvo importantes efectos secundarios no necesariamente deseados, puesto que derivó en la creación de “una infraestructura de tributación, abastecimiento y administración” primero para sostener la guerra, pero que luego, en gran medida, fue la base sobre la que creció y se desarrolló el estado.55 De esta forma, en estas características del corregidor es posible ver también dos fundamentos del estado y de la autoridad: la justicia y la guerra. Estas son dos esferas que fueron de vital importancia durante el siglo XVI, en que la soberanía de la corona se 54 Albi, El corregidor en el municipio español, 20. 55 Tilly, Coerción, capital y los Estados europeos, 46. 37 hallaba en entredicho y debía ser impuesta de manera directa y muchas veces a través de medios poco sutiles. Consecuentemente, conjuntamente con las tradiciones e ideales políticos de la época que tan bien describe y estudia Alejandro Cañeque y que -como se verá en el siguiente capítulo- proponían una dispersión del autoridad, así como una concepción peculiar del poder, mas bien de carácter ritual y simbólico, asociado al honor y a la magnificencia56; se estaba instalado, lenta y progresivamente, un estado moderno coercitivo y centralizado. Se tiene pues que en aquel sistema político existían una serie de ámbitos o esferas muy distintos que operaban simultáneamente (mas no por ello siempre armoniosamente) y que suponían diferentes fundamentos del poder y de la legitimidad. Ellos respondían a los múltiples conceptos de estado y autoridad que Skinner ha mostrado circulaban con gran fuerza en aquellos siglos. 57 Por ende, el corregidor, para asegurar su autoridad e imponer su voluntad, debía luchar constantemente tanto en las múltiples ceremonias públicas que diariamente ocurrían en la ciudad, como en los ámbitos militar y judicial. Era, pues, en todos estos muy variados y contradictorios espacios que simultáneamente se ejercía el poder y sobre los que se fue construyendo el estado colonial. De todos modos, y como ya se mencionó, el establecimiento de los corregidores no estuvo exento de dificultades y retrocesos. Tan es así que, a principios del siglo XVI, esta investidura, principalmente a causa de los problemas de la sucesión dinástica, se vio bastante debilitada; tenían muchos enemigos, no eran muy bien vistos ni considerados y los aristócratas no dudaron en recobrar su protagonismo aprovechando la mínima oportunidad que tuvieron para hacerlo. Sin embargo, hubo un evento notable que permitió afianzar 56 Cañeque, “De sillas y almohadones”, 609-634. 57 Skinner, El nacimiento del Estado. 38 finalmente a los corregidores: la Revuelta de los Comuneros de 1520. Se trataba de un movimiento que expresaba fuertes sentimientos nacionalistas de rechazo e indignación contra la reinante monarquía extranjera y su política que avasallaba a las orgullosas ciudades castellanas.58 Era un levantamiento que buscaba recuperar los fueros y prerrogativas tradicionales de las cortes; no necesariamente proponer novedosas formas de gobierno alternativas al régimen monárquico, sino volver a un estado previo de las cosas. En este sentido, es muy sugerente que una de las demandas enviadas al emperador Carlos V por Juan de Tordesillas era que en el futuro no se debiese nombrar a ningún otro corregidor, excepto que así lo pidiese alguna población.59 Este movimiento no se hallaba muy bien articulado ni cohesionado. Empezó de manera espontánea con levantamientos populares contra los oficiales reales que obligaron a los corregidores a abandonar las ciudades para salvar sus vidas y, en un primer momento, incluso contó con el apoyo de un sector de la nobleza. Sin embargo, paulatinamente, el liderazgo recayó en manos de los más extremistas, quienes vieron la oportunidad propicia para alzar sus voces ahora sí contra el poder de los nobles y ricos. Con esto la revuelta adquirió mayores tintes radicales y un reclamo social más concreto; ello terminó por asustar a los nobles, quienes no dudaron en plegarse al emperador y a los corregidores, puesto que veían en ellos la mejor defensa y protección contra las poblaciones rebeldes. Sentían que era preferible ceder cierta autonomía y libertades a cambio de asegurar el orden establecido y su posición hegemónica.60 58 En este momento gobernaba el emperador Carlos V, quien iniciaba el gobierno de la Casa de los Habsburgo en España; inicialmente fue fuertemente rechazado por ser extranjero. Procedía de una familia germana, había sido educado en la corte flamenca y, para colmo de males, no hablaba español. Al respecto véase Elliot, Imperial Spain, 130-211. 59 Elliot, Imperial Spain, 151-152. 60 Ib., 154-155. 39 Como bien lo expone Elliot, la derrota de los comuneros (así como de la Germanías en Valencia) significó un punto de quiebre en la historia política española. Desde entonces, no hubo en Castilla ninguna otra revuelta o levantamiento de tal magnitud en contra de la corona. Significó el establecimiento y aceptación definitivos de la dinastía de los Austria, así como de los corregidores.61 Supuso, pues, la consolidación de las estructuras del estado español, de la monopolización del poder y de la administración en manos de la corona en detrimento de los nobles, quienes, aunque conservaron su posición social tuvieron que aceptar su nuevo papel de subordinados frente a los monarcas. La conquista y el vacío de poder Fue en este contexto de afianzamiento y construcción de una monarquía hispánica centralizada que ocurrió el descubrimiento y la conquista del Perú. Estos acontecimientos, como se verá inmediatamente, pusieron a prueba el sistema político regio, así como su capacidad para consolidar su poder y administración. A partir de la resolución de estas dificultades se impulsó y fortaleció la formación de un estado absolutista; pero, sobre todo, se sentaron las bases para la aparición de una estructura hasta entonces desconocida en la historia de la humanidad: un imperio europeo de alcance mundial. La llegada de Pizarro a Perú en 1532 y la posterior conquista y ocupación de estas tierras, si bien supusieron el establecimiento de una nueva autoridad de origen hispano en los Andes, no significaron un dominio inmediato y total de este Nuevo Mundo por parte de la corona hispana. Pese a que Pizarro y sus huestes llegaron con permisos y mercedes de Carlos V y todos aceptaron desde un inicio que los territorios descubiertos y conquistados pasarían a formar parte del reino de Castilla, el control y gobierno del soberano hispano 61 Ib., 159. 40 tardó en establecerse. Fue una tarea sumamente difícil de realizar, que requirió un concierto de funcionarios y militares para imponer una coerción sobre la población indígena; pero especialmente, sobre la misma población hispana que acababa de conquistar estas tierras. Como bien explica Elliot, los reyes españoles -que tanto habían batallado para afirmar su autoridad en la península- no estaban dispuestos a permitir que sus súbditos tuviesen demasiado poder y autonomía en los nuevos territorios.62 Por tal motivo, la corona se preocupó por seguir de cerca el devenir en las Indias, asegurándose que oficiales reales acompañasen las distintas expediciones de conquistas para así resguardar los intereses regios, imponer su autoridad y prevenir el surgimiento de conquistadores demasiado poderosos. Aún estaban frescos en la memoria los sucesos de 1520 que mantenían alerta a la corona ante cualquier tipo de insubordinación; pero también que la había vigorizado y renovado en su impulso centralizador. Por ello, su principal preocupación consistió entonces no tanto en subyugar a las poblaciones recién descubiertas, sino asegurarse que aquellos que estaban a cargo de dicha tarea se mantuviesen fieles al monarca y no adquiriesen poderes desmedidos e incontrolables. Se trataba de crear los mecanismos apropiados para administrar las nuevas posesiones, sin que se viese en peligro la soberanía regia. Los primeros años de presencia española en el Perú fueron un período de extrema violencia e inestabilidad en el que primaron los intereses particulares de los conquistadores sobre el de la corona. Ana María Lorandi explica que estas fueron décadas donde las enemistades internas afloraron y cada quien velaba por sus propios intereses, dando pie a lo que ella denomina un corporativismo faccioso. Es decir, un constante enfrentamiento por el 62 Elliot, J. H., Empires of the Atlantic world: Britain and Spain in America, 1492-1830 (Yale University press, 2006), 22. 41 poder entre grupos particulares, así como contra el rey, donde las fidelidades y lealtades eran pasajeras y dependían del momento. Cada quién velaba por su propio interés, y el que en un momento se enfrentaba a la corona fácilmente podía desistir, jurar lealtad al monarca, combatir a sus antiguos compañeros y, a cambio, recibir importantes recompensas.63 Fue en medio de este caos que se fue construyendo el estado colonial. Progresivamente, el rey fue asentando su poder y gobierno, los cuales protegía por medio de elementos coercitivos violentos, así como a través del control -que pretendía ser monopólico- de la justicia y de la administración de la población indígena. Como ya había ocurrido previamente en Castilla, la posibilidad de juzgar, de recompensar, de proteger y de castigar fueron importantes cimientos de la legitimidad del monarca español en tierras peruanas. Una vez capturado y muerto el inca Atahualpa en 1533, Pizarro junto a Almagro – y también con la importante ayuda de etnias locales- lograron hacerse de forma harto rápida del control de lo que era el estado inca; de este modo, los españoles tomaron el Cusco en menos de un año. Pizarro, quien rápidamente obtuvo de la corona el título de marqués como premio a sus conquistas, aparecía como la máxima autoridad y desde la recién fundada ciudad de Los Reyes dirigía las campañas conquistadoras y colonizadoras. Así, mientras se iban descubriendo y conquistando nuevas tierras, se fundó gran número de ciudades españolas. En estas nacientes ciudades y villas se asentaron los conquistadores, y lo primero que hacían era designarse a sí mismos como regidores y alcaldes para constituir el cabildo. Esta institución tenía entre una de sus principales atribuciones definir el trazado de la ciudad y repartir solares y tierras entre los vecinos. Consecuentemente (y como era 63 Lorandi, Ana María, Ni ley, ni rey, ni hombre virtuoso. Guerra y sociead en el virreinato del Perú. Siglos XVI y XVII, (Barcelona: Gedisa, 2002), 48-49. 42 costumbre en la tradición política hispana), fue en el cabildo donde se cobijaron las elites locales y desde donde defendieron sus intereses.64 De esta manera, los conquistadores se apoderaban de largas porciones de tierra y, lo más importante, de indios encomendados. Entonces, los conquistadores se aseguraron, desde los primeros momentos de su presencia, el control tanto de la tierra como de la mano de obra; fundamentos ambos de las importantes riquezas que empezaron a amasarse en las Indias.65 64 El estudio más destacado sobre los regidores limeños es el de Guillermo Lohmann Villena, Los regidores perpetuos del Cabildo de Lima (1535-1821), (Sevilla: Excma. Diputación Provincial, 1983. 2 vols.). Sobre el cabildo de Lima son también importantes los trabajos de Juan Bromley: “El Procurador de Lima en España (años 1533 a 1620)”, Revista Histórica XXI (1954), pp. 75-101; “La ciudad de Lima durante el gobierno del virrey Conde de la Monclova”, Revista Histórica XXII (1955-1956), pp. 142-162; “Alcaldes de la ciudad de Lima en el siglo XVII”, Revista Histórica XXIII (1957-1958), pp. 5-63; “La ciudad de Lima en el año 1630”, Revista Histórica XXIV (1959), pp. 268-317. Además, es significativo el libro de John Preston Moore sobre el cabildo peruano durante el siglo XVII, The Cabildo in Peru Under the Hapsburgs: A Study in the Origins and Powers of the Town Council in the Viceroyalty of Peru 1530-1700, (Durham N. C.: Duke University Press, 1954). Para una visión sobre los cabildos hispanoamericanos véase: Aurora Flores Olea, “Los regidores de la ciudad de México en la primera mitad del siglo XVII”, Estudios de Historia Novohispana III (1970), pp. 149-172; Manuela Cristina García Bernal, “Las élites capitulares indianas y sus mecanismos de poder en el siglo XVII”, Anuario de Estudios Americanos LVII, 1 (2000), pp. 89-110; Victoria González Muñóz y Ana Isabel Martinez Ortega. Cabildos y elites capitulares en Yucatán (dos estudios), Sevilla: Escuela de Estudios Hispano-Americanos de Sevilla, Consejo superior de Investigaciones Científicas, 1989; María Luisa Pazos Pazos, El ayuntamiento de la ciudad de México en el siglo XVII: continuidad institucional y cambio social, (Sevilla: Diputación de Sevilla, 1999). 65 La encomienda consistía en la entrega (o encomienda, de ahí el nombre) de un determinado número de indios a un español quien debía educarlos, cuidarlos e instruirlos en la fe cristiana, y como retribución por estos servicios y para costear los gastos que esta tarea representaba la corona transfería al encomendero los tributos que tales indígenas estaban obligados a pagar. En estos primeros años se permitía que una de las obligaciones de los indios fuese prestar servicios personales y trabajar en la casa, hacienda u obrajes del encomendero; si bien para el siglo XVII esto estaba prohibido, en la práctica siguió siendo algo común. Indudablemente, la encomienda supuso un fuerte vínculo entre encomenderos y encomendados y se convirtió en el primer vehículo de sujeción indígena. Sin embargo, rápidamente se vio que el encomendero también estaba atado por la encomienda, puesto que en muchos casos dependía económicamente del trabajo que pudiese obtener de sus indios encomendados y del tributo que le pagaban. Es por ello que los encomenderos tuvieron que transar con los curacas; así se ve que normalmente los encomenderos que alcanzaron mayor éxito y lograron aprovechar al máximo sus indios encomendados, obteniendo importantes tributos y mano de obra, fueron aquellos que supieron insertarse en el sistema indígena, cediendo y dando beneficios a los indios; y no tanto en base a un uso exclusivo de la violencia y el terror. Para un estudio sobre la encomienda peruana véase Puente Brunke, José de la. Encomienda y encomenderos en el Perú. Estudio social y político de una institución colonial, (Sevilla: Excma. Diputación Provincial de Sevilla, 1992). Para ejemplos de alianzas entre encomenderos y curacas véanse Stern, Steve J, Los pueblos indígenas del Perú y el desafío de la conquista española; Glave, Luis Miguel, Trajinantes. Caminos indígenas en la sociedad colonia. Siglos XVI / XVII, (Lima: Instituto de Apoyo Agrario, 1989), 279-304; Varón Gabai, Rafael, Curacas y encomenderos. Acomodamiento nativo en Huaraz. Siglo XVI y XVII, (Lima: P.L. Villanueva, 1980). 43 Fue así como se iba repartiendo el botín de la conquista entre los soldados hispanos. No obstante, y como podría sospecharse, este reparto no estuvo exento de fricciones. Deseos de poder, codicia, avaricia, desconfianza y resentimiento dieron lugar a que rápidamente surgiesen enfrentamientos dentro del propio grupo español. Lorandi explica que “mientras un Estado se desmembraba vertiginosamente, los extranjeros que pretendían suplantarlo se desangraban en luchas intestinas antes de lograr organizar un nuevo Estado”.66 De esta suerte, Almagristas y Pizarristas se enfrascaron en cruentas guerras (cuyo principal móvil fue determinar cuál de los dos bandos controlaría la rica ciudad del Cusco) que desembocaron en el asesinato de ambos conquistadores. De este modo, para 1541 los dos líderes ya habían muerto y su gobierno del Perú había sido sumamente efímero. Ante esta situación de vacío de poder, Diego de Almagro “el mozo” fue nombrado gobernador y capitán general del Perú. Sin embargo, la corona española no estaba dispuesta a que continuase la anarquía, ni a dejar pasar la oportunidad de controlar directamente estas tierras; por ello, rápidamente mandó a Cristóbal Vaca de Castro para que asumiese el poder. Mejor dicho, para arrebatarlo de las manos de los conquistadores, misión que en gran medida cumplió cuando, en setiembre de setiembre de 1542, derrotó a Almagro “el mozo” en la batalla de Chupas, lo aprisionó y ejecutó. La corona estaba decidida a controlar y administrar el Perú sin contar con los conquistadores. Desde un primer momento, designó a sus propios funcionarios como intermediarios para gobernar a través de ellos; así como tampoco dudó en reprimir violentamente a quien no aceptase tales condiciones. En este contexto, en 1542, en la península ibérica se aprobaron las Leyes Nuevas que -bastante influidas por las ideas lascasianas- suprimían las encomiendas. Carlos V no cedió ante la presión de los encomenderos, ya para entonces sumamente ricos y poderosos, 66 Lorandi, Ni rey, ni ley, ni hombre virtuoso, 56-57. 44 quienes esperaban disfrutar de manera perpetua de las encomiendas; más bien, con esta legislación limitaba considerablemente el poder de los conquistadores, quienes basaban gran parte de su riqueza, prestigio y autoridad en el amplio control monopólico que tenían sobre la mano de obra indígena. Al tratar a los indígenas como súbditos del rey, se anulaba toda posibilidad de explotación de estos sin el consentimiento ni la supervisión regia. El soberano se empeñaba en ser él quien administrase de forma exclusiva a dicha población, en decidir quién podía gozar de los beneficios de la encomienda y en qué condiciones. Como lo expresa Góngora, estas leyes “significaron el esfuerzo más poderoso de la monarquía por imponer el puro principio legal y administrativo por sobre las consecuencias de la Conquista”.67 Además, emulando lo hecho por Isabel la Católica en Castilla, se creó la Audiencia de Lima con el objetivo de tener una tribunal de justicia, para así poder imponer la ley y la autoridad reales y evitar el establecimiento de cualquier otro tipo de jurisdicción; hay que recordar que aceptar las leyes supone asimismo acatar el orden que las genera y respalda. Más aún, conjuntamente con la Audiencia, se creó el Virreinato del Perú; esto aparece como una inteligente jugada de la corona, pues con este virreinato olvidaba y reemplazaba las gobernaciones de Nueva Castilla y Nueva Toledo concedidas a Pizarro y Almagro respectivamente. Indudablemente, había un afán por quitarles poder a los conquistadores, impedir que surgiese en ellos la posibilidad de autonomía. Se trataba, pues, de conquistar a los conquistadores. La preocupación de los reyes no consistía, entonces, únicamente en cómo controlar y gobernar a la población indígena, sino también a la española. Se quería imponer leyes y límites a las huestes castellanas para, de este modo, proteger a la población 67 Góngora, El Estado en el Derecho Indiano, 57. 45 indígena, evitar que esta desapareciese y asimismo resguardar las nuevas riquezas y bienes que fácilmente se había hecho la corona y que corrían el riesgo de ser apropiados o depredados por los conquistadores. La monarquía hispánica, como ya se ha mencionado, en ese momento estaba en un claro proceso de centralización del poder. Ello significaba arrebatárselo a los poderes locales para, de esta manera, consolidarse como la única y más poderosa autoridad, con un carácter ya no local, sino universal. De tal manera, conforme se iban diseñando mecanismos y se creaban las instituciones e instrumentos necesarios para despojar de poder a los conquistadores, para asegurar la autoridad de los monarcas distantes y para administrar lo más eficientemente posible los territorios y poblaciones americanos, fueron surgiendo y estableciéndose las bases del estado colonial hispano en Perú. Ello era parte de un proceso de creación de un primigenio estado moderno; esta transformación se había iniciado en la península Ibérica con Isabel la Católica y continuaba hasta este momento cuando Carlos V luchaba en la península contra las comunidades castellanas así como contra las Germanías valencianas. De igual modo, otra fase de esta centralización ocurría en América, en donde se iban estableciendo las instituciones y dispositivos necesarios para gobernar las nuevas posesiones y así evitar la formación de una nobleza local que pudiese disputar la dominación regia. Fue así que en 1544 llegó el primer virrey del Perú, Blasco Núñez Vela, quien arribó con la misión de implantar las Leyes Nuevas en el recientemente creado virreinato del Perú. Como es obvio, esto no fue del agrado de los conquistadores quienes al notar que eran excluidos del gobierno y al ver cómo la corona se empeñaba en imponer límites a su poder y a su riqueza (la cual era directamente proporcional a su capacidad de controlar la mano de obra), sentían que se estaba faltando a sus derechos. Había una profunda desazón entre muchos de los encomenderos que consideraban injusta y poco agradecida la postura 46 del monarca, ya que no recompensaba adecuadamente a quienes con tanta dificultad y sacrificio lucharon por conquistar el Perú, poniendo incluso en riesgo sus bienes y su propia vida. Por tal motivo, los conquistadores se movilizaron rápidamente para evitar la implementación y aplicación de las Leyes Nuevas. Gonzalo Pizarro –hermano menor de Francisco y encomendero en Cusco- fue designado como procurador general de todas las ciudades del virreinato para que hablase con el virrey y lo convenciese de lo perjudiciales que eran dichas leyes.68 El núcleo de la resistencia a las Leyes Nuevas fueron los cabildos de las ciudades. Ya se ha mencionado cómo estas instituciones fueron copadas por los encomenderos y que servían como plataformas desde las que defendían sus privilegios. No sorprende, entonces, el fuerte apoyo que los municipios brindaron al movimiento pizarrista. Más aún, de entre todas las ciudades, Cusco se mostraba como la más vigorosa y rebelde y, tal como afirma Bakewell, aparecía como “el centro de la oposición tradicionalista al poder real en el Perú”.69 Esto no debería llamar la atención puesto que en esta región –debido a la alta concentración de población indígena, así como el peso político y simbólico de la ciudad70- siempre hubo mayor número de encomiendas que en las otras ciudades del virreinato; De la Puente señala que ahí estaban, como mínimo, el tercio de las encomiendas peruanas.71 Empujados por la intransigencia del virrey, quien no estaba dispuesto a cambiar en lo más mínimo su postura ni a modificar las leyes, sino, más bien, que estaba decidido a imponerse a cualquier costo; así como por la prepotencia de Pizarro, quien veía cómo su 68 Sobre la rebelión de Gonzalo Pizarro veáse Lohmann Villena, Guillermo, Las ideas jurídico-políticas en la rebelión de Gonzalo Pizarro, (Valladolid: Casa-Museo Colon y Seminario Americanista de la Universidad, 1977); Drigo, Ana Laura, La gran rebelión de Gonzalo Pizarro. Liderazgo y legitimidad (Perú - siglo XVI), (Buenos Aires: Drunken, 2006). 69 Bakewell, “La maduración del gobierno del Perú”, 44. 70 La ciudad del Cusco siempre pretendió ser la cabeza del virreinato, motivo por el que sostuvo un intenso debate con Lima para definir cuál de las dos debía ser la cabeza de reino. 71 De la Puente, Encomienda y encomenderos, 143, 151-155. 47 causa ganaba cada vez mayores adeptos; las posturas de ambos bandos rápidamente se radicalizaron. Todo ello desembocó en una abierta rebeldía contra la corona por parte de Pizarro; en 1544 derrotó militarmente a Núñez Vela (quien además encontró la muerte en el campo de batalla) y se hizo con todo el poder y gobierno del Perú. Era un momento de gran anarquía y parecía que la corona estaba perdiendo su dominio, pues los conjurados aspiraban abierta y decididamente a su autonomía.72 Consecuentemente, en 1546 el rey nombró a Pedro de La Gasca como presidente de la Audiencia y lo envió para que recuperase el control y restaurase la autoridad real. El trabajo de La Gasca fue, ante todo, una compleja y sutil negociación. Sabiendo que en un primer momento le era imposible derrotar militarmente a Pizarro, dedicó un par de años a conseguir aliados y a armar un buen ejército. Las únicas, aunque poderosas, armas con las que contaba eran el perdón regio y la promesa de futuras recompensas en forma de encomiendas a quienes abandonasen la causa pizarrista y luchasen bajo el estandarte real. Es decir, tal como lo expone Weber, un orden no solamente se sostiene y tiene legitimidad por medio de la coerción violenta, sino en la creencia general de la población en dicho orden; existe pues una convención a aceptar tal o cual gobierno y a rechazar las desviaciones. Igualmente, basa su legitimidad en la convicción por parte de los gobernados en un sistema de derecho que protege el ordenamiento del sistema y que castiga las transgresiones. Por ello, el presidente rápidamente encontró aliados que no estaban muy convencidos de un gobierno fuera de la justicia del rey, y que preferían la estabilidad y los beneficios del sistema hegemónico conocido. Fue así que La Gasca logró convencer a un importante grupo de conquistadores quienes abandonaron el bando rebelde, y con quienes 72 Véase Lohmann, Las ideas jurídico-políticas en la rebelión de Gonzalo Pizarro, especialmente 76-84. 