PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL PERÚ FACULTAD DE LETRAS Y CIENCIAS HUMANAS “¿Y realmente, no se nos parecen?”: la representación de la figura del senderista en Los rendidos. Sobre el don de perdonar de José Carlos Agüero TESIS PARA OPTAR EL TÍTULO DE LICENCIADO EN LINGÜÍSTICA Y LITERATURA CON MENCIÓN EN LITERATURA HISPÁNICA Autor: Carlos Renzo Rivas Echarri Asesora: Dra. Alexandra Imogen Hibbett Diez Canseco Lima, octubre, 2018 Resumen En este trabajo, analizo cómo en Los rendidos. Sobre el don de perdonar (2015) de José Carlos Agüero se representa a los personajes senderistas, sobre todo por la particularidad que tiene este retrato dentro de las dinámicas de la memoria colectiva en el Perú tras el período de la violencia política. Sostengo, principalmente, que en este texto se llega a configurar una singular forma de representación del senderista que permite problematizar las limitaciones de los discursos oficiales acerca de este tema. Además, también planteo que, a partir de esto, en la obra se esboza un proyecto de comunidad nacional que intenta reformular los vínculos entre los habitantes del Perú de posconflicto. Para sustentar estas hipótesis, primero examinaré la relación entre memoria y representación literaria, a partir del trazado de una genealogía de la forma en la que en la narrativa canónica de la violencia política se ha caracterizado a estos personajes. Luego, analizaré la manera en la que en Los rendidos se representa a los senderistas, sobre todo a partir de su singularidad discursiva y el carácter de las memorias de Agüero, lo que demostrará los maniqueísmos que están presentes en el imaginario hegemónico. Finalmente, revisaré el proyecto de comunidad que se desprende de las argumentaciones del ensayo-testimonial, con lo que espero desentrañar el potencial ético- político del discurso de esta obra. Agradecimientos Quisiera dedicar esta tesis (aunque el gesto resulte insuficiente) a aquellas personas que me han acompañado a lo largo de su tan accidentado desarrollo. A Andrea y Manuel, mis padres, pues sin su respaldo y dedicación sin límites, nada de esto me hubiera resultado posible. A mi asesora Alexandra Hibbett, por sus lúcidos comentarios y su considerable paciencia, así como por todos los intercambios de ideas que hemos tenido, pues de ellos no he podido dejar de aprender muchísimo. Por último, quisiera agradecer a todas y todos mis queridos camaradas, por la compañía e inspiración constantes, por atender a mis divagaciones, pero, sobre todo, por hacer la existencia mucho más llevadera. Índice Introducción 1 Capítulo 1: La representación del senderista en la narrativa de la violencia política en el Perú 15 1.1. La representación de los senderistas en novelas hegemónicas 15 1.2. Variantes (canónicas) en la representación narrativa del senderista 32 Capítulo 2: La composición discursiva y la representación de los senderistas en Los rendidos 47 2.1. Género(s) y lugar de enunciación en Los rendidos 48 2.2. Caracterización de los personajes senderistas en Los rendidos 58 2.3. Las “trampas del lenguaje” y la verdad de Los rendidos 77 Capítulo 3: La dimensión ético-política de Los rendidos 90 3.1. La comprensión frente al dolor de los demás y el don del perdón 90 3.2. Observaciones críticas a la significación ético-política de Los rendidos 98 Conclusiones 112 Bibliografía 118 Ser objeto de estudio, de opinión, de representación. Es inevitable para las víctimas. También para los culpables y enemigos. Para los subversivos, terroristas, senderistas. Y para sus familias y herederos. Quizá prefieran el olvido. Pero no pueden detener el uso de una experiencia que aunque sea suya no les pertenece ya. José Carlos Agüero, Los rendidos. Sobre el don de perdonar 1 Introducción La presente investigación se centrará en analizar la manera en la que se representa al senderista en Los rendidos. Sobre el don de perdonar (2015), así como el particular modo que tiene este libro de narrar las consecuencias del periodo de la violencia política en el Perú. Sostengo, principalmente, que en este texto se llega a configurar una singular forma de representación del senderista que problematiza las limitaciones de los discursos oficiales acerca de este tema. Además, en la obra se critican diferentes aspectos de nuestro ordenamiento sociosimbólico actual y de las “memorias emblemáticas” del Perú de posconflicto. Por último, a partir de todo lo anterior, en el libro se esbozan las coordenadas ético-políticas de un proyecto de comunidad nacional que intenta reformular los vínculos entre los habitantes de nuestro país. Los rendidos constituye un valioso objeto de análisis para los estudios literarios, ya que hablamos de una obra que realiza una representación potente tanto del periodo de la violencia política como del contexto del postconflicto peruano, y que, además, ha tenido una gran difusión en el mercado editorial peruano más “oficial” desde su publicación1. Se trata de una producción que parte de la fuente discursiva del Informe final de la CVR y que, como otros objetos simbólicos examinados por Víctor Vich, se ha vuelto un “dispositivo de la memoria” que intenta difundir, reformular, corregir y ampliar algunas de las conclusiones del Informe, aspirando así “a construir un nuevo relato sobre el Perú” (Poéticas 19). Además, como a algunas otras iniciativas culturales, se le puede acuñar también la categoría de “archivo de memoria alternativo”, ya que, si bien este texto “complementa” al Informe (llenando vacíos y apoyando algunas de sus recomendaciones), este no se deja subsumir del todo por él, pues su valor radica “en mantener su independencia y una voz crítica, y en ofrecer nuevos registros y lenguajes que estimulen la reflexión y las muchas historias que quedan por contar” (González 226). Se observa así que la relación entre el discurso de la CVR y la del libro analizado resulta muy compleja, por lo que ese será un aspecto al que se aluda en el desarrollo de este trabajo. Por otro lado, si bien el libro resulta ser bastante heterodoxo en su 1 La primera edición del libro fue publicada en febrero del 2015 por el Instituto de Estudios Peruanos y en ese mismo año salieron dos reimpresiones. Esta obra se divide en 6 capítulos o secciones (titulados “Estigma”, “Culpa”, “Ancestros”, “Cómplices”, “Las víctimas” y “Los rendidos”) y está compuesta por 67 fragmentos de variada extensión. Se incluye además un prefacio y un colofón. Como señala Agüero, algunos de estos relatos fueron compartidos antes en un blog personal (http://negloaguero.blogspot.com/), pero en esa plataforma pasaron desapercibidos. Ya como libro, este forma parte del catálogo del IEP, dato que debe señalarse, pues “la editorial marca una pauta de lectura, especialmente si tiene importancia local o internacional”, además de que esto indica que, a pesar de lo complejo de su temática, Los rendidos no ha tenido que contentarse con ser un texto autoeditado ni de circulación clandestina (Muñoz 22). 2 constitución, al combinar el ensayo, el testimonio, la narración no-ficcional y algunos episodios de estilo más “literario”, la propuesta de estudiarlo desde el marco de la literatura denota un afán por contribuir con el análisis académico de la producción cultural peruana sobre el período de la violencia política en el país2, sobre todo en lo que se refiere al estudio del testimonio. Como señala Lucero de Vivanco, [la] cuestión de la violencia política, de su representación y de su presencia a la vez duradera y variada en el corpus literario latinoamericano, nos interpela como lectores y como críticos porque nos sitúa en un lugar completamente singular, extremo, limítrofe, en el que los estudios literarios colindan con la historia, la psicología o la sociología, sin renunciar por ello al corazón mismo de la escritura como práctica artística, creadora de sentido e inteligibilidad a partir de recursos propios (“Introducción” 14). Se trata entonces de resaltar que las producciones culturales (y literarias) configuran su acercamiento a la violencia política de forma diferenciada de otra clase de discursos y, por eso, los estudios literarios pueden indagar en dimensiones de la representación que otras disciplinas no pueden llegar a asir del todo. Esto, en un género tan complejo y polisémico como el del testimonio, resulta necesario, ya que un análisis desde este enfoque puede develar sentidos a los que no se podría acceder del todo desde, por ejemplo, las ciencias sociales o la historiografía3. Deteniéndonos un momento en el aspecto testimonial presente dentro del objeto de estudio, hay que recordar que una de las perspectivas canonizadas por la crítica ha sido la de John Beverley, quien ha teorizado bastante acerca de cómo el testimonio latinoamericano es un género literario post-novelesco (“Anatomía” 16), caracterizado por ser un texto narrativo no-ficcional relatado en primera persona, en el que el narrador es también el protagonista o espectador directo de los hechos referidos y en el que lo que se cuenta es a nombre de una comunidad o grupo oprimido, con lo que la narración del testimonio tiene que comprender “an urgency to communicate, a problem of repression, poverty, subalternity, imprisonment, struggle for survival, and so on, implicated in the act of narration itself” (“The margin” 12-16). De esta forma, en América Latina, este conjunto de textos, “desde una perspectiva ajena al poder, han tratado de generar narrativas nacionales más inclusivas, mostrando el horror de la vida 2 Producción que “se ha mostrado como un vehículo eficaz para la memoria” y cuyo desarrollo e impacto “dan cuenta de que más allá de un discurso oficial es evidente una necesidad intensa de enunciar y de conocer las experiencias subjetivas a través de lenguajes artísticos que sirven para compartir o comparar vivencias, preguntas y sentimientos marcados por la guerra” (Uccelli y otros 162-163). 3 Con lo que el presente estudio va en la misma línea de propuestas como la de Dando cuenta. Estudios sobre el testimonio de la violencia política en el Perú (2016). 3 social, desestabilizando al sujeto hegemónico y dando cuenta del fracaso de la «ciudad letrada» en representar a la nación” (Vich, “Testimonio” 354). Sin embargo, como se verá en el segundo capítulo, hay una serie de elementos en la misma configuración de Los rendidos que lo emparentan, pero a la vez lo alejan de la demarcación más tradicional del género testimonial, como, por ejemplo, su lugar de enunciación no subalterno (en el sentido más clásico de la categoría, al menos), sino letrado (posiciones cuyas fronteras, se puede argüir, son desestabilizadas también dentro del mismo texto). Esto conlleva entonces la necesidad de revisar otras de las aproximaciones críticas que se han realizado alrededor del género testimonial, sobre todo para llegar a examinar mejor la filiación genérica del texto de Agüero. Por otro lado, la relación de esta obra con la escritura autobiográfica también resulta dificultosa, ya que, como observa Cecilia Esparza, si bien el libro comparte el uso de ciertas convenciones que lo emparentan con esta tradición, asimismo este intenta apartarse “de las demandas retóricas, los tropos, los motivos y las convenciones de la escritura” propias de esta modalidad (“Un ejercicio” 3). Se trata entonces de un texto de difícil clasificación que “no obedece a un formato convencional” (Montalbetti, “Nota”), lo que resulta parte constitutiva de su misma conformación discursiva. Aun así, Los rendidos guarda una (complicada) filiación tanto con el testimonio como con la autobiografía, por lo que resulta posible relacionarlo con ambas tradiciones, y, de manera más general, con la literatura de la violencia política. Por ello, planteo que esta obra puede ser abordada desde el campo de los estudios literarios y recalco la necesidad de reflexionar acerca de ciertos textos que ponen en tensión la dinámica entre la escritura, la memoria y la política, como Los rendidos u otras obras del género testimonial. Me concentraré entonces en examinar el espectro representacional del libro de Agüero. Utilizo el término “representar” ya que, si bien la obra analizada problematiza constantemente los límites entre ficción y no-ficción (aspecto por el que se harán diferentes referencias al contexto sociohistórico del conflicto y posconflicto a lo largo de este trabajo), como todo texto esta no puede dejar de poseer una dimensión marcadamente discursiva, a pesar de que también contenga aspectos performativos. Por otro lado, se trata de comparar el retrato que se hace de los senderistas en el texto de Agüero con otras simbolizaciones de ellos dentro de la producción literaria peruana (al menos, dentro de aquella de carácter más hegemónico), siendo todas ellas “representación” en el sentido de “algo que está en lugar de otra cosa” (Montalbetti, 4 Cualquier 27). Como se verá más adelante, esto se relaciona directamente con uno de los enfoques teóricos que usaré en mi investigación4. La narrativa acerca de la época de la violencia política (1980-2000) se ha convertido en una de las tradiciones discursivas más estudiadas de la literatura peruana contemporánea y continúa siendo un espacio de exploración y reflexión artística, así como “un medio de intervención política” (Ubilluz, Hibbett y Vich 9), en compañía del resto de producciones culturales que remiten también a aquel período traumático de nuestra historia reciente. A pesar de que a este paradigma se le ha criticado por su “reduccionismo” (que el sintagma “violencia política” solo se utilice “para aludir a los sucesos o acciones violentas del período 1980-2000”) y por su alineamiento con intereses del mercado editorial (Huamán 32-34), así como por su falta de afirmación política y por la centralidad que en estas obras se le da a la denuncia y no a “acompañar a los múltiples conflictos sociales en el Perú” (Ubilluz, La venganza 245), no se puede negar la importancia que esta tradición ha terminado adquiriendo dentro de la producción literaria local. Asimismo, como señala Mark R. Cox, “al estudiar esta narrativa, es importante tener en cuenta que no se trata de obras aisladas de un contexto mayor, sino que son parte de un debate, a veces agudo, de diferentes individuos y grupos acerca de qué es el Perú, qué es la literatura, y qué significa ser escritor” (Bibliografía 186). Debido a ello, al acercarse a esta tradición, se tiene que examinar cómo los textos que componen este corpus se encuentran insertos en una pugna discursiva acerca de la memoria en el Perú de postconflicto, lo que conlleva choques ideológicos y enfrentamientos en el plano de lo (est)ético y lo político. La articulación de la memoria colectiva resulta de un proceso muy dinámico y complejo, en el que entran toda una serie de factores históricos, ideológicos y sociales5. 4 Esto también me obliga a señalar desde ya una de las limitaciones de este trabajo: la concentración casi exclusiva en el aspecto discursivo de la obra. Como ha planteado Gabriel Rockhill, uno de los problemas del análisis estético contemporáneo recae en la poca atención que le da a “the social force field constituted out of the multiple sites and types of agency involved in the production, distribution, and reception of aesthetic practices (and, for that matter, of political activities)”, pues esta negligencia corre el riesgo “of casting a long shadow over the social complex in which diverse dimensions of aesthetic and political practices overlap, entwine, and sometimes merge” (6). Considero que se trata de una crítica válida para el examen que realizo de mi objeto de estudio, ya que una de las coordenadas de mi análisis es justamente la dimensión (est)ético-política del discurso de este texto. No obstante, el artículo de Alexandra Hibbett “La problemática centralidad de la víctima en la memoria cultural peruana” ya introduce algunas de las dimensiones que estoy dejando de lado por cuestiones de enfoque (además de que es debido a su trabajo y a su uso de las elaboraciones de Rockhill que he sido consciente de las limitaciones de mi acercamiento a Los rendidos), por lo que espero que la concentración de mi análisis no resulte tan reduccionista si se revisa a la par de este otro tipo de investigaciones. 