48 formó un respetable ejército con el que el 9 de abril de 1548 derrotó a las mermadas fuerzas de Gonzalo Pizarro en la batalla de Jaquijahuana, en las cercanías de Cusco. Muerto Pizarro y controlados los principales focos insurgentes, La Gasca logró imponer militarmente la autoridad de la corona; a través del uso de la violencia física, salvaguardó el orden establecido y el estado que se estaba construyendo. Pero para preservar dicha situación era imprescindible reinstaurar las instituciones virreinales. Luego de la batalla, el presidente se dirigió al Cusco y desde ahí empezó la reconstrucción del virreinato y la reorganización de las encomiendas. Así, una de sus primeras acciones fue reorganizar el sistema tributario, llevar a cabo tasaciones de la población indígena y hacer repartos entre quienes fueron leales al rey o supieron alejarse oportunamente del partido perdedor. Añadido a ello, uno de sus principales actos fue restaurar el neurálgico sistema de justicia, el cual (como el resto del gobierno) había estado en manos de los pizarristas.73 Al cabo de unos cuantos meses de permanencia en Cusco, La Gasca tuvo que regresar a la ciudad de Lima. Antes de hacerlo, estaba consciente que era menester afirmar la sujeción y control de la ciudad; sabía que “conviene que en ella quede persona que en mi lugar entienda en todas aquellas cosas que yo podría entender así en la administración de la justicia como en cosas de buena governación y especialmente proceder contra los que se hallaren culpados en la rebelión de Gonzalo Pizarro”74 Fue así que el 10 de julio de 1548 nombró por su representante al oidor Andrés de Cianca, a quien dio amplios poderes para que impartiera justicia, se asegurara de dominar plenamente esta ciudad y velara por el respeto a la autoridad real. 73 Habían muerto tres de los oidores, por lo que la Audiencia no podía funcionar; entonces, La Gasca nombró a Andrés de Cianca como oidor y poco a poco llegaron desde Europa nuevos oidores para completar el quórum (Lorandi, Ni ley, ni rey, ni hombre virtuoso, 99-100). 74 Jorge Cornejo Bouroncle (introducción), Actas de los libros de cabildos del Cuzco. 1545 -1548. Rebelión de Gonzalo Pizarro, (Cusco: s.e, 1958), 206-208 49 Si bien el nombramiento de Cianca supuso una importante traba para los intereses de los encomenderos y un primer paso en el proceso de centralizar la administración del Cusco, la corona decidió enviar un representante suyo de manera institucional. Cianca tenía poder en tanto este había sido cedido por La Gasca; pero era un contrato personal y no aseguraba una continuidad de la autoridad regia. Por tal motivo, Carlos V recurrió a una figura de amplia trayectoria en la península ibérica y que ya había dado probadas muestras de su efectividad como agente al servicio del fortalecimiento de la autoridad de los reyes y del control de las elites locales: el corregidor. El corregidor en Cusco De esta suerte, el 28 de octubre de 1548 arribó al Cusco su primer corregidor. El rey nombró al licenciado Benito Xuárez de Carbajal como corregidor y justicia mayor de la ciudad, porque para “la buena administración de la nuestra justicia conviene proveer de persona que con toda diligencia y fidelidad la exercite y administre en la ciudad del Cuzco”75. Fue de este manera que se instituyó el corregidor en el cabildo cusqueño y, así, Carlos V traspasó a América a un agente clave que ya le había servido como un importante contrapeso a la autoridad local y eficaz herramienta de gobierno. Desde su fundación en 1534, Cusco había sigo gobernada directamente por sus autoridades locales, es decir, por el cabildo de la ciudad. Este, se sabe, cobijaba a los conquistadores, a encomenderos y demás miembros de la elite regional; por ello, desde la perspectiva de la corona, se hacía necesario implementar algún tipo de mecanismo para controlar tal institución (sobre todo tras las acciones rebeldes previas). Es por ello que ni siquiera la temprana muerte de Xuárez de Carbajal impidió que se instituyese cabalmente el 75 Cornejo Bouroncle, Actas de los libros de cabildos del Cuzco, 282. 50 corregimiento en Cusco. A este le sucedió (ahora nombrado por La Gasca) Juan de Saavedra, quien fue recibido en la ciudad en 1549; a él se le encargó que procediera contra todos los que hicieron vejaciones a los indios y contra los culpados en la rebelión de Gonzalo Pizarro que no hubiesen acudido a recibir el perdón al tiempo que se pregonó en Cusco.76 Vale la pena detenerse por un momento y enfatizar la fecha de nombramiento de Xuárez de Carbajal: 1548. Contra lo que muchos podrían pensar, el corregidor de españoles aparece bastante antes que el de indios, que fue instituido por García de Castro en 1565, casi 20 años después.77 Este dato es interesante, pues pone de manifiesto que la principal preocupación de la Corona en aquellos años era dominar y contener a los españoles; a ellos se debía controlar, mientras que a los indios, administrar. El corregidor, quien cumplía ambas funciones, era ante todo un agente de dominio sobre las elites locales, sobre los cabildos, más que sobre los indígenas; no fue pensado para asegurar la explotación de estos últimos, sino para evitar su sobreexplotación por parte de los españoles. Con él la corona buscaba arrebatar a los conquistadores el monopolio sobre la mano de fuerza y consolidar la jurisdicción regia. De aquí en adelante, el corregidor cusqueño se convirtió en un elemento permanente y estable dentro de la actividad política de la ciudad y cumplió un rol importantísimo en la instauración definitiva del virreinato peruano y el afianzamiento de la hegemonía de la corona sobre las elites locales. Estos primeros agentes participaron activamente combatiendo a punta de espada las rebeliones de Francisco Hernández Girón, Sebastián 76 Esquivel y Navia, Diego de, Noticias cronológicas de la gran ciudad del Cuzco, (Lima: Fundación Augusto N. Wiesse, Banco Wiesse, 1980) 1 vol., 152. 77 Así por ejemplo, Jean-Jacques Decoster en el prólogo al Catálogo del Fondo Corregimiento, 10-11 no se explica por qué en dicho fondo hay documentos desde 1551, pues asume, erróneamente, que el corregidor cusqueño apareció en 1565. 51 Castilla y otros; al mismo tiempo, se convirtieron en la autoridad (tanto administrativa como judicial) que puso coto a los encomenderos, ambiciosos de tierras y mano de obra, quienes, como describe Mogrovejo de la Cerda en sus Memorias, “hallaban en el Cusco, mucha vigilancia en los alcaldes, muchísima en el Corregidor”.78 Las funciones del corregidor eran, pues, diversas. De entre ellas, destacan sus roles tanto como administrador de la ciudad, así como de entidad juzgante. De esta suerte, como cabeza del cabildo, debía velar por el desarrollo de la comunidad, que hubiera policía, que la ciudad estuviera adecuadamente abastecida y saludable, asegurarse las comunicaciones, la agricultura y la industria; así como labores hacendísticas y la protección de la población.79 Por ejemplo, los corregidores cusqueños estuvieron constantemente preocupados por la preservación de los caminos y, de manera muy especial, por la construcción y cuidado del puente sobre el río Apurímac, pues resultaba vital para el comercio, aprovisionamiento y la comunicación del Cusco.80 Asimismo, como ya se ha advertido líneas arriba, una cualidad muy importante de los corregidores era la de juez; es decir, debían impartir justicia: asegurase de que hubiese paz dando a cada quien lo que le correspondía. Por ello, entre sus funciones básicas estaba la de resolver casos judiciales, tanto en primera como en segunda instancia. Para muchos, el corregidor es ante todo juez; así lo entiende Castillo de Bovadilla quien en su célebre Política para corregidores explica que el corregidor “es el que tiene por el rey en el lugar de su cargo la suprema jurisdicción, respecto de los otros Jueces Ordinarios, ó delegados de 78 Mogrovejo de la Cerda, Juan, Edición, transcripción, biografía y notas de maría del Carmen Martín Rubio con la colaboración de Horacio Villanueva Urteaga. Memorias de la gran ciudad del Cusco, 1690 (Cusco: Rotary Club Cusco distrito 445; Cía. Cervecera del Sur del Perú S.A., 1983), 114. 79 Lohmann, Historia general del Perú, 74-75 80 Camala, Ronald y Edelmira Huaylla, De crisnejas a puente de cal y canto. El puente del río Apurimac y el circuito comercial del Cusco. 1560-1650, (Cusco: Tesis de licenciatura en Historia por la Universidad Nacional San Antonio Abad del Cusco, 2007). Donato Amado, Manuscrito inédito. 52 aquel Lugar, y Partido, subordinada á las leyes y titulo Real de su Oficio, y es Juez Ordinario en todo el distrito.”81 Esto motivó al famoso tratadista, en la línea de muchos de sus contemporáneos, a afirmar pomposamente que al ser la justicia una cualidad divina, el primer corregidor, en tanto primer juez y gobernante, fue Dios mismo.82 Tan importante era esta función que se hacía necesaria la existencia de un asistente que fuese entendido en leyes, ya que el corregidor no necesariamente lo era, para llevar adelante los diversos juicios que se le presentaban.83 En consecuencia, se tiene que el corregidor cusqueño permanentemente se desempeñó como un juez; ya se ha visto que al primer corregidor cusqueño se le ordenó que viese “la buena administración de la nuestra justicia”84. Más aún, en el catálogo de causas civiles del Fondo Corregimiento en el Archivo Regional del Cusco publicado por Decoster se puede apreciar un primer juicio sobre una memoria testamentaria que data de1551.85 Si bien en el fondo no se registran más que 21 juicios hasta 1585, estos brindan una idea de la autoridad y legitimidad que empezaba a forjar el corregidor. Incluso se ve que acudían a él algunos conquistadores – como, por ejemplo, Gómez Arias de Ávila-, para que los protegiera y les brindara estabilidad: resguardando y sancionando la tenencia de sus bienes, especialmente sus encomiendas y sus tierras. Aunque al proceder así renunciaban a su autonomía, a cambio obtenían una seguridad y un ordenamiento más o menos estable que a la larga resultaba más provechoso y beneficioso. De hecho, el corregidor intervenía con bastante frecuencia en juicios sobre tierras; es decir, decidía a quién le correspondía la posesión de la tierra y 81 Bovadilla, Política para corregidores, t. 1, 16. 82 Bovadilla, Política para corregidores, t. 1, 14-15. 83 Urteaga, Horacio H. y Carlos A. Romero, Fundación española del Cusco y ordenanzas para su gobierna. Restauraciones mandadas ejecutar del primer libro de cabildos de la ciudad por el virrey del Perú don Francisco de Toledo (Lima: Talleres gráficos Sanmarti y Cía., 192), 48. 84 Cornejo, “Actas de los libros de Cabildos del Cuzco”, 282. 85 Decoster, Catálogo del Fondo Corregimiento, 15. 53 esta aprobación suponía un respaldo y una defensa por parte del naciente estado.86 En consecuencia, y teniendo siempre en cuenta la estrecha relación que existe entre justicia y estado, se ve que a través del corregidor, la monarquía hispana fue asentando paulatinamente su legitimidad y predominio. En este sentido, al momento en que la sociedad reconocía y aceptaba la condición de juez del corregidor, se reconocía y aceptaba también la autoridad de la corona; y a la inversa, la convicción de la supremacía del rey, le daba al corregidor autoridad y poder local. Paralelamente, Albi señala que el corregidor no se limitaba a ser juez, ni a ser el jefe político y administrativo de un distrito; ni siquiera todo ello al mismo tiempo. Todas esas funciones y atribuciones hacían del corregidor, “fundamentalmente, un representante del soberano absoluto en un plan de integralismo [sic.] estatal. Reúne en potencia un complejo de atribuciones, es decir, todas las del Estado, como emanación de las del monarca que lo personifica.”87 Era ante todo, un agente al servicio de la consolidación del poder de la monarquía hispana. En este sentido, los primeros corregidores tuvieron sobre todo una labor “unificadora y apaciguadora, para lo cual era indispensable someter a las revoltosas autonomías locales”.88 Como también había ocurrido en la península ibérica, el corregidor, en estos violentos y belicosos primeros años del establecimiento del estado español en Indias, era antes que todo un guerrero. Era imposible que cumpliese sus funciones administrativas y judiciales si es que la población estaba levantada en armas. En una situación de tanta inestabilidad era preciso asegurar la coacción física; controlar y reprimir por la fuerza a quienes recurrían al mismo tipo de violencia para subvertir el orden. 86 Son numerosos este tipo de juicios. Se pueden ver en el ya mencionado Catálogo del fondo del Corregimiento, así como en Archivo Histórico Regional del Cusco (en adelante ARC), Corregimiento. Administrativo, Leg. 92, donde están –entre otros- la intervención en 1573 de Gabriel de Loarte en un juicio por tierras; u otro en el que en 1578 participó Juan Gutiérrez Flores. 87 Albi, El corregidor en el municipio español, 93. 88 Albi, El corregidor en el municipio español, 19. 54 De hecho, la mayoría de los primeros corregidores cusqueños distó mucho de la imagen de un funcionario conocedor de leyes y administración. Más bien, obtuvieron el cargo principalmente por una probada fidelidad a la corona, la cual se materializaba en una constante represión de los movimientos revoltosos que con cierta frecuencia surgían en la región; es decir, capturar y eliminar a quienes se rebelaban. Así, se tiene que en 1552, cuando Sebastián de Castilla comenzó a fraguar una nueva sedición y salió de la ciudad para dirigirse a la villa de La Plata, fue el corregidor del Cusco, el mariscal Alonso de Alvarado, quien mandó mensajeros y cartas por el camino del Collao, para prenderle. En este mismo momento, se sospechó de Martín de Robles, quien parecía tenía intensiones de unirse a los rebeldes; contra él, el mariscal envió a su teniente, Juan de Mori, y algunos vecinos del Cusco con cuarenta hombres, los cuales llegaron hasta Ayaviri para contener el levantamiento. Cuando finalmente, Castilla se sublevó el 6 de marzo de 1553, el propio cabildo cusqueño organizó gente armada para derrotar la insurgencia.89 Ese mismo año de 1553 ocurrió la famosa rebelión de Francisco Hernández Girón, quien inició sus acciones prendiendo al corregidor de la ciudad, Gil Ramírez Dávalos, y ordenando su posterior destierro.90 Este último argüiría después que el motivo del levantamiento fue por ser aquél “tan servidor de vuestra magestad”;91 en otras palabras, por representar y defender a la autoridad real. La magnitud de tales hechos sediciosos obligó a que se mandase un ejército desde Lima, el cual era liderado por los oidores Santillán y Mercado de Peñalosa. Cuando llegaron al Cusco y lograron derrotar la insurrección, nombraron por corregidor de la ciudad al capitán Garcilaso de la Vega (padre 89 Esquivel, Noticias cronológicas, 162-164. 90 Esquivel, Noticias cronológicas, 167. 91Archivo General de Indias (en adelante AGI), Patronato,101,R.19, 4 55 del famoso mestizo), quien, por ese entonces, ya había dejado en el olvido su pasado pizarrista y era un fiel servidor de la corona.92 Gradualmente, el estado asentó su poder y consolidó su autoridad sobre los encomenderos ya sea forzándolos violentamente a aceptar la hegemonía de la corona, o asimilándolos dentro del sistema. Resultó, entonces, que, ya que veían mayores beneficios (sociales, económicos, políticos e incluso éticos) en su alianza con los reyes, fueron los propios miembros de la elite local quienes finalmente hicieron suya la causa regia, defendieron el orden y controlaron a sus rebeldes compañeros. Polo Ondegardo y Gerónimo Costilla El renombrado licenciado Polo Ondegardo resume las características del corregidor cusqueño ideal durante estos primeros años. A la par que era un importante jurista, también fue un bravo soldado que en no menos de una oportunidad defendió a punta de espada la autoridad regia; además, al mismo tiempo, Ondegardo fue un rico encomendero de La Plata, región donde dejó un importante linaje. Por su parte, Gerónimo Costilla es un claro ejemplo de cómo la elite local se adecuó rápidamente a las nuevas condiciones planteadas por la corona y supo sacar ventajas de ellas; en otras palabras, -como lo expresa Elliot- el estado colonial se fue construyendo y centralizando, paradójicamente, cediendo espacios y negociando con la elite local.93 Este personaje fue uno de los primeros conquistadores en llegar al Perú; durante la rebelión de Pizarro se alió a Núñez de Vela y, desde entonces, se volvió defensor del poder regio. Tan así que incluso llegó a ejercer el cargo de corregidor del Cusco, con lo cual pudo acceder a beneficios antes vedados y así, fundó una de las descendencias políticas y económicas más importantes del Cusco. 92 Esquivel, Noticias cronológicas, 175 93 Elliot, Empires of the Atlantic World, 133. 56 La obra de Ondegardo en el Perú es ampliamente conocida. Llegó al Nuevo Mundo en la década de 1540 acompañando a su tío, el contador Agustín de Zárate, y, al poco tiempo, en 1544, se lo designó como abogado de la Hacienda Real.94 Durante los primeros momentos de la rebelión de Gonzalo Pizarro se mostró favorable a la misma, pero cuando el rebelde le ordenó que firmara una sentencia que declaraba justa la guerra y condenaba a muerte a La Gasca, se negó y prefirió mantenerse al servicio del rey, arguyendo que matar al presidente significaría su excomunión. De este modo, rápidamente se pasó al bando del presidente, a quien dio alcance en Jauja “y se metió debajo del estandarte real y asistió a vuestro real servicio” acompañándolo hasta la batalla de Jaquijahuana.95 Como premio, Ondegardo recibió un rico repartimiento de indios en Cochabamba y además se lo nombró por Gobernador y corregidor de Charcas con la misión de perseguir y castigar a los pizarristas, a quienes impuso contribuciones que alcanzaron los 1’200,000 pesos. Cumplió este oficio entre abril de 1548 y febrero de 1550, período en el que tuvo tiempo para organizar el trabajo indígena para la explotación de Potosí, supervisar la organización de tres expediciones de conquista al sureste del virreinato y restituir las haciendas usurpadas por los pizarristas.96 Luego de sofocada completamente la rebelión de Gonzalo Pizarro, Ondegardo intentó prevenir y advertir a Pedro de Hinojosa, corregidor de La Plata, de la revuelta que tramaba Sebastián de Castilla en 1553. No se le hizo caso y tuvo que escapar de dicha ciudad para poner a salvo su vida. Al poco tiempo, recibió el encargo de la Audiencia de 94 Hampe Martínez, Teodoro, "Apuntes para una biografía del licenciado Polo de Ondegardo". Revista Histórica, XXXV (1985-1986), 85-86. 95 AGI, Patronato,127,N.1,R.13, “Relación de Méritos de Polo Ondegardo”, f. 1v. 96 Romero, Carlos Alberto, "El licenciado Juan Polo de Ondegardo". Revista Histórica, V (1913), 454-55; Hampe, “Apuntes para una biografía del licenciado Polo de Ondegardo”, 86-87; Mendiburu, Manuel de, Diccionario histórico-biográfico del Perú, (Lima: Enrique Palacios, 1931-1934). T. VIII, 238; AGI, Patronato,127,N.1,R.13, “Relación de Méritos de Polo Ondegardo”, f. 2-2v. 57 conseguir soldados y combatir al insurrecto Hernández Girón, contra cuyo ejército se enfrentó en Chuquinga, Huamanga y Pucará, de donde se llevó de recuerdo dos arcabuzazos y un hachazo en la cabeza, por lo que estuvo convaleciente más de un año y quedó rengo para toda la vida.97 Su siguiente servicio a la corona fue como corregidor del Cusco. Se lo nombró como tal por una provisión del marqués de Cañete del 8 de agosto de 1558, y ocupó este oficio hasta el 24 de mayo de 1561, cuando fue reemplazado por don Pedro Ramírez de Quiñones.98 Su labor fue destacada y evidenció sus grandes dotes de administrador y líder político; así, por ejemplo, delineó los planos de la catedral, construyó el edificio del cabildo y dio diversas ordenanzas para un buen gobierno.99 Pero sobre todo se le recuerda por el interés que tuvo en conocer y escribir acerca de las costumbres y religión de los incas; es muy célebre el hecho que mandó encontrar los cuerpos momificados de los gobernadores incas y que luego los envió a Lima; con todo ello esperaba se “entendiese lo que convenía a su conversión”. Buscó ordenar y organizar de mejor manera a la población indígena a la cual dividió en cuatro parroquias con sus cofradías y alcaldes ordinarios; al mismo tiempo, construyó el hospital y convento de huérfanas.100 Después de 1561 se pierde un poco el rastro de Ondegardo; lo más probable es que el licenciado haya regresado a su ciudad de residencia: La Plata. Aquí se convirtió en uno de los hombres más ricos de la región, importante encomendero, dueño de haciendas y 97 Romero, “El licenciado Juan Polo de Ondegardo”, 456-457; AGI, Patronato, 127,N.1,R.13 98 Cáceres Olivera, Roberto y Félix Ccarita Ccarita, “Sucinta relación de corregidores del Cusco (1548- 1784)”. Revista del Archivo Regional de Cusco, XVI (2004), 172. 99 Romero, “El licenciado Juan Polo de Ondegardo”, 457; González Pujana, Laura, "El indigenismo de Polo de Ondegardo". Boletín del Instituto Riva-Agüero, XI (1977-1981), 119-123. 100 Romero, “El licenciado Juan Polo de Ondegardo”, 458; AGI, Patronato,127,N.1,R.13. 58 obrajes; construyó uno de los más importantes linajes de dicha región.101 De cualquier forma, poco tiempo después, Ondegardo volvió a sus labores burocráticas y ocupó el cargo de corregidor del Cusco por segunda oportunidad. En esta ocasión fue nombrado por el virrey Toledo en1571; sobre este punto se tratará con mayor detalle más adelante. Pareciera ser también que Ondegardo mostró un sincero interés y preocupación por los indígenas, a quienes intentó proteger y defender. Muestra de ello es el ya mencionado afán por conocer sus costumbres para, sobre la base de estas, construir la reglamentación indiana. Además, siendo corregidor, en varios oportunidades falló a favor de los indígenas. Un caso ilustrativo se dio cuando en un pleito por tierras entre el curaca Francisco Mayontopa y el poderoso conquistador, general Gerónimo Costilla, dictaminó a favor del primero, para que este conservase sus tierras y no pasasen a ser parte del convento de Santa Clara, al que Costilla representaba.102 Estos hechos podrían entenderse también –tal como lo sugiere Steve Stern- como una forma para insertar a los indios dentro del sistema español utilizando, una vez más, la justicia. El que los indígenas pudiesen ganar juicios y recibir justicia “acabó por debilitar su capacidad para montar un enfrentamiento radical contra la estructura colonial”.103 De esta manera, la corona resultaba doblemente victoriosa: se aseguraba el dominio y la explotación de los indios, al mismo tiempo que limitaba el poder de los encomenderos, haciéndoles notar (como Ondegardo hacía con Costilla) que, finalmente, era ella quien mandaba y tenía la última palabra. 101 Mas no fue el único burócrata que siguió este camino: Gabriel Paniagua Loayza, quien fue corregidor cusqueño también en dos ocasiones, se convirtió asimismo en uno de los patriarcas de una poderosa y acaudalada descendencia platense; incluso un sobrino suyo del mismo nombre, fue también corregidor cusqueño. Véase Ana María Presta, Encomienda, familia y negociaos en charcas colonial (Bolivia): los encomenderos de La Plata, 1550-1600, (Lima: IEP/BCRP, 2000). 102 Burns, Kathryn J, Colonial Habits . Convents and the Spiritual Economy of Cuzco, Peru, (Durham: Duke University Press, 1999), 53. Esta autora, guiándose en Glave y Remy, señala que el pleito fue en 1557 pero en esta fecha, según Romero, Ondegardo aún no era corregidor cusqueño. 103 Stern, Los pueblos indígenas del Perú, 185-218. 59 Se ve, entonces, que las virtudes de Ondegardo, como muestra González, hacían de él un estadista y se reflejan claramente no solo en sus acciones, sino en sus escritos, que se guían por un conocimiento del mundo indígena y por la política colonial y que –así como toda su actividad- tenía tres principales objetivos: 1. Reglamentación del ámbito del mundo urbano (el que agruparía a la república de los españoles) y sus conexiones, la infraestructura, así como otros. 2. Atención por el mundo aborigen, desde los puestos directivos municipales en los pueblos de indios, hasta el papel de la aristocracia indígena; y 3. Montaje de las bases para las exploraciones agrarias, ganaderas y mineras.104 De esta manera, Ondegardo sentó las bases administrativas sobre las que descansó el estado colonial. Puso énfasis en controlar tanto la distribución de tierras y propiedades como en el cuidado que se le debía dar a la población indígena (a la que era indispensable conocer lo máximo posible) para lograr su explotación más eficiente, evitando así cualquier tipo de excesos y desórdenes por parte de los españoles. Se aprecia cómo Ondegardo alcanzó el éxito -tanto en el plano económico como social- aliándose con la corona. Renunció a las ventajas (aunque muy inseguras) que le brindaba la autonomía e independencia ofrecidas por Gonzalo Pizarro en un eventual gobierno sólo en manos de los conquistadores. Prefirió el orden, la estabilidad y la legitimidad (basados, como muestra Weber, en la tradición así como la legalidad) que le ofrecía la corona. Con ella hizo un pacto tácito: como funcionario al servicio del rey fue tanto juez, soldado y administrador; y, gracias a su trabajo, la monarquía se fue estableciendo en el Perú. De esta manera, amparado en este orden y estabilidad, pudo obtener las herramientas, los favores y el espacio apropiados para convertirse en un encomendero exitoso. 104 González, “El indigenismo de Polo de Ondegardo”, 109. 