5 Como propone Elizabeth Jelin, la memoria colectiva puede interpretarse “en el sentido de memorias compartidas, superpuestas, producto de interacciones múltiples, encuadradas en marcos sociales y relaciones de poder” (55). Además, el plano de lo discursivo resulta importantísimo dentro de esta configuración, ya que, partiendo del lenguaje, “encontramos una situación de luchas por las representaciones del pasado, centradas en la lucha por el poder, por la legitimidad y por el reconocimiento”, circunstancia en la que estas pugnas implican “por parte de los diversos actores, estrategias para ‘oficializar’ o ‘institucionalizar’ una (su) narrativa del pasado” (Jelin 68). Finalmente, resulta necesario señalar la importancia del ámbito de la producción cultural dentro de la dinámica de la(s) memoria(s), sobre todo en un contexto como el del Perú de postconflicto. Si entendemos que la memoria colectiva puede ser promoverse mediante obras artísticas e intervenciones dentro del ámbito cultural, entonces se puede afirmar que en nuestro país “cultural forms of (re)presenting are the present-day battleground for memory narratives” (Milton, “Introduction” 23). Es por ello que resulta necesario el estudio de la producción cultural peruana, así como la narrativa de la violencia política y la literatura en general, para poder identificar las diferentes formas en las que las discusiones y (re)articulaciones de una memoria nacional se han venido desarrollando en estos últimos años de nuestra historia. Sin embargo, esto amerita señalar a partir de qué coordenadas estéticas parte el análisis, ya que la relación entre literatura y política resulta bastante intricada y está abierta a todo tipo de disquisiciones. Para efectos de este trabajo, me decantaré por una elaboración que contemple tanto el carácter estético de la producción literaria como su relación con las demarcaciones ético-políticas dentro de un determinado contexto social. Siguiendo lo desarrollado por Jacques Rancière, la política de la literatura implica “una cierta forma de intervenir en el reparto de lo sensible que define al mundo que habitamos”: es decir, cómo la literatura influye “en el recorte de los objetos que forman un mundo común, de los sujetos que lo pueblan, y de los poderes que estos tienen de verlo, de nombrarlo y de actuar sobre él” (Política 20-21). Existe entonces una estética en la base de la política, afirmación en la que se entiende que la “política” es aquello que remite “a lo que vemos y a lo que 5 La referencia al trabajo pionero de Maurice Halbwachs resulta ineludible. Este autor planteó que las memorias individuales dependen de una “memoria colectiva”, ya que se encuentran enmarcadas por estructuras sociales y culturales que transmiten los recuerdos, valores y tradiciones de una comunidad a las siguientes generaciones. Véase Halbwachs (2004). 6 podemos decir, a quien tiene competencia para ver y la cualidad para decir, a las propiedades de los espacios y los posibles del tiempo” (Rancière, El reparto 20)6. Así, lo que hace la literatura y otras prácticas artístico-culturales es “desmontar y reformular activamente tensiones y antagonismos a través de figuras de lenguajes que intervienen la discursividad social redistribuyendo sus signos cambiados en nuevas constelaciones múltiples y fluctuantes” (Richard 87). Partiendo de estos presupuestos estéticos, se propone que el vínculo entre memoria, política y literatura se encuentra entreverado de manera muy compleja, sobre todo cuando su referente, el contexto de la violencia política, se halla tan (re)cargado de significación. El corpus de la tradición narrativa analizada se enmarca así dentro de una dinámica en la que distintos discursos pugnan por (re)configurar la memoria colectiva del país, lo que tiene (y ha tenido) consecuencias ético-políticas dentro de nuestro ordenamiento social. Resultará entonces bastante sintomático que, en un asunto tan polémico en el imaginario del Perú postconflicto como el de la presencia y accionar de la figura senderista, es posible encontrar diferentes propuestas representacionales que develan las coordenadas (est)éticas e ideológicas de las diversas obras literarias en cuestión. Como señala Steve J. Stern, “[the] making of memory is also the making of silence. […] Within a given community or memory camp that has suffered repressive violence, moreover, some themes may prove divisive and therefore place at risk the internal coherence needed to seek redress” (“Afterword” 267). En el caso de Perú, la actuación de Sendero Luminoso sigue resultando un tema que produce mucho rechazo e incomodidad dentro de la población, puesto que se puede argumentar que la cohesión de nuestra comunidad imaginada se ha tratado de articular fantasmáticamente, después del período de la violencia política, a partir de ese mismo rechazo, por lo que se han ido gestando ciertos parámetros a los que se tiene que circunscribir la representación cultural de la militancia senderista para no originar mayores controversias7. 6 Si bien soy consciente de las críticas a la elaboración teórica de Rancière y a su manera de vincular el arte y la política (muchas de las que también suscribo; véase, sobre todo, Gruber (2017), Mitrovic (2017) y Rockhill (2014)), considero que aun así se trata de una formulación que puede ayudar a reflexionar acerca de cómo se desarrollan las coordenadas ético-políticas de la obra de Agüero. Me referiré a ello en la última sección de mi tercer capítulo. 7 Luego de que colapsaran en la década de los noventa las capacidades militares y políticas de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, se instaló en el imaginario colectivo una “memoria salvadora” en la que Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos y las Fuerzas Armadas y Policiales habían sido los causantes, en diferente medida, de la “pacificación” del país, mientras que, sin matices, tanto los senderistas y el MRTA como quienes cuestionaran esta versión oficial eran “la 7 A partir de lo ya mencionado, se plantea que la (falta de) representación de la figura del senderista viene a ser una parte importante dentro de los diferentes proyectos de comunidad nacional presentes en las diversas obras de la narrativa de la violencia política. Como ha señalado Gonzalo Portocarrero, muchos de los textos que tratan acerca de este período “tienden a desconocer a una de las partes del conflicto, a los senderistas, asumiéndolos como foráneos, sectarios y violentos”, representándolos como a “una presencia inexplicada, una suerte de fantasma que recorre caminos, asolando pueblos, asesinando gente”, cayendo así en una satanización maniquea que impide que “nos preguntemos sobre su humanidad” y que no se trate de indagar más allá de los sentidos comunes, sobre todo en lo que respecta a los factores sociales que se encontraban detrás del actuar de sus militantes (Razones 147-148). Esto resulta ser sintomático de lo ya mencionado: para una parte de la producción narrativa de esta tradición, debido a sus coordenadas ideológicas y (est)éticas, ha sido más sencillo replegarse sobre el guión fantasmático de que estos personajes eran simplemente “salvajes, asesinos, despiadados, autoritarios” (Camán Vigo 97), con lo que se promovió esta visión hegemónica dentro la memoria colectiva de la nación. Sin embargo, hay que tomar en cuenta que, si bien este ha sido el discurso dominante acerca de esta temática, el corpus de la tradición discursiva en cuestión ha resultado ser mucho más diverso e intrincado que el que se dilucida si es que solo se toman en cuenta algunas de las obras más (re)conocidas de este conjunto8. Mi hipótesis es que el libro de Agüero intenta desconfigurar (mediante el uso de diferentes estrategias retóricas y argumentativas) los discursos oficiales y la manera en la que estos han ido fijando (y construyendo) los sentidos comunes acerca de la imagen del senderista, así como también se pone en entredicho algunas de las consecuencias que este imaginario hegemónico ha llegado a tener dentro de la configuración socio- simbólica del Perú de posconflicto. Como señala Jorge Frisancho, esta obra busca “desestabilizar no solo la valencia de términos como memoria o verdad en el relato del encarnación del mal” (Degregori, “Sobre” 29). Esta versión de lo acontecido aún tiene repercusiones en el presente, como se puede observar dentro de las últimas coyunturas electorales en el Perú. 8 Como señala Mark Cox, se trata de un corpus particularmente copioso, sobre el que ha podido contabilizar lo siguiente: “165 autores han publicado más de 300 cuentos y 65 novelas” dentro de esta tradición (“Narrativas” 450) (cifras anotadas hasta el año 2013, las que de hecho ya deben haber aumentado, aparte del número de obras no registradas por Cox). Además, se anota que los escritores de esta narrativa resultan de variada procedencia, clase social, género y afiliación política; incluso se registran publicaciones de escritores “insurgentes” y de afiliación militar, sobre los que se concentra el análisis del artículo citado. 8 conflicto, sino la de categorías como víctima o perpetrador”, ya que personajes como los padres de Agüero “ocupan un espacio casi imposible de nombrar en los discursos peruanos contemporáneos” (“Hondos”). Así, a partir de un lenguaje que se resiste a “deshumanizar a los sujetos y convertirlos en categorías dicotómicas: víctima y perpetrador, culpable e inocente”, se articula un “reclamo de humanización del otro” (Frisancho, “(Des)hacer”) sobre el que se proyecta un horizonte de comunidad nacional. Este proyecto se sustenta a partir de la elaboración de Los rendidos acerca del perdón y la necesidad de empatía frente al dolor de los demás, aspectos que examinaré también en el último capítulo de este trabajo. Por otro lado, sostengo además que, desde algunas propuestas teóricas que se utilizarán en el análisis, la pertenencia de Los rendidos dentro del denominado “giro ético”, así como el uso de la categoría de “víctima” y su desconfianza del horizonte emancipatorio, subrayan los aspectos “problemáticos” del discurso político que se configura dentro del entramado textual de la obra analizada. Partiré entonces de una lectura detenida del texto y de un análisis detallado de su arquitectura discursiva, tomando en cuenta los aspectos formales y retóricos de la narración. Se seleccionarán pasajes significativos y se prestará especial atención a lo que se relata y argumenta en ellos, para indagar así en cómo se articula la representación del senderista en esta obra, así como las coordenadas (est)éticas y políticas del objeto de estudio. En cuanto al marco teórico, se usarán diferentes herramientas metodológicas extraídas de los estudios sobre la memoria, por lo que los trabajos de Elizabeth Jelin, Michael Pollak, Steve J. Stern y otros resultan claves, en especial frente a un texto como el de Agüero que dialoga con los postulados teóricos de este enfoque y que interviene dentro de los debates de dicho medio, como cuando comenta la polémica acerca de la centralidad de la figura de la “víctima” y del paradigma de los derechos humanos en los trabajos sobre la memoria histórica. Además, se harán varias referencias a diversas fuentes académicas, tanto de la disciplina historiográfica como de las ciencias sociales, que han abordado el fenómeno de la violencia política, así como el contexto del posconflicto peruano. Por otra parte, pondré en diálogo a Los rendidos también con las propuestas teóricas de Slavoj Žižek, Alain Badiou y Jacques Rancière, entre otros autores, sobre todo en lo que respecta a la relación entre ética y política, para así problematizar algunos de los postulados que se desprenden del discurso articulado en esta obra. Esto me parece pertinente puesto que las coordenadas desde las que opera el libro de Agüero resultan 9 antitéticas con las de estos y otros pensadores, por lo que así se puede formular un acercamiento más dialéctico a las implicancias ético-políticas de la propuesta del texto analizado9. Finalmente, también haré uso del marco del psicoanálisis lacaniano, en su (re)formulación žižekiana, sobre todo por la utilización que se hará de cierta terminología y de algunas categorías útiles para el análisis del contexto del Perú de posconflicto y de su representación dentro de la obra analizada. Se hace necesario desde ya introducir algunas de estas formulaciones, como la de los tres órdenes (lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real) y la del término “fantasía”. Como menciona Žižek, [l]a dimensión Imaginaria es nuestra experiencia directa vivida de la realidad, pero también de nuestros sueños y pesadillas ―es el dominio de la apariencia, de cómo las cosas aparecen ante nosotros―. La dimensión Simbólica es lo que Lacan llama el «Gran Otro», el orden invisible que estructura nuestra experiencia de la realidad, la compleja red de normas y significados que hace que veamos lo que vemos como lo vemos (y lo que no vemos como no lo vemos). Lo Real, sin embargo, no es simplemente la realidad externa; es más bien, como lo expresó Lacan, «imposible»: algo que no puede ser ni directamente experimentado ni simbolizado ―como un encuentro traumático de extrema violencia que desestabiliza nuestro universo entero de significado―. Como tal, lo Real solo puede discernirse en sus huellas, efectos o consecuencias (Acontecimiento 107-108). Así, lo simbólico es “la dimensión lingüística, la de la ley y la estructura”, pero no como conjunto de significados, sino de significantes; lo imaginario son “las narrativas, guiones, que sirven la función de dar un «significado» imaginariamente fijo a los significantes de lo simbólico”, y lo real representa la “falla constitutiva de lo simbólico”, aquello que excede a los otros dos órdenes, pero que también resulta ser un producto inherente de la simbolización (Hibbett, “El innombrable” 160). La fantasía entonces se encuentra del lado de lo imaginario y es “la forma primordial de la narración con la que se disimula algún atolladero original” (Žižek, El acoso 16) y se “vela [entonces] lo real de los antagonismos sociales” (Ubilluz, “El fantasma” 21). Como se verá en este trabajo, la forma de representar, normalmente, a los senderistas dentro de la narrativa hegemónica de la violencia política se ha articulado a partir de ciertos guiones 9 Esto se desarrollará siguiendo de cerca lo articulado por Juan Carlos Ubilluz en el Seminario de Teoría Literaria dictado en la especialidad de Literatura hispánica de la PUCP en el semestre 2015-1, lo que, posteriormente, se presentó con mayor elaboración en el libro La venganza del indio. Ensayos de interpretación por lo real en la narrativa indigenista peruana (2017). Agradezco desde ya las discusiones prescindidas por él y sus reflexiones teóricas acerca de la obra de Žižek, Badiou y Rancière, a partir de las que he compuesto gran parte del acercamiento crítico al texto de Agüero que se expondrá en la última sección de mi tercer capítulo. 10 fantasmáticos bastante asentados dentro de la memoria colectiva y es eso lo que Los rendidos, con su discurso y su forma particular de representación, busca desequilibrar. No puedo dejar de mencionar dos puntos que deberían de quedar claros en lo que respecta a los objetivos principales de esta tesis. En primer lugar, así como no se está planteando que el aspecto testimonial de esta obra sea “verdadero” o “falso” (ya que eso no tiene mayor importancia dentro de lo que se planea examinar, así como ese no es el acercamiento al testimonio que se propugna en este trabajo)10, tampoco se propone que la representación que en este texto se realiza de los senderistas sea más o menos “verdadera” que la que se encuentra presente en otras producciones culturales o textos de otra naturaleza11 (entendiendo “verdad” en el sentido común de la palabra, pues sí considero que Los rendidos llega a formular una verdad, como propongo en el segundo capítulo de mi trabajo). Lo que me interesa desarrollar es la manera en la que esta obra forma parte de aquellos objetos artísticos que, como plantea Vich, “deben ser entendidos como dispositivos culturales que sirven para transformar los sentidos comunes existentes”, producciones que asumen “sin temor, el horror de lo vivido y que, gracias a la densidad de sus símbolos, están abriendo espacios de interpelación política en la sociedad” (Poéticas 14). En segundo lugar, este trabajo tampoco tiene como objetivo directo proponer alguna perspectiva normativa como “correcta” o “incorrecta”, sobre todo en el campo de lo ideológico: lo que me interesa principalmente es contraponer el horizonte presente en el libro de Agüero (o, al menos, el que me parece que se desprende de su discurso) con el de otras elaboraciones teóricas contemporáneas, para así poder reflexionar dialécticamente y estimular el diálogo acerca de la forma en la que la literatura y la producción artística siguen (re)pensando el período de la violencia política, así como las consecuencias que este proceso continua teniendo dentro de nuestro actual ordenamiento social. La tesis estará divida en tres partes. En el primer capítulo, se planteará la existencia de una serie de lugares comunes respecto de la figura del senderista que han codificado su representación dentro de la memoria colectiva y que han sido reproducidos por 10 Ese sería más un acercamiento al testimonio “desde un marco jurídico que intenta llegar, a través del discurso ofrecido por un testigo, a una «realidad» juzgable del pasado que puede ser superada y archivada, lo que a su vez permitiría «pasar la página» y continuar con la vida” (Denegri y Hibbett 2016: 32). 