60 Por su parte, el mismo Gerónimo Costilla, a quien años atrás Ondegardo había contenido, en 1567 ejerció también como corregidor del Cusco. Aparentemente, Costilla no dudó en sacar provecho del cargo que detentaba explotando a los indios y favoreciendo a sus parientes.105 No es difícil imaginar que este viejo conquistador, sin que hubiese alguien que ahora pudiese detenerlo, habría utilizado los beneficios de ser corregidor para acrecentar su hacienda obteniendo tierras y mano de obra que anteriormente le habían sido esquivos. Costilla fue uno de los primeros conquistadores del Perú. Pertenecía al bando almagrista, motivo por el que –dentro de la lógica del corporativismo faccioso- no se unió a Gonzalo Pizarro en su rebelión y, más bien, fue en busca del Virrey Núñez de Vela para ponerse a su disposición y combatir a los insurgentes. Consecuentemente, se sabe que estuvo acompañando al presidente La Gasca y a Diego Centeno cuando estos hicieron frente a los sediciosos; del mismo modo, tiempo después, siendo residente en el Cusco, combatió a Sebastián Castilla y a Hernández Girón. Todas estas acciones le brindaron el suficiente crédito para que fuese nombrado corregidor de la ciudad: una y otra vez, había dado muestras de su fidelidad a la corona y no había dudado en combatir a sus pares cuando estos se rebelaron. Tan es así que, como corregidor de la ciudad, en 1567 desbarató un motín que estaban organizando los hijos de notables y poderosos encomenderos. Posteriormente, su labor como guerrero debe haber sido tan satisfactoria que un par de años 105 Konetzke, Richard, ed, Colección de documentos para la historia de la formación social de Hispanoamérica (1493-1810), (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1953. 3 vols.), vol. I, 443-444. 61 más tarde fue enviado a la muy difícil provincia de Chile, para pacificar y socorrer dicha tierra donde los indios estaban en abierta guerra.106 Costilla, a diferencia de Ondegardo, hizo de Cusco su lugar de residencia y ahí inició una de las familias más importantes y poderosas de la ciudad. Era regidor perpetuo y miembro prominente del cabildo donde, incluso, en 1562 ejerció como alcalde de primer voto.107 Además, fue encomendero de Asillo, así como propietario de notorias haciendas en Ollantaytambo y en Cotabambas. De hecho, fue gracias a su posición dentro del cabildo que logró que esta institución, en 1574, le otorgase tierras en Ollantaytambo, pese a que ello estaba expresamente prohibido y en cierta forma pudo conseguir lo que antes Ondegardo no le había permitido.108 Por otra parte, Luis Miguel Glave muestra cómo los Costilla (tanto Gerónimo, como más adelante su hijo Pedro) inteligentemente forjaron alianzas con curacas locales tales como Bartolomé Tupa Hallicalla, puesto que “se necesitaban mutuamente como los dos señores administradores de los vínculos personales de dependencia de los campesinos. Políticamente se ayudaron también”.109 Así, mediante una adecuada utilización y redistribución de sus recursos entre la población indígena, los Costilla pudieron generar mayores beneficios económicos y consolidar una mayor autoridad dentro de su encomienda. En resumidas cuentas, es fácil notar cómo Costilla supo aprovechar las concesiones y privilegios que le otorgaba la corona. Desde un primer momento aprendió a adaptarse a 106 AGI, Lima, 221, N.7. “Informaciones de Jerónimo Castilla de Nozedo”; López Martínez, Héctor. "Un motín de mestizos en el Perú (1567)". Revista de Indias, XXIV:98 (1964), 367-381. Nuevamente hay un problema con las fechas. En la relación de méritos de Gerónimo Costilla de Nocedo se señala que fue hecho corregidor por el virrey Toledo; sin embargo, eso resulta poco factible porque el motín de mestizos fue en 1567, cuando Toledo aún no había llegado a tierras peruanas y quien gobernaba era el licenciado Castro. 107 Mendiburu, Manuel de, Apuntes históricos del Perú y noticias cronológicas del Cuzco, (Lima: Imprenta del Estado, 1902), 199. 108 Burns, Colonial Habits, 59. 109 Glave, Trajinantes, 291-292. 62 las cambiantes circunstancias de aquella época y no se detuvo ante las dificultades y trabas que le salieron al paso, pero siempre reconociendo la autoridad de la corona. Aceptó las reglas de juego impuestas por está y les sacó ventaja para su beneficio personal. Todo ello permitió que rápidamente se erigiese como uno de los hombres más ricos, poderosos y notables de la región. Fue tal su crecimiento que en 1578 se le concedió el hábito de la orden de Santiago. Sus descendientes continuaron por esta senda y afianzaron el poderío de este linaje. Tanto su hijo como sus nietos fueron, a su vez, regidores del cabildo de la ciudad y participantes activos de la política local. Su nieto, Pablo Costilla, llevó a la familia a su máximo esplendor cuando le fue concedido el título nobiliario de marques de San Juan de la Buena Vista. Consolidación de la autoridad Como parte del establecimiento a nivel mundial del imperio español, liderado por Felipe II, y de manera parecida a lo que ocurría en la península ibérica, donde el monarca aseguró y centralizó su dominio sobre los diversos reinos hispanos y estableció en Castilla y Madrid el núcleo de su gobierno; poco a poco, se fue implantando el predominio de la corona hispana en el territorio peruano. Fue un proceso lento, que llegó a su clímax hacia fines del siglo XVI bajo los gobiernos, primero, del presidente de la audiencia García de Castro y, posteriormente, durante el mandato de su sucesor, el virrey Francisco de Toledo. Si bien La Gasca había sofocado la rebelión de Gonzalo Pizarro, aún se vivían tiempos de inestabilidad y había poca autoridad efectiva en el Perú; donde durante los 30 primeros años de presencia ibérica, primó ante todo la anarquía y la violencia. La mayoría de las leyes y normas eran letra muerta, pues para su cumplimiento era necesario de una coerción física y violenta. Era un estado bastante rudimentario en el que, ante todo, la legitimidad venía de la mano de la espada y del arcabuz. Como se ha mencionado, la violencia que se 63 practicaba en este período no era, como podría pensarse, dirigida principalmente contra la población indígena; sino que ocurrió entre el grupo español conquistador Además, tanto la guerra, cuya finalidad era conquistar y dominar, como la justicia y la administración del territorio fueron creando instituciones que sirvieron de base para la consolidación del estado virreinal. Tal como se ha mencionado, Tilly observa que los estados se construyen a partir de la guerra. La preparación para la guerra supone una movilización importante de gente y de recursos, los cuales deben ser organizados y administrados. Ello motiva el surgimiento de instituciones que más tarde se conviertan en los pilares de los estados centralizados.110 Clara muestra de ello es el corregidor; el cual aparece como un guerrero para controlar y sofocar el territorio, pero el control del mismo va a suponer un fortalecimiento de la autoridad regia. Como describe Cornejo Bouroncle, en estos años “hay algunos datos de la vida civil de una ciudad que renace bajo otro sistema y otro dios, pero, son los preparativos de guerras los que dominan todo.”111 Estos últimos fueron forjando el estado, conseguir los elementos necesarios para socorrer estos ejércitos (que van desde la comida hasta la ropa, las armas, los medios de transporte y de comunicación, entre muchos otros) supuso la construcción de un aparato logístico centralizado a gran escala. El corregidor era una pieza clave dentro de este naciente estado. Como miembro y cabeza del cabildo debía asegurarse de esta logística: debía alimentar a las ciudades y a los ejércitos. Cada ciudad organizaba sus milicias, las que muchas veces eran costeadas por los propios corregidores. Iba, pues, a la guerra a conquistar y sojuzgar. Pero al mismo tiempo 110 Tilly, Coerción, capital y los estados europeos, 46-47. 111 Cornejo Bouroncle, Actas de los libros de Cabildos del Cuzco, 6 64 que se desempeñaba en ello, era juez que daba a cada quien lo que le correspondía, castigando a los culpables y premiando a los que se lo merecían. Fue durante la década de 1560 que, como señala Bakewell, maduró el gobierno del Perú. Para esos años, los encomenderos habían perdido bastante del inmenso poder que alguna vez habían gozado y sus pretensiones a la perpetuidad de las encomiendas parecían ser cada vez más utópicas.112 Sumado a ello, el rey fortaleció su autoridad nombrando nuevos funcionarios reales; uno de los principales fue el corregidor de indios introducido por el licenciado García de Castro. La idea persistente era la de cuidar y proteger a la población indígena, administrarla de manera justa, adecuada y cristiana; pero, sobre todo, protegerla del abuso de los encomenderos y hacendados. Como se sabe, esas eran funciones del corregidor español; mas se hizo evidente la dificultad de que este funcionario lograra su cometido en territorios tan amplios y densos. Se buscaba reducir el poder de los encomenderos, así como de los religiosos y de los curacas que rápidamente se aliaron a encomenderos para explotar para su beneficio particular a sus indios.113 De la mano de esta medida, se crearon las primeras reducciones, que buscaban permitir un mayor control sobre la población indígena y mantenerla alejada de los encomenderos y otros españoles. Paso a paso, el aparato gubernamental fue creciendo y llegó a todo el territorio; nunca más hubo una rebelión como las de Gonzalo Pizarro o Hernández Girón. Este proceso se consolidó enteramente gracias a la labor del virrey Francisco de Toledo, quien organizó las reducciones, hizo visitas y tasas de la población indígena, derrotó a los últimos remanentes incas en Vilcabamba y doblegó a las elites locales. Con todo esto, anuló 112 Bakewell, La maduración del gobierno del Perú, 48. 113 Bakewell, La maduración del gobierno del Perú, 65. 65 cualquier posibilidad de cuestionamiento serio (ya sea hispano o indígena) a la dominación de los reyes castellanos. Entre las principales preocupaciones del virrey estuvo organizar de manera racional y efectiva a la población indígena en las famosas reducciones;114 y dominar a las elites locales españolas. Toledo tenía como prioridad –argumenta Urteaga- “dar asiento a la tierra”; por un lado, lograr la evangelización indígena y que “se mantengan pacíficos y vivan felices y satisfechos con la conquista y colonización”. Pero, sobre todo, era asentar a los españoles; que disfrutasen tranquila y pacíficamente sus posesiones legítimas tal como el mismo virrey exigía: “sin pretender apoderarse de lo que no es suyo, sin alegar derecho perpetuos a las tierras conquistadas, que son del Rey, ni aprovecharse de los servicios de los indios, que son hombres libres, hijos de Dios y súbditos de S. Magestad”.115 Con este fin, Toledo decidió quebrar el dominio de los encomenderos sobre el cabildo cusqueño y en 1571 mandó que uno de los dos alcaldes fuese elegido entre los moradores y no solo entre los vecinos como era usual hasta ese momento; como era de esperar, los regidores se opusieron pero fue mayor la decisión del virrey y logró su cometido.116 Ciertamente, Cusco fue una zona de especial interés para Toledo. Allí se dirigió para llevar a cabo sus metas y para ello decidió contar con el apoyo del hombre que con bastante probabilidad era quien mejor conocía los Andes: Polo Ondegardo. De esta manera, el licenciado ocupó el cargo de corregidor del Cusco por segunda oportunidad en 1571. En todas estas empresas impulsadas por el virrey, Ondegardo fue un actor vital; era 114 Sobre el interés toledano de organizar las reducciones y su posterior fracaso véase Wightman, Ann M., Indigenous Migration and Social Change. The Forasteros of Cuzco, 1570-1720, (Durham y Londres: Duke University Press, 1990). 115 Urteaga, Fundación española del Cusco, XL-XLI. 116 Puente, Encomienda y encomenderos, 257-258. 66 una persona que gozaba de la total confianza de Toledo y con la suficiente capacidad para apoyarlo, ser su mano derecha en la lucha contra los incas que se encontraban en la remota región de Vilcabamba y llevar a buen término las reformas que venía realizando como, por ejemplo, las reducciones de indios y las visitas.117 Tan buena fue la labor del licenciado que luego el virrey se lo llevó en su recorrido por el Alto Perú. Indudablemente, hay una asociación directa entre la consolidación de la autoridad hispana en el Perú y el corregidor. Este último tuvo un papel preponderante. Elegido por la monarquía para defender sus intereses: sometió a las elites locales y estas no volvieron a levantarse abiertamente en armas, ni a buscar su autonomía; asimismo, controló los recursos locales del modo más eficiente posible, favoreciendo la centralización de la administración. Si bien estos logros no fueron perfectos ni constantes (muchas veces el corregidor se coludía con las elites o él mismo explotaba arbitrariamente a la población indígena para su beneficio personal), sí permitieron el asentamiento de la hegemonía, legitimidad y autoridad del estado colonial que se mantuvo relativamente estable durante la siguiente centuria. Ya se ha dicho que la construcción de este estado no estuvo exenta de dificultades, ambigüedades y profundas tensiones. Quizá esto último haya sido la característica central del estado virreinal peruano durante el siglo XVII, el cual no pareciera ser una entidad homogénea y sólida, sino que, para poder administrar el vasto territorio, tuvo que negociar constantemente con múltiples actores. En aquellos momentos, había una combinación y tirantez entre el esfuerzo por centralizar la autoridad y la concepción de un cuerpo político con poder disperso. En esta línea reflexiona Elliot, quien argumenta que el pesado aparato estatal y burocrático que se 117 Romero, “El licenciado Juan Polo de Ondegardo”, 458; AGI, Patronato,127,N.1,R.13. 67 impuso sobre la sociedad, tanto en Castilla como en las Indias, solamente pudo ser soportado porque existía una cultura política basada en relaciones recíprocas que funcionaban sobre la base de un proceso continuo de negociación del poder entre el monarca y sus súbditos.118 De ello se ocupará el siguiente capítulo donde se verá cómo a través de las ceremonias y rituales públicos (y los perennes conflictos que ellos suscitaban) se ejerció la política durante el siglo XVII. 118 Elliot, Empires of the Atlantic World, 133. 68 Capítulo 2 Ceremonias públicas y política local* Entrando el dicho señor corregidor en la capilla mayor y haciendo la cortessia debida y acostumbrada desde su lugar al señor obispo que estaua en el suyo sentado no se leuantó ni correspondió con más de quitarse el bonete (“Libros de cabildo de la ciudad de Cusco”, XII, f. 106v.) Una vez instalada definitivamente la supremacía política de la corona en América, podría pensarse que el impulso centralizador de la monarquía española así como el pesado aparato administrativo, coercitivo, militar y burocrático que esta cargó sobre sus súbditos americanos fue una imposición homogénea e incontestada. Pareciera, pues, que fue un fenómeno unidireccional en el que toda la actividad e iniciativa provenían únicamente desde la corona y en el cual el corregidor logró dominar a la problemática elite local y ejercer sobre ella amplio control y dominio. Así, a partir de este hito, se habría asentado una sociedad colonial estable y armónica que aparecería (al menos durante todo el siglo XVII) como libre de mayores conflictos y exenta de notorios y abiertos actos de rebeldía o desobediencia. Pero más bien, muy al contrario, todo este proceso (así como la propia naturaleza y configuración del estado colonial) tuvo que negociarse constantemente con la población en general y, especialmente, con las elites y autoridades locales. Ellas aceptaron y aprovecharon las nuevas reglas de juego que dibujaban un nuevo escenario y que si bien, a primera vista, les quitaban autoridad y autonomía también les ofrecía múltiples ventajas; * El siguiente capítulo está basado en mi tesis de licenciatura de Historia, Ceremonias públicas y elites locales. Los conflictos por las preeminencias y la política en el siglo XVII. Lima: PUCP, 2007; así como en un artículo publicado a partir de dicha tesis: “Identidad y poder en los conflictos por las preeminencias en el siglo XVII”. Histórica, XXXI.2 (2007): 7-42. 69 sobre todo, la posibilidad de formas más pacíficas y menos problemáticas de ejercer y de participar del poder. La autoridad no podía ser impuesta de manera automática e incontestable, como tampoco se esperaba un cumplimiento fiel y ciego de las normas y leyes. Más bien, la tradición política consideraba que el poder no podía concentrarse en un único centro, si no que este se hallaba disperso entre múltiples polos, con su propio peso e intereses, que se atraían y repelían entre sí en una relación armoniosa y complementaria. Por ello, era deseada, necesaria e inevitable la participación de las elites locales en el poder y en el gobierno, tanto a nivel local como imperial, para así mantener el balance y la armonía del cuerpo político. De esta manera, convivían (más bien en tensión que en armonía) las tradicionales normas e ideales políticos y de gobierno junto a los novedosos mecanismos e impulsos centralizadores del poder como los que se estudiaron en el capítulo anterior. En este sentido, en el presente capítulo se quiere mostrar las formas en que las elites regionales participaron del poder y cómo se relacionaron (aliándose y enfrentándose) con el gobierno central. Se verá, entonces, la complicada interacción que hubo entre el corregidor de una parte y el cabildo por la otra; pero también se prestará atención (para comprender mejor esta relación) a otros participantes de la política local como son el obispo, la universidad, las órdenes religiosas o incluso otras ciudades. Para esto es útil no restringir al estado virreinal peruano del siglo XVII a sus dimensiones coercitivas y de instituciones e impulsos centralizadores, sino apreciarlo en otra de sus múltiples esferas. Entender estado en otra de las significaciones planteadas por Skinner y verlo ahora como un Estado-teatro. El antropólogo estadounidense Clifford Geertz acuñó este concepto cuando estudió la política y sociedad balinesa del siglo XVIII y vio que en dicho estado la práctica y el ejercicio de la política se hacían por medio de rituales y celebraciones muy complejos y 70 llenos de significados.119 Se tiene, de este modo, que un espacio de activa participación política local fueron las varias e innumerables ceremonias públicas que ocurrían día a día en el mundo colonial. Pero, sobre todo, se verá que fue a través de los conflictos en torno a estas ceremonias que los actores involucrados –y de manera especial, el corregidor- participaban cotidianamente del estado y del poder. Conflictos por las preeminencias Durante julio de 1624, el corregidor de Cusco se olvidó por un momento de los numerosos conflictos que mantenía con los regidores y demás miembros del cabildo de la ciudad y se unió a ellos en una significativa –aunque a primera vista podría parecer superficial- lucha contra el obispo y el cabildo eclesiástico de la ciudad (quienes, dicho sea de paso, tampoco dudaron en poner en paréntesis sus diferencias para hacerle frente a sus pares civiles). Todo empezó el 24 de julio, la víspera de la fiesta de Santiago, cuando los prebendados –los canónigos pertenecientes a la iglesia catedral- no salieron a recibir el estandarte real a la puerta de la catedral, y en su lugar fue un simple clérigo particular quien tomó el pendón y, sin mayor pompa, lo colocó en el altar mayor.120 Esta descortesía, aparentemente insignificante, fue tomada como un grave insulto y obligó a que el corregidor y los regidores –parte para evitar más ofensas y parte en venganza- decidieran celebrar la misa central de la fiesta en el convento de San Francisco y no en la catedral, como correspondía. Además, este acontecimiento dio inicio a una serie de desencuentros y enfrentamientos en torno al protocolo, las ceremonias y las preeminencias, entre ambos cabildos (siempre con el corregidor y el obispo a la cabeza de sendas instituciones). Esta 119 Geertz, Negara. Una aplicación de este concepto al sistema colonial español se puede ver en: Cañeque, "De sillas y almohadones”, 609-634. 120 “Libros de cabildo de la ciudad de Cusco”, 24 de julio de 1624, ARC, t. XII, f. 103r. 71 situación llegó a un nivel tal de enemistad y controversia en el que ya no pudieron volver hacia atrás, transar, ni conciliar (como sí lo habían hecho anteriormente).121 Tanto así que algunos días después del referido incidente, el cabildo secular tomó la radical decisión de no participar en más fiestas a las que también asistiese su par eclesiástico.122 Aparentemente, este evento no tendría mayor relevancia política, pues formaría parte de los innumerables conflictos que por motivos similares ocurrían diariamente durante la época virreinal y que no pocos han criticado y calificado como eventos anecdóticos; que no suponían más que un vanidoso derroche de dinero de parte de las elites, reflejo de la herencia medieval y del carácter superficial y trivial de las sociedades hispanas agobiadas por las formas y el honor.123 Efectivamente, es conocida la obsesión de los hombres de aquél tiempo por el protocolo; todos vivían pendientes del cumplimiento o violación del mismo y fue motivo de múltiples e inagotables disputas entre todas las personas e instituciones que pugnaban por hacer prevalecer su opinión e interpretación del ceremonial. Las preeminencias, es decir, los privilegios públicos que se tenían en razón del rango, la categoría y el honor como eran, por nombrar algunas, el lugar que se ocupaba en las procesiones; la facultad o no de llevar sombreros, armas y maceros; la calidad del asiento; la participación en determinados actos, eran objeto de continuos y encendidos debates. Lo más sorprendente (desde una perspectiva contemporánea) es que, pese a la aparentemente escasa utilidad práctica y relevancia de la etiqueta y las preeminencias, las personas e instituciones involucradas en tales conflictos gastaban ingentes cantidades de 121 Véase por ejemplo Esquivel y Navia, Noticias cronológicas, t. II, 23. 122 “Libros de cabildo de la ciudad de Cusco”, 2 de agosto de 1624, ARC, t. XII, f. 107r. 123 Por ejemplo, Lynch, Los Austrias (1516-1700), (Barcelona: Crítica, 2000), 572; Lohmann Villena, Los regidores perpetuos, vol 1. 19, 22. Cañeque ve el mismo problema en, The King’s Living Image, 297-298. 72 tiempo y energía ya sea para defender sus prerrogativas como para atacar las ajenas; además, muchas veces discutían arduamente aún sabiendo que iban a perder y eran capaces incluso de ir presos y ser removidos de sus oficios con tal de proteger sus prerrogativas. Sin embargo, una observación a la luz de ideas y conceptos de la historia cultural y de la antropología evidencia que estos hechos eran acontecimientos centrales en la actividad política de aquel entonces. Se busca, entonces, revalorar estos conflictos y entenderlos como una de las tantas esferas del poder (junto, entre otras, a la justicia y la coerción física): la política del Estado-teatro. Aquella acepción de estado que, de acuerdo a Skinner, hace referencia al status de los gobernantes y se asocia con su posición y magnificencia. 124 De esta manera, se entiende que las celebraciones públicas se constituían como una arena de discusión y afirmación política de la época puesto que, tal como se observará en las páginas siguientes, posibilitaban la configuración y discusión de los roles, así como del honor y del poder de los participantes permitiendo un mayor diálogo y flexibilización del pesado aparato coercitivo y administrativo centralizador que la corona estaba instaurando. En este sentido, una de las primeras cualidades políticas de las ceremonias públicas es que hacían visible y tangible el poder. Alejandra Osorio manifiesta que para que pudiese efectivamente haber gobierno en el virreinato peruano se debieron ingeniar una serie de mecanismos que recrearan la presencia del rey en Lima. No importaba que fuese por medio del estandarte real, del sello, de ordenanzas o del virrey, pero era imprescindible que de alguna manera su figura, su imagen, apareciese públicamente en la ciudad. Precisamente, los rituales y ceremonias públicas permitían una re-producción del poder real que no 124 Skinner, El nacimiento del Estado, 23-24. 73 aparecía como algo extraño o imaginado, sino como algo concreto, real y palpable.125 Por otra parte, en estas celebraciones y eventos se producía también una suerte de trasmisión y delegación de la soberanía regia. Alejandro Cañeque muestra los mecanismos por los que el virrey mexicano obtenía su legitimidad política para poder gobernar y se mostraba como “imagen del rey”; destacan sobre todo las ceremonias de entradas de los virreyes, fastuosos espectáculos públicos en los que, mediante rituales y ceremonias, se reafirmaba esta vinculación entre el vicesoberano y el monarca.126 En concordancia con lo expuesto, Jaime Valenzuela indica que el estandarte o pendón real era un símbolo claro de la soberanía regia y que su exhibición, siempre a la cabeza de las procesiones, permitía la unificación e identificación entre los pobladores y la Corona; la autoridad se volvía así evidente y cercana. Asimismo, el estandarte siempre estaba asociado a una importante fiesta religiosa, lo que le confería un alto grado de sacralidad, aumentando así su peso simbólico en el imaginario popular. De esta manera, argumenta Valenzuela, el pendón permitía hacer presente al rey ausente y proyectar una «legitimación al conjunto de mecanismos de dominación que están implícitos en el posicionamiento político y en los roles de poder» asumidos por las elites. Esto era posible al combinarse en la referida insignia tres elementos: monarquía, Iglesia y elite local. Claramente, la más beneficiada era esta última, representada en el cabildo, ya que era la encargada del cuidado y mantenimiento del estandarte, así como de su procesión.127 125 Osorio, Alejandra, El Rey en Lima. El simulacro real y el ejercicio del poder en la Lima del diecisiete, (Lima: IEP, 2004. Documento de Trabajo, 140. Serie Historia, 27). 