11 Con ello, se parte de una perspectiva cercana a la de la tesis de Muñoz: de que lo que interesa en el estudio de este texto no es tanto lo “verídico” o lo “falso” de la narración, sino cómo es que en esta obra se utiliza el género autobiográfico “para crear identidades” (34). 11 diferentes tipos de productos culturales (especialmente, para los efectos del presente trabajo, de carácter narrativo). Se organizará un pequeño corpus con aquellas obras que resulten representativas dentro del canon de la literatura peruana de la violencia política y que reflejen de manera paradigmática los saberes oficiales que Los rendidos intenta problematizar. Los textos escogidos para ello serán Lituma en los Andes, La hora azul, Abril rojo y Un lugar llamado Oreja de Perro, identificando entre ellos las grandes tendencias dentro de sus guiones fantasmáticos, como representar al senderista como una amenaza casi “irrepresentable”, como un fanático sin mayor interioridad o como seres bastante unidimensionales. Por otra parte, se aludirá a otras obras, como Rosa Cuchillo y La sangre de la aurora, para mostrar ciertas tensiones dentro de este horizonte representacional. En otras palabras, se trazarán algunas de las coordenadas simbólicas a partir de las que se puede destacar la singularidad del discurso presente dentro de la obra analizada, para demostrar así de qué manera el texto de Agüero termina por poner en entredicho las representaciones de la memoria literaria hegemónica. El segundo capítulo se concentrará en analizar la singularidad discursiva del libro de Agüero y la forma en la que se retrata a los personajes senderistas. Un repaso por esta obra permite observar que, dentro de su entramado textual, se articulan una serie de herramientas y de recursos retóricos sobre los que reposa su singularidad. Por ello, en primer lugar, si lo que se busca es indagar más acerca de la peculiar forma en la que en este texto se configura la representación de la figura del senderista, resulta necesario examinar su particularidad genérica (que se trata de un “ensayo-testimonial”) y el lugar de enunciación que se construye dentro del relato (el que se sostiene sobre el recurso de la duda sistemática y, sobre todo, la configuración de su singularidad). En segundo lugar, se examinará de manera detallada la forma en la que se retrata a senderistas y exmilitantes en Los rendidos. Para ello, me concentraré en la caracterización que se hace de los padres de Agüero y de algunos allegados mencionados a lo largo del texto. En el libro, si bien no se deja de decir que todos ellos cometieron crímenes y causaron mucho daño, también se les mira con empatía y cierto cariño, sobre todo a esos “senderistas del montón”, como se dice que eran los padres del testimoniante. Esto se asociará con la categoría de “memoria subterránea” (Pollak), así como con las reflexiones desarrolladas en el relato acerca del período de la violencia política. Además, conectaré esto con lo desarrollado en el capítulo uno, sobre todo con aquellas fantasías ideológicas presentes en las obras más cercanas al discurso oficial, para 12 plantear que con Los rendidos se problematiza la representación hegemónica de los militantes de Sendero Luminoso al resaltarse más bien su dimensión afectiva y su cotidianidad. En tercer lugar, planteo que, a partir de dicha caracterización y de las reflexiones del testimoniante, este libro indaga en las limitaciones de nuestra dimensión sociosimbólica (en aquellas “trampas del lenguaje” presentes en nuestro contexto), lo que permite que, finalmente, la obra produzca una “verdad” que descompleta, en diferentes niveles, los saberes instaurados por las “memorias emblemáticas” del Perú de posconflicto. De esta manera, se tendrá una mejor perspectiva de cómo este libro se posiciona de manera disonante (e incluso disidente) frente las narrativas oficiales del período de la violencia política en el Perú. En el tercer capítulo, examinaré la propuesta ético-política que se desprende de lo esbozado en Los rendidos, elaboración que se encuentra vinculada directamente con el retrato que se hace de los senderistas en esta obra, así como presentaré algunas críticas a su discurso a partir de ciertas formulaciones teóricas contemporáneas. Para ello, el capítulo se dividirá en dos secciones. En la primera, revisaré la forma en la que en esta obra se plantea la necesidad de reconocer el sufrimiento de los demás (sobre todo enfocándose en la figura de los familiares de los “enemigos”, lo que tiene como base la caracterización que se ha hecho de los senderistas a lo largo del ensayo-testimonial), además de examinar cómo es que en el libro se proyecta un horizonte comunitario sobre la reformulación de los vínculos sociales (lo que se cimienta tanto en la necesidad del perdón como en evitar el caer en los excesos de un deseo de justicia sin piedad). En la segunda, se discutirán ciertas dimensiones del discurso propuesto en Los rendidos mediante la utilización de herramientas de la teoría crítica actual (con referencias a pensadores como Badiou, Rancière y Žižek, entre otros) para así examinar su significación ético-política. Considero necesario este último paso para realizar una lectura más dialéctica de mi objeto de estudio, así como para proseguir con la indagación de las interrelaciones entre memoria y política, en especial dentro del problemático y polarizado contexto del Perú de posconflicto. La materia de esta investigación resulta de particular importancia en el contexto social en el que nos encontramos. En la coyuntura actual, la representación de los senderistas dentro de la producción cultural contemporánea sigue siendo materia de controversia cuando se escapa de la visión maniquea propugnada por los discursos y 13 medios oficiales12. Esto se relaciona también con el debate acerca de los derechos y posicionamiento de senderistas y exmilitantes dentro de nuestro orden socio-simbólico, tema que continúa causando polarización en la población. Un ejemplo de hace pocos años ha sido el de la polémica que se armó, en el 2016, alrededor del mausoleo en el que se depositaron los restos fúnebres de siete miembros de Sendero Luminoso asesinados en la masacre del Frontón, situación en la que se pusieron sobre el tapete el duelo de los familiares y allegados y su derecho a dar sepultura a sus seres queridos, así como el temor a que se estuviera aprovechando este acto para hacer apología al terrorismo13. Nuevamente, se remarcaron las tensiones propias de una sociedad en la que las secuelas de un trauma histórico se encuentran muy presentes en la convivencia misma de sus ciudadanos (como se puede observar también en las últimas coyunturas electorales, en las que el espectro de Sendero Luminoso es utilizado constantemente para demonizar a los partidos de izquierda, o, asimismo, en la deslegitimación de la huelga de los docentes en el 2017, cuando se buscó promover la idea de que esta se encontraba incentivada, sobre todo, por la presencia de movimientos “pro-senderistas”14). Se trata entonces de cuestiones sobre las que aún se tiene que seguir reflexionando, inclusive (aunque no exclusivamente) desde el ámbito académico. Por ello, aprovecho el marco de la presente tesis para sumarme en esta necesaria discusión, sobre todo teniendo en 12 Un caso paradigmático (si bien no centrado en la representación misma de personajes senderistas) fue el de la controversia suscitada alrededor de la obra de teatro La cautiva, escrita por Luis Alberto León y con dirección de Chela de Ferrari. En enero del 2015, durante la puesta en escena de esta obra en Lima, el entonces procurador antiterrorismo Julio Galindo anunció que esta producción estaba siendo investigada por la Dircote (Dirección Contra el Terrorismo) por considerarse que hacía “apología al terrorismo”. En la obra, el cadáver de una joven asesinada, hija de senderistas, encarna la figura de “víctima inocente” frente a la violencia de los militares en la zona del conflicto (quienes además esperan poder violar el cuerpo de la chica luego de que este sea “acicalado” por un joven técnico). La acusación al final no prosperó y, en el 2017, la obra fue puesta de nuevo en escena en el LUM (Lugar de la Memoria y Reconciliación), con gran éxito de asistencia. Según Milton, se observó en dicho intento de censura que las Fuerzas Armadas, además de introducir y presentar en los últimos años su versión acerca de lo acontecido durante el conflicto armado (tanto en libros, películas, exhibiciones en museos, etc.), también intentan controlar lo que resulta permisible de circular en el ámbito cultural, a pesar de que ello vaya en contra de los principios centrales del régimen democrático (Conflicted 165). Para examinar cómo es que la ley de apología se ha convertido así, en el contexto contemporáneo, en “un arma más en la batalla de las memorias en el Perú” (que sobre todo sirve para amedrentar al sector pro-CVR), véase Hibbett (“El LUM”). 13 El tema del duelo de los familiares de senderistas resulta fundamental dentro de la obra de Agüero. Para leer una reflexión acerca de este hecho (muy cercana además a las coordenadas que articulan el discurso de Los rendidos), véase Carrillo (2016). A la fecha, el Poder Judicial ha confirmado la resolución de la municipalidad de Comas para que el recinto sea demolido y no ha aceptado el pedido de intangibilidad del mausoleo. No obstante, aún no se han llevado a cabo acciones concretas al respecto de este espacio. 14 Práctica que se repite cada cierto tiempo, como cuando, “durante la huelga magisterial del 2012, los medios de comunicación desvirtuaron los reclamos docentes diciendo que los huelguistas eran senderistas, sobre todo en Lima” (Uccelli y otros 210). 14 cuenta que un libro tan fascinante y complejo como Los rendidos. Sobre el don de perdonar invita fuertemente a sus lectores a realizar este tipo de disquisiciones. 15 Capítulo 1: La representación del senderista en la narrativa de la violencia política en el Perú En este capítulo, se examinarán algunas de las producciones literarias más reconocidas de la narrativa de la violencia política. Lo que busco es trazar algunas coordenadas sobre la representación de los personajes senderistas en esta tradición discursiva. Para ello, el capítulo se dividirá en dos partes. En la primera, se analizarán obras representativas dentro del canon de la literatura peruana sobre el conflicto armado que reflejan de manera paradigmática los saberes oficiales del discurso hegemónico. Los textos escogidos para ello serán Lituma en los Andes, La hora azul, Abril rojo y Un lugar llamado Oreja de Perro. En segundo lugar, se examinarán los casos de Rosa Cuchillo y La sangre de la aurora, para así mostrar ciertas tensiones dentro de este horizonte representacional, pues estas novelas presentan otras aristas en su caracterización de la organización senderista y desarrollan narraciones acerca del conflicto que parten desde puntos de vista que pugnan con las narrativas dominantes. De esta manera, se tendrá un vistazo del tipo de imágenes literarias que circulan en el medio, para, más adelante, demostrar de qué manera el texto de Agüero termina por poner en entredicho estas representaciones y las fantasías ideológicas que las sostienen. 1.1 La representación de los senderistas en novelas hegemónicas El primer texto a examinar es Lituma en los Andes de Mario Vargas Llosa, obra publicada en 199315. Me interesa revisar cómo en este libro se llega a articular una representación arquetípica de los militantes de Sendero Luminoso y cómo esta parece haber calado en los parámetros de representación presentes en textos posteriores, sobre todo por su carácter profundamente fantasmático (puesto que sostiene, a modo de velo ideológico, la (in)consistencia de sus imágenes). Además, resulta necesario subrayar cómo es que la manera de encarnar a los personajes senderistas en esta novela empalma perfectamente con el proyecto de nación que se sostiene en las coordenadas de su discurso: la forma de imaginar el rumbo ideal para la comunidad nacional se sostiene, 15 El libro ganó el Premio Planeta y ha sido reeditado en varias ocasiones, así como el resto de la obra de su afamado autor. Según la división realizada por Mark Cox, esta novela aparece en el segundo período de la narrativa de la violencia política: de 1992 (tras la captura de Abimael Guzmán) a 1999, etapa en la que “aparecen obras de escritores afiliados con la corriente hegemónica, como Mario Vargas Llosa y Alonso Cueto, y obras de insurgentes, muchas de las cuales se publican en internet”, mientras que los escritores de origen andino continúan publicando textos dentro de este paradigma (de este último grupo procede la mayoría de obras publicadas desde inicios del conflicto hasta 1992) (“Narrativas” 450). 16 en gran medida, a partir de relacionar a la violencia e “irracionalidad” senderista con la herencia cultural andina y su supuesto arcaísmo16. En Lituma en los Andes, la manera en que se representa a los personajes senderistas resulta bastante esquemática: constantemente se menciona su presencia amenazante dentro del contexto de lo narrado, lo que perturba al resto de personajes (como al protagonista, el cabo Lituma), y cuando al final aparecen (en algunos episodios de la primera parte del texto), solo lo hacen como una colectividad fanática que realiza operaciones de exagerada violencia, dejando tras de sí muerte y destrucción (lo que no deja de ser “realista”, pero también maniqueo, ya que no se vislumbran otras aristas en este retrato). En su primera manifestación directa dentro de la novela, cuando detienen un ómnibus y asesinan a una pareja de turistas franceses y a otro de los viajeros (secuencia que se encuentra focalizada desde Albert, una de sus víctimas, recurso que se utiliza también en otros episodios en los que aparecen senderistas), se les describe de la siguiente manera: “Eran jóvenes, eran adolescentes, eran pobres y algunos eran niños. Además de los fusiles, los revólveres, los machetes y los palos, muchos tenían pedruscos en las manos”. Se observa aquí que la referencia persistente a la juventud de este grupo en particular se suma a la presencia de aquellas armas que, progresivamente en la enumeración, se vuelven más y más elementales. A continuación, se menciona que “[e]ran casi niños, sí. Pero de caras ásperas y requemadas por el frío, como esos pies crudos que dejaban entrever las ojotas de llanta que algunos calzaban, como esos pedrones de sus manos casposas con las que comenzaban a golpearlos” (Vargas Llosa 25). El inicio de la terrible violencia que infligen sobre aquellos turistas se anticipa entonces con la descripción de la fisonomía de estos senderistas (con una adjetivación que busca resaltar la “dureza” de sus rasgos), así como con aquellos detalles que remarcan su condición de marginalidad (como la observación acerca de aquellas “ojotas de llanta”). Por lo general, en el libro a estos personajes no se les llega a individualizar (a lo más se les categoriza con epítetos como “el niño de expresión cruel” (56), “el joven de la casaca” (122)), sino que se les presenta como a seres sin mayor subjetividad, amenazantes, siempre armados y en un estado de precariedad que enfatiza su “salvajismo”: 16 La relación de la novela con el Informe sobre Uchuraccay (y con el artículo “Historia de una matanza”), cuya comisión estuvo presidida por el mismo Vargas Llosa, es otro aspecto que apunta justamente hacia esta dirección ideológico-discursiva. Para una mayor referencia y análisis acerca de este punto, véase Vich (2002) y Ubilluz (“El fantasma”). 17 Eran una cincuentena de hombres, mujeres, muchos jóvenes, algunos niños, la mayoría campesinos, pero también mestizos de ciudad, con casacas, ponchos, zapatillas u ojotas, pantalones vaqueros y chompas con toscas figuras bordadas a imitación de las que adornan los huacos prehispánicos. Se cubrían las cabezas con chullos, gorras o sombreros, y algunos ocultaban su cara con pasamontañas. Estaban pobremente armados, sólo tres o cuatro con kalashnikovs; los demás, con escopetas, revólveres, carabinas de caza o simples machetes y garrotes (Vargas Llosa 117). En esta cita se observa que, a pesar de la mención a componentes urbanos y no “tradicionalmente andinos” dentro de la agrupación (como la presencia de aquellos “mestizos de ciudad” o de vestimentas “foráneas”), la falta de individualización de estos personajes termina por desdibujar las diferencias en el grupo y se enfatiza más bien su condición rudimentaria y potencialmente violenta (y, de nuevo, la descripción de su armamento termina por resaltar su carácter más elemental). Esto, sumado a la referencia a las figuras en las chompas como adornos de “huacos prehispánicos” prefigura la asociación que se hace en la novela entre el mundo andino y la violencia senderista (a lo que me referiré más adelante). Asimismo, la mención constante a la presencia de niños en el colectivo acentúa el carácter ominoso y “antinatural” que este tendría, ya que se trastoca el imaginario habitual acerca de la inocencia “inherente” de los más jóvenes17. Por otro lado, en el relato se remarca que estos personajes senderistas resultan muy ideologizados (en el sentido más prototípico de la palabra) y que solamente repiten consignas dogmáticas, muchas de las que terminan por exacerbarse en la narración hasta caer en la caricatura, como cuando se realizan juicios populares en Andamarca y se comenta sobre los acusados (por ser “malos ciudadanos”, “malos maridos”, “parásitos sociales”, etc.) que eran “detritus putrefactos que el régimen capitalista feudal, sostenido por el imperialismo norteamericano y el revisionismo soviético, fomentaba para adormecer el espíritu combativo de las masas” y que en “el incendio purificador de la pradera que era la Revolución ardería el individualismo egoísta burgués y surgirían el espíritu colectivista y la solidaridad de clase” (Vargas Llosa 79) (además, en dicho episodio, de manera casi paródica se repite tres veces la fórmula de estar en contra del imperialismo y del revisionismo). Algo similar sucede cuando un senderista acusa de ser “un peón del enemigo de clase” a la señora d’Harcourt, una ecologista a la que se retrata como a una mujer idealista, diligente e interesada por el bienestar general del 17 Con respecto del término “ominoso”, se puede hacer la referencia a la conocida elaboración freudiana acerca de este tipo de efecto. Como señala Freud, la experiencia de “lo ominoso” (“das Unheimliche”) remite a aquello familiar (“heimlich”) que deriva en algo extraño (“unheimlich”), lo que provoca incertidumbre e inquietud. Véase Freud (1988). 18 país, a la que se ejecuta por considerársele “un instrumento del imperialismo y del estado burgués” que “encima se da el lujo de tener buena consciencia, de sentirse la gran samaritana del Perú” (Vargas Llosa 121). El trato que ella recibe y su muerte buscan producir en el lector implícito repudio y malestar ante el accionar de sus atacantes, recurso que se aplica a las diferentes apariciones de los senderistas en la narrativa, sobre todo por la “inocencia” de la mayoría de sus víctimas (como cuando se acomete también una terrible matanza de vicuñas). Además, se indica constantemente que con ellos no resulta posible ningún diálogo: los intentos por apelar a la compasión o por tratar de razonar de alguna forma, fracasan. Por ejemplo, el ingeniero Cañas, quien termina siendo asesinado junto con la señora d’Harcourt, comenta después de ser interrogado por ellos: “Oyen, pero no escuchan ni quieren enterarse de lo que se les dice. […] Parecen de otro planeta” (Vargas Llosa 119). De esta forma, se redondea el retrato de unos seres fanáticos, violentos, crueles e inhumanos, que no deberían suscitar en el lector más que rechazo. Y, como se señalará a continuación, este tipo de representación bastante monolítica articula una fantasía ideológica que se encuentra presente dentro del discurso de la novela. Como señala Misha Kokotovic, en la arquitectura de este libro existe una correspondencia entre los episodios de violencia senderista (presentes en la primera parte del texto) con los episodios en los que se narra más acerca de los orígenes de Adriana y Dionisio, personajes relacionados con la irracionalidad y lo mítico, suscitándose así una sugerente equivalencia entre ambas instancias (189-190). Cuando más adelante Lituma descubre que las misteriosas desapariciones en Naccos que él se encontraba investigando no fueron producto del accionar senderista, sino de antiguos ritos de sacrificio (asociados al entorno andino) que fueron motivados por aquella extraña pareja, se termina constituyendo el vínculo entre estos dos apartados, con lo que se sostiene en la novela que “la violencia de Sendero Luminoso no debe entenderse como un producto básicamente moderno, sino, simplemente, como la reactualización de viejos instintos, casi nacionales o genotípicos, asociados con el mundo primitivo y natural de la sierra peruana” (Vich, El caníbal 69). Así, el movimiento senderista se retrata “as little more than the product of atavistic indigenous barbarism”, con lo que, en vez de analizar de manera profunda el contexto y los antagonismos sociales detrás del período de la violencia política, se plantea que la culpa de este vendría del atraso cultural de los Andes, con lo que este discurso “erases centuries of post-Conquest history and largely absolves oficial, criollo Peru of responsability for the conditions 19 which have given rise to dozens of indigenous rebellions over the past five centuries, as well as the Shining Path's war in the 1980s” (Kokotovic 188-194). De esta manera, vemos que se compone una representación del senderista que empalma con un horizonte ideológico etnocéntrico para así elaborar un proyecto de nación a partir del rechazo tanto de Sendero Luminoso como del supuesto primitivismo del mundo andino. Se trata de una caracterización que se sostiene sobre lugares comunes y estereotipos acerca de la militancia senderista, sin mayores matices de por medio18. Y, como se verá a continuación, parte de esta fantasía ideológica ha servido de presupuesto dentro de textos literarios posteriores, a pesar de los cambios histórico-sociales y de ser otras sus coordenadas (est)éticas, lo que revela la persistencia de este tipo de imágenes dentro de la memoria cultural hegemónica en el Perú postconflicto. La hora azul de Alonso Cueto fue publicada en el 2005, dos años después del Informe final de la CVR19. El dato resulta importante, puesto que, como ya se mencionó anteriormente, este documento se ha convertido en una importante fuente discursiva para la producción cultural que tiene como referente al período de la violencia política20. La influencia de este texto resulta palpable en uno de los rasgos principales de la novela comentada: la denuncia de los crímenes de las Fuerzas Armadas en contra de la población civil durante los años del conflicto. Siguiendo a Vich, el libro “acierta en su representación de los militares como sujetos entrenados para cometer actos criminales y acierta también en figurarlos en su 18 Esto se condice con la imagen del militante senderista propagada dentro de ciertos discursos públicos, literarios y de los medios de comunicación durante el período de la violencia política (los que siguen teniendo repercusión hasta el presente). Para una revisión de algunos de estos, véase Portocarrero (2012). 19 El libro forma parte de una trilogía de obras de este autor (junto con La pasajera y La viajera del viento) que tienen como temática las secuelas de la violencia política y la posibilidad de la redención. En el 2016, se estrenó comercialmente en el Perú una película de título homónimo basada en esta novela (dirigida por Evelyne Pegot-Ogier). El año 2015 ya se había estrenado en el país Magallanes, cinta realizada por Salvador del Solar e inspirada tanto en La pasajera como en La hora azul (que, si bien guarda varios puntos de convergencia con la narrativa de las obras de Cueto, también posee un horizonte ético que problematiza los alcances del discurso de los textos mencionados). 20 Así, La hora azul y el resto de obras que se examinarán en este capítulo, con la excepción de Rosa Cuchillo, forman parte del tercer periodo de la división de Cox, pues él señala que, desde el 2000, se ha incrementado la producción de textos narrativos sobre el conflicto armado (hasta el año de su artículo, se comenta que la cifra era de “casi la mitad de las obras sobre este tema”) y, además, “hay una lucha más intensa por parte de individuos y grupos por definir la narrativa de la guerra interna y quiénes son sus escritores principales” (“Narrativas” 450). Este dato, así como el que la mayoría de los textos sean posteriores a la publicación del Informe final, es importante de resaltar, ya que eso significa que gran parte de estas producciones poseen una cierta cercanía histórico-social, por lo que no resulta del todo necesario detenerse en la historización particular de cada caso (algo que, por el contrario, sería muy importante si es que algunas de las obras narrativas examinadas fuesen, por ejemplo, de la década de los 80s, como se plantea en Cortez (2018)). 20 degradación contemporánea”, con lo que se pone en primer plano “la degradación ética de las fuerzas del orden” y se denuncia a la institución militar por su violación sistemática de los derechos humanos durante el conflicto, así como su posterior encubrimiento de la verdad (“Violencia” 237-238). No obstante, en el mismo texto se trata de matizar el retrato de algunos de estos personajes, sin dejar de lado la crítica, pero esbozando un mínimo de densidad psicológica en su representación: Pero los torturadores también tenían miedo, también estaban sometidos y atrapados. Los soldados desayunaban riéndose, sabían que podía ser el último día de sus vidas, una emboscada, una granada, un asalto, un tiro desde la nada en una patrulla. En cualquier segundo la explosión, el lago de sangre, el cuerpo despedazado, si hay suerte un ataúd con una bandera peruana y listo. Uno se convertía en una cifra más en la estadística. Nadie se iba a acordar. Pero ya uno se acostumbra al miedo, dice Guayo, el miedo es una cosa negra y dura, ya casi tiene forma. […] hay que matarlos nomás para que se espante un rato el miedo, para que se vaya. ¿Qué más vas a hacer? (Cueto 173). En este fragmento, se puede corroborar que el epíteto de “torturadores” no se rehúye, pero tampoco impide que se profundice en la angustia emocional que se encontraba subyacente en la cotidianidad de los militares en medio del contexto de violencia. Además, la precariedad de la situación de estos actores (sobre todo para quienes eran subordinados, como Chacho Osorio y Guayo Martínez, personajes que servían bajo el mando del padre del protagonista en una base militar en Huanta) resulta palpable, pues la amenaza de una muerte violenta y de convertirse así “en una cifra más de la estadística” no se encontraba fuera del rango de probabilidades. Asimismo, como termina por mencionar Guayo, en tales condiciones, el miedo se sentía como algo casi concreto y, si bien no se espera que el lector implícito asuma como propia la reflexión última de este personaje, sí se propone que este militar (de quien se revela en el relato que se encargaba justamente de torturar durante el período del conflicto) y el colectivo al que pertenecía se encontraban en una situación terrible y que ello les afectaba de diferentes maneras. Este acercamiento prosigue cuando el personaje de Miriam revela algunos rasgos inesperados del padre de Adrián Ormache, protagonista y narrador de la novela (si bien este nombre resulta ser “falso”, un seudónimo que la voz que relata dice utilizar para poder contar “esta historia”), así como de la “relación” que mantuvieron mientras ella se hallaba cautiva (quizás uno de los apartados más problemáticos y controversiales de esta obra, por la forma en la que se le confiere un cariz “amoroso” al abuso sexual 21 acometido por dicho militar)21. Miriam le comenta que su papá “hizo tantas cosas tan horribles, mandó matar a tanta gente”, pero que este también tenía mucho miedo de que los senderistas vinieran y lo mataran, aspecto que permitió un contacto acaso más “genuino” entre ambos: “yo lo vi con miedo y a veces nos abrazábamos para poder olvidarnos, o sea olvidarnos que yo era su prisionera y que iban a matarnos” (Cueto 254). Como se puede apreciar, a pesar de que no se deja de mencionar el terrible accionar del comandante, ello no impide que se reconozca su vulnerabilidad emocional frente al contexto violento en el que se encontraba e, incluso, se sugiere que esto tuvo algún impacto afectivo en su vínculo con Miriam. De esta manera, la novela evita una representación excesivamente maniquea de los militares durante los años de la violencia política (sobre todo en el caso de la figura paterna ya mencionada), sin dejar de lado su afán de denuncia ante los crímenes cometidos. Como señala Vich, “La hora azul asume la necesidad de narrar el lado más oscuro de la violencia política, no el de las acciones de Sendero Luminoso (que fundamentalmente conocíamos) sino el de las Fuerzas Armadas (que desconocíamos en su mayoría)” (“Violencia” 236-237). No obstante, como se deja entrever en la afirmación anterior, la visión hegemónica que sostiene lugares comunes acerca de los militantes senderistas también tiene marcada influencia en una novela como la de Cueto, lo que se refleja en la forma en la que (no) se llega a representar a estos personajes. Y es que en La hora azul se toma por presupuesto irrefutable el fanatismo y horror de Sendero Luminoso, razón por la que no se intenta problematizar en ningún momento este tipo de narrativa fantasmática. Al inicio de la novela, el protagonista sostiene una imagen de admiración ante la labor militar de su padre durante los años de violencia política, sobre todo por la carga heroica que imagina que esta habría tenido (“me gustaba ceder a mis fantasías y pensar que había sido un gran militar, un héroe de la guerra con Sendero”). No obstante, para sostener esta idea, al mismo tiempo contrapone a la aparente valentía de su padre la amenaza siniestra de sus enemigos, a quienes solo cataloga como “un grupo organizado 21 Como señala Jelke Boesten, tanto el terrible vínculo entre Miriam y el militar como el que posteriormente se establece entre ella y el protagonista de la novela se forjan sobre una violencia que es “morigerada, o tal vez considerada parte inherente de la relación” (128). Denegri también observa esto e indica que “la novela, con toda su maestría y virtuosismo en las técnicas narrativas que maneja su autor, se acerca a la tesis de la violación como expresión del amor romántico” que se encuentra presente en “el peculiar imaginario de género criollo en el que amor romántico y violencia sexual se trenzan y confunden” (“Cariño” 80). Finalmente, siguiendo lo planteado por Hibbett, en La hora azul la violación sexual adquiere el estatus de un antagonismo social denegado o de lo Real, puesto que las estructuras simbólicas e imaginarias que componen su discurso (y su proyecto de memoria) “continue to carry rape as an inherent excess” (Remembering 170). 