126 Cañeque, Alejandro, The King’s Living Image. The Culture and Politics of Viceregal Power in Seventeenth-Century New Spain, (New York: New York University Press, 1999), 34-118. 127 Valenzuela Márquez, Jaime. “Rituales y "fetiches" políticos en Chile colonial: entre el sello de la Audiencia y el pendón del Cabildo”, Anuario de Estudios Americanos LVI, 2 (1999): 423-430. De hecho, uno de los cargos más importantes que se elegía anualmente dentro del Cabildo era el de Alférez Real, quien se encargaba de cuidar y llevar el estandarte. 74 Por lo tanto, regresando a las peleas en Cusco durante 1624, el rey estaba expresado en la fiesta de Santiago, el estandarte real y toda la simbología contenida en ellos y el cabildo (con el corregidor como su cabeza) aparecía y se consideraba a sí mismo como el depositario y responsable de ese privilegio; era el cuerpo superior de la ciudad al representar directamente al monarca. Conviene detenerse un momento en el rol del cabildo, especialmente en el plano político y simbólico. Tal como se mencionó en el primer capítulo, los cabildos fueron las primeras instituciones administrativas y políticas que fundaron los conquistadores y fueron el núcleo del poder local. En la tradición política hispana, los cabildos habían gozado de gran autonomía e iniciativa; aparecían como un contrapeso importante a la autoridad regia y centralizadora, con el que el monarca estaba forzando a conversar y negociar. Eran, además, una expresión del poder del pueblo y aparecían como la primera y más legítima autoridad política local.128 Por ello, tal como se explicó anteriormente, para el proyecto absolutista de los Reyes Católicos fue fundamental dominar y controlar estas instituciones por medio del corregidor y (aunque siempre preservaron un alto grado de autonomía) convertirlas en importantes aliados de su administración. Algo similar ocurrió en la América Hispana; Jaime Valenzuela, en un análisis de las ceremonias públicas y las prácticas políticas de Santiago de Chile durante el siglo XVII, explica que el municipio –representante del poder local- servía como contrapeso al poder real, imperial, emanante desde Europa. Al mismo tiempo, este aparecía como un importante aliado de la Corona que se benefició directamente del poder y se convirtió en una instancia más del gobierno central: “En fin, era una institución en íntima relación con la política imperial y, a la vez, con clara conciencia de su rol en el sistema local de poder. En el cabildo se fraguaba, entonces, la principal comunidad de intereses entre el 128 Lohmann, Los regidores perpetuos, vol. 1, 16, 22. 75 Estado y los linajes de poderosos particulares. Servía como un pilar institucional de la monarquía al mismo tiempo que como una ventana para el posicionamiento político de las elites.”129 El corregidor era, pues, parte importante de este delicado balance de poderes. Permitía la mediación y la subordinación de la elite local a la corona. Pero también, al ejercer como la primera autoridad dentro del cabildo, fortalecía el dominio y gobierno de dicha institución dentro del ámbito local. Además, dentro de una visión organicista de la sociedad -en la que los individuos adquirían su personalidad en tanto miembros de un cuerpo-130 el corregidor, aunque era representante directo del soberano, obtenía su legitimidad e identidad política en tanto miembro del cabildo, como su cabeza. Es decir, finalmente su poder y destino estaban íntimamente ligados entre sí: para que el corregidor fuese considerado como la primera autoridad de la ciudad, el cabildo también debía serlo. Establecieron, pues, una relación de simbiosis en la que el peso político de ambos estaba directamente relacionado y vinculado. Esto explica por qué, el mismo 24 de julio de 1624, inmediatamente después del referido incidente, fue el corregidor Felipe Manrique quien motivó al ayuntamiento para que acordase enviar a los alcaldes ordinarios Pedro de Nocedo y Pedro de Soria, y al procurador general de la ciudad, Rodrigo de Esquivel, para que conversaran con el obispo, le contaran lo sucedido y le pidieran que mandase unos bandos señalando que en celebraciones como aquella el cabildo eclesiástico debía salir a la puerta de la catedral para recibir al estandarte real y acompañarlo hasta la capilla mayor. Ahí debería ser entregado por mano del alférez real a alguna dignidad o prebendado quien lo colocaría en el altar 129 Jaime Valenzuela Márquez, Las liturgias del poder. Celebraciones públicas y estrategias persuasivas en Chile colonial (1609-1709), (Santiago de Chile: Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, DIBAM, Lom Editores, 2001), 87-88, 95. 130 Cañeque, “De sillas y almohadones”, 631-632. 76 mayor. Finalmente, cuando se acabaran los oficios religiosos, tendría que ser devuelto de una forma similar. Los cabildantes señalaban que estos privilegios eran los que merecía la insignia real y esperaban (o más bien conminaban) a que esa fuese la manera en que habría de ser recibido y tratado el cabildo el día venidero, la fecha central de la fiesta de Santiago.131 Se ve que la respuesta del obispo, don Lorenzo Pérez de Grado, y su cabildo si bien no se hizo esperar no fue la que deseaba recibir el municipio. Por una parte, el obispo aceptó que los canónigos hicieron mal al no recibir en la puerta de la iglesia a los regidores y aseguró que el día de Santiago el deán, a la cabeza del cabildo eclesiástico, sí saldría a esperarlos. Sin embargo, el tema de la recepción y traslado del estandarte al interior de la catedral resultó bastante peliagudo y conflictivo ya que el eclesiástico se negó rotundamente a recibir al pendón real y colocarlo en el altar mayor. Esta refutación desconcertó al cabildo que inmediatamente, el 25 de julio, envió al alcalde don Pedro de Soria para que fuese a hablar con el deán a su casa y tratase de cambiar esta decisión. El corregidor y los regidores cusqueños apelaban al antecedente de que, poco antes, durante la fiesta de los apóstoles, el estandarte real ya había sido recibido como ellos pedían.132 La respuesta del eclesiástico fue contundente, afirmaban “que no inobarían en nada porque ningún prebendado recibiría el dicho estandarte de mano del dicho alférez real para ponerlo en el altar mayor”. Ante esta reiterada negativa el cabildo cusqueño movió su última pieza: mandó al alcalde Pedro de Nocedo para que negocie –ya que no aceptaban que ningún prebendado recibiera al estandarte real- que permitiesen que fuese el mismo alférez real quien lo colocara en el altar mayor. Los canónigos volvieron a 131 “Libros de Cabildo de la ciudad de Cusco”, 24 de julio de 1624, ARC, t. XII, 103v. 132 Esta sería la fiesta de San Pedro y San Pablo el 29 de junio. 77 replicar de manera contraria y agresiva; dijeron que de ninguna manera permitirían aquello porque era “indecente que un seglar llegasse al altar mayor y que allí estaría uno de los curas que le rreciuiesen”.133 La afrenta y la oposición entre ambos cabildos eran evidentes. Los eclesiásticos no daban su brazo a torcer y se empecinaban en provocar y despreciar al secular. Al cabildo cusqueño no le quedó más opción que renunciar a sus pretensiones y aceptar la derrota. Por ello, el mismo día de Santiago, decidieron “que no se fuesse a la iglesia mayor por no pasar indecencias sino que el dicho Estandarte Real se lleuase por las calles que se suele y acostumbra llevar a la iglesia y combento del señor san francisco de esta ciudad donde se diga la misa y haga la fiesta que se suele hacer”.134 Era la única salida que tenían para evitar un mayor desgaste de su capital simbólico y verse envueltos en una aún más vergonzosa y deshonrosa situación. Pero los pleitos y desavenencias siguieron sucediendo. El corregidor cusqueño se quejó de que el jueves 28, cuando fue a escuchar la misa a la catedral, no se le devolvió el saludo que hizo al obispo y prebendados quienes se encontraban en el coro de la iglesia. Aún más grave y público fue el hecho de que durante la misa, al momento de darle la paz, fue un simple monaguillo quien le llevó el portapaz y no un sacristán de orden sacra como sí había ocurrido todos los días pasados.135 133 “Libros de Cabildo de la ciudad de Cusco”, 25 de julio de 1624, ARC, t. XII, f. 105v-106r. 134 “Libros de Cabildo de la ciudad de Cusco”, 25 de julio de 1624, ARC, t. XII, f. 106r. 135 “Libros de Cabildo de la ciudad de Cusco”, 2 de agosto de 1624, ARC, t. XII, 106v. El tema de la “paz” fue motivo de múltiples discusiones a lo largo del siglo XVII. Este breve rito, que supone un pedido por la paz, comunión y caridad católicas previo a la Eucaristía, se realizaba por medio de un emisario del sacerdote que celebraba la misa quien se acercaba a los fieles llevando un portapaz–una placa casi siempre de metal con alguna inscripción- para que sea besado; la calidad del enviado importaba pues era un reflejo del aprecio que el celebrante tenía hacia los oyentes. Además, había otro punto conflictivo; no todas las personas recibían la paz; este era un privilegio exclusivo de las personas con mayor autoridad y prestigio. Por tal motivo, continuamente hubo discusiones para determinar a qué personas o instituciones les correspondía tal prerrogativa. Si bien en el Cusco no hubo debate sobre la pertinencia de otorgarle la paz al cabildo, en Lima, por el contrario, el concejo tuvo que batallar bastante para que tanto el arzobispo como los oidores le reconociesen y permitiesen disfrutar de tal preeminencia siempre y cuando en la misa no estuviesen presentes ni el Virrey ni 78 A los pocos días de este incidente, el 30 de julio, el cabildo eclesiástico volvió a incitar al secular: utilizó preeminencias de las que no gozaba. Durante los oficios por la víspera de la fiesta de San Ignacio de Loyola en el colegio de la Compañía de Jesús, los prebendados ocuparon “asientos [que] cubrieron con manteles y fustanes en forma de cauildo contra lo que está mandado por prouisiones rreales”.136 Los ataques no pararon y el día de la fiesta de San Ignacio se produjo una mayor y más directa afrenta. No solamente cubrieron nuevamente sus sillas de la manera ya referida sino que cuando el corregidor Felipe Manrique ingresó a la capilla mayor e hizo el saludo acostumbrado al obispo este “no se levantó ni correspondió con más de quitarse el bonete” sin ponerse de pie, tal como era la forma acostumbrada. Por todo ello, en la sesión del 2 de agosto de 1624, el cabildo cusqueño acordó no concurrir a las diversas ceremonias y actos públicos en los que también participara el cabildo eclesiástico de la ciudad con el fin de “ebitar escándalos y malas consequencias” mientras esperaba lo ordenado por el Real Acuerdo sobre lo que se había de guardar en tales celebraciones.137 Como ya se adelantó, es interesante notar cómo todos estos agravios convirtieron al corregidor en uno de los principales defensores de las preeminencias del cabildo, haciendo causa común con el resto de capitulares y oponiéndose conjuntamente contra el obispo y el cabildo eclesiástico; el cabildo secular apareció en esta ocasión como un solo y sólido cuerpo que defendía de forma unánime sus privilegios y su autoridad dentro de la ciudad. Esto no siempre fue así; al interior del concejo hubo múltiples y constantes conflictos que la Real Audiencia; ver LCP, III, 295-297; LCP, VI, 22; LCP, VII, 47v.; LCP, VIII, 45; LCP, IX, 364-365 y en Recopilaciones, Libro II. Título XV. De las precedencias y ceremonias, 65v. 136 “Libros de Cabildo de la ciudad de Cusco”, 2 de agosto de 1624, ARC, t. XII, f. 106v. 137 “Libros de Cabildo de la ciudad de Cusco”, 2 de agosto de 1624, ARC, t. XII, 107r. 79 enfrentaron al corregidor y a los regidores entre sí. Por lo ya visto en el primer capítulo, la figura del primero solía ser muy problemática; puesto que era un agente externo a los regidores, a la elite regional, y al ser un funcionario real, designado ya sea por el rey o el virrey, servía como contrapeso a la autoridad local propia del municipio y los concejales. Había pues una clara competencia por el poder y la autoridad, ello supuso que las relaciones al interior del cabildo no siempre fuesen del todo cordiales y que más bien hubiese muchas fricciones y desavenencias. Así se tiene, por ejemplo, que en 1615 la víspera de la fiesta de Santiago también sirvió como el escenario de un conflicto protocolar. En aquella ocasión no se enfrentaron los dos cabildos; fue el corregidor de ese entonces, don Pedro de Córdova Mesía, quien despreció a los capitulares. Intentó que su teniente ocupase un lugar preferente en la procesión de aquel día; quería que ambos estuvieran al centro del cortejo acompañando sendos lados del alférez. Tal ordenamiento suponía excluir a los alcaldes ordinarios, quienes normalmente iban a los flancos del corregidor, tras el alférez con el estandarte. Esto era algo “muy en perjuicio de los privilegios de la ciudad” y motivó la reacción y protesta de los regidores quienes inmediatamente se quejaron ante el virrey para poner freno a las ambiciones del corregidor y su criado. Uno de los alcaldes de la ciudad, don Francisco de Salas y Valdés, escribió una carta en representación del cabildo en la que exponía las intenciones del corregidor al mismo tiempo que recordaba la costumbre y mandato que señalaban que, siempre y cuando este último asistiese a alguna celebración pública, el teniente del mismo no podía tener ni lugar ni asiento preferentes a los de los alcaldes. Por tal razón, pidió al virrey que mandase al corregidor y a su teniente que, tanto en la víspera y fiesta de Santiago como en cualquier otra celebración pública, respetasen la costumbre y las preeminencias de los alcaldes. La contestación dio la razón a los regidores 80 ya que el marqués de Montesclaros mandó lo pedido por Salas y Valdés, evitando, de esta manera, que se lastimara el honor de los capitulares.138 De esta forma, mediante la defensa de sus preeminencias y la aceptación de las mismas por parte del Virrey, el cabildo cusqueño pudo marcar distancia con el corregidor e imponerle su autoridad, así como a la ciudad en general. Otra muestra de lo complicadas que eran las relaciones entre el corregidor y el cabildo del Cusco se tiene al observar lo acaecido en 1631. En la sesión municipal del 27 de junio de dicho año se informó que el comisario del Santo Oficio había excomulgado al corregidor Felipe Manrique y a su teniente. El motivo de tan radical decisión fue que el corregidor se había negado a que don Antonio de la Cerda y Joan Méndez, notario y familiar del Santo Oficio respectivamente, se sentaran en el tablado construido por la ciudad para la fiesta del Santísimo Sacramento. Al ser la excomunión un hecho «escandalosso y en desautoridad desta ciudad y de daño para los dichos corregidor y teniente», todos los capitulares aprobaron que “la ciudad salga a la defensa de este casso y que el señor procurador general tome la boz por ella”. Pedían escribir tanto al virrey como al Tribunal de la Santa Inquisición en Lima solicitando que los ofensores fueran castigados y obligados a pedir disculpas públicamente. También se acordó que el probable juicio en defensa del corregidor fuese pagado con dinero del cabildo.139 El concejo salió así en defensa de sus fueros, protegiendo la imagen y honor de la institución en su conjunto, de todo el cuerpo, que eran la base sobre la que descansaba su condición de cabeza de república. Por muchos conflictos que el cabildo mantuviese con el corregidor este ya se 138 Provisión manda por el virrey marqués de Montesclaros del 22 de junio de 1615”. Copiada en “Libros de Cabildo de la ciudad de Cusco”, 28 de setiembre de 1615, ARC, t. XI, f. 101v. 139 “Libros de cabildo de la ciudad de Cusco”, 27 de junio de 1631, ARC, t. XIII, ff. 62r-62v. Las cursivas son nuestras. 81 había asentado y era parte de la institución la cual ya no podía funcionar o gozar del mismo honor sin la presencia de este agente. Pero esta alianza duró muy poco. Menos de un mes después, el 21 de julio, el regidor y alcalde don Gerónimo Costilla de Nocedo140 presentó una provisión del virrey marqués de Montesclaros, del 22 de junio de 1615, la cual ordenaba que el teniente del corregidor no ocupase mejor lugar que los alcaldes ordinarios en los diferentes actos públicos. No obstante, ese mismo día se presentó también una provisión del virrey príncipe de Esquilache, del 9 de mayo de 1620, que mandaba que el teniente fuera preferido sobre los alcaldes. Este último era el protocolo que desde esa fecha se cumplía y que en ese momento estaba en plena vigencia. Ante esta situación, los capitulares votaron para elegir cuál de las dos provisiones acatarían. Como no podía ser de otra manera, los regidores decidieron por unanimidad que se respetaría la provisión de Montesclaros. Sostuvieron que normalmente esa había sido la costumbre y que a su vez existía una ordenanza del virrey Francisco de Toledo que mandaba lo mismo. Los concejales comunicaron su elección al corregidor, pero este se negó a cumplir tal mandato. Señaló que no había por qué cambiar el orden, ya que hacía once años que los tenientes tenían un lugar preferente. Los cabildantes no se conformaron y exigieron varias veces a Manrique que obedeciese dicha provisión. Pese a todo, este último no cambió su postura y se negó una y otra vez a acatar la votación de los capitulares, quienes tan solo consiguieron que aceptase escribir al virrey y, así, ambas partes le diesen su testimonio.141 Mediante esta acción, el corregidor no solamente defendía sus preeminencias (legítimas o no) y las de sus criados, sino que afirmaba su jerarquía sobre el cabildo y, por ende, sobre el resto de la ciudad. 140 Quien, para mayores señas, era nieto de Gerónimo Costilla, el acaudalado encomendero que, como se vio en el primer capítulo, fue asimismo corregidor de la ciudad a finales del siglo XVI. 141 “Libros de cabildo de la ciudad de Cusco”, 21 de julio de 1631, ARC, t. XIII, ff. 64v-66v. 82 Ciertamente, estos lances entre el corregidor y el cabildo, cuyo terreno era el ámbito ritual y simbólico, los separaban y los convertían en dos entes distintos. El corregidor intentaba marcar su superioridad, mostrar que era diferente del resto de capitulares e imponer su voluntad sobre los mismos, lo que le permitía ejercer el poder local. En aquellas ocasiones el corregidor y los regidores se volvieron contrincantes, rivales. Había, pues, una relación tirante y conflictiva entre el corregidor y el cabildo puesto que de una parte el corregidor tenía que dominar e imponerse sobre los regidores para así ser él quien gobernase la ciudad por encima de la elite local. Pero, por otra parte, necesitaba defender la autoridad del cabildo en su conjunto, como cuerpo, ya que su legitimidad y poder no existían fuera del cabildo, no era algo que le perteneciese a él de forma particular, si no algo que disfrutaba en tanto primer miembro del cabildo. E igualmente, el cabildo lo rechazaba por ser una autoridad exógena que lo limitaba; pero también ya estaba tan institucionalizada su figura a la cabeza del cabildo que era indispensable para asegurar la autoridad de tal institución. Así se tiene que los conflictos en torno a las preeminencias tenían un papel fundamental en la elaboración de los roles instituciones de sus participantes al permitir una re-definición de las mismas, forjar alianzas y unir intereses. Aquellos personajes que en determinado momento aparecían como rivales fácilmente podían volverse aliados y asumir una sola posición e identidad cuando relacionaban sus intereses en oposición a los de otros individuos. A lo largo del siglo XVII es posible observar constantes pleitos y desavenencias, todos enmarcados en el tema del ceremonial y de las preeminencias, que 83 una y otra vez enfrentaron al corregidor con los regidores y sobre todo a los dos cabildos cusqueños.142 Honor y poder Esta relación tan conflictiva es perfectamente comprensible cuando se aprecia que ambos cabildos estaban en una lucha permanente y abierta por el poder. Mientras que en Lima, la capital del virreinato, en líneas generales no existía duda alguna acerca de la preponderancia del virrey sobre el resto de actores al ser él la imagen y representación del monarca, en las demás ciudades no había una jerarquía indiscutidamente superior.143 En el Cusco, la hegemonía del cabildo secular sobre el resto de actores podía ser cuestionada o no respetada plenamente. Este tuvo que defender su posición e identidad arduamente, disputándola con las demás instituciones o cuerpos de la ciudad en todos los ámbitos. Uno de estos, que tenía validez e importancia en sí mismo, era el del honor, ligado a las ceremonias y al capital simbólico. Así, para poder ser reconocido como cabeza de república, es decir, como la mayor autoridad, el cabildo secular estaba compelido a luchar y ganar al eclesiástico. Su propia situación dependía de la relación que estableciese con él. Por ello mismo, el corregidor (habitual contrincante de los regidores) se mostraba sumamente interesado en defender las preeminencias del cabildo puesto que su posición como máxima autoridad en la ciudad estaba subordinada enteramente a que la sociedad aceptase la primacía del municipio. De modo paralelo, se observa que en los conflictos por las preeminencias al mismo tiempo que se iba re-configurando constantemente el rol social de las instituciones 142 Otros ejemplos de pleitos entre los dos cabildos pueden encontrarse en “Libros de cabildo de la ciudad de Cusco”, ARC, t. XII, ff. 70r y 79r; y Esquivel y Navia, Noticias cronológicas, t. II, pp. 17, 23, 42-43, 55, 89, 120 y 132. 143 Incluso esta jerarquía del virrey no era absoluta ni indiscutida. Al respecto, véase Cañeque, “De sillas y almohadones”, 609-634. 84 involucradas, se iba discutiendo y construyendo el poder y la autoridad. Esto ocurría porque en estas peleas se ponía en juego el honor de los involucrados, el cual era un componente central del poder en el Estado-teatro peruano del siglo XVII. Este es, tomando la definición de Julian Pitt-Rivers, “el valor de una persona a sus propios ojos, pero también a los ojos de su sociedad. Es su estimación de su propio valor o dignidad, su pretensión al orgullo, pero es también el reconocimiento de esa pretensión, su excelencia reconocida por la sociedad, su derecho al orgullo”.144 Conviene añadir a este concepto la idea, propuesta por Ann Twinam, de que el honor es un atributo tangible, es decir, palpable o evidente, pese a no tener características físicas. En este sentido, tiene un parecido con la inteligencia: es constatable pese a ser inmaterial.145 Por todo esto, había una estrecha y evidente relación entre el honor y las ceremonias públicas puesto que, tal como señala Julio Caro, el honor estaba asociado con las ideas de “consideración, estima, gloria”, que, a la vez, iban de la mano con la existencia de “dignidades y magistraturas públicas”, es decir, solamente a las personas honorables se les permitía el ejercicio de la autoridad y del poder.146 Esta última cualidad del honor era clave y debe ser ligada con las ceremonias y fiestas en general. Strong ha señalado que la importancia política de estas celebraciones públicas es entendible si se las ve como parte y complemento natural de la magnificencia. Un gobernante debía mostrarse todopoderoso. La magnificencia, el derroche de lujos, no era considerado un defecto, como podría pensarse actualmente cuando se privilegia la eficiencia y la moderación; era más bien una virtud regia. Solamente los poderosos, aquellos que podían gobernar, eran capaces de juntar 144 Pitt-Rivers, Julian, “Honor y categoría social”. En Peristiany, J. G. (ed.). El concepto del honor en la sociedad mediterránea, (Barcelona: Editorial Labor, 1968, Traducción de J. M. García de la Mora), 22. 145 Twinam, Ann, “The Negotiation of Honor”. En Johnson, Lyman L. y Sonya Lipsett-Rivera (eds.). The Faces of Honor. Sex, Shame, and Violence in Colonial Latin America, (Albuquerque: University of New Mexico Press, 1998), 73. 146 Caro Baroja, Julio, “Honor y vergüenza”. En Peristiany (ed.), El concepto del honor en la sociedad mediterránea, 79. 85 diferentes recursos, y debían hacerlo saber. No se podía pretender ser un buen rey si no se demostraba, sobre la base del esplendor material, el poder que el gobernante gozaba, aunque en ello se gastase todo el dinero del que se disponía.147 Pues bien, el honor –que se materializaba en el disfrute pleno, ostentoso y magnificente de las preeminencias- era un elemento indispensable del poder en el Estado-teatro peruano del siglo XVII en la medida que solo podían gobernar quienes lo tenían en suficiente cantidad. Esto explica en gran parte la fascinación y obsesión por el honor que caracterizaba a la sociedad virreinal y que muchas veces ha sido incomprendida y ridiculizada. De este modo, el lugar que se ocupaba (y por el que tan ardorosamente se enfrentaba el corregidor Manrique contra el cabildo cusqueño) en las procesiones y demás eventos públicos estaba en directa relación con el honor que cada sujeto poseía. No era simplemente un reflejo del mismo, sino que era una relación recíproca en la que un buen lugar contribuía al fortalecimiento del mismo. En otras palabras, estar en un lugar preponderante en la procesión incrementaba el honor. Al mismo tiempo, gozar de un lugar secundario restaba el capital honorífico; el cual consistía, para el cabildo cusqueño del XVII, en el respeto social que se materializaba en la posibilidad de gozar de sus preeminencias tranquilamente (tanto aquellas que le correspondían legítimamente como las que no, pero que de igual forma aspiraba obtener) sin ninguna interferencia u objeción. Paralelamente, las procesiones contenían en sí mismas un valor y mensaje político. En este sentido, el valor de estas ha sido destacado por diversos autores. Principalmente, se ha realzado su función estructuradora y jerarquizante, puesto que eran una muestra visible y 147 Strong, Roy, Arte y Poder. Fiestas del Renacimiento 1450-1650, (Madrid: Alianza Editorial, 1988), 36-37. 