22 de homicidas” (Cueto 26). Si bien, conforme avanza el relato, la fantasía sobre el padre se problematiza tremendamente, en ningún momento se llega a cuestionar esta visión sobre los senderistas. Por el contrario, se mantiene este presupuesto a lo largo de la obra, y no solo se sostiene en el discurso del protagonista, ya que, por ejemplo, un personaje como Anselmo Ramos, el chofer que transporta al narrador a Huanta, sin dejar de aludir a la violencia de los militares durante el conflicto, señala que, al desplazarse por la carretera en aquel período “[o] te agarraba Sendero o te agarraban los militares. Pero peor era Sendero pues” (Cueto 166). En la novela no se le intenta dar mayores aristas al retrato de los senderistas, ya que casi no se les llega a representar directamente, sino que son otros quienes se refieren a ellos y a su accionar implacable (como cuando el padre Marco le hace un recuento al protagonista de ciertas atrocidades cometidas por Sendero Luminoso y el ejército en contra de algunos habitantes de Luricocha). Se forma así una imagen monolítica, como si el guion fantasmático del senderista como un simple fanático cruel, irracional e inhumano de Lituma en los Andes o de la memoria hegemónica sirviera como el axioma sobre el que se sostiene su (no) representación en este libro22. Como plantea Hibbett, en La hora azul, “[t]he attempt to understand the SP is unthinkable”, ya que Sendero Luminoso se encuentra casi totalmente ausente del texto (y del proyecto de memoria articulado en este) y no existe así “an attempt to understand the historical roots of a conflict, the pressing question of what it was that led to the SP emerging and achieving the following that it did”. Más bien, cuando sí aparecen en la narrativa, “the members of the SP are completely de- humanised; [Adrián] does not attempt to imagine the past from their perspective, where he does from that of the torturing soldiers” (Remembering 132). De esta forma, se consolida indirectamente en la novela una imagen bastante maniquea de los militantes 22 Un antecedente importante para este tipo de (no) representación es el de La boca del lobo (1988), película de Francisco Lombardi (con guion de Giovanna Pollarolo y Augusto Cabada) que retrata el terrible accionar de las fuerzas contrasubversivas en las comunidades andinas durante el período del conflicto armado (el argumento de la película se inspira en la matanza de Socos, episodio en el que 32 campesinos fueron ejecutados por miembros de la Guardia Civil). En la película, Sendero Luminoso es una presencia amenazante y fantasmal (a cuyos militantes no se representa directamente), y que solo se encarna en las consecuencias de su accionar violento (mientras que los personajes principales son agentes del Estado). Como señala Jorge Valdez Morgan, “los senderistas son construidos a partir de la amenaza que representan, y su ausencia fue también una parte importante en la creación de una situación de tensión y amenaza sufrida por los protagonistas, pero la decisión de la ausencia trascendió el ámbito cinematográfico, y refleja significativamente el desconocimiento que se tenía del PCP-SL aún en la segunda mitad de la década de 1980”, pues se consideró que “en el momento de elaboración del guion aún era casi imposible trazar un personaje senderista verosímil, por lo cual se optó por no presentarlo” (188). Lo que resulta significativo es que esta decisión (est)ética persista en producciones posteriores como La hora azul y que ella se vincule con discursos como el de esta novela, como se examinará más adelante. 23 senderistas, la que se encuentra en consonancia con la representación hegemónica de estos personajes, así como con el proyecto de nación que se desprende del discurso de esta obra. Al final de La hora azul, luego del proceso de toma de conciencia del protagonista acerca de su situación de privilegio y de los crímenes cometidos por las fuerzas del orden, así como del sufrimiento de las víctimas en la zona andina, el personaje principal vuelve a ocupar su lugar dentro de la sociedad limeña, solo que de una manera más caritativa, ya que se encarga de mantener a Miguel, el hijo de Miriam (y posible hermano suyo). Como señala Ubilluz, esto refleja un proyecto de nación en el que la reconciliación pasa por la necesidad de que las élites sean más “humanas” con el otro andino, “acotando que su humanidad se limita a la compasión y a la caridad cristianas”; es decir, a partir de “la posición ético política del buen Amo oligarca” (“El fantasma” 59) 23. De esta forma, “[the] narrative reaffirms transitional democratizing and reconciliation efforts that seek to stabilize a historical socio-political and cultural hierarchy, in a project centered on Western-centric modernizing aspirations of the coast” (Lambright 42). Por ello, se entiende que resulte más sencillo utilizar una imagen bastante estereotipada de Sendero Luminoso dentro del entramado textual, ya que este proyecto de nación no busca una verdadera transformación social (para la que sería necesaria una evaluación profunda de los antagonismos que condujeron a la violencia política, así como un intento de ir más allá de las fantasías paternalistas de dominación), sino que trata de conservar las estructuras de poder, aunque sostenidas ahora por un afán más humanitario24. Resulta sintomático entonces que, en el último tramo de la novela, 23 Como señala Ubilluz, siguiendo la elaboración de Žižek acerca del suplemento obsceno y su relación con la ley diurna, el “mal Amo oligarca” (el padre de Adrián), “un Amo no muy distinto del padre gozador de Tótem y Tabú de Sigmund Freud”, es el que hace posible “la existencia del buen Amo oligarca”, ya que este último es “la cara limpia del sistema que ayuda a propalar la percepción conveniente de que el mal Amo es solo la excepción a la regla” (“El fantasma” 41-42). 24 Carlos Arturo Caballero presenta una serie de críticas acerca de qué tan consistente resulta proponer que esta novela expresa “la visión paternalista y piadosa de las élites peruanas sobre la reconciliación post conflicto armado interno” (que, se propone, algo reduccionistamente, que es la tesis central del análisis sobre La hora azul en artículos como los de Vich y Ubilluz, con lo que estos textos se afiliarían a una “lectura políticamente correcta” sobre el conflicto). Para este autor, más bien en la obra se problematiza dicha concepción al inscribirse el discurso de los victimarios (en este caso, las Fuerzas Armadas, sobre todo a partir de su énfasis en la “perturbada psicología de los militares torturadores”) y se logra reformular así la crítica acerca del discurso de estos actores, con lo que se “nos invita a preguntar por un nuevo lugar de enunciación para comprender integralmente el proceso de la violencia política en el Perú”. Si bien considero que las premisas de Caballero son adecuadas (sobre todo por plantearse la necesidad de no representar de forma maniquea a los militares, para así no quedarse en la figura de estos como meros represores o agentes del mal, ni tampoco para exculparlos por los crímenes cometidos), me parece erróneo proponer que el retrato sobre las fuerzas del orden que se hace en La hora azul desarticula realmente la moralidad “humanitaria” y paternalista de su discurso. Por el contrario, si bien se trata de un 24 en uno de los encuentros entre Adrián y Miguel, el protagonista mencione el período de la violencia política de la siguiente forma: “Mi papá era el comandante Ormache. La conoció a tu mamá cuando fue la guerra. La guerra de Sendero. Fue en los años ochenta. Todavía hay algunos senderistas por allí, pero son muy pocos. Desde que capturaron a Abimael Guzmán, ya no hay casi nada de terrorismo” (Cueto 287-288). Así, en el texto, cuando ya se (re)compone hasta cierto punto el orden dentro de la novela (incluyéndose a Miguel, quien llega a recibir la caridad de su nuevo benefactor), la mención a Sendero Luminoso como a un peligro que ya fue derrotado (como si el conflicto en sí solo se redujera al accionar de este grupo) ayuda a consolidar el proyecto de comunidad nacional presente en el discurso de esta novela, a pesar de que se continua con una (no) representación bastante limitada de este tipo de militancia. El caso de Abril rojo de Santiago Roncagliolo, obra publicada en el 2006, se inserta de manera bastante cómoda dentro de la genealogía que se ha venido componiendo en el presente capítulo25. Como ya ha señalado Vich, se trata de una novela que, si bien “cuestiona el triunfalismo fácil de la sociedad peruana” y su desentendimiento “del horror de su pasado reciente”, también “se encuentra mediatizada por un conjunto de demandas que actualmente impone el mercado mundial”, por lo que se ve así en la necesidad de tener que encajar dentro de ciertas convenciones genéricas y representacionales en las que la religión y la violencia política son “los elementos elegidos para constituir una narrativa de suspenso que calce bien con los imaginarios hegemónicos sobre la realidad latinoamericana” (“La novela” 249-258). Justamente por ello, la representación que se hace en la novela de Sendero Luminoso está compuesta para satisfacer principalmente a los intereses del mercado y de la sociedad de consumo, por lo que se hace uso del repertorio de lugares comunes acerca de este tipo de personajes (en perfecta consonancia con la imagen confeccionada en las obras ya examinadas), así como de elaboraciones superficiales y bastante problemáticas, además aspecto que vale la pena recalcar, como hace Vich en su texto (y como he resaltado en mi análisis), son otras dimensiones las que anclan el horizonte ideológico de esta obra: su (no) representación de Sendero Luminoso, su prototípica caracterización de los personajes de origen andino, su problemática difuminación de los límites entre amor romántico y violación sexual (lo que Caballero no cuestiona), sus giros argumentales (que no tensionan a profundidad la relación entre el discurso del protagonista y el desarrollo del relato). 25 El libro recibió el Premio Alfaguara del 2006 y el Independent Foreign Fiction Prize en el 2011 (lo que sugiere su buen recibimiento por una parte de la crítica internacional). Además, el personaje principal de Abril rojo protagoniza también la novela La pena máxima (2014), otro thriller de Roncagliolo (ambientado, en esta ocasión, a finales de los 70s). 25 de exotizantes, como “la asociación entre la violencia senderista y un supuesto milenarismo andino”, algo que remite a un planteamiento de las ciencias sociales de inicios de los años ochenta que fue descartado rápidamente al conocerse mejor al grupo senderista (Vich, “La novela” 254). Según Lambright, “Roncagliolo is so aware of his international audience that he finds it necessary to include an author's note at the end of the novel, explaining that the Shining Path and military methods and strategies depicted in the novel were real and were taken from documented sources” (50). Se trata así de un paratexto bastante revelador y que se condice con el entramado textual de la novela y sus coordenadas (est)éticas de representación. Como ya se ha mencionado, la representación que se hace de los senderistas en Abril rojo resulta de lo más prototípica, ya que se usa diferentes tópicos, imágenes y referencias bastante frecuentes dentro de la narrativa de la violencia política. Por ejemplo, cuando el protagonista, el fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana, rememora su visita a Ayacucho durante los ochenta, se comenta que su autobús “había sido detenido por un grupo terrorista que les pidió su identificación a todos los pasajeros” y que, luego de que ellos recogieron todas las libretas electorales del bus (se comenta que antes Chacaltana y los militares que iban de civil se tragaron sus papeles), las rompieron enfrente de sus dueños y les obligaron a repetir sus consignas (“¡Viva la Guerra Popular! ¡Viva el Partido Comunista del Perú! ¡Viva el presidente Gonzalo!”) (Roncagliolo 93-94). Además del peligro del episodio (que remite a una escena característica de esta narrativa: las detenciones abruptas de los medios de transporte en zonas rurales por parte del grupo subversivo), se caracteriza a los senderistas tanto por su uso de pasamontañas y armas de fuego como por su afán disruptivo y fanático. Más adelante, cuando Chacaltana llega a Yawarmayo, se narra su sorpresa al encontrar perros colgados en los faroles (con carteles en los que se lee “Así mueren los traidores” o “Muerte a los vendepatrias”), referencia explícita al archivo de imágenes del período del conflicto armado26. Esto servirá de introducción a la posterior incursión de un 26 Esta es una figura que ha calado dentro del imaginario acerca de los años del conflicto y que remite a aquella fotografía paradigmática tomada por Carlos Bendezú, para la revista Caretas en 1980, y que ha sido recogida por el archivo de la época (así como por la muestra Yuyanapaq): en esta imagen se aprecia el cuerpo colgado de un perro en un poste del alumbrado público con la inscripción “Teng Hsiao Ping”. El cadáver es examinado por un policía, mientras que algunos transeúntes contemplan la escena y se observan carteles y anuncios publicitarios típicos del escenario urbano. Como se sabe, este acto (aparecieron colgados varios perros con inscripciones similares en el centro de Lima la mañana del 26 de diciembre de 1980) fue cometido por Sendero Luminoso como gesto crítico frente a las políticas económicas implementadas por Deng Xiaoping en la República Popular China (la fecha escogida era la conmemoración del natalicio de Mao Tse Tung). Según lo examinado por Santiago Quintanilla, “los perros ahorcados permanecen como un montaje escénico que recurrió a lo visual consiguiendo dejar una 26 remanente de Sendero Luminoso en la zona durante la noche, episodio que perturba al protagonista y que se intersecta con el resto de situaciones de suspenso de la novela: Había fuego en las montañas. Luces. […] Abrió la puerta y salió a la calle. Ahora escuchaba los gritos con mayor claridad. Eran los mismos gritos que había escuchado muchos años antes, en el bus que lo llevaba a Ayacucho. Las consignas. Enormes fogatas coronaban las montañas en cada uno de los puntos cardinales. Arriba, exactamente detrás de él, la figura de la hoz y el martillo dibujada con fuego se cernía en la noche sobre el pueblo. El fiscal corrió hacia la delegación policial. […] Llegó a la delegación y aporreó la puerta […]. Ninguna respuesta llegó del interior. Solo los aullidos desde los cerros. Los vivas. El Partido Comunista del Perú. El Presidente Gonzalo. Parecían sonar cada vez más fuerte y rodearlo, asfixiarlo. Se preguntó si los terroristas bajarían y dónde se ocultaría en ese caso (Roncagliolo 106-107). En esta escena, desarrollada de forma efectista e inquietante, se construye la amenaza de aquella agrupación a partir de la presencia recargada de signos (el fuego, las consignas, la figura de la hoz y el martillo) que, en medio de la noche, y en aquel lugar tan apartado para Chacaltana, constituyen una lógica de pesadilla. El que la narración se focalice en el personaje principal y en sus intentos por ponerse a resguardo busca incrementar la tensión para el lector implícito, pues se trata de otro momento en el que la vida de este parece encontrarse en peligro (riesgo que se cierne sobre él constantemente, al seguirse la lógica del thriller). Por otro lado, el que se haga alusión a la experiencia pasada del protagonista (e incluso que se señale que eran “los mismos gritos que había escuchado muchos años antes”) propone una continuidad directa entre la violencia acontecida en los ochenta y lo que sucedía en aquella semana santa del año 2000 en el que transcurre la trama de la novela, con lo que se sintomatiza narrativamente el temor frente al posible “retorno” de Sendero Luminoso, algo muy presente en el imaginario colectivo nacional y que, como indica Jacqueline Fowks, se ve influido por los discursos alarmistas de ciertos medios de comunicación y de los sectores más conservadores de la sociedad peruana (113-117)27. fuerte impronta en el recuerdo de la población” (122); no obstante, hay que resaltar que “[e]l motivo del perro ahorcado es emblemático y relevante en las narrativas acerca de la violencia política peruana desde la mirada de Lima. Este motivo es relevante en la memoria local de la ciudad, pero no necesariamente lo es a nivel nacional” (140). De esta forma, aquella práctica simbólica ha quedado grabada en la memoria colectiva (limeña) y se le aprovecha dentro de la novela de Roncagliolo para resaltar lo violento y ritual del accionar senderista (así como esto también remarca lo mediatizado que se encuentra su discurso y lo externo que puede resultar este frente al contexto andino en el que se desarrolla su relato). 27 Así, esta pantalla fantasmática ha sido utilizada en los últimos años en el Perú para estigmatizar tanto a la izquierda como a los movimientos populares en general que se oponen de alguna u otra forma al orden neoliberal hegemónico. A partir de ciertas coyunturas (como conflictos sociales o procesos electorales), esta fantasía ideológica se (re)activa y se vuelve predominante en ciertos medios de comunicación, en los que se suceden entonces imágenes, material de archivo y reportajes que aluden de manera alarmista y 27 De este modo, a los senderistas se les representa como a una presencia ominosa y fantasmal en ese pueblo, la que, a través de consignas y símbolos de un carácter ritual muy inquietante, se asocia con aquella dimensión siniestra de los asesinatos en serie que se van desarrollando a lo largo de la trama. Y es que el mismo Chacaltana vincula casi desde el inicio del relato la brutalidad de los homicidios investigados con la posibilidad de que Sendero Luminoso se encuentre detrás de todo ello: “Terroristas, pensó. Sólo ellos eran capaces de algo así. Habían vuelto” (Roncagliolo 30). Además, en el relato se hace referencia a características particulares de la organización senderista (aunque sin mayor reflexión socio-histórica de por medio), como para provocar extrañeza respecto de sus hábitos y prácticas: “Cosa rara de los terrucos. Se organizaban en grupos comandados por mujeres. No sé si lo sigan haciendo así, uno nunca sabe con ellos. Pero aparentemente, las mujeres siempre fueron las más fuertes ideológicamente. Y las más sanguinarias” (Roncagliolo 236). De esta manera, la novela “does not present a narrative regarding the SP as individuals or as social product, but suggests theirs is a violence that can only be accepted as a mythic, depersonalised force” (Hibbett, Remembering 209). Se trata de un tipo de representación que exhibe a los militantes senderistas como una presencia violenta e impenetrable, con un fanatismo igual de monstruoso que el del antagonista del relato, lo que sirve para incrementar el sensacionalismo y suspenso de este “exótico” thriller. Lo señalado anteriormente parece verse problematizado al tener Abril rojo dos personajes secundarios de afiliación senderista sobre los que hay ciertos matices en su representación; sin embargo, a pesar de esto, el retrato final de ambos no deja de reflejar la visión general que el discurso de esta novela guarda sobre Sendero Luminoso. Uno de estos personajes es el reo Hernán Durango González, alias el camarada Alonso. Se trata de alguien que interpela al protagonista de la novela en las escenas de interrogatorio y que pone en entredicho su conocimiento acerca de la violencia política, además de señalar ambigüedades tras la (ir)resolución de este período: “Debería usted pasearse un poco entre las celdas. Vería cosas interesantes. Quizá se le quitaría esa manía de acrítica a dicho periodo traumático. De modo puntual, como señala Fowks, el fujimorismo usa, desde los años 90 y hasta la fecha, el espectro del terrorismo con diversos fines: “(i) caricaturizar a la izquierda ligándola al comunismo y a los terroristas, (ii) desacreditar denuncias de que el régimen de Alberto Fujimori violaba los derechos humanos, (iii) defenderse de críticas de enemigos políticos; y, en general, mantener vivo el miedo a esa amenaza y, por lo tanto, mostrarse como la única fuerza política que supo derrotarlos y que podría hacerlo de nuevo de ser necesario” (115). En Abril rojo, más que una reflexión acerca de todo esto o una asociación directa con los discursos políticos más conservadores, este imaginario es aprovechado meramente por su espectacularidad y exotismo. 28 distinguir entre terroristas e inocentes, como si esto fuera cara o sello” (Roncagliolo 150). Sin embargo, se resalta también que este personaje turba a Chacaltana y domina en gran medida los encuentros entre ambos, con lo que se le construye como un ser inquietante en medio del suspenso de la narración. Y si bien se le llega a mostrar vulnerable en el último encuentro que tiene con el protagonista (cuando le relata los fuertes abusos y vejámenes a los que fueron sometidos los internos de la prisión en una ocasión), esto no termina por repercutir en la representación general que se tiene de Sendero Luminoso en la novela. Como señala Hibbett, the convict, despite his apparent humanity, was also a member of the SP, and to that extent remains mysterious. He was ‘traumatised’ after becoming violent (in prison); trauma is not an explanation for his violence. The reader cannot explain why this intelligent character would have come to believe in such a political doctrine, or how he justified killing in its name in the first place. The decision to be a member of SP and the actions of the SP are not integrated into his ‘humanisation’ (Remembering 210-211). El misterio que rodea al personaje se relaciona entonces perfectamente con la visión descontextualizada y tremebunda que se presenta del movimiento senderista en el relato, mientras que aquellos atisbos de vulnerabilidad que demuestra, si bien lo singularizan un poco antes de que este también sea asesinado, no llegan a desarticular o problematizar aquella representación fantasmática de Sendero Luminoso (más bien, con ello se aumenta la amenaza de los siniestros crímenes que movilizan la trama y se contribuye a la mitificación del alucinado homicida, lo que, por otro lado, conduce a la mera patologización de dicha violencia y difumina el potencial crítico del discurso de la novela). Algo parecido sucede con el personaje de Edith, la joven que se convierte en el interés amoroso de Chacaltana y de quien se llega a revelar su (a)filiación senderista, tanto por ser hija de dos militantes como por haber mantenido algún vínculo no especificado de cercanía con este grupo: se comenta que en los noventa se le acusó de formar parte del aparato logístico de Sendero Luminoso (aunque, aparte de algunos interrogatorios, no se registra mayores repercusiones en su contra) y que llevó ayuda médica y comida a los presos por terrorismo en el penal de máxima seguridad de Ayacucho durante un par de años (además de que se encontraba en la lista de visitas que recibía Durango). Sin embargo, si bien al inicio el personaje era representado dentro del marco del interés romántico del protagonista (y luego como una víctima de la violación 29 de este), en la confrontación final que tiene con Chacaltana, luego de revelarse su ambigua relación con la agrupación senderista, se le representa con una fortaleza inusitada, como a una “estatua de hielo negro”, con una voz “entera y resuelta”, y contrastándola con el patetismo alcanzado por el personaje principal: “Edith estaba de pie, frente a él, desafiante. Parecía incluso más alta. Él ni siquiera podía sostenerle la mirada” (Roncagliolo 292). Asimismo, incluso cuando ya se hace claro que ella no había acometido los macabros asesinatos, “she remains obscure to the reader in regard to her relationship to the SP, her opinions, political beliefs, real motivations and so forth” (Hibbett, Remembering 247). Como ya se ha mencionado, esto se debe a que la simbolización de la violencia en Abril rojo se centra en intensificar “el potencial del texto en términos de entretenimiento, y por ende, como un bien de consumo” (de Vivanco, “Pares” 353), lo que va en desmedro de una búsqueda expresiva que intente atravesar las fantasías ideológicas acerca de Sendero Luminoso, contribuyéndose así al imaginario colectivo hegemónico acerca del período del conflicto. En el caso de Un lugar llamado Oreja de Perro de Iván Thays, novela publicada en el 200828, se parte de una narrativa de corte intimista, desde un lugar de enunciación capitalino de clase media, para elaborar una meditación acerca de la memoria individual y colectiva en el Perú postconflicto, donde incluso se hace referencia explícita a la labor de la CVR y a las audiencias públicas que se llevaron a cabo en el país durante aquellos años29. Sin embargo, se trata de un texto en el que el trauma nacional “is sidelined, 28 Esta obra fue finalista del XXVI Premio Herralde de Novela de la editorial Anagrama (sello por el que se llegó a publicar el libro de Thays). Su título alude a la zona llamada Oreja de Perro, la que se encuentra al este del distrito de Chungui (Ayacucho), lugar que fue muy afectado durante el período del conflicto armado. Sin embargo, al principio del libro de Thays se coloca una nota que, luego de señalar la locación de dicha zona, indica lo siguiente: “Aunque, lamentablemente, el lugar fue en efecto muy golpeado por el terrorismo en la década de los años ochenta, todos los datos sobre la zona, los lugares mencionados y los personajes que aparecen en esta novela son ficticios” (11). Como advierte Peter Elmore, “[e]n la novela de Thays […] Oreja de Perro es una aldea, mientras que en la realidad de Ayacucho, según señala el Informe final de la CVR, se trata de una parte del distrito de Chungui donde se asientan diecisiete comunidades campesinas. Así, el título mismo de la novela encierra una clave: el lugar y su nombre están, en la ficción, transformados, porque designan menos un sitio que un trayecto existencial –el del letrado costeño a la periferia serrana– y una tarea síquica –la del duelo” (213). Si bien esta decisión expresiva (y su alusión a la “libertad” de la imaginación literaria frente a los referentes fácticos) no tendría por qué considerarse a priori algo negativo, como se verá en el análisis, el desinterés por la reflexión sociohistórica es parte central de la poética de esta obra, lo que afecta tanto a su discurso acerca de la realidad andina como a su representación del postconflicto. 29 La CVR organizó una serie de audiencias públicas que fueron transmitidas tanto por el canal del Estado como por Canal N (en la señal de cable). Sin embargo, otras cadenas comerciales de señal abierta solo transmitieron extractos o una cobertura editada, por lo que, justificadamente, “algunos participantes mostraron su insatisfacción por la poca cobertura de prensa que recibieron las audiencias, explicando que en sus comunidades no hay acceso a la televisión por cable y que muchas veces los periódicos no llegan” (CVR, “El impacto”). Además, como indica Boesten, se puede decir “que la invitación para escuchar las 30 marginalized, as the personal, intimate trials of the midle-class limeño man dominate the narrative” (Lambright 55). Así, la exploración de la subjetividad y de la crisis existencial del protagonista (afectado tras la muerte de su pequeño hijo y por el distanciamiento con su esposa) llega a primar más en la narrativa que la reflexión acerca de los antagonismos sociales y la (des)configuración política del país después del proceso de la violencia política (lo que no resulta negativo en sí mismo, pero sí subraya las limitaciones de su discurso). Esto se hace patente también en la forma en la que se desarrolla el contacto cultural con personajes de la zona andina, ya que la narración autodiegética (la voz le pertenece al protagonista sin nombre de esta historia, quien llega a Oreja de Perro para reportar la visita presidencial de Alejandro Toledo a dicha zona) no hace sino reproducir diversos prejuicios acerca de los habitantes de la sierra, y el avance del relato no llega a romper con esta lógica de violencia epistémica30. En la novela, como en los textos de Cueto y Roncagliolo, “[the] bodiless, Fantasmatic presence of the SP” no se encuentra comprendida dentro de la práctica de memoria que se articula en su entramado discursivo (Hibbett, Remembering 78). Más bien, la forma de (no) representar a Sendero Luminoso resulta significativa, puesto que, aparte de mencionarlo en algunas ocasiones y de sugerirse incluso que Jazmín (una misteriosa mujer embarazada con la que el protagonista mantiene relaciones sexuales y con quien se formula un complicado vínculo afectivo tras su llegada al lugar) pueda pertenecer a este (Hibbett, Remembering 78) (y lo mismo se insinúa sobre Tomás, un amigo de ella que se muestra agresivo con el protagonista y del que se comenta que sus padres eran de Accomarca, lugar de la terrible matanza acometida por el ejército peruano), no se intenta ir más allá de la imagen común que se tiene dentro del imaginario colectivo hegemónico. experiencias de compatriotas, hombres y mujeres fue poco seguida más allá de la comunidad de derechos humanos, y no generó un debate nacional sobre la división y la inclusión” (139). 30 Según lo planteado por Elmore, en su reseña de esta obra, “el puente que se tiende entre el narrador y los lugareños es la vivencia de la pérdida. La cercanía física entre el periodista costeño y los campesinos serranos no da lugar a un diálogo ni a un encuentro, pues la novela no desciende a proponer una fantasía reparadora de unidad y reconciliación; a su manera, ni épica ni propagandística, el relato de Thays muestra que en el Perú los traumas históricos persisten y los abismos culturales no han dejado de ser hondos” (214). No obstante, creo que, si bien se puede considerar adecuado que la narrativa no componga algún guion fantasmático facilista que vele estos antagonismos, tampoco se debiera dejar de observar que el relato resulta demasiado autocomplaciente con su reduccionismo epistémico y que, por ende, el alcance de la proyección social de su discurso resulta bastante limitado. 31 Las alusiones al accionar senderista en el texto no difieren de lo acostumbrado, como cuando Jazmín le cuenta al protagonista acerca de sus recuerdos de la década de los ochenta: Y es que cuando era niña, en Huamanga, solía encontrar cadáveres de perros colgados en postes o arrojados en las veredas, algunos de ellos con carteles donde se leían palabras como SOPLONES o REVISIONISTAS o incluso una palabra de sonido casi mágico, rarísima, como DEN XIAOPING, cuyo sentido ella no alcanzaba a comprender a esa edad (Thays 134). La mención a la imagen paradigmática de los perros colgados en los postes, así como a las inscripciones sobre Deng Xiaoping, reutilizan aquel tópico sobre el período del conflicto que, en esta ocasión, se presenta como una causa de extrañamiento y exotismo (al señalarse que ese nombre era “una palabra de sonido casi mágico”) que perturbaba la cotidianidad de Jazmín cuando era niña (y el uso de mayúsculas remarca también la violencia de aquella práctica y del discurso detrás de esos significantes). Se trata, como en la novela de Roncagliolo, de apelar a estas imágenes insertas dentro de la memoria colectiva dominante, con lo que se evita tener que explorar otras formas de representación que no resulten tan arquetípicas. Asimismo, cuando se produce el asesinato de un sargento (al parecer acometido por Tomás, quien le había comentado por escrito al narrador que en el pueblo se encontraba el militar que había violado y embarazado a Jazmín), lo que causa temor y agitación dentro de la comitiva presidencial, las fuerzas militares de la zona y en los visitantes a Oreja de Perro, la inquietud generalizada se produce debido a la posibilidad de que se trate de un atentado senderista, lo que demuestra un temor bastante pronunciado con respecto a un suceso de dicha naturaleza (así como la sospecha de que la fantasía de la nación postconflicto bien consolidada resulta inconsistente): “Los de la Comisión, […] no dudan de que se trata de un ajuste de cuentas de Sendero. Está sucediendo por toda la sierra del país, pero nadie dice nada. A nadie le conviene un país que no esté pacificado, ¿verdad?” (Thays 193). Como en Abril rojo, se sintomatiza en la narrativa la alarma frente a un ocasional “retorno” de Sendero Luminoso, aunque, en esta ocasión, esto no llegue a presentarse de manera tan truculenta. De esta forma, Un lugar llamado Oreja de Perro resulta ser otra obra que se queda en el plano dominante de lo fantasmático a la hora de tratar de representar a los militantes senderistas. Su propuesta (est)ética no contempla una mayor profundización acerca de esta temática y más bien se termina apoyando en las mismas imágenes y fantasías de la memoria cultural hegemónica, lo 32 que alimenta a su vez la injerencia de este tipo de narrativas y discursos oficiales dentro del reparto de lo sensible nacional. 