86 estática de la organización de la sociedad.148 En ellas, un poblador del siglo XVII claramente podía identificar el lugar que cada quien ocupaba en la estructura social, reconociendo fácilmente a los que se consideraban como superiores. El hecho de que tanto las procesiones como las órdenes y mandatos que las regulaban fueran rígidas da la apariencia de una sociedad estática e inmutable. Por tal razón, algunos autores han sostenido que el protocolo de las ceremonias, tan formal, cerrado y estricto, era fielmente seguido.149 Si bien las procesiones se muestran rígidas, como una fotografía de un escalafón y una estructura sociales imperturbables, esto es bastante ilusorio. Lo cierto es que el lugar en los actos públicos estaba en permanente discusión y cambio. Las procesiones estaban, más bien, en una constante dinámica en la que salvo los lugares de las personas e instituciones centrales y universalmente aceptadas como superiores —vale decir el, monarca, el virrey, Dios representado en la hostia, la Real Audiencia—, los demás puestos se hallaban en una constante disputa. Las que se podrían denominar autoridades secundarias se encontraban en condiciones similares de disputarse un mejor lugar, así como también existía la posibilidad de que el sitial que poseían fuese atacado y disminuido. Así, resultaba muy difícil determinar tajantemente cuál era superior a la otra. La definición de las jerarquías, tanto en el papel como —sobre todo— en el momento mismo de las ceremonias, era un campo de lucha diario en el cual muchas veces pesaban más el poder e influencias poseídos en ese instante que las cédulas que avalaban 148 Ver por ejemplo Darnton, Robert. “Un burgués pone en orden su mundo: La ciudad como texto”. En Darnton, Robert. La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, (México: Fondo de Cultura Económica, 1987), 109-147; y Valenzuela, Liturgias del poder, 232 y ss. Uno de los principales motivos de dicha función era la ya mencionada idea organicista que existía en aquella sociedad, puesto que en las procesiones (sobre todo en las más grandes) participaban todas las organizaciones que conformaban la república y aparecían según su orden de importancia dentro de dicho cuerpo político. 149 Por ejemplo, Torres Arancivia, Eduardo, Corte de virreyes. el entorno del poder en el Perú del siglo XVII, (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2006), 97; y Acosta de Arias Schreiber, Rosa María, Fiestas coloniales urbanas (Lima-Cuzco-Potosí), (Lima: Otorongo Producciones, 1997), 166-167. 87 las pretensiones; y en una sociedad como el Cusco en la que no existía ni virrey, ni Audiencia se daba un campo propicio para disputas abiertas en las que era protagonista el corregidor; ya sea enfrentándose al obispo, al cabildo secular, así como a otras de las muchas instituciones que existían en el Cusco virreinal. En teoría, las procesiones representaban el ideal de cómo debía estar organizada la sociedad y cuál debía ser su estructura y jerarquía, pero había una distancia entre este modelo abstracto y lo que en la práctica sucedía en las ceremonias. El corregidor y el cabildo, con motivo de su ya reconocida importancia política, encabezaban las procesiones y celebraciones, pero no podían esperar que el resto de instituciones respetase simple y silenciosamente su lugar preferente en tales ceremonias por ser ese el ideal y estar así normado (ni entre ellos mismos se respetaban). Sabían que su posición podía ser cuestionada (algo que en efecto sucedía) y debían estar preparados para ello. No había, pues, una convicción absoluta de la jerarquía social. Las preeminencias estaban en constante discusión, así como la jerarquía de cada quien dentro de la sociedad. Es por este motivo que el corregidor luchó permanentemente para defender su lugar como el de sus criados, tanto en las procesiones como en las diversas ceremonias públicas. Siempre buscó tener un lugar preferente para así establecer y definir su también preferente posición en la sociedad. Esto indudablemente ocasionó conflictos con las demás instituciones virreinales, puesto que, como es evidente, dos personas no pueden ocupar el mismo espacio, cada mejora del lugar y posición de alguien implicaba, asimismo, desplazar a alguna otra institución o persona a uno peor.150 150 En este sentido, uno de los conflictos más llamativos que tuvo el cabildo limeño fue con el capitán de la guardia del virrey, con quien, a lo largo de todo el siglo XVII, discutió su primacía en las procesiones. El momento más álgido del debate se dio en 1623 cuando tres regidores fueron apresados luego de que abandonaron la procesión en represalia contra el virrey marqués de Guadalcázar, quien favorecía y permitía el 88 Otro rasgo ya mencionado de las disputas en torno a las preeminencias es que el respeto a estos privilegios implicaba una consideración hacia la propia corporación u organización. Además, se aprecia que cada desaire, cada afrenta, ya fuera con el objeto de disminuir o negar las preeminencias, afectaba directamente el poder del agraviado. Una y otra vez se repite que el no respetar las preeminencias del cabildo iba en «desautoridad» del mismo. Asimismo, como bien señala Cañeque en su estudio sobre la importancia política de las ceremonias públicas en el México virreinal, las ofensas no iban dirigidas hacia las personas, sino a los oficios, a la investidura (y autoridad) misma. Esto se debía, en gran medida, a la visión organicista que se tenía de la sociedad, en la que los individuos adquirían su personalidad en tanto miembros de un cuerpo.151 Esto implica que el honor se poseía en virtud de la pertenencia a algún grupo y no tenía un carácter individual o particular. Por este motivo, era muy especial y delicada la vinculación que hiciese el corregidor con el cabildo. Finalmente, era su cabeza por lo que su honor y su destino político estaban estrechamente vinculados. Por ello mismo, por más tensión y problemas que hubiese entre ambos, estos eran puestos de lado al momento de enfrentarse a otros contendientes. Ni el corregidor, ni el cabildo, podían darse el lujo de que las preeminencias del uno o del otro fuesen atacadas públicamente por algún adversario externo. Entonces, tanto la fiesta misma como el lugar que se ocupaba en ella contribuían al fortalecimiento y construcción del honor del corregidor y del cabildo en un despliegue de mejor posicionamiento de su capitán. Ver Archivo General de Indias, Escribanía de Cámara, 505-A, 3 piezas; y Polo y La Borda, “Ceremonias públicas y elites locales”, 20-35. 151 Cañeque, “De sillas y almohadones”, 631-632. 89 gloria y de magnificencia.152 Esto brindaba lo que Cañeque denomina crédito, el cual posibilitaba el ejercicio del poder por parte de los gobernantes. Tal situación era factible puesto que las celebraciones públicas construían el poder mediante un acto formal de re- presentación. En otras palabras, «el poder se hacía presente por medio de representaciones ceremoniales».153 Esto suponía, como lo expone Serge Gruzinski, que era en las ceremonias donde se desarrollaba lo político, donde ocurría el debate ideológico del momento. La intervención, exitosa o no, de los líderes políticos permitía la redefinición de su status quo, es decir, de su identidad. En definitiva, las ceremonias servían como un escenario en el cual la elite política podía aumentar o disminuir su autoridad.154 Lo anterior se hizo sumamente notorio en el Cusco, donde la disputa por el poder fue mucho más abierta que en otros lugares dado que no había una definición precisa de cuál era la máxima autoridad, la que era pretendida tanto por el cabildo religioso, con el arzobispo a la cabeza, como por el cabildo secular y el corregidor de la ciudad. Entonces, las disputas protocolares eran contiendas entre instituciones por el poder en sí mismo, las cuales no necesariamente tenían que esconder tras de sí otras motivaciones o intereses. Es difícil hablar de pugnas económicas, o entre criollos y peninsulares, cuando los contendientes formaban parte de un mismo grupo social. Así, el conflicto era por defender las preeminencias, el honor y el poder de cada institución y corporación más allá de otros intereses o motivaciones. Se ve que en está ocasión está operando -o se está poniendo énfasis en- la esfera ritual del poder. Una vez más, esta dimensión del estado no resulta exclusiva, sino que complementa a otras 152 Los libros Fiestas coloniales urbanas y Arte festivo en Lima virreinal, de Rosa María Acosta y Rafael Ramos Sosa, respectivamente, describen el grado de esplendor y lujo que había en las fiestas limeñas, en las que se gastaban cuantiosas sumas de dinero, muchas veces más allá de las reales posibilidades materiales del cabildo. 153 Cañeque, “De sillas y almohadones”, 613-628. 154 Gruzinski, Serge. “El Corpus Christi de México en tiempos de la Nueva España”. En Molinié, Antoinette (ed.). Celebrando el cuerpo de Dios, (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 1999), 165-166. 90 (como las que se han trabajado en el primer capítulo) que se centran en el rol de la violencia, de la justicia y de las instituciones como los elementos que brindaban legitimidad al estado. En este escenario teatral, la autoridad y la soberanía se basaban en la magnificencia, el status y el honor. Estos conflictos eran, pues, espacios donde se iba construyendo la autoridad del estado. Aparecían como una esfera muy común a través de la que se ejercía y se negociaba el poder. Por este medio, el corregidor iba asentando y confirmando su dominio; y al ocurrir esto, una vez más, se iba afirmando el de la propia corona hispana. Estado-teatro Entonces, las ceremonias públicas servían como un espacio político si se considera que estas estaban enmarcadas dentro de un sistema que así lo permitía. En este sentido, retomando a Skinner, vale la pena prestar atención a otras acepciones de la palabra estado: clase y pompa. Esto supone enfocarse, como bien dice Cañeque, en las creencias y prácticas políticas de la época,155 que se caracterizaban por un interés por el honor, enmarcadas en la teatralidad y rito de los actos públicos. Significa también, entender que había una dimensión de la práctica política muy distinta a la actual y a la que tradicionalmente se atribuye al estado moderno (como son monopolio de la violencia y de la justicia, y aparato burocrático) que hacía sus primeras apariciones por aquella época. Hay que tener presente, sin embargo, que estas no son dimensiones excluyentes; sino que son dos caras de un mismo proceso y –tal como se verá en el caso expuesto en el siguiente capítulo del conflicto entre el arzobispo y el corregidor cusqueño- los fenómenos y disputas políticas se daban en estos frentes al mismo tiempo. En este momento se busca 155 Cañeque, The King´s Living Image, 16. 91 enfatizar una característica que muchas veces no ha sido tomada en cuenta o ha sido subvalorada: esta era una sociedad en la que la discusión política se hacía directamente en la esfera pública y tenía primordialmente un carácter visual y formal. Por este motivo, el ser y el ser público estaban ligados y resultaban indistinguibles el uno del otro. Conviene detenerse un momento en este detalle, prestar atención al hecho que estas celebraciones, y los conflictos que acarreaban, eran públicos. La publicidad en todas estas disputas es esencial para entender mejor el funcionamiento de estas ceremonias. En primer lugar, porque solamente pueden entrar en conflicto dos seres previamente conocidos. Peristiany lo señala claramente cuando afirma que “el honor de cada uno está sólo implicado en relaciones particularizadas en las que cada actor es una persona social bien definida. Cuando los actores son anónimos, el honor no está implicado”.156 Esto conlleva a que, en estas luchas por las preeminencias, que eran, en suma, una competición por el honor, era fundamental la aceptación y reconocimiento del rival, del derecho que tenía el otro para lanzar un agravio y de aceptar que valía la pena defenderse. Pierre Bourdieu muestra que resultaba contraproducente responder la ofensa de un ser desconocido o sin el suficiente honor como para ser tomado en cuenta;157 la pelea por el honor se debía dar entre iguales o, cuando menos, semejantes. Por ello, la disputa por la jerarquía en el Cusco solamente se podía dar entre instituciones que se consideraban (y fuesen consideradas) con el suficiente poder, autoridad e importancia: los cabildos secular y eclesiástico. En este sentido, la decisión del municipio de no participar en más ceremonias era finalmente una forma de atacar a los religiosos y restarles importancia. Dichas celebraciones ya no tendrían 156 Peristiany (ed.), El concepto del honor en la sociedad mediterránea, 16. 157 Bourdieu, Pierre. “El sentimiento del honor”, En ib., 180-181. 92 la misma prestancia y ostentación sin su conflictiva, pero siempre honrosa y necesaria, presencia. Del mismo modo, no defender públicamente una ofensa significaba consentir y aceptar que el otro tenía la razón. En otras palabras, cada vez que no se respetaban las preeminencias de los corregidores y sus criados, así como del cabildo, se daba el mensaje de que no se aceptaba que aquél fuese poseedor del suficiente honor o, en todo caso, que este no era lo suficientemente grande y respetado como para asegurar un disfrute pleno de sus privilegios. Ello iba a la par de una disminución de su capital social y político. Todo esto lleva a afirmar junto con Geertz –quien lo dice así para Bali durante el siglo XVIII- que la sociedad Hispanoamericana era una en la que “los rituales reales [….] representaban, en la forma de espectáculo, los principales temas del pensamiento político […]: el centro es ejemplar, el estatus es el fundamento del poder, el arte de gobernar es un arte dramático. Pero hay más que esto, porque los espectáculos ceremoniales no eran simples embellecimientos estéticos, celebraciones de una dominación que existían independientemente de ella: eran la cosa en sí misma”.158 El Estado-teatro peruano del siglo XVII tenía como elementos indispensables la ceremonia, la pompa, el esplendor, las preeminencias y el honor; pero, al mismo tiempo, era un estado que estaba dirigido hacia la elaboración del espectáculo, el cual era “la fuerza conductora de la política de dicha corte”.159 Por ello mismo, las disputas en torno a las ceremonias eran un aspecto central del sistema. Estos conflictos ocurrían día a día y en todo tipo de celebraciones, especialmente en un ámbito regional, y resultaban, como dice Geertz, en una “refriega política cuyas energías eran provincianas y sus ambiciones cósmicas”. Por 158 Geertz, Negara, 200. 159 Ib., 28. 93 tal razón, “cada señor, a cualquier nivel y en cualquier escala buscaba distanciarse de sus más inmediatos rivales expandiendo su actividad ceremonial”.160 Por consiguiente, las diferencias políticas entre el corregidor y las demás instituciones se expresaban y surgían al mismo tiempo a través de los conflictos por las preeminencias. Era una suerte de relación dialéctica en la que las preeminencias, a la vez que son reflejo de la sociedad, la van configurando. Como señala Geertz, las celebraciones públicas funcionan como el lenguaje: este sirve para describir la realidad, pero al mismo tiempo que se lo emplea, la va transformando y (re)construyendo.161 Por otra parte, esta constante actividad política caracterizada por el permanente conflicto y negociación -tanto entre pares como con el gobernante- era una cualidad vital del sistema político hispano que los permitía, sustentaba y alentaba. En esta línea, Cañeque señala que el sistema político español se caracterizaba por una disgregación y dispersión del poder en el que participaban múltiples sujetos y corporaciones. Todos ellos intentaban imponer su posición y su punto de vista. Como se viene diciendo, una arena clave en la que se realizaba este enfrentamiento estaba constituida por las procesiones y demás celebraciones públicas.162 Sin embargo, y aunque pueda parecer paradójico, esta posibilidad de conflicto, de negociación, permitió el establecimiento de un poder centralista y absolutista. Historiadores como John Phelan y Frederick Pike han advertido que esta situación de permanente enfrentamiento entre las instituciones virreinales era propia de una sociedad 160 Ib., 229-230. 161 Geertz, Clifford. “La religión como sistema cultural”. En Geertz, Clifford. La interpretación de las culturas, (Barcelona: Gedisa, 2005), 87-117, principalmente 91-92; Cañeque, The King’s Living Image, 299. 162 Cañeque, The King’s Living Image, 29-33 y 296-378. 94 patrimonialista.163 Una sociedad en la que no estaban definidos claramente los límites ni funciones de las instituciones lo que hacía que se superpusiesen y vigilasen mutuamente; de suerte que el gobierno central evitaba que una institución adquiriese gran autonomía y poder que pudiese poner en entredicho la autoridad de los tan distantes reyes. Esta es pues una profunda tensión política que ocurría en aquella época. Por una parte estaba presente esta tradición y práctica que propiciaba la dispersión del poder, que esperaba que la corona no lo monopolizara. Así, era posible una inclusión de diversos y contradictorios actores e intereses dentro del sistema político. Por la otra parte, aparecía al mismo tiempo un incontenible esfuerzo centralizador (descrito en el anterior capítulo) que suponía tanto la aparición de una serie de instituciones, así como el debilitamiento de los poderosos regionales, ya sea por medios violentos como otros más sutiles como son la justicia. En este sentido, se observa que la emisión de una cédula real no significaba en absoluto la solución de las disputas; más bien las cédulas eran mecanismos mediante los cuales se manifestaba el conflicto, razón por la que muchas veces estas se oponían entre sí. Este fenómeno puede explicarse en el carácter casuístico del sistema jurídico virreinal, en el que primaban la costumbre y el hecho sobre la ley misma, por lo que esta última no siempre se cumplía al pie de la letra.164 De otro lado, se advierte que ello es una característica del sistema patrimonialista; así, tras las polémicas por el lugar en las procesiones estaba una lucha por el poder en la que el rey era tomado como un gran árbitro que tenía la delicada 163 Pike, Fredrick B., “The Municipality and the System of Checks and Balances in Spanish American Colonial Administration”. The Americas. XV/2 (1958): 139-158; Phelan, John Leddy “Authority and Flexibility in the Spanish Imperial Bureaucracy”, Administrative Science Quarterly. V/1 (1960): 47-65. 164 Tau Anzoátegui, Víctor, La ley en América Hispana. Del descubrimiento a la emancipación, (Buenos Aires: Academia Nacional de la Historia, 1992), 59-61. 95 función de balancear los diversos intereses y posiciones dentro de la sociedad y de esta manera se legitimaba como la gran y primera autoridad imperial. De esta manera, el estado colonial no se fue estableciendo solamente a partir de una victoria militar sobre indios y conquistadores, ni a partir de una correcta imposición y utilización de servidores públicos que eran representantes del poder y de la justicia del monarca. Fue necesaria también la existencia de un espacio más amplio de discusión del poder, en el que participasen activamente todos los actores políticos (tanto los regios como los poderosos locales e incluso los religiosos). Finalmente, esta participación reforzaba y legitimaba el sistema mismo y, en última instancia, la soberanía de la monarquía. En esta esfera en que el poder estaba ligado con el honor no había personaje con mayor crédito que el propio monarca. Así, él suponía el máximo ideal y detentaba la mayor autoridad. Paralelamente, a través de las ceremonias públicas la elite hacía política a nivel local, discutía a las autoridades cusqueñas, trataba de limitar su poder, para luego apropiárselo. Tal como afirmara Geertz, estas autoridades locales participaban en “la refriega política cuyas energías eran provincianas y sus ambiciones cósmicas”.165 165 Geertz, Negara, 229. 96 Capítulo 3 El corregidor entre la antigua justicia y las nuevas relaciones imperiales (1650-1700) Y pasando este testigo por la calle de los procuradores desta ciudad oyó dar boses en cassa de don Pedro Farfán de los Godos y entrando a ver lo que era vido que una mujer española estaba diciendo a boces a Bartolome de Agual teniente de alguacil mayor de esta ciudad que le daría muchos palos si de allí no se iba y que en su cassa no entraua la justicia. (ARC, Corregimiento. Administrativo, Leg. 92,) El 12 de julio de 1676 se recibió en la ciudad del Cusco el general don Nuño de Espínola Villavicencio por corregidor de la misma gracias a una cédula real;166 pasó así por primera vez a América, luego de haber estado al servicio de la corona por más de veinte años en Europa. Se inició en sus funciones como paje del rey para luego desarrollar una carrera militar en los ejércitos en Extremadura y Cataluña donde se desempeñó notablemente en el sitio y toma de Arronches, en la batalla de Villaviciosa, entre muchos otros eventos bélicos que ocurrieron en el contexto de las guerras de restauración portuguesa.167 Pocos años después (en 1680) Pedro Balbín fue nombrado, por medio de una real cedula, como corregidor del Cusco tras haber servido “veinte y dos años, y diez días 166 Recibió el cargo por medio de Real Cédula de 1674. Cáceres y Ccarita, “Sucinta relación de corregidores del Cusco”, 175. 167 AGI, Indiferente, 123, N.112. “Méritos de Nuño Espínola y Villavicencio” f1-1v. 97 continuos en los Exércitos de Galicia, Estremadura, y Flandes” con los que participó en numerosos combates (principalmente contra los portugueses) como fueron, por ejemplo, la toma de Monzón, la de Salvatierra, de Arronches, o la quema del valle de Miñor. En su relación de méritos y servicios aduce que en tales batallas demostró su bravía, derrotando numerosas veces al enemigo y recibió más de una herida. Luego de sus periplos por tierras portuguesas fue enviado a Holanda donde participó en el sitio de Naarden. Por todo ello, no sorprende que tuviese el respaldo y las recomendaciones del conde de Monterrey, el duque de Villahermosa y del general don Baltasar Pantoja; gracias a las cuales en 1678 obtuvo el gobierno de Costa Rica, pero pareciera que nunca lo ejerció puesto que, tal como se acaba de señalar, dos años después fue apuntado para el corregimiento cusqueño, al que llegó acompañado de su sobrino Pedro Francisco Balbín y tres criados.168 Las diferencias de estos corregidores de finales de siglo XVII con los primeros corregidores cusqueños, instalados tras la rebelión de los encomenderos liderados por Gonzalo Pizarro, saltan a la vista. Un primer detalle es que gran parte de los corregidores eran nombrados efectivamente por el monarca y ya no pertenecían a la elite local, tal como se hallaba establecido en las Leyes de Indias.169 De los 42 corregidores que hubo hasta 1650, por lo menos 27 (es decir, el 64%) ocuparon el cargo mediante provisión del virrey de turno o de la Audiencia; porcentaje que es aún mayor (74%) si se toma en cuenta tan solo a los corregidores que hubo durante el siglo XVI. Mientras que entre 1650 y 1699 el porcentaje se redujo al 46%; lo cual es notable considerando la gran cantidad de agentes 168 Al parecer había cierta urgencia en que Balbín fuese a Cusco puesto que sus criados fueron exentos de la información requerida para obtener la licencia de viaje a Indias y así llegar lo más pronto posible. AGI, Indiferente, 125, N.147. “Méritos de Pedro Balbín”; AGI, Contratación, 5444, N.148. “Licencia de viaje a Pedro Balbín”, f.2 169 Recopilación de Leyes de Indias. Libro V. Título II. “De los Gobernadores, corregidores, alcaldes mayores, y sus tenientes, y alguaciles”. 98 que morían en el ejercicio y que debían ser reemplazados de manera casi inmediata para evitar un vacío de poder.170 Este no era un hecho aislado, sino que formaba parte del esfuerzo de los monarcas por asumir directamente el gobierno y administración de las Indias y para reducir la potestad de los virreyes americanos de proveer oficios, pues estos eran repartidos básicamente tan solo entre los criados del vicesoberano, mientras que los beneméritos (los descendientes de los conquistadores y primeros encomenderos) eran dejados de lado del gobierno americano. Eduardo Torres explica que esta realidad de la política virreinal peruana, si bien lindaba con la corrupción, también facilitaba la administración por parte de los virreyes. Sin embargo, fue debido tantos los abusos y excesos de los virreyes, así como los reclamos de los cada vez más postergados criollos, que en la última parte del siglo XVII la corona tomó decisiones drásticas para revertir esta situación. Fue así que en 1678 se emitió una cédula real por la que a los virreyes se les retiró la posibilidad de proveer cualquier cargo u oficio. Esta sería atribución únicamente del monarca, quien supuestamente debía favorecer a los criollos. Si bien esta cédula fue derogada en un corto plazo, en 1680, causó profundos cambios en la administración virreinal: Torres señala que en muchos casos la derogación fue meramente nominal y, además, los criollos permanecieron excluidos. Los oficios americanos continuaron recayendo en manos de peninsulares; aunque esta vez ya no eran parte de la corte de los virreyes, sino que se movían dentro de la corte real e imperial.171 El Cusco no era la excepción. Había una mayor preocupación de parte de los reyes por controlar efectivamente este corregimiento, por tenerlo a su disposición total y evitar 170 Estadística elaborada a partir de la información de Cáceres y Ccarita, “Sucinta relación de corregidores del Cusco”, 171-177. 