1.2 Variantes (canónicas) en la representación narrativa del senderista Rosa Cuchillo de Óscar Colchado Lucio fue publicada en 1997 y se ha convertido en una de las novelas andinas más representativas de la narrativa de la violencia política31. Se trata de un texto polifónico32 que “insists on interpreting the conflict through Andean points of view, relying almost exclusively on Andean characters who in turn call upon indigenous discourse, knowledge, and spirituality to create a historical, political, and affective archive” (Lambright 107), por lo que se remarca que se parte de un acercamiento epistemológico distinto al de las obras anteriormente analizadas. Más bien, en esta se propone al pensamiento andino “como una racionalidad alternativa desde la que se puede plantear una integración nacional que trascienda las barreras coloniales” (Quiroz 17), pues se celebra el imaginario mítico andino y se resalta la importancia de su cosmovisión. Estas coordenadas simbólicas afectan tanto a la manera de representar el período del conflicto armado como al retrato que se hace de los senderistas a lo largo del texto, sobre todo porque Liborio (el hijo de Rosa Cuchillo), uno de los protagonistas, se ve afiliado a este movimiento, a pesar de que, gradualmente, él encuentra problemáticos ciertos aspectos del proyecto político de Sendero Luminoso e intenta decantarse por otro tipo de horizonte de emancipación. Además, el uso de diferentes voces narrativas en la novela permite que se componga un mosaico con puntos de vista diferenciados acerca de lo que se relata. De esta forma, como plantea Víctor Quiroz, “uno de los rasgos más sobresalientes de la arquitectura novelesca de Rosa Cuchillo es la utilización de diversas perspectivas en la narración, sobre todo con relación a las imágenes del conflicto armado interno representadas en la 31 La novela ha tenido diferentes ediciones, con algunas variantes formales, siendo la primera de 1997, la segunda del 2002 y la tercera del 2005 (en este trabajo utilizo la versión del 2009 de Alfaguara, ya que, posteriormente, el texto no ha presentado mayores cambios). Su autor ha recibido el Premio Casa de la Literatura Peruana de este año, con lo que se vuelve a resaltar su presencia dentro del canon literario nacional de la actualidad. Además, el grupo teatral Yuyachkani ha desarrollado un unipersonal (protagonizado por Ana Correa) a partir de esta obra, lo que ha contribuido con su difusión en el imaginario colectivo (si bien, hay que aclarar que esta performance teatral es más una reapropiación que tan solo una adaptación de la novela de Colchado). 32 Como señala Quiroz, “el carácter polifónico de la novela se manifiesta en dos niveles: a) en la pluralidad de perspectivas y voces autónomas que no se reducen monológicamente a un centro dominador ideológico; y b) en la reunión de materiales discursivos heterogéneos en el tejido novelístico como los mitos de tradición oral andina, la utopía andina, el discurso de Sendero Luminoso, la Historia de los años del conflicto, etc.” (139). 33 novela” (138). Como pasaré a comentar, este aspecto también va a permitir que la caracterización de los militantes senderistas resulte más heterogénea que la que se ha venido presentando en algunas de las obras ya mencionadas. Primeramente, como las secciones en las que se relata la gesta de Liborio (y que están narradas en segunda persona) se encuentran focalizadas desde su gradual aprendizaje e inserción dentro del grupo senderista, la experiencia deriva en una inicial atracción por esta empresa, sobre todo porque con ella parece que se intenta acabar con las desigualdades sociales en la zona andina33. Así, a pesar de ciertas dudas al comienzo, “Liborio asume activamente la causa de Sendero Luminoso: aprende a manejar un arma, a construir explosivos y a pensar la realidad peruana a través de la ideología marxista-leninista-maoísta, pensamiento Gonzalo”, además de tener “un factor afectivo que lo vincula al movimiento subversivo: su amor por la camarada Angicha” (Ubilluz, “El fantasma” 52). Esta visión “desde adentro” de la militancia senderista permite observar de manera más familiar al resto de compañeros de armas de Liborio, lo que hace posible un retrato menos unidimensional de estos personajes. Por ejemplo, sobre Angicha, la comandante por la que Liborio se encuentra interesado sentimentalmente, se sostiene una mirada idealizada que permea la imagen que se construye de ella: “tu pensamiento está fijo en la comandante Angicha, mujer admirable que tiene de paloma y fiera, según has podido darte cuenta”. De “paloma”, pues ella le recuerda a un amor de juventud, y de “fiera”, porque aquello “también parecía a veces la comandante, sobre todo cuando les da la voz de mando para rampar o tirarse cuerpo a tierra, o cuando les da lecciones de política. Su rostro se pone tenso, su mirada parece traspasar los árboles, las colinas, las montañas” (Colchado 44-45). De esta forma, vemos que se muestra a la joven con dos facetas: la de la mujer idealizada por los afectos de Liborio y la de una militante disciplinada y autoritaria. Esta dualidad en su comportamiento se trae a colación constantemente y la potencial firmeza presente incluso en sus facciones y sus gestos es un foco tanto de admiración como de perturbación para el protagonista, como cuando se lleva a cabo una de las sesiones de “explicación política” (“Por primera vez observas que tiene el rostro duro, seco, cerrado, y en sus ojos un extraño brillor de dureza y firme convencimiento”) (Colchado 33 Con respecto de la utilización de esta segunda persona en singular para narrar estas secciones, Lambright plantea que, con su uso, se posiciona al lector implícito como objeto del discurso y se le identifica con Liborio, con lo que se le guía a través del desarrollo mismo de la historia de este personaje. Así, “the reader is positioned as Andean, not only Andean, but as an indigenous peasant with an awakening political consciousness, who defies both ‘authorities’ in the conflict –Shining Path and the Peruvian government– and is ultimately sent by the gods to realize a Pachacutic” (120). 34 33) o cuando ella le cuenta al grupo acerca de su pasado y, luego de un momento alegre, ella cambia el tono cuando se abandona la formalidad de los militantes (“No se olvide, señorita, de llevarnos. Y ella con un bajón de ojos terrible, Señorita no, compañera”) (Colchado 44). Frente a esto, se contrapone la descripción que se hace del camarada Santos, mando político de la célula en la que se encuentra Liborio: “Santos es más bien frío, sereno, da la impresión de no padecer ni sentir nada. Como si todo fuera como tiene que ser, así nomás le gusta mirar las cosas. Es más bien meditativo y muy cauto en sus palabras. Piensa mucho antes de hablar” (Colchado 45). Se individualiza así, desde la perspectiva de Liborio, a Santos y Angicha, y se resaltan las características que parecen diferenciarlos, lo que, sumado a las otras breves descripciones de diversos personajes de afiliación senderista (en las que se subrayan diferentes actitudes e intereses, así como una variedad de motivaciones detrás de su militancia), remarca que no se trata de un grupo tan homogéneo como se le representa dentro de los discursos oficiales. Además, al relatarse desde este punto de vista acciones vertiginosas como la de los ataques a puestos de guardia y el rescate de militantes senderistas encarcelados en Ayacucho (entre los que se encontraban Angicha y Edith Lagos) se aproxima al lector implícito a los hechos desde esta otra mirada que estaba ausente en obras como La hora azul y Un lugar llamado Oreja de Perro. Sin embargo, conforme avanza la narración, Liborio comienza a interrogarse acerca de ciertos elementos constitutivos de Sendero Luminoso, como la procedencia de sus mandos, su lejanía con la cosmovisión andina y el lugar que tendrían los miembros de las comunidades indígenas dentro del horizonte político de esta agrupación: “¿hasta qué grado la revolución sería para los naturales? ¿O era solo para tumbar a los blancos capitalistas como decían y luego ellos serían los nuevos gobernantes, sin que en la conducción de ese gobierno nada tengan que ver los runas? Lo deseable sería, piensas, un gobierno donde los naturales netos tengamos el poder de una vez por todas, sin ser solo apoyo de otros” (Colchado 100-101). Estos planteamientos lo llevan a debatir con otros militantes, como con Santos, Omar e incluso Angicha, pues considera como una clara limitación la falta de reconocimiento de las particularidades étnicas y culturales de los habitantes del ande dentro del proyecto senderista. De esta forma, se vislumbra el despertar político de este protagonista “as an Andean subject, as Liborio begins to notice the disconnect between Shining Path teachings and practices and Andean cosmologies and ways of life” (Lambright 111). El cuestionamiento se va exacerbando 35 a lo largo del relato y Liborio, además de criticar aquel “pensamiento de misti” presente en los mandos del grupo, comienza a desarrollar su propio discurso emancipatorio, con el que busca más bien una “revolución de los naturales”: el Pachacuti (proyecto que, más adelante, compartirá con otros senderistas de origen andino, como Mallga y Antolino Páucar). Sin embargo, Liborio decide continuar afiliado a Sendero Luminoso para “seguir aprendiendo de los compañeros senderistas el arte de guerrear y de dirigir también”, así como para influir en la formación de algunos “wambrachas”, pues en ellos “estaban las bases de la nueva revolución propiamente de los naturales” (Colchado 209). Esto permitirá que se siga narrando acerca de las dinámicas internas del grupo, si bien por momentos se resalta la tensión ideológica entre el hijo de Rosa Cuchillo y el discurso senderista. Aparte, otra de las críticas de Liborio sobre el accionar de su agrupación se concentra en la extrema crueldad que esta fue infligiendo en las comunidades andinas: “las matanzas en masa de gente pobre, humilde, por los mismos compañeros, acusándolos de mesnadas de la reacción, no me parece bien; porque en el fondo ellos no tienen la culpa”, pues por salvar sus vidas o las de sus hijos es que ellos les delatarían, “empujados a la fuerza por los militares, viéndose sin salida entre dos fuegos” (Colchado 247). Esta afirmación resulta bastante sintomática, porque, según Jaymie Patricia Heilman (al analizar la política campesina de Ayacucho en el siglo XX), durante y después “de la guerra, los campesinos ayacuchanos solían representarse a sí mismos como víctimas en el fuego cruzado entre los senderistas y las fuerzas armadas”, lo que, como han demostrado estudios posteriores, oscurece más bien “el temprano involucramiento de los campesinos con el PCP-SL”, así como que Sendero Luminoso “formó parte del largo transcurso histórico de pensamiento, acción y reacción política dentro de las comunidades rurales de Ayacucho” (15) (hay que recordar que Rosa Cuchillo y su hijo son de Illaurocancha, al sur de este departamento, lugar en el que se desarrolla gran parte del relato). En la cita de la novela, Liborio está tratando de convencer a Angicha acerca de las limitaciones del proyecto senderista, por lo que se entiende que abogue por los comuneros utilizando aquella fórmula de victimización. Sin embargo, como plantea Lambright, uno de los mayores logros de la novela de Colchado es enfatizar la complejidad de la experiencia indígena frente al fenómeno de Sendero Luminoso. Al contrario de otras producciones más estereotípicas (se pone de ejemplo la película Paloma de papel), la novela no representa a las comunidades indígenas tan solo como meras “víctimas inocentes” y sin mayor agencia, como atrapadas “entre dos 36 fuegos” de un conflicto entre fuerzas foráneas. Si bien no se deja de representar las injusticias y los terribles crímenes cometidos en contra de estas comunidades por parte de los senderistas y las Fuerzas Armadas, el énfasis se encuentra en la indignación indígena frente a lo que estaba sucediendo y en su resistencia activa, intencional y bien fundamentada (tanto en lo histórico como lo cultural) (112). Por otra parte, frente al punto de vista de Liborio acerca de la agrupación senderista se contrapone el relato de Mariano Ochante, otro de los personajes de la novela. Este anciano, herido y dado por muerto por miembros de Sendero Luminoso (pues un capitán del ejército lo había nombrado, a la fuerza, teniente gobernador de Illaurocancha, además de antes haber sido rondero), narra otros episodios desde una perspectiva externa al movimiento subversivo y no deja de recalcar la violencia de su accionar. A través de su perspectiva, se relatan episodios de ejecuciones dentro del pueblo cuando se le convirtió en “zona liberada” (secciones en las que abundan detalles acerca de lo sangrientos y terribles que fueron aquellos militantes). De esta manera, ya que él no tiene vínculos afectivos ni comparte la ideología senderista, el retrato que se hace de este grupo devela su faceta más despiadada desde la perspectiva de quienes se vieron coaccionados por su crueldad. Así, la representación de los senderistas adquiere mayor relieve y matices, ya que se critica los terribles efectos que Sendero Luminoso tuvo en la vida de los habitantes del ande (y a esto se le suma que otro narrador, esta vez en tercera persona, relata también las represalias del grupo armado en Illaurocancha luego de que sus pobladores se les enfrentasen, lo que añade mayor “objetividad” a esta crítica). Además de comentar las ejecuciones, Mariano también hace hincapié en el progresivo desencanto de la gente de su pueblo y de otros lugares con la organización propuesta por los senderistas, como cuando se les comenzó a obligar a que cambien sus tradiciones culturales o cuando se trastocó el comercio entre comunidades34. Con ello, en la obra “se cuestiona las fisuras del proyecto autoritario de Sendero Luminoso (la 34 Esto, nuevamente, también tiene su correlato histórico-social. Como señala José Luis Rénique, luego de que la agrupación senderista se ganase “la cautelosa simpatía campesina” al promover el castigo de autoridades corruptas y abusivas (o al “limpiar” los pueblos de ladrones y violadores), entre fines de 1982 y 1983 se produjo un punto de quiebre en el que “reaccionan sectores de la población contra las imposiciones de los revolucionarios, contra las restricciones a la movilidad y el modelo de una economía autárquica, pero sobre todo en contra del reclutamiento forzoso de niños y jóvenes”, además de que la represión violenta de parte de las Fuerzas Armadas conminó a que en las comunidades se formasen grupos para enfrentarse directamente con los senderistas (151), que es lo que también termina pasando en Illaurocancha. 37 incontestable ‘línea del Partido’), ya que, al ser puesta en práctica, se revela tan monológica frente al otro como el discurso moderno/colonial” (Quiroz 142)35. No obstante, en la novela, a pesar de la distancia que se toma frente al accionar senderista, aun así se continúa tratando de retratárseles con ciertos matices de humanidad, como cuando se relata los últimos momentos de Santos y Omar, luego de ser heridos en un ataque de los infantes de la Marina y un grupo de ronderos: ―Me hubiera… gustado despedirme ―dice Omar con la voz entrecortada haciendo una mueca que intenta ser una sonrisa― … de mi novia huamanguina… a quien… a quien dejé por seguir… este otro destino. ―Y yo ―dice Santos, sintiendo que sus pocas fuerzas le abandonan ―hubiera querido abrazar por última vez a mi hijita Natalí… quien debe estar aguardándome allá en mi casita de… Interrumpió sus palabras cuando los soldados de un helicóptero, que acababan de descubrirlos, se aprestaban a bombardear el lugar (Colchado 199). Como se observa, en este fragmento se alude a la dimensión familiar y emocional de ambos personajes, sobre todo por el lado de sus vínculos afectivos (algo que sorprende al lector implícito en lo que respecta al personaje de Santos, al menos desde una visión maniquea, puesto que este más bien había sido un mando dogmático y violento). Sin embargo, cabe resaltar que ello se da al final de una batalla, por lo que el drama pasa por subsumirse a la muerte trágica que se espera para un combatiente (poco después, ambos intentan disparar, a pesar de estar malheridos y mueren tras una explosión). Y es que en la novela se resalta, sobre todo desde la perspectiva protagonizada por Liborio, que los militantes senderistas, a pesar de todas sus limitaciones y sus terribles actos de violencia, son capaces también de acciones que, dentro de su lógica, se perciben como valerosas e incluso heroicas, sobre todo en sus dramáticos momentos finales (como sucede con Antolino y Mallga, poco antes de la ejecución del hijo de Rosa Cuchillo, quien también trata de morir “como hombre, como revolucionario, como verdadero runa hijo del dios Wamani” (Colchado 267)). De esta manera, la representación que se hace en esta novela de los senderistas posee más capas que la que se encuentra en las obras mencionadas anteriormente, lo que se debe tanto a su narración polifónica y desde 35 Con lo que se remarca que, “pese a toda su determinación por crear un nuevo orden, los senderistas siguieron atrapados en las garras del racismo y el prejuicio de clase que ha moldeado por mucho tiempo la política peruana. Por tanto, miembros de Sendero Luminoso reprodujeron los mismos odios de raza y de clase que su “guerra popular” buscaba eliminar, perpetrando actos de crueldad contra los sectores más humildes de la sociedad peruana” (Heilman 15). Esto, claro, se puede matizar dentro de la novela de Colchado por la presencia de militantes que, más bien, sí simpatizan con el proyecto tahuantinsuyano de Liborio, por lo que el problema estribaría entonces en la línea ideológica hegemónica de la agrupación senderista. 