171 Torres, Corte de virreyes, 121-126. 99 que los virreyes dispusiesen de él. Se podría suponer –entre muchas posibilidades- que esto ocurría porque los monarcas buscaban tener gente de su confianza en el cargo, como porque necesitaban recibir los ingresos por la venta de tal oficio, como que urgían del puesto para satisfacer los intereses del cada vez más grande aparato burocrático que iba surgiendo.172 Sean cuales fueren las motivaciones y justificaciones, el hecho es que -aunque limitada y contradictoria- cada vez era mayor la presencia del estado, el cual, en su afán centralizador, no detenía su marcha, ni su crecimiento; ni tampoco decrecía su interés por administrar directamente las posesiones americanas. Una segunda diferencia entre los corregidores de esta época con los de inicios del establecimiento de la autoridad hispana es que si bien estos representantes reales continuaban siendo personajes leales a la corona, que habían probado varias veces su fidelidad y dedicación, es destacable que los nuevos corregidores son completamente ajenos a la realidad cusqueña. Ya no es posible ver en tal función a personajes asentados en la región y con un amplio conocimiento de la misma, como lo fueron Polo Ondegardo, Gerónimo Costilla o Garcilaso de la Vega. A partir de la segunda mitad del siglo XVII es evidente que el corregimiento cusqueño, así como toda la ciudad, son parte de la dinámica imperial. Al ser esta una sociedad pacificada y asimilada ya no resultaba necesario tener corregidores con una función básicamente vigilante y coercitiva (como se ha visto en el primer capítulo) que tenían como primera misión hacer prevalecer el dominio regio y reprimir cualquier tipo de rebelión. 172 Si bien no se ha podido encontrar evidencia de la venta del corregimiento durante el siglo XVII, se sabe que don Diego de Esquivel y Navia pagó 30,000 pesos por tal cargo a inicios del siglo XVIII. Bernard Lavallé, El mercader y el marqués. Las luchas de poder en el Cusco (1700-1730), (Lima: Banco Central de Reserva, 1988), 18-20. 100 A partir del análisis de las informaciones de méritos y servicios de varios de los corregidores de fines del XVII, se constata que este puesto fue, para la gran mayoría, la culminación de sus carreras como funcionarios al servicio de la corona; tanto así que muchos murieron en el cargo o al breve tiempo de haberlo dejado. Se aprecia, entonces, que este corregimiento era dado a destacados servidores europeos, quienes gracias a su trabajo durante décadas, a las recomendaciones y favor de miembros de la corte real (y probablemente una apreciable suma de dinero), lograban obtener el deseado nombramiento que aparecía como una suerte de recompensa por todos los servicios brindados a la corona.173 Por otra parte, en este momento, los corregidores de indios tenían cada vez una mayor importancia como elemento de control y administración de la población indígena que, como es sabido, era el sostén del sistema virreinal. Por todos estos motivos, sorprende ver que este cargo continuó existiendo. Que, por una parte, la corona lo haya preservado para sí y, por otro lado, que los poderes locales no hayan hecho mayor protesta ni contestación contra el mismo. Aparte de servir como un premio, cabe preguntarse ¿cuál era la importancia de este funcionario desde la perspectiva imperial? e igualmente, ¿cuál era su valor desde la perspectiva de los poderes locales?, ¿por qué ya no era rechazado?, ¿qué necesidad tenían de él la elite cusqueña? Estas son las preguntas que se busca responder en el presente capítulo. Conviene notar cómo durante los siglos XVI y XVII fue construyéndose poco a poco el estado hispano. Como ya se explicó en el primer capítulo, Tilly destaca -entre los múltiples factores que posibilitaron este impremeditado fenómeno- el papel que tuvieron 173 Para más ejemplos de los servicios de los corregidores véanse: AGI, Indiferente, 118, N.107. “Relación de méritos y servicios de Luis Ibáñez de Peralta”; AGI, Indiferente, 115, N.71. “Relación de méritos y servicios de Alonso Paéz”; AGI, Indiferente, 117, N.50. “Relación de méritos y servicios de Gabriel Guerrero Luna”. 101 las guerras. Tanto porque una vez dominado un territorio surgía la necesidad de un aparato que administrara las tierras, bienes y gentes recientemente adquiridos y que progresivamente se fue distanciando (e incluso oponiendo) de la guerra; como porque la guerra a gran escala depende de la creación de una compleja “infraestructura de tributación, abastecimiento y administración” que también era autónoma y que creció a un ritmo mayor que los ejércitos. Esto dio lugar a la formación, entre otros, de “imperios perceptores de tributos” en los que se construyó un gran aparato militar y extractivo donde gran parte de la administración local “quedaba en manos de poderosos regionales que conservaban una gran autonomía”; aunque también estos últimos debieron ser controlados –mas sin alterar profundamente las bases de su poder-. Consecuentemente, se creó un “cuerpo definido de servidores reales” que se debía encargar de todas estas funciones administrativas, recaudadoras, logísticas y coercitivas.174 Resulta sencillo ubicar la monarquía hispana y los corregidores dentro de este panorama. Indudablemente, para la España imperial de los siglos XVI y XVII la guerra fue un elemento central, pero también la creación de una burocracia que permitió el control y la administración de los territorios y recursos. Elliot describe muy bien esta transformación del estado hispano alrededor de la guerra y la burocracia: “Si la guerra fue un tema dominante en la historia de España durante los reinados de Carlos V y Felipe II, la burocratización fue otro... La sustitución del rey guerrero Carlos V por el sedentario Felipe II, que pasaba sus jornadas de trabajo sentado ante su escritorio rodeado de montones de documentos, simbolizó muy adecuadamente la transformación del Imperio español al pasar éste de la era del conquistador a la del funcionario.”175 174 Tilly, Coerción, capital y los Estados europeos, 37-52; Weber, Economía y sociedad, 170-175. 175 Elliot, citado por Tilly, Coerción, capital y los Estados europeos, 120. 102 Este fenómeno se cristaliza en los mismos corregidores del Cusco tanto a nivel macro, de la institución en sí, como a un nivel particular de la biografía de cada corregidor. Inicialmente, su principal función es contener las posibles insurgencias, pero (como se verá en breve) conforme avanza el siglo XVII cumplen un rol, sobre todo, administrador. Del mismo modo, estos funcionarios de finales de la decimoséptima centuria empezaban sus servicios como soldados activos en la guerra, para luego pasar a ser parte del aparato burocrático que tenía que asegurar tanto un gobierno sobre los poderes locales, como una adecuada y eficiente extracción de recursos. Por todo lo señalado, Cusco aparecía como una interesante plaza para entregar a funcionarios medios, segundones de la nobleza, bien recomendados que con este oficio alcanzaban el cénit de su carrera. No hay que olvidar que la ciudad se consideraba como la cabeza de la república y a la misma altura que las ciudades más importantes de todo el imperio y, como ya se dijo, este privilegio recaía sobre las autoridades locales. Ello hacía aún más apetecible el corregimiento, puesto que se trataba de un oficio que reclamaba para sí la representación regia. Esta delegación de poder adquiría mayor trascendencia en esta vasta región donde había importantes riquezas y recursos; pero sobre todo, donde no había ni virrey ni Audiencia. Por ello, el corregidor aparecía con una amplia autoridad, muy difícil (aunque no imposible) de contestar. Al mismo tiempo, cuanto más importante era el personaje que llegaba a ocupar el cargo de corregidor, cuanto mayor era el crédito que disponía; mayor era el orgullo y honor para la propia ciudad y sus pobladores. Pero, además, Cusco ya no necesitaba una constante represión y vigilancia militar. Los días de las rebeliones abiertas eran cosa del pasado. No se discutía la autoridad de los reyes hispanos; más aún, la articulación de la ciudad al sistema político imperial era plena. Del mismo modo, el corregidor ya había logrado establecer su autoridad –si bien nunca 103 exenta de conflictos y disputas- por lo que este podía ser alguien totalmente ajeno a este mundo y sobrevivir. Ya no era necesario un conocimiento cercano de la realidad, ni tampoco especialistas en la administración, ni funcionarios con misiones precisas y difíciles de cumplir; sino que bastaba que los Espínolas y los Balbínes tuviesen la suficiente capacidad para insertarse en una sociedad que caminaba por sí misma y que cumpliesen lo que en líneas generales se esperaba de ellos. Sin embargo, el corregidor aún cumplía dos funciones básicas para el mantenimiento del estado. Por una parte, el corregidor continuó siendo la principal fuente de justicia local y, por otra, mantuvo aún un papel central en la repartición de tierras y mano de obra: ya no como botín de guerra, sino como dádivas imperiales. Añadido a ello está el hecho de que este funcionario, al ser Cusco cabeza de partido, tenía predominio sobre los corregimientos de indios que se hallaban dentro de la jurisdicción de la ciudad con lo cual cumplía importantes funciones administrativas y de gobierno sobre un amplio y muy denso territorio. El corregidor permaneció vigente entonces como un importante agente imperial, que permitía el funcionamiento y supervivencia del estado; sirviendo de nexo entre el soberano, el virrey y la elite local. Pero además, el corregidor de Cusco había adquirido una importancia política y simbólica en sí mismo, en la propia investidura. Prueba de ello es que fue disputado por el virrey quien lo quería tener enteramente bajo su control, deseado y anhelado por la elite local, y contendido por el obispo a quien incomodaba y opacaba su presencia. Así, paso a paso, el sistema de servidores públicos iba adquiriendo identidad propia. De igual manera, es claro que hubo también notorios cambios en cómo se relacionaba el corregidor con el medio local. Se debe notar que pese a que en la mayoría de casos se trataba de un recién llegado, se insertó rápidamente en los círculos y redes 104 clientelares -tan característicos de la época- que eran dirigidos por miembros de la elite local y que gozaban de gran independencia y vitalidad. Así se tiene que, paradójicamente, si bien en aquel momento la autoridad regia estaba fuera de cualquier discusión; las elites locales supieron aprovecharse del sistema político establecido y disfrutaban de amplia autonomía e independencia estableciendo, como explica Cañeque, una dispersión del poder.176 Como ya se mencionó en el segundo capítulo, estaba surgiendo un poderoso y pesado aparato estatal que estaba presente permanentemente y que progresivamente intentaba centralizar todo el gobierno; pero para que pudiese funcionar y fuese aceptado era necesaria también cierta laxitud. Por ello, siguieron vigentes prácticas e ideales que posibilitaban una dispersión de la autoridad, que hubiese una constante negociación y que las elites locales pudiesen conservar gran parte de sus beneficios y prerrogativas; tanto para evitar su rebelión, como porque dentro de un estado aún en formación eran ellas quienes debían cumplir numerosas labores de gobierno y administración. La justicia del corregidor Pese a los cambios por los que atravesó el corregidor cusqueño, en la segunda mitad del siglo XVII aún se mantenía plenamente vigente la afirmación y recomendación que cerca de una centuria atrás había hecho el licenciado Castro al rey: “que no se quiten los corregimientos de las ciudades y villas de heste Reyno porque dexar las justicias en poder de los alcaldes ordinarios hes no aver ninguna”.177 Consecuentemente, el control y monopolio de la justicia por parte del estado continuó siendo uno de los pilares sobre los que descansaba tanto la legitimidad del mismo, así como su capacidad operativa; pues dejar 176 Cañeque, “Cultura vicerregia y estado colonial”, 12. 177 Levillier, Roberto (ed.), Gobernantes del Perú. Cartas y papeles. Siglo XVI, (Madrid: Sucesores de Rivadeneyra, 1921), tomo III, 259-260. 105 la justicia en manos de los alcaldes ordinarios, es decir, bajo dominio de la elite local significaba someterse a la misma. Lógicamente, esta función ejercida por el corregidor no fue aceptada siempre con total agrado por los miembros de la elite local quienes en ciertas ocasiones se mostraron abiertamente reticentes a subordinarse a su autoridad. Así ocurrió en 1664 con el regidor Farfán de los Godos quien para evitar que le embargasen unas ropas, expulsó decididamente de su vivienda al alguacil de la ciudad advirtiendo a viva voz “que a su cassa no entraua la justicia” y que “le daría muchos palos si de allí no se iba” y persistía en sus intenciones. Lo que más molestaba a Farfán de los Godos y a sus familiares no era tanto el hecho de que les fuesen a embargar; sino que el alguacil se atreviese entrar a su casa. Es decir, verse en la obligación de subordinarse a la justicia y que esta no respetase su alto status político y social.178 Sin embargo y pese a estos rechazos, es innegable el hecho que a lo largo del siglo XVII el corregidor cusqueño aumentó de manera notoria su presencia judicial atendiendo a un creciente número de litigios tal como se puede desprender viendo las más de 300 causas que existen en el fondo Corregimiento entre 1651 y 1699, cifra que duplica el número de causas habidas durante la primera mitad de dicha centuria. Estos datos son aún más elocuentes al advertirse la conocida pérdida de documentos de este siglo. Otra muestra de esta creciente actividad judicial son los múltiples pedimentos que se le hacía a este agente para que impartiese justicia ya sea en procesos en los que debía dirimir entre socios, determinar deudas, ver casos de divorcios, de herencias, repartir tierras, entre otros muchos.179 178 ARC, Corregimiento. Administrativo, Leg. 92. 179 ARC, Corregimiento, Pedimentos, leg. 87, Decoster, Catálogo del Fondo Corregimiento, 56-111. 106 De forma paralela, fue con toda seguridad su función como repartidor de tierras una de las más importantes y delicadas. Desde los inicios del asentamiento español en el siglo XVI, el control de la tierra aseguraba tanto un status social así como un importante respaldo económico. Por ello, desde esos primeros años hubo fuertes disputas entre los conquistadores quienes aspiraban a poseer las mejores y el mayor número de tierras. Así por ejemplo, los miembros del cabildo cusqueño poseían varias de las principales haciendas y obrajes que existían en la región.180 Ello porque, como se sabe, inicialmente fue el cabildo de la ciudad la institución encargada de repartir la tierra recientemente conquistada; lo cual supuso, evidentemente, una preferencia de los miembros del mismo sobre los demás pobladores. En el primer capítulo se vio cómo Gerónimo Costilla influyó en el cabildo para hacerse de tierras en Ollantaytambo que le estaban prohibidas. Por ello, el virrey Toledo afirmaba que: “Y porque los primero pobladores de las ciudades que quedaban en ellas por jueces llevaban poder de los gobernadores que los enviaban para dar y repartir a los pobladores presentes, las tierras que les parecía que eran necesarias, con más largueza que lo que después pareció que convenía, e introdujeron en los cabildos dar ellos también dichas tierras a los que las pedían con tan poca consideración al bien común de las ciudades, que a ninguna de ellas dejaron dehesas ni ejidos ni propios a la más de ellas con que sustentar la república.”181 Mas una vez instalado el corregidor, fue este quien se encargó de repartir la tierra y sobre todo de dirimir en los litigios que en torno a ella surgían. Las primeras reparticiones de tierra que hizo el corregidor cusqueño fueron como premio y recompensa a quienes se mantuvieron leales a la corona (o supieron cambiar de bando a tiempo) en el contexto de las 180 Gibbs, Donald Lloyd, Cuzco 1680-1710: An Andean City Seen Through its Economic Activities, (Tesis Doctoral, Austin: University of Texas, 1979), 150-200. 181 Hanke, Lewis, ed. Los virreyes españoles en América durante el gobierno de la casa de Austria. Perú, (Madrid: Atlas, 1978-1980 Biblioteca de Autores Españoles. Desde la formación del lenguaje hasta nuestros días, VII vols. CCLXXX – CCLXXXVI), Vol. I, 137 107 rebeliones del siglo XVI. Así por ejemplo, son célebres los repartimientos de Huaynarima que realizó el presidente La Gasca. De igual modo, ya Cianca tuvo por comisión entregar repartimientos y tierras que habían pertenecido a Gonzalo Pizarro y sus seguidores; cosa similar ocurrió luego con los bienes de los partidarios de Hernández Girón. Pero en contextos de paz, el corregidor tenía que opinar sobre a quién y en qué cuantía otorgar las pocas tierras que estuviesen vacas, tal como en 1586 el virrey conde del Villar se lo pedía a Alonso de Porras Santillán en relación a unas tierras que pretendía la Compañía de Jesús.182 Además, no pocas veces tuvo que dirimir frente a dos o más partes que reclamaban la misma tierra; así en 1573 el corregidor Loarte intervino en un juicio que seguían los herederos de Pedro del Pozo183. Asimismo, debía procurar justicia a los indígenas y, sobre todo, defender sus tan deseadas tierras; ya en el primer capítulo se ha señalado cómo Polo Ondegardo favoreció al curaca Francisco Mayontopa frente a las aspiraciones que sobre sus tierras tenía Gerónimo de Costilla en tanto representante del convento de Santa Clara. Por ello mismo, un mecanismo que tenían los indios para asegurar la propiedad de sus tierras y evitar que estas fuesen ocupadas por los españoles era pedir a los corregidores una confirmación del título de propiedad de las mismas, práctica que el virrey Toledo proscribió pues sentía que ella estimulaba el ánimo pleitista de los indios.184 Esta función del corregidor como repartidor de tierras permaneció vigente a lo largo de todo el siglo XVII puesto que las aspiraciones y disputas por la tierra eran un tema permanente. Así, por ejemplo, en 1664 Mateo de Arenas y Antonio de Losada pidieron licencia al corregidor (la cual les fue concedida) para explotar socavones de plata en la provincia de Calca y Lares, así como otra que había en la laguna Antaquilca. También se 182 Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Superior gobierno-contencioso, l. 1, c. 10. 183 ARC, Corregimiento. Administrativo, Leg. 92. 184 Urteaga, Fundación española del Cusco, 50-51. 108 puede apreciar cómo en 1651 el corregidor ejercía su función de justicia cuando Francisco Vitorino, del ayllu Quiguar, se quejaba ante él que Jacinto Loayza y Francisco Marín habían entrado a sus tierras, aduciendo ser mayordomos de la Compañía de Jesús, y quitándoles algunos aposentos instalaron chicherías y pulperías; el corregidor Luis de la Cerda intervino ordenando que Marín y Loayza se retirasen y devolviesen lo que habían ocupado.185 De manera similar, en 1654 el general Idiaquez confirmó a unos indios la posesión de unas tierras en el valle de Anta que casi fueron vendidas por un tercero.186 Por lo continuo de este tipo de pleitos no extraña ver que -pese a los reparos que en su momento había mostrado el virrey Toledo- durante el siglo XVII los indios (especialmente los caciques en nombre de sus ayllus y comunidades) enviaron constantemente peticiones al corregidor para que este confirmase la propiedad de sus tierras.187 De forma complementaria a esta potestad sobre la tenencia de la tierra, el corregidor debía vigilar, cuidar y controlar la mano de obra indígena y a esta población en general. Aunque eran los corregidores de indios los que tenían un mayor contacto con la república de indios, el corregidor del Cusco también podía ver este tipo de casos pues tenía autoridad sobre los corregidores de indios y porque era una instancia superior de apelación; además, tenía jurisdicción directa sobre la población que habitaba en los términos de la ciudad.188 Es más, eran tantos los juicios que el corregidor debía atender referidos a la población indígena dentro de la ciudad, que se vio por conveniente que se constituyesen cinco 185 AGN, Derecho indígena, l.9, c. 126, 1-1v. 186 ARC, Corregimiento. Administrativo, Leg. 92. 187 ARC, Corregimiento, Pedimentos, leg. 87. 188 Lohmann, El corregidor de indios, 369-370. 109 parroquias de indios donde se elegirían alcaldes quienes verían en primera instancia los litigios, liberando así al corregidor de esta labor.189 Pero no solamente debía funcionar como juez de la población indígena, sino que debía regular y controlar su explotación. Así, por ejemplo, en 1618 el príncipe de Esquilache ordenó al corregidor de Yucay que entregase 240 indios yanaconas al marqués de Oropesa en un plazo de 20 días y comisionó al corregidor cusqueño para que lo supervisara y, en caso no obedeciera el corregidor de Yucay, nombrase a persona competente para ello.190 Asimismo, también se puede observar cómo en 1674 don Alonso de Vida Roldán se quejaba de que los indios sétima asignados para su servicio y el de su hacienda se hallaban ausentes, por tal motivo el corregidor mandó al alguacil mayor a notificar al cacique don Luis Carrillo que debía cumplir con el mandato y la entrega de dichos indios.191 Evidentemente, para la monarquía española era fundamental asegurarse el control monopólico de la población indígena, evitando (tal como se vio en el primer capítulo) que los conquistadores y sus descendientes la dominaran a su antojo, pues ello hubiera significado entregar el gobierno real del territorio americano. El control de la población india, la capacidad de ser intermediario entre la república de indios y de españoles, era uno de los pilares sobre los que descansaba la legitimidad del estado, así como su principal fuente de riqueza. Si bien entregaba su explotación a los españoles, esta debía ser de manera controlada y, en todo caso, bajo los términos que impusiera la corona. Por tal motivo, los corregidores no solamente se encargaban de entregar indios a los españoles, 189 “Memorial para el buen asiento y gobierno del Perú”, (Colección de documentos inéditos para la historia de España, Vol XCIV. Publicado por el Marqués de la Fuensanta del Valle, José Sancho Rayón y Francisco de Zabálburu, Madrid, 1889), 212 190 Biblioteca Nacional del Perú, B144, 1-1v. 191 ARC, Corregimiento. Administrativo, Leg. 92. 110 sino que también debían velar porque no sean explotados más allá de los límites impuestos por la corona; asegurarse de mantener el control. Así, el 26 de noviembre de 1692, el corregidor don Luis Joseph de Iscasuola mandó a los caciques de la parroquia de San Jerónimo para que “de ninguna manera den mita a las haciendas que no tubieren mersed de indios o el rreal y superior gouierno destos rreyno señalada en su arepartimiento”; además, reducía a la séptima parte el número de tributarios de aquellas mitas y repartimientos consentidos.192 No cabe duda, pues, que el corregidor cusqueño fue adquiriendo a lo largo del siglo XVII un mayor peso administrativo y judicial que lo convirtió en una pieza fundamental dentro del aparato imperial español. Su actividad como juez era indispensable para un adecuado funcionamiento de la sociedad. Fue tanto así que para fines del siglo XVII ya no se daba abasto y hubo quien pidió al rey que se fundase una Audiencia en la ciudad para atender los múltiples juicios que se originaban en ella; o, en su defecto, establecer como requisito que el corregidor fuese un ministro togado, alguien entendido en leyes, para que viese con mayor facilidad y agilidad los referidos litigios.193 Así, en poco más de un siglo se había pasado de la necesidad de contar con un agente que fuese diestro en acciones militares y que tuviese la capacidad de ejercer una vigilancia y coerción a partir sobre todo de la violencia y monopolio de la fuerza, a uno que ejerciese el mismo control y vigilancia sobre la base, principalmente, de un monopolio de la ley; el sistema hegemónico imperial había sido completamente aceptado e integrado. Además, al darse este establecimiento de la autoridad del corregidor per se, este cargo fue adquiriendo cada vez un cariz más impersonal. Ya no importaba quién ocupaba el cargo, sino qué funciones cumplía. 192 ARC, Corregimiento. Administrativo, Leg. 92. 193 Hanke, Perú, Vol. VI, 69-70. 111 Conviene recalcar nuevamente la importancia de la justicia en la construcción de la legitimidad de un orden. El ejercicio de la justicia por parte del corregidor no era importante tan solo desde un punto de vista coercitivo y controlador; sino que sobre la aceptación de que era el corregidor (en tanto representante del rey y del estado) el único en condiciones reales de impartir justicia, se fue legitimando el estado colonial ante sus pobladores. La población (tanto los indios como los españoles) aceptaba tal justicia y estaba dispuesta a ceder parte de sus derechos y libertad a cambio de la justicia y el orden que otorgaban el corregidor y la corona. Finalmente, son mayores las ventajas de una sociedad en paz aunque limitada, que las ilusiones y expectativas de una en la que prima la violencia y la ley del más fuerte; por mucha que sea la libertad prometida. Por otra parte, ya se observó en el segundo capítulo que en Cusco, ante la ausencia de una Audiencia o de un gobernante indudablemente superior, se vivía una especie de acefalia. No había ninguna autoridad que pudiese reclamar incontestadamente su primacía sobre los demás poderes e instituciones. Por lo que estas se enfrascaban en un constante enfrentamiento, pues esa era la única vía posible para consolidar y mantener su prestigio y poder. Desde un punto de vista social y económico, la región de Cusco se constituía como un espacio autónomo, con gran independencia y vida propia en el que las elites locales pudieron desenvolverse y obtener grandes riquezas. Sin embargo, en el aspecto de la justicia esta situación no tenía correspondencia puesto que la última instancia judicial era la Real Audiencia que se hallaba en la distante ciudad de Los Reyes. Así, por un lado sus resoluciones solían tomar bastante tiempo en llegar; y por otro, en muchos casos (debido a lo costoso y engorroso del proceso) ya no se acudía hasta la Audiencia, sino que la decisión del corregidor era tomada como la última y definitiva. Esto, indudablemente, reforzaba 112 considerablemente su autoridad y prestigio; acrecentado su crédito y la posibilidad de ocupar el vacío espacio de autoridad. Todas estas importantes atribuciones y funciones que cumplía el corregidor cusqueño le conferían un gran poder y liderazgo; y si a esto se le añade el importante valor simbólico y prestigio que significaba ser la máxima autoridad de una ciudad que se jactaba de ser la cabeza de república del Perú, no cabe duda pues que era un puesto sumamente codiciado y vital dentro de la estructura del virreinato peruano. Por ello no sorprende ver que, de una parte, el virrey intentó controlarlo y tenerlo bajo su dominio y, por la otra, el obispo del Cusco (la otra gran autoridad de la ciudad) lo combatió constantemente y la mayor de las veces lo tuvo como su contrincante puesto que representaba la principal amenaza a su poder y jerarquía. Por todo ello, también puede explicarse que, pese a todo, la elite local haya aceptado la presencia del corregidor; por una parte, cuanto mayor el rango del recién llegado, era mayor el honor de la ciudad. Pero también, al recibir sin mayor contestación a dicho funcionario, se aceptaba y afirmaba el pacto colonial. Este brindaba un ordenamiento que, sin minar profundamente las bases del predominio de los poderosos locales, les permitía asegurar y mantener las mismas. Además, también convenía que fuese foráneo e “imparcial” para que interviniese en los muchísimos pleitos que ocurrían. Se observa pues que, en última instancia, era la propia población cusqueña la que se veía más favorecida con la presencia de un corregidor. Acrecentaba el status de la ciudad y servía efectivamente como un coto a las ambiciones y al poder locales; una limitación sin la que la elite rápidamente se hubiese descontrolado y tratado de dominar lo máximo posible todo aquello a su disposición. Servía de balance entre la misma elite y brindaba un orden, un status quo, confiable en el que pudieron florecer con gran autonomía las diversas familias del siglo 113 XVII. Finalmente, no solo servía como defensor de los intereses de la corona, sino que -al mismo tiempo- la población local se aprovechó de él para defender y resguardar los suyos. En otras palabras, hubo una complicada dinámica entre el corregidor, la corona y las elites locales en la que el primero servía como nexo entre las demás. Se producía un escenario en el que había un complejo balance entre dos fuerzas divergentes y opuestas y en el que ambas se apoyaban en el corregidor para proteger sus propios objetivos. Es decir, de un lado, el tan distante soberano imponía su autoridad y gobierno sobre la elite local a través de un agente leal y dedicado, evitando así que la elite intentase alcanzar la autonomía. Del otro, la elite se resguardaba bajo la seguridad del corregidor, se establecía un ordenamiento algo más claro, conocido y justo dentro del que era posible competir tanto contra la corona como entre los mismos españoles y así fortalecer más su posición y autonomía. De este modo, progresivamente se fue aceptando y legitimando el gobierno colonial. Inserción en la dinámica local Otra muestra del valor del corregimiento cusqueño es que era uno de los pocos cuyo nombramiento la corona reservaba para sí. Normalmente, era el virrey quien decidía las designaciones en la gran mayoría de los corregimientos, tanto de indios como de españoles.194 Más aún, este oficio venía acompañado de un salario relativamente alto: tres mil pesos ensayados (bastante superior a los dos mil pesos que percibía, por ejemplo, el corregidor de Arequipa).195 De esta manera el rey, tal como vimos con los casos de Espínola y de Balbín, se aseguraba la potestad sobre una apreciable plaza para entregar como premio; algo sumamente usual en la cultura cortesana de la época por la que se 194 Torres señala que en promedio el virrey disponía de 52 de 81 corregimientos. Corte de virreyes, 11. 195 Leyes de Indias, Libro V, Titulo II. De los governadores, corregidores, alcaldes mayores y sus tenientes y alguaziles. 114 consideraba que el rey era el propietario de todos los oficios y mercedes, y era su facultad entregarlos a quienes prefiriese.196 En este sentido, resulta muy explícito el virrey duque de la Palata cuando escribió al monarca notando la necesidad de disponer de tal corregimiento puesto “que tiene S.M. tantos vasallos que premiar por lo que está sirviendo en los ejércitos, que puede hacer falta la provisión de este oficio”.197 Reflejaba así la importancia que tenían tanto la guerra como el espíritu cortesano y clientelar en la conformación del aparato burocrático hispanoamericano. Pese a ello, muchas veces sucedía que el virrey era quien nombraba al corregidor cusqueño. Esto solía suceder, por ejemplo, cuando moría el corregidor en actividad; así, mientras se esperaba al nuevo oficial designado por el rey era necesario que alguien actuase en el cargo de forma provisional. 198 Fueron numerosas las veces que esto ocurrió y hubo casos en los que estos corregidores temporales ocuparon el oficio por un tiempo considerable tal como sucedió con Martín de la Riva Herrera quien reemplazó al fallecido Alonso Páez desde 1659 hasta 1662.199 Evidentemente, aunque sea de manera pasajera, los virreyes también podían aprovechar de este corregimiento para sus propios intereses, así como los de sus parientes y criados quienes gracias al favor del vicesoberano solían copar la mayoría de oficios y mercedes disponibles en el virreinato. Esta situación fue tan extrema que durante el siglo XVII “la repartición de mercedes se convirtió en la principal atribución de los gobernantes” y constituyó una de las mayores bases de poder y 196 Torres, Corte de virreyes, 109. 197 Hanke, Perú, Vol. VI, 72. 198 Por lo menos hubo 15 corregidores nombrados por el virrey durante el siglo XVII, Cáceres y Ccarita, “Sucinta relación de corregidores del Cusco”, 173-175. 199 No hay una referencia exacta para saber desde cuando Páez fue corregidor del Cusco. Lo que se sabe es que no pudo serlo antes de enero de 1658 porque el cargo estaba en Francisco Olivares de Figueroa; con toda seguridad, ya era corregidor en enero del siguiente año. Por otra parte, tampoco se tiene la fecha de su muerte, pero ya el 15 de diciembre de 1659 se recibió Martín de la Riva Herrera como su sucesor. Sherbondy, Jeanette y Horacio Villanueva, Cuzco: Aguas y poder, (Cusco: Centro Bartolomé de las Casas, 1979), 10; Cáceres y Ccarita, “Sucinta relación de corregidores del Cusco”, 175. 115 legitimidad de los virreyes; quienes construían fuertes y densas redes clientelares por medio de las que conseguían lealtades y esperaban evitar enemistades.200 Hubo incluso un intento por parte del virrey duque de la Palata por hacerse definitivamente con este corregimiento. Tras una extensa reflexión sobre los problemas que aquejaban al gobierno y administración de justicia del Cusco, y observando lo difícil que resultaba instalar una Audiencia, concluía que la mejor solución era que el corregidor fuese alguien cercano y de confianza al virrey; es decir, que este último sea quien esté a cargo de su nombramiento. A cambio, el virrey ofrecía al soberano algún otro corregimiento que se hallaba bajo su dominio como era el de Tarma o Andahuaylas.201 Si bien Palata hizo esta sugerencia en reiteradas ocasiones al rey, ella nunca fue escuchada y el monarca mantuvo su potestad de nombrar a los corregidores cusqueños. Se dejaba en claro que al ser este un cargo tan alto y que al ser la cabeza de república significaba, en buena cuenta, una representación directa del rey, solo le competía a este último decidir y designar a quien actuaría como su viva imagen. Pero, tal como se mencionó, no solamente el corregimiento cusqueño era una investidura apetecida por el gobierno virreinal; sino que también fue fuertemente debatida por otras instituciones. Ya se ha visto en el anterior capítulo cómo el corregidor fue contendido por el propio cabildo secular; pero además, intervenían en esta contienda el cabildo eclesiástico o incluso el comisario de la Santa Cruzada que incluso tuvo preso a un 200 Torres, Corte de virreyes, 110-121. Como ya se mencionó, esta situación generó tensiones y fuerte presión de parte de los criollos quienes aspiraban a controlar estos oficios, pues sentían que se favorecía a los peninsulares por sobre ellos. Finalmente, para el caso cusqueño el segundo marqués de Valleumbroso logró hacerse de tan deseado corregimiento. Lavallé, El mercader y el marqués, 18-20. 201 En la memoria del gobierno de Duque de la Palata de 1689 Hanke, Perú, Vol. VI, 66-67. En ella el vicesoberano señala que hizo este pedido también en 1685. 116 corregidor.202 Fue, sin embargo, con el obispo del Cusco con quien se dio el mayor enfrentamiento. Esta oposición preocupaba gravemente a autoridades del virreinato quienes veían en ella un serio problema para un gobierno efectivo de la ciudad. Por tal motivo, el duque de la Palata lanzó expresiones muy duras contra ambos personajes y sostenía con justa razón que: “si el corregidor se hace amigo del obispo es éste quien gobierno lo temporal; si no es su amigo se divide en partidos la ciudad, como está sucediendo ahora, y escriben unos y otros de manera que el virrey ni sabe a quién ha de creer, ni a quien ha de reprender.”203 El virrey acertaba cuando explicaba que las peleas entre el obispo y el corregidor constituían un tema preocupante y recurrente, pues este fue un problema bastante usual de dicha época. En este sentido, José Antonio Maravall sostiene que entre iglesia y estado hubo una serie de conflictos de jurisdicción debido a la pretensión del último de eliminar cualquier tipo de instancias supra y extra-estatales; es decir, había una clara intención del poder político por afirmar su superioridad sobre el eclesiástico. Esto dio pie a la “constitución de Iglesias nacionales” que favorecieron el surgimiento del estado absolutista español.204 Por su parte, Cañeque califica las relaciones entre los poderes secular y eclesiásticos “cuando menos de tormentosas” y critica la idea tradicional en la historiografía de la iglesia como un instrumento del estado colonial, al cual estaba enteramente subordinada. Sostiene que en ese entonces la “potestad espiritual” gozaba aún de gran fuerza y autonomía la cual se representaba en el plano internacional en la figura del pontífice y en América se traducía en los obispos. Había, entonces, una concepción dual (o de “dos cuchillos”) del poder: no 202 Hanke, Perú, Vol. VI, 68-69 203 Hanke, Perú, Vol. VI, 68. 204 Maravall, José Antonio. Estado moderno y mentalidad social, siglos XV a XVII, (Madrid: Ediciones de la Revista de Occidente, 1972), T. I, 215-245. 117 una separación de poderes; sino que iglesia y estado debían trabajar y colaborar mutuamente para el bien de la república desempeñándose cada cual en su jurisdicción autónoma e independiente, ya se la temporal o espiritual. Además, en la América Hispana, la imagen del obispo era muy similar a la del virrey: era un poderoso centro de la autoridad que “gobernaba” sobre su diócesis y cuyos fieles eran sus “súbditos”. Así, y sin la presencia de un monarca que pusiese freno a sus pretensiones, los obispos se consideraban iguales al virrey y por ello no dudaron en enfrentarse al poder secular cuando sentían que sus fueros eran atacados y para extender al máximo posible su jurisdicción.205 Estos enfrentamientos ocurrían muy a menudo y, conforme a lo apreciado en el segundo capítulo, se daban principalmente dentro de una arena ritual y ceremonial debido a la íntima asociación que existía entre honor y poder. En Cusco se daba un escenario ideal para las pretensiones del poder religioso. Sin un virrey al frente, el obispo de la ciudad tenía amplias facilidades para disputar con el corregidor el ejercicio del poder. Durante las últimas décadas del siglo XVII, la autoridad eclesiástica de la ciudad fue el celebérrimo Manuel de Mollinedo.206 El 15 de diciembre de 1670 se le otorgó el obispado del Cusco a donde llegó precedido por su sobrino, el licenciado don Andrés de Mollinedo, quien fue su principal colaborador durante su gobierno. Murió en dicha ciudad el 26 de setiembre de 1699, luego de una extensa labor que dejó una profunda marca en la sociedad cusqueña. 205 Cañeque, “Cultura vicerregia”, 20-27. 206 Nació en Madrid, hijo de don Juan Pérez de Mollinedo -miembro de una familia distinguida en Burgos- y de Juana Ortiz de Luengas. Ingresó de joven al Colegio de los Jesuitas en Alcalá de Henares y obtuvo los grados de Maestro y Doctor en la Universidad complutense. Se graduó en Teología y en aquel mismo colegio fue catedrático. Ocupó los cargos de examinador sinodal, visitador del arzobispado de Toledo, teólogo conciliario por el supremo Consejo de Castilla y, en 1660, cura de la parroquia de Santa María la Mayor de Madrid, más conocida como la Almudena. Villanueva Urteaga, Horacio. Apuntes para un estudio de la vida y obra de Don Manuel de Mollinedo. Obispo Mecenas del Cuzco, (Cuzco [s.n.], 1955), 3-4. 118 La obra del obispo Mollinedo es muy amplia y destaca (entre otros muchos aspectos) su preocupación por el ornato y la arquitectura de la ciudad que todavía no se recuperaba por completo del terrible terremoto de 1650; por ello, favoreció la construcción de la mayoría de iglesias y conventos del Cusco.207 En otro sentido, resalta también la fundación de la Universidad San Antonio Abad del Cusco que se concretó el 1 de marzo de 1692. Pero no solamente se dedicó a construir: Mollinedo se interesó por aumentar el número de sacerdotes de su jurisdicción; se preocupó por tener un clero de calidad, y con ese fin, citó a los sacerdotes, apenas hubo llegado, para examinarlos personalmente. En esta misma línea, tuvo un profundo interés por conocer a cabalidad su jurisdicción: mandó que se efectúen relaciones, así como también dirigió tres visitas a los pueblos y parroquias de su diócesis; las que actualmente son de una vital importancia historiográfica para entender mejor la situación del Cusco de fines del XVII.208 Mollinedo, de quien se dice era una persona muy orgullosa de sí misma y estaba plenamente consciente de la calidad de su obra, sus virtudes y su dignidad (característica que se hizo manifiesta cuando rechazó obispados que nos consideraba como a la altura de sus méritos),209 fue muy celoso de su autoridad y buscó desde un primer momento imponerse sobre los demás cuerpos y poderes que existían en el Cusco. A través de sus 207 Los primeros edificios que se le atribuyen son la Iglesia y el Monasterio del Carmen, que hoy en día se conocen como el templo y convento de Santa Teresa. También se preocupó por la decoración suntuosa la Catedral de la ciudad cuya construcción había finalizado veinte años antes de su llegada. Otras edificaciones bajo su gobierno fueron la iglesia de San Pedro (antes parroquia del Hospital de Naturales), con los recién llegados hermanos de la Orden de Belén fundó la Almudena. Además, mandó construir el púlpito de la iglesia de San Blas que hasta el día de hoy es reconocido por su belleza artística. Fueron muchas más las obras arquitectónicas que realizó el obispo y que, sin duda alguna, le cambiaron el rostro a la ciudad del Cusco. Villanueva Urteaga, Apuntes, 9-19. 208 La primera comenzó en agosto de 1674, la segunda en agosto de 1675 y la tercera en mayo del año siguiente, la cual no pudo completar por estar enfermo. En 1678 visitó las ocho parroquias del cercado del Cusco, en 1687 hizo una visita parcial de la diócesis y en 1692 intentó hacer una visita más pese a su avanzada edad y delicada salud. Villanueva Urteaga, Apuntes, 24. Sobre las visitas de Mollinedo véase Pedro Guibovich, Sociedad y gobierno episcopal: las visitas del obispo Manuel de Mollinedo y Angulo (Cuzco, 1674-1694), (Lima : Instituto Francés de Estudios Andinos; Instituto Riva-Agüero, 2008) 209 Villanueva Urteaga, Apuntes, 4 119 múltiples y permanentes enfrentamientos con los cabildos secular y eclesiástico, y sobre todo con el corregidor, es posible percibir su interés por constituirse no solo en el dirigente espiritual, sino también en el líder político de la ciudad; en la cabeza de dicha república. De hecho, desde incluso un tiempo anterior a su llegada comenzaron las disputas: en 1673, su sobrino y brazo derecho como gobernador del obispado, Andrés de Mollinedo, tuvo un altercado con los canónigos cuando pretendió tener un asiento preferente al Deán. Como se vio en el anterior capítulo, esto no era una simple descortesía o un mero incumplimiento del protocolo; sino que era un manifiesto intento por hacer prevalecer su autoridad. A este hecho protestaron y se opusieron Merlo de la Fuente y Santibañez quienes en represalia fueron arrestados; esto a su vez generó una serie de afrentas en respuesta contra el gobernador y en apoyo al deán y al canónigo.210 Una vez que arribó el obispo a la ciudad hubo más enfrentamientos, algunos duraron varios años y supusieron una intensa discusión del poder y autoridad del prelado, quien generalmente terminó por imponerse. Uno de los pleitos más destacados es el que protagonizaron el obispo y el cabildo eclesiástico. Como ya se vio, este se inició incluso antes de la llegada del mitrado, pero luego continuó a través de una serie de episodios y desencuentros y tuvo su momento pico en 1680 cuando Mollinedo mandó detener, multar y embargar los bienes a un grupo de canónigos y miembros del cabildo eclesiástico. Finalmente, el obispo logró salir airoso de este lance sobre la poderosa elite local que se conglomeraba en torno a dicho cabildo.211 Mas, como ya se ha señalado, para hacer predominar su autoridad Mollinedo necesariamente tuvo que sostener también numerosas confrontaciones con la principal 210 Guibovich, Pedro. ““Mal obispo o mártir” El Obispo Mollinedo y el Cabildo eclesiástico del Cuzco, 1673- 1699”, (Gabriela Ramos (comp.) La venida del reino), 158-159. 211 Guibovich, "El Obispo Mollinedo y el Cabildo eclesiástico del Cuzco", 151-197. 120 figura política del Cusco: el corregidor. Así, por ejemplo, tan solo a los 4 años del inicio de su gobierno ya el virrey Conde de Castellar informaba al Consejo de Indias sobre pleitos entre el obispo, por un parte, y el corregidor y el cabildo cusqueño, por la otra.212 Pero mucho más grave y sintomático es el fuerte conflicto que sucedió entre Mollinedo y el corregidor Pedro Balbín. Ya al breve tiempo de haberse instalado este corregidor comenzaron los roces con el obispo quien continuamente se quejó de dicho agente en cartas sumamente duras y ofensivas que remitía al rey. Las acusaciones eran variadas y cubrían prácticamente todos los delitos y faltas imaginables: malversación de fondos en el Hospital de los Naturales, la que era cubierta al impedir que Mollinedo visitase dicho Hospital. Asimismo, achacaba a Balbín una incapacidad para ejercer justicia puesto que solo se dedicaba a sus asuntos personales o, en su defecto, favorecía a quien mejor le pagaba. Que no había hecho una adecuada residencia a su predecesor. Que “su sensualidad no le permite rondar la ciudad aún en casos de muerte y robo, ni levantarse hasta medio día” por lo que proliferaban ladrones y asesinos. El prelado también sostenía que el corregidor abusaba de los indios a quienes explotaba para su beneficio personal. De la misma forma, lo tildaba de irrespetuoso con la Iglesia y los ritos católicos ya que para Balbín, afirmaba el religioso, estos eran “el juego de matachines. La Pasión la oye sentado y dixo también que son coplas de Calaínos y haze chanza de la Bula de la Cena”.213 Es difícil determinar con certeza la veracidad de estas acusaciones. Lo más probable es que el comportamiento de Balbín no haya sido muy distante al del resto de funcionarios 212 Hanke, Perú, Vol. V, 167. 213 Villanueva Urteaga, Horacio, “Nuevos datos sobre la vida y obre del obispo Mollinedo”. Revista del Instituto Americano de Arte, N° 9, 1959, 39-50; Colin, Michèle. Le Cuzco a la fin du XVIIe et au début du XVIIIe siecle, (Paris: Institut des hautes études d'Amérique latine, Travaux et mémoires n° 16, 1966), 84-167. 121 coloniales. De hecho, en la residencia que se le inició estando ya muerto –que si bien es cierto, no necesariamente es prueba final de su honradez- no aparece ninguna acusación grave, más allá de las que usualmente se daban.214 Lo concreto es que entre corregidor y obispo había una profunda distancia y desprecio que se manifestaba sobre todo en las constantes ofensas que dentro del Estado-teatro mutuamente se proferían y que, ciertamente, dividían a la ciudad. Así, no era raro que el corregidor no se sacase el sombrero al cruzarse con Mollinedo y que constantemente le faltase el respeto en las ceremonias públicas.215 Sin embargo, el incidente más notorio y ofensivo sucedió en la fiesta del Corpus Christi cuando alumnos del colegio de San Antonio prendieron una cola de burro en la capa de Balbín quien recorrió así un trecho de la procesión. El corregidor intentó castigar a los culpables, mas estos fueron protegidos por el obispo quien los ordenó como sacerdotes para que pudiesen escapar a la justicia civil y su más que probable muerte. Incluso, algunos años más tarde, Mollinedo legó 500 pesos a Cristóbal de Traslaviña quien había sido el autor principal de aquella chanza.216 Ya se ha visto que todos estos conflictos no eran en absoluto hechos anecdóticos o triviales, sino que eran disputas en las que se ponía en juego el poder de los participantes. En definitiva, tras estos lances rituales había, pues, una abierta y notoria disputa política entre ambas autoridades, quienes no dudaban en aprovechar cualquier ocasión para atacar sus preeminencias, faltarse el respeto y, consiguientemente, disminuir el honor y capital simbólico del adversario, patrimonio que fundaba las bases de la legitimidad y del crédito de un gobernante. El honor no era simplemente un reflejo o un anexo del poder, sino que lo 214 AGN, Superior Gobierno-Juicios de residencia, L. 37, C. 110, 215 Colin, Le Cuzco, 166 n.3 216 Esquivel, Noticias cronológicas, t. II, 175-176; Villanueva Urteaga, Horacio, “Dos codicilos de don Manuel de Mollinedo, obispo mecenas del Cuzco”. Boletín del Archivo Departamental del Cuzco, N° 2, 1986, 56. 122 constituía. Igualmente, como se ha visto en el segundo capítulo, el honor era un preciado bien inmaterial que, dependiendo de las constante relaciones que se establecían con los demás, fácilmente podía reducirse o acrecentarse; era un bien social, por lo que era importante defenderlo públicamente, así como evitar deshonras ante los ojos de la sociedad. Por ello mismo, ofensas públicas tan embarazosas -como inusuales e impactantes- como era prenderle una cola al corregidor afectaban profundamente tanto el honor y la autoridad de este último. Además, muestran que se está ante una disputa muy vehemente entre ambos personajes en la cual se emplearon todos los medios y energía a disposición y se hizo todo el esfuerzo posible para reducir simbólica y políticamente al adversario y así prevalecer plena e indiscutidamente sobre el otro. Por otra parte, un hecho bastante grave para la ciudad es que este enfrentamiento (tal como se quejaba el duque de la Palata) realmente dividía en dos al Cusco. Muestra de ello se tienen algunos incidentes que ocurrieron en torno a las elecciones del 1 de enero de 1692. Un par de días previos a las mismas, Balbín presentó una petición ante el general Iscasuola (quien entonces era el corregidor de la ciudad) por medio de la cual solicitaba que aquellos capitulares que contra él hubiesen firmado una acusación ante el Consejo de Indias no pudiesen ser elegidos, especialmente para el cargo de alcalde ordinario. Balbín alegaba que como tal juicio se hallaba aún en proceso, si alguno de sus acusadores resultaba elegido, no habría un ambiente propicio y objetivo para que presentase sus descargos, ni para que declarasen libremente los testigos.217 Inicialmente esta petición fue aceptada por el corregidor (aunque apelada por los regidores) por lo que, añadido también a divisiones al interior del cabildo, las elecciones fueron anuladas y fue recién en julio –luego de que 217 “Libros de cabildo de la ciudad de Cusco”, 31 de diciembre de 1691, ARC, t. XVIII, f. 124-124v. 123 interviniese el virrey- que finalmente pudieron ejercer su cargo quienes habían sido elegidos a inicios del año. Un aspecto interesante de este asunto lo reveló el propio Balbín algunos meses después en una carta dirigida al rey del 30 de setiembre de 1692. En ella se quejaba de los referidos autos que le habían iniciado algunos alcaldes y regidores, y sostenía que dicha carta la habían firmado coaccionados por el obispo Mollinedo. Aprovechó la oportunidad para denunciar las prácticas y manejos del obispo y su sobrino; aducía que estos tenían tal control de la política y gobierno de la ciudad que mantenían “supeditados á los ministros y justicias sin dejarles exercer libremente su jurisdicción ni castigar los delitos, pasándose á presidir los Cauildos seculares para asegurar el que las elecciones salgan á su deuoción”. De acuerdo a Balbín, Mollinedo lograba este predominio dentro de la jurisdicción secular utilizando como pretexto el ser parte del Consejo del Rey y, sobre todo, amedrentando a quienes intentaban oponerse pues “les capitula y acumula diferentes cargos”. Claramente se vuelve a apreciar el tan vivo debate por el poder en Cusco entre los poderes secular y religioso. El obispo no parecía tener mayores trabas ni problemas para asumir el gobierno pleno de la región. Evidentemente, esta interferencia preocupaba al rey pues en un contexto como el que explicaba Maravall de nacionalización de la iglesia, ello resultaba harto inconveniente para el gobierno y administración del imperio en general. Por tal motivo, el soberano escribió al obispo ordenándole que dejase de lado aquellas prácticas; paralelamente, exhortó al ayuntamiento cusqueño a que protestase con mayor firmeza e incluso lo alentaba a que dejase de celebrar cabildo si es que persistían las intenciones de Mollinedo de interferir en el gobierno de la ciudad.218 218 Esquivel, Noticias cronológicas, t. II, 168. 124 Lamentablemente, no se sabe exactamente qué contesto el cabildo ante la carta y acusaciones de Balbín, pero pareciera que fue favorable hacia el obispo ya que se acordó explicar los hechos al rey y contarle lo que “verdaderamente” había ocurrido.219 Llama la atención la defensa que se hace del mitrado, pues afectaba a la autoridad de la propia institución; quizá no era tan lejano a la realidad lo que clamaba Balbín y la influencia de tan poderoso obispo se dejaba sentir en el mismo seno de la elite local, la cual participaba en esta disputa beneficiando al obispo por sobre el antiguo corregidor. Por otra parte, también el virrey conde de la Monclova apoyó a Mollinedo cuando respondió al monarca en una carta del 8 de diciembre de 1696. Este sostenía que el corregidor –quien para ese momento ya estaba muerto- “se fervorisó demasiadamente” al momento de escribir la carta al rey; que Balbín ya había tenido roces previos con el obispo en torno a unos dictámenes en contra de un corregidor.220 Más aún, no parecía mostrar ningún reparo ante las intrusiones de Mollinedo, sino que justificaba la intervención del obispo (a quien describía como un “prelado atemperado”) y su afán por presidir las reuniones capitulares aduciendo que había actuado de tal manera para asegurarse que “las elecciones se hiciesen con la paz y quietud conuenientes”. El conde de la Monclova argüía que Mollinedo no había tenido más intensión que mediar entre los capitulares que estaban enfrascados en fuertes disputas internas, tan intensas que él mismo tuvo que llamarlos a Lima para calmar la situación. Es innegable el favor que el obispo gozaba de parte del virrey. Evidentemente lo prefería por sobre el gobernante civil de turno. Mollinedo había logrado afianzarse como la 219 “Libros de cabildo de la ciudad de Cusco”, 2 de octubre de 1697, ARC, t. XIX, f. 171v. 220 Moreyra y Paz-Soldán, Manuel y Guillermo Céspedes del Castillo (dirección, prólogos y notas), Virreinato peruano. Documentos para su historia: Colección de cartas de virreyes. Conde la Monclova, (Lima, 1954), t. II, 174-175. 125 principal autoridad de la ciudad gracias a su vitalidad y que permanentemente buscó este objetivo; además, a ello ayudaba enormemente su larga permanencia en el cargo, en contra de los contados años con los que disponía un corregidor; por lo que tenía más posibilidades de inclinar a su favor a la población local. Por todo ello, tenía ganados el respeto y la admiración del virrey peruano quien una y otra vez lo favorecía por sobre el corregidor de la ciudad. Estas percepciones pueden verse, una vez más, en las muy disímiles reacciones que tuvo el conde de la Monclova frente a un amotinamiento que ocurrió el 3 de julio de 1698 donde alrededor de tres a cuatro mil personas reclamaron la liberación de Antonio Rojas “el Cartolín”, así como otros mestizos que habían sido apresados el 30 de junio por enfrentarse a espadas contra cuatro mozos españoles.221 Al parecer, tal lance fue una réplica a un enfrentamiento previo que ocurrió el 30 de marzo cuando, habiendo una multitud congregada en la plaza de armas por una procesión, un grupo de vizcaínos se enfrentó a unos mestizos que salían de la Catedral cuando uno de los primeros dijo que “ahora era buena ocasión de matar a todos estos mestizos, pues se hallan confesados”. La pelea comenzó instantáneamente y, como consecuencia, varios españoles terminaron heridos; pero, sobre todo, surgió un fuerte recelo, tensión y desprecio entre los habitantes de una ciudad que quedó dividida entre dos bandos.222 El 3 de julio las acciones fueron aún más graves. Se trataba de una multitud compuesta por “gente ordinaria, mestizos, cholos, y indios” armados que en la plaza San Francisco exigía la liberación de los mestizos. Estaba tan enfurecido y violento el tumulto que incluso no se contuvo ante la justicia y dio muerte a Manuel de la Cadena, soldado de 221 Moreyra, Cartas de virreyes, t. II, 293-295. 222 Esquivel, Noticias cronológicas, t. II, 168. 126 la compañía de guardias, e hirió al corregidor don Juan Calderón de la Barca. En esta situación de descontrol, en una clara demostración de su autoridad política así como su ascendencia sobre la población, intervino el obispo Mollinedo; llegó hasta San Francisco, se reunió con los amotinados y logró convencerlos de que hablaría con el corregidor para que liberara a los presos con la condición de que se calmaran los ánimos. Tras lo cual, el prelado se entrevistó con Calderón de la Barca quien, poco después, ordenó que se liberaran los presos con lo cual volvió la quietud a la ciudad.223 Una vez que el virrey se enteró de estos acontecimientos escribió varias cartas en distintos tonos al corregidor y al obispo de la ciudad. Por una parte, felicitaba y agradecía a Mollinedo por su actuación, reconocía la enorme autoridad e influencia que tenía en el Cusco y; por lo mismo, le pedía que continuase obrando para alcanzar la paz y justicia. Además, le informó y mandó copia de la carta que envió a Calderón de la Barca; esto último llama la atención pues no actuaba de similar manera con el corregidor a quien no tenía al tanto de lo que discutía con Mollinedo, dando a entender que para el virrey la autoridad con la que había que negociar en Cusco era el obispo.224 Por otra parte, la correspondencia con el corregidor era mucho más dura y no se contuvo a la hora de reprenderle. Primero, le criticó el haber fomentado las divisiones internas en el Cusco al no incluir a “ninguno de los mozos de la tierra” en una cuadrilla que el Viernes Santo acompañó al Santo Sepulcro. Además, le amonestó por no haber apresado a los españoles que se enfrentaron a los mestizos, pues este fue uno de los principales disgustos de la gente levantada; por ello, le ordenó que estos sean enviados en menos de 223 Moreyra, Cartas de virreyes, t. II, 282-283. 224 Moreyra, Cartas de virreyes, t. II, 282-283. 127 veinticuatro horas a Lima.225 Luego de esto parece que el corregidor actuó diligentemente: castigó a algunos indios que participaron en el apedreamiento y escribió cartas notando que la ciudad había vuelto a la calma, cosa que confirmó el obispo en una misiva posterior.226 No cabe duda que, a ojos del virrey, Mollinedo aparecía como la máxima autoridad política y el gran responsable de todos los incidentes fue Calderón de la Barca. Sin embargo, esta percepción podría no ser del todo correcta y más bien estaría muy influenciada por la permanente y abierta disputa que existía entre el obispo y el corregidor. En este sentido, desde la otra perspectiva hay una carta de parte del cabildo secular de la ciudad que más bien respalda y alaba las acciones del corregidor quien en “en menos de ora y media” apaciguó el motín y que gracias a sus correctas disposiciones y actuaciones se había serenado la población e impuesto la justicia. Más aún, en ella los capitulares casi no hablan de la actuación de Mollinedo, minimizándola lo máximo posible.227 En el delicado balance de poderes cusqueño, el municipio prefería proteger la jurisdicción del corregidor y, de paso, la propia; ya se sabe que poner al mitrado por sobre el corregidor traía consigo subordinar al mismo ayuntamiento al poder religioso. Más aún, la posición del cabildo también es muy interesante y significativa por otro motivo: era la voz de la elite local y así, en gran medida, de don Diego de Esquivel y Jarava, el marqués de Valleumbroso, quien tuvo un rol protagónico en gran parte de los eventos relatados hasta ahora. Claramente, el corregidor cusqueño y especialmente alguien tan ajeno a la realidad local como lo era, por ejemplo, Pedro Balbín tuvo que relacionarse e insertarse lo más rápido posible dentro de los circuitos de poder político y económico de la 225 Moreyra, Cartas de virreyes, t. II, 283-288 226 Moreyra, Cartas de virreyes, t. II, 293-295. 227 Libros de cabildo de la ciudad de Cusco”, 11 de setiembre de 1698, ARC, t. XIX, f., 203v-205; Moreyra, Cartas de virreyes, t. II, 288-289. 128 región y era Esquivel quien estaba a la cabeza de los mismos. Por ello, no sorprende ver que una y otra vez los corregidores estuvieron vinculados muy cercanamente al marqués de Valleumbroso y al resto de la elite local. En este sentido, Luis Miguel Glave señala que Balbín era más bien una pieza más dentro de los lucrativos negocios que llevaba a cabo el marqués (tales como el reparto de mercaderías y los trajines) con los que este se salía muy favorecido; por ejemplo, fue partícipe de un negocio de alrededor de 8,000 mulas de Tucumán que el propio Mollinedo denunció. Incluso, una vez concluidas sus funciones burocráticas continuaron sus actividades económicas en la región tal como lo prueba un contrato con un mercader en Potosí para que por mil pesos anuales coloque las 33,000 mil yardas de ropa que le envió tanto en julio como en agosto de tal año. Glave sostiene que a cambio el corregidor debía favorecer políticamente a Esquivel; ya sea negando cargos políticos a sus enemigos o dictando leyes favorables para este y sus criados. Además, no hay que olvidar el importante control que el corregidor tenía sobre la población indígena, la cual era la más importante fuente de riqueza.228 De esta forma, Glave arguye que los problemas ya mencionados en las elecciones de 1692 deben verse como un enfrentamiento entre el marqués y sus enemigos. Igualmente, las disputas entre Mollinedo y Balbín no serían más que un reflejo de un enfrentamiento contra Esquivel quien era el que, tras bambalinas, manejaba realmente el poder; tanto así que algunos años después, tras una gran inversión de energía y dinero, él mismo logró ser nombrado corregidor del Cusco. Esta visión es alimentada por las informaciones que se obtuvieron varios años más adelante en el marco de las investigaciones que se hicieron 228 Glave, Luis Miguel, De rosa y espinas. Economía, sociedad y mentalidades andinas, siglo XVII, (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, Banco Central de Reserva, 1998), 321-332; Gibbs, Cuzco 1680-1710, 198. 129 sobre los abusos del segundo marqués de Valleumbroso y que ha estudiado Lavallé. En ellas se acusa a los Esquivel, entre otros muchos delitos, de haber sobornado a cuanto funcionario pasó por la ciudad; de haber robado y asesinado a Antonio de la Alosilla, así como a los testigos que intentaron declarar; y también de haber motivado los tumultos de 1698, con lo que hizo demostración de la influencia que tenía sobre las masas.229 Nuevamente, resulta complicado precisar hasta qué punto estas acusaciones (que además las hacía Gerónimo de Losada, el principal ofendido y enemigo del marqués) eran ciertas. Si bien en muchos de los incidentes narrados de alguna manera estuvieron presentes los Esquivel, es difícil aceptar que manipulase tan a su antojo suceso como los de 1698 que más bien parecen ser espontáneos, producto de los cada vez más comunes enfrentamientos entre criollos y peninsulares. Por otra parte, la idea de que Balbín no era más que una suerte de peón y aliado incondicional del marqués pierde un poco de peso al ver que en las mismas acusaciones se afirma que luego del asesinato de Alosilla el corregidor intentó aplicar la justicia, pero no lo pudo hacer debido a las influencias que el acusado tenía en el virrey y la Audiencia.230 Además, la oposición Esquivel-Mollinedo también se desvanece al notar que (siempre de acuerdo a las acusaciones de Losada) en alguna ocasión el obispo Mollinedo protegió al marqués cuando impidió que se llevase a cabo una comisión contra Valleumbroso.231 Si bien no se puede negar la importancia de las relaciones económicas para entender mejor los conflictos entre el corregidor y el obispo, estos eran mucho más que eso. Eran 229 Villanueva Urteaga, Horacio, “Relación de los delitos cometidos en el Cusco por los marqueses de Valleumbroso”, Boletín del Archivo Departamental del Cuzco, N° 3, 1987: 21-38; Lavallé, El mercader y el marqués. 230 En la propia acusación se señala que gracias a los cuantiosos desembolsos que hacía el marqués entre sus criados y amigos se hizo de aliados muy importantes como era don Antonio Portocarrero, hijo del virrey conde de la Monclova. Villanueva, “Relación de los delitos cometidos en el Cuzco por los Marqueses de Valleumbroso”, 26. 231 Villanueva, “Relación de los delitos cometidos en el Cuzco por los Marqueses de Valleumbroso”, 24-27. 130 disputas por el poder, por la autoridad, por la jerarquía y por la investidura misma y en la que también participaban y tenían voz las elites locales ya sea actuando en forma de cabildo o defendiendo intereses particulares como lo hacían los Esquivel; quienes al hacerlo no solamente buscaban defender su hacienda, sino que también luchaban por adquirir una autoridad política propia dentro de la ciudad (no por gusto pelearon tanto para detentar ellos mismos el corregimiento). Es obvio que la plaza de corregidor otorgaba grandes ventajas económicas para su poseedor así como para sus aliados; sin embargo, también seguía siendo un importante cargo político y administrativo dentro un estado cada vez más centralizado, pero al mismo tiempo más permisivo. Con todas sus limitaciones, era el representante, la imagen del rey en la ciudad y su presencia era fundamental para la supervivencia del imperio español ya que, mal que bien, ponía freno a los demás poderes locales; participaba activamente del estado-teatro; al impartir justicia, legitimaba al estado; y permitía una administración directa por parte de la corona tanto de la tierra como de la mano de obra. Era de esta forma que lograba articular el estado colonial en un plano local y posibilitaba una continua comunicación entre el soberano y la población. Aparecía, pues, como el rostro visible de la dominación regia, y en él se encarnaba y sintetizaba dicha autoridad. Por ello, el corregidor era una pieza clave dentro del sistema político, ya sea para apoyarlo, aliársele, o contenderlo. De esta manera, el cargo de corregidor iba adquiriendo un valor e importancia en sí mismo. Se estaba convirtiendo en un funcionario con poder y legitimidad, sin importar quién lo ocupase. Empezaba a vislumbrarse que el aparato estatal, esa compleja red de servidores públicos que tenían por misión administrar, gobernar e impartir justicia adquiría 131 identidad y legitimidad propios; a causa de sus propias actividades y funciones. Ya no porque eran designados por el monarca. Asimismo, se tiene que, paradójicamente, en los momentos en que Cusco pareciera estar más integrado al resto del imperio hispanoamericano: una prestigiosa plaza a la que llegaban funcionarios europeos a finalizar exitosamente sus carreras y en la que ya no se discutía la autoridad de los reyes ni la presencia misma del corregidor; donde el aparato administrativo del estado estaba plenamente legitimado y funcionaba sin mayores contradicciones controlando prácticamente todas las actividades posibles. Es también el tiempo en que más independencia y libertad gozaba la ciudad. Los poderosos locales supieron aprovecharse del pacto colonial y aceptaron someterse al orden impuesto por la corona. No discutían la autoridad del rey ni del corregidor, muy al contrario se aliaban a ellos de maneras astutas para, bajo su protección, obtener mayores beneficios tanto sociales, políticos, simbólicos, como económicos. Tanto así que incluso ellos mismos buscaron ocupar dicho cargo. Por ello mismo, cada vez es mucho más grande el poder que en el Cusco está en juego. Ha aumentado considerablemente la importancia de esta ciudad y debido a las características mismas de un sistema político que propone una dispersión del poder, el gobierno local no es único ni indiscutido. Así, ante esta suerte de vacío de autoridad, las disputas por ocupar tal posición fueron sumamente intensas entre el corregidor, el obispo y -en los últimos momentos del XVII- la cada vez más vigorosa elite local, que comenzaba a tomar conciencia tanto de su privilegiada condición, como a construir una propia identidad, distinta a la de los peninsulares. 132 Conclusiones En esta tesis se ha visto cómo a través del corregidor de españoles del Cusco se pueden trazar algunas características del estado colonial, así como su evolución, durante los siglos XVI y XVII, entendiendo que dicho agente funcionó como un claro representante del poder real hispano que buscaba imponer su soberanía en América tanto sobre la población indígena conquistada, así como sobre la población española conquistadora. En primer lugar se observa que el sistema político instaurado en América con la llegada de Pizarro es más complejo de lo que a primera vista aparecería. Así, se ve que desde los primeros años hubo una constante tensión entre los conquistadores y la corona: los primeros ansiaban controlar perpetuamente sus nuevos dominios con gran autonomía e independencia, mientras que la segunda buscaba ejercer soberanía absoluta tanto sobre los recientemente adquiridos población y territorios, como sobre los conquistadores mismos. Esto ocurría porque la corona castellana venía atravesando una serie de transformaciones que llevaban hacia un monopolio y centralización del poder y de la administración. Desde el gobierno de Isabel la Católica, los reyes se esforzaron por imponer su autoridad sobre la de los poderes locales. Este impulso centralizador continuó en América donde no se permitió el surgimiento de poderes locales autónomos, ello chocó con las pretensiones de los conquistadores. Como consecuencia, en 1544 hubo una rebelión abierta por parte de los encomenderos que puso en entredicho la autoridad monárquica. Tras varios años de guerra abierta, la corona resultó victoriosa y para consolidar su triunfo, así como el establecimiento de su soberanía, introdujo al corregidor. 133 Este funcionario, que tuvo una participación crucial en el reinado de Isabel, tenía como primera misión imponer la autoridad monárquica y contener a los levantiscos conquistadores. Así, hasta fines del siglo XVI el corregidor se dedicó en gran medida a combatir y prevenir cualquier tipo de insurrección. Estos fueron años en los que la autoridad claramente venía de la mano con la coerción física directa y el corregidor la ejercía cotidianamente. Sin embargo, para asegurar la continuidad de la autoridad era necesario que el gobierno gozase de legitimidad. Esta provenía tanto de la tradición como de la capacidad de brindar justicia y ofrecer un ordenamiento estable. En este sentido, el corregidor tenía un rol vital al actuar como juez y principal fuente de justicia local. Paulatinamente, la gran mayoría de los conquistadores terminaron por aceptar la soberanía de los reyes, puesto que brindaba una mayor seguridad y estabilidad que a la larga les resultaba más favorable para sus propios intereses. Fue así que incluso algunos encomenderos se convirtieron en corregidores del Cusco, defendiendo ellos mismos los intereses de la corona. De esta suerte, sobre la base de la fuerza y la justicia se asentó la autoridad de los monarcas. Pero para poder operar efectivamente y debido también a la propia tradición política hispana, había una constante negociación del poder que se hallaba distribuido en múltiples polos, los que –dentro de una concepción organicista de la sociedad- se mantenían armonizados y unidos por una cabeza. Así, paradójicamente, el estado fue centralizándose mientras cedía parcialmente frente a las elites locales y posibilitaba cierta negociación de la autoridad. De este modo, se negociaba y competía a todo nivel; tanto con la corona, como entre la misma población; y estas relaciones políticas ocurrían cotidianamente y se daban, especialmente, en un plano ritual y simbólico. 134 Entonces, otra característica del estado colonial es que era un Estado-teatro: uno en el que la autoridad estaba íntimamente ligada al honor, la magnificencia y las formas públicas. Era en las ceremonias públicas y, sobre todo, en los constantes conflictos que en torno a ellas surgían, donde se construían las identidades políticas y se disputaba el poder. En el Cusco, donde no había una jerarquía claramente definida, el corregidor, a lo largo de todo el siglo XVII, rivalizó constantemente en la esfera ritual con diversas instituciones, entre las que destacan el cabildo de la ciudad, donde se conglomeraba la elite local, y el obispo, quien desde su posición como máxima autoridad espiritual buscaba serlo también en el plano político. Así, progresivamente, se fue consolidando la soberanía regia y para fines del siglo XVII esta era indiscutida. Cusco ya no aparecía como un foco de resistencia al gobierno real y, más bien, estaba plenamente insertado en la dinámica imperial. Cada vez era más común que el corregidor de la ciudad fuese un peninsular nombrado directamente por el soberano -esto coincidía con el afán de la corona por controlar de forma más directa el nombramiento de los funcionarios en América-, quien fácilmente se insertaba en la dinámica local y no tenía mayores problemas en confirmar la autoridad mayestática. El corregidor (y a su vez el gobierno de los Austrias) estaba sólidamente asentado y gozaba de plena legitimidad. Uno de los principales motivos era su cada vez más importante y habitual faceta de juez. Ella le permitía defender el sistema, al mismo tiempo que controlar el acceso a la tierra, como a la mano de obra. Además, la propia elite local aceptaba dicha autoridad, pues le brindaba seguridad y amplias posibilidades de desarrollo. Este fue uno de los períodos en que más vigorosa se mostró esta elite; aprovechó las oportunidades que le ofrecía el orden establecido y acumuló importantes recursos económicos y políticos. De esta forma, el corregidor logró articular a la población local con 135 los reyes; tuvo un rol funcional y permitió que entraran en sintonía los intereses de los poderes locales y la corona. Se ve entonces que el corregidor del Cusco se había institucionalizado. Había adquirido una importancia e identidad política en sí mismo, que iba más allá del contexto o de las personas que ocupaban el cargo. Esto hacía que permanentemente fuese contendido por el obispo en su intento por ser la primera autoridad; pero también la institución a la que todos recurrían para resolver conflictos y para obtener o proteger cualquier tipo de beneficio. Se tiene, entonces, que el corregidor cumplía diversos roles y funciones pero todos ellos permitieron la consolidación del complejo estado colonial. Sirvió tanto como un agente coercitivo, quien por medio de la violencia y la fuerza logró imponer la autoridad regia. Igualmente, participó activamente en el Estado-teatro, defendiendo sus preeminencias y su honor, para así proteger su poder. Además, su rol como juez le permitió controlar a la población y también le brindó legitimidad sobre la que logró asentar su dominio; el cual, paulatinamente, era cada más institucionalizado e impersonal. En definitiva, en el corregidor se pueden apreciar las distintas formas de ejercer el poder, de imponer autoridad y de obtener legitimad del estado colonial. 136 Fuentes y Bibliografía Fuentes a) Archivos Archivo Arzobispal de Cusco (AAC) Constituciones: XII, 2, 22 (1651-179). Inmunidad: XXXVIII. 2, 22, f.113. (1682); XLIX, 1, 17 (1688). 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