38 diferentes perspectivas como a parte de las coordenadas epistemológicas distintas en su acercamiento al contexto de la violencia política. El último texto que comentaré en este capítulo será La sangre de la aurora, novela escrita por Claudia Salazar Jiménez y publicada en el 201336. En esta obra, de carácter fragmentario y en la que se experimenta con la sintaxis y las voces narrativas (se trata de otro texto que también apela al recurso de la polifonía), la dimensión de género adquiere centralidad dentro de la representación del conflicto armado, lo que influye en el retrato que se realiza de la agrupación senderista, pues en este se indaga principalmente en el papel que tuvieron las mujeres en el interior de dicha organización37. Asimismo, en la propuesta narrativa del libro se le da preponderancia al carácter estructural de la violencia sexual contra el sector femenino de la población peruana durante aquella época. De esta manera, la novela de Salazar Jiménez exhibe la dimensión sistemática del abuso de la mujer durante el período de la violencia política, además de que se alude a la persistencia del machismo en nuestro país, y se plantea así que la propuesta política y el accionar de Sendero Luminoso no trascendieron aquellas limitaciones, por lo que este no pudo haber contribuido a una verdadera transformación social. Una de las protagonistas de la novela es Marcela, quién al inicio de la historia se encuentra encarcelada en la capital por formar parte de Sendero Luminoso. Se relata que ella era conocida como “camarada Marta” y que era la jefa militar de la zona central, por lo que se le tiene que interrogar constantemente. A partir del retrato de este personaje es que se alude en la obra al rol que tuvieron las mujeres dentro de la organización senderista, aspecto particular de la conformación de aquel movimiento subversivo. Como señala Asencios, “[e]l PCP-SL no dejó a las mujeres fuera de los enfrentamientos del conflicto armado interno y las hizo partícipes con mucha más 36 El libro se publicó por el sello independiente Animal de invierno y ganó el IV Premio «Las Américas» de Novela 2014. Además de haberse traducido al inglés, esta obra ha tenido una segunda edición por la misma editorial que incluye una serie de breves textos críticos de autores como Diamela Eltit, Federico Falco, Alina Peña Iguarán y Joseph M. Pierce. Se trata así de una novela a la que se le ha prestado bastante atención en espacios académicos y universitarios, y que, como indica Hibbett, “circula predominantemente entre audiencias de Lima con educación superior y ya convencidas de la agenda de la memoria” (“La problemática”). 37 Como antecedentes de dicha exploración, se puede señalar que esta temática (la del rol de la mujer en Sendero Luminoso) se encuentra presente en cuentos como “El grito” de Carmen Ollé y “Los días y las horas” de Pilar Dughi, así como en otras narraciones de los años ochenta (aunque es justamente en los dos textos mencionados que se contrapone a este tipo de personaje con los valores patriarcales de la sociedad peruana de aquella época). Para un mayor examen de este asunto, así como la respectiva referencia a cuentos reunidos durante el periodo de 1984 a 1989, véase Cortez (2018). 39 frecuencia que en cualquier organización política, en un contexto en donde la mujer estaba abandonada por el Estado y la sociedad, y sumida sobre todo en el ámbito doméstico” (156). En lo que respecta al rol que tenían en dicha agrupación, ellas formaban parte importante tanto de la dirección como de la militancia. Así, “[d]os de tres integrantes del comité permanente y cinco de nueve miembros del buró político” eran mujeres, una proporción inusitada para la cultura política peruana de aquella época. Además, “se conoce de numerosas mujeres militantes que condujeron columnas guerrilleras y estuvieron directamente involucradas en hechos de armas” (Zapata 239- 240). En el caso de Marcela, a ella se la caracteriza como a alguien muy determinado, aguerrido y que llega a creer fervientemente en el discurso senderista, lo que, cómo se verá más adelante, en la novela se terminará por criticar. Frente a aquellos estereotipos que se han repetido frecuentemente acerca de las militantes senderistas (que se remiten sobre todo a dos facetas: el de “la mujer dura que daba el tiro de gracia” y el de “la mujer idealista que quería luchar por su pueblo”) (Silva Santisteban 197), Marcela es retratada como a un personaje con una subjetividad compleja, pero que opta por el camino de la violencia subversiva debido a una serie de circunstancias. Se trata de una mujer que se ve motivada por la justicia social (cuando se le introduce en la novela, ella recuerda un proyecto en un arenal en el que se trataba de mejorar las condiciones de vida de la gente de dicho entorno) y que, al encontrarse en un contexto adverso para ello (más adelante, ella recuerda la rabia que sintió cuando no se obtuvo el financiamiento para dicho proyecto, otro más que se frustraba por falta de recursos y de apoyo estatal), terminará por sumarse a Sendero Luminoso. Fernanda Rivas, asistenta social y luego “camarada número Dos” del Comité Permanente, es quien le presenta al “camarada Líder” (el que es además su esposo) y la introduce en la que será la lucha senderista. Sobre el vínculo entre ambas mujeres, Marcela relata lo siguiente: “Trabajábamos juntas en los lugares más pobres en las afueras de la capital, organizando proyectos para comunidades. En los mítines del Sindicato de Profesores ahí estábamos, siempre juntas. Tantas veces los rochabuses nos tiraron al piso con sus látigos de agua. Pero nosotras seguíamos avanzando y resistiendo” (28). De esta forma, se retrata que ambos personajes estaban comprometidos con la labor social y el activismo de la época (además de aludirse a la represión estatal de las protestas), lo que era impulsado por la inequidad económica que se sentía como imperante en el país38. 38 El personaje de Marcela remite, en ciertos aspectos biográficos, a Elena Yparraguirre (conocida dentro de su organización como “camarada Miriam”), número 3 de Sendero Luminoso, mientras que Fernanda 40 No obstante, tras el inicio de su vinculación con la organización senderista, Marcela se percata de la dificultad que conlleva el conciliar “vida doméstica y lucha revolucionaria”, pues “el tiempo no alcanzaba”39. Por ello, este personaje decide abandonar a su hija y a su esposo para poder dedicarse por completo a su labor dentro de aquella agrupación. Ella se propone que, luego de alcanzar su objetivo, regresaría con su hija para mostrarle “el mundo que construimos. No más hambre, ni injusticias, ni muchachitos descalzos en un arenal, sin agua ni escuelas. El pan en la mesa de todos. Todos todos todos. Queríamos transfórmalo todo” (32). Con esta afirmación, se demuestra que el imperativo de la emancipación se encuentra interiorizado por Marcela y es lo que le impulsa a dejar a su familia, además de que se remite a aquella escena ya comentada sobre el proyecto en el arenal, por lo que dicho afán no resulta para ella algo abstracto, sino que se ancla en su experiencia en la labor social. Asimismo, su personaje se rebela frente a los condicionamientos sociales de la época, pues se decide a abandonar el rol doméstico tradicional que se esperaba cumpliese por ser mujer en el Perú de aquel entonces: ella encuentra así en Sendero Luminoso la posibilidad de atravesar dichas limitaciones y considera que su proyecto puede acarrear un verdadero empoderamiento femenino. Por lo tanto, Marcela decide “entregarse” por completo a aquella causa, lo que se lleva a cabo por medio de una secuencia de “transformación”: Borré las marcas de mi debilidad. Un trozo de algodón humedecido para limpiar el maquillaje de mi rostro. Limpio y puro debía quedar en este nuevo nacimiento. Sujeción plena e incondicional. Sin adornos, ni aretes, nada. El pelo Rivas se basa algo más directamente en Augusta La Torre (“camarada Norah”), quien fuera número 2 de la agrupación senderista y primera esposa de Abimael Guzmán. Como señala Antonio Zapata, Yparraguirre pudo haber desarrollado “una vida consagrada a la asistencia humanitaria, pero se decidió por la violencia. En esta elección concurrieron varias motivaciones, una de las cuales fue su apreciación de la inhumanidad del sistema capitalista, que dispone de medios materiales para ofrecer una vida digna para todos, pero que distribuye la riqueza de tal forma que unos pocos disponen en exceso, mientras que las masas padecen de hambre” (236). Justamente, este estímulo es el que conduce al final a Marcela a interesarse profundamente por el discurso y el accionar de Sendero Luminoso, si bien, como se comentará más adelante, ello se entrevera con otros aspectos de su subjetividad. Sin embargo, frente al estereotipo de que quienes militaban en esta agrupación eran, sobre todo, “resentidos sociales”, cabe remarcar que, así como su contraparte fáctica, en Marcela no se percibe este “resentimiento”, sino que lo suyo “es indignación por la continuidad de la miseria en medio de la abundancia” (Zapata 236). 39 Se refleja así un problema que en verdad afectó a quienes se decidieron por formar parte de la organización senderista. Como señala Asencios, “[p]ara el PCP-SL, la familia y los hijos han sido y siguen siendo aspectos de la vida individual que, fácticamente, se contraponen a los intereses de la organización, sea en contextos de guerra o no guerra” (166). Este punto se traerá colación y cobrará importancia en el siguiente capítulo de la tesis, cuando se analice lo que se narra sobre la madre de Agüero y la tensión entre su vida familiar y la militancia. 41 recortado. Fernanda me ayuda en esto. Me lo dejó casi como el suyo, hasta en eso la diferencia se va a borrar. La igualdad comenzaría por nosotras. Una blusa sencilla y unos pantalones azules completaban mi atuendo. Así vestiré para servir a la revolución y al partido. Total entrega. Todo al pensamiento Líder. Camarada Marta sería a partir de ese momento. Entré al partido como quien entra en religión. Salió mi esposo, expulsado de mi cuerpo. Después, a la sierra, al epicentro. Armar la mente. Entrenarme para destrozar, prepararme para destruir (33-34). El procedimiento, narrado con oraciones cortas y precisas, remarca que lo que se busca en primer lugar es prescindir de ciertos significantes asociados clásicamente con la femineidad (el maquillaje, los aretes, una larga cabellera), pues se les considera “marcas de debilidad”. Como plantea Victoria Guerrero sobre las relaciones entre los géneros en Sendero Luminoso y de cómo las militantes contraponían su imagen al ideal hegemónico del líder, “las mujeres performan su femineidad a través de la lealtad y el sacrificio, discursos que alimentan estereotipos sobre la mujer, mientras que performan su masculinidad a través de la guerra, el combate cuerpo a cuerpo y las decisiones a nivel del poder” (85). Se puede observar entonces que Marcela busca performar la fortaleza “no-feminizada” que ha adquirido dentro de su organización (mientras se articula su nueva identidad como “camarada Marta”), por lo que evita aquellos rasgos que se asocian con la vulnerabilidad atribuida tradicionalmente, desde un imaginario machista y conservador, a la condición de la mujer. Sin embargo, ella también resalta su entrega y lealtad, lo que contribuye, como señala Guerrero, a sostener ciertos estereotipos acerca de la naturaleza de estos valores “femeninos”. Por otra parte, se encuentra en su narración el ideal por lo homogéneo y el rechazo a la individualidad, pues ello se asocia con lo burgués y antirrevolucionario (lo que enfatiza también lo maniqueo del discurso manejado). Finalmente, que se señale el grado de sujeción casi religiosa por aquella agrupación, así como el horizonte de destrucción al que deberá circunscribir su futuro accionar y hasta su propia corporalidad, devela el radicalismo dogmático de este personaje, así como prefigura la crítica que la misma novela realizará a la actuación de Sendero Luminoso durante el período del conflicto armado. Sobre la forma en la que Marcela asume el discurso senderista y lo interioriza, se demuestra que en dicha operación existe todo un proceso de reconfiguración subjetiva del personaje. Por ejemplo, de sus creencias religiosas previas al intempestivo accidente 42 de su hermana Rosa (en el que esta falleció, hecho traumático que la alejó definitivamente de aquella fe), se afirma que “algunas ideas quedaron, algo sirvió para lo que vino después” (70). Además, su dimensión libidinal también se ve convocada, como se demuestra en un pasaje en el que, a través de la puerta entrecerrada del dormitorio del camarada Líder y Fernanda, los observa mientras mantienen relaciones sexuales, lo que la estimula eróticamente e incluso le hace sentir partícipe de aquella escena: “No necesito tocarlos para ser parte de ellos. Rozo sus cuerpos con mis ojos. Sé que los sienten. Sé que sienten mi mirada sobre sus espaldas. Mis ojos sobre su piel” (50). A ello se le suma que su propia corporalidad se imagina como recompuesta para la lucha armada: “Dedos bala. Brazos fusil. Cuerpo revólver” (42). Toda esta reconfiguración se llega a exacerbar cuando, en un fragmento en el que la narración de Marcela alcanza una condición alucinada, se proclama que su agrupación, por medio de sus “mil ojos y mil oídos”, se ha llegado a constituir en una figura “monstruosa e inabarcable, tanto como Dios” (59). En esta ominosa composición, ella no solo quiere verse incluida, sino que se trata de afirmar como sujeto dentro de aquel gran Otro: “Mi cuerpo se multiplica de esta manera no en los órganos sino en la palabra. Veo, siento, escucho, sé y conozco porque ellos saben que ahí está la trinidad única, comité central, la luz del sendero. […] Mil ojos y mil oídos. Como Dios. En todas partes. Quería ser Dios” (59). El ansia de poder, sobre todo tras haber tenido experiencias en su pasado que le confirmaron la condición subalterna de la mujer en la sociedad peruana, se plasma en el pasaje anterior de manera contundente y resalta así la creencia de Marcela de que en Sendero Luminoso se encontraba la posibilidad tanto de una transformación radical como de su propio empoderamiento. Sin embargo, en la novela se plantea que el accionar senderista no poseyó el potencial para una verdadera emancipación ni de las mujeres ni de los sectores más oprimidos de la sociedad peruana. Por un lado, se presenta a Sendero Luminoso como a una organización que, a pesar de ciertos discursos y del accionar de algunas militantes, siguió reproduciendo la violencia de género, la que se recrudeció justamente durante el período de la violencia política. A partir de lo recogido por la CVR, se documentaron numerosos casos de violación llevados a cabo en aquella época, lo que resalta el carácter sistemático de esta terrible práctica (además de la impunidad rampante que han tenido estos crímenes) (Boesten 20). No obstante, más allá de entender la masiva violación de mujeres como un “arma de guerra”, se debe comprender que la violencia sexual en contextos traumáticos como el acontecido en el Perú no resulta una aberración 43 ni una excepción, sino que se trata de “una exacerbación de las violencias y desigualdades existentes”, pues la base “de la invisibilidad de la violencia sexual está fundada en las comprensiones de los tiempos de paz de las relaciones sociales de género” (Boesten 86). Se trata entonces de un problema que se relaciona con el mismo ordenamiento sociosimbólico del Perú y que demanda entonces la urgente transformación social de las estructuras, discursos y prácticas que sostienen dicho (mal)funcionamiento, lo que se sintomatiza también en el libro de Salazar Jiménez. En el relato, se narra cómo es que Marcela, así como Modesta y Melanie (una campesina de la sierra y una fotoperiodista proveniente de una clase social más acomodada), las tres protagonistas de la novela, son violadas por los actores del conflicto (las dos primeras, por miembros de las Fuerzas Armadas, y la tercera, por militantes senderistas). Estos terribles ataques son relatados en fragmentos escritos de forma similar, aunque con ligeras variaciones según los comentarios enunciados por las voces de los violadores. Por ejemplo, en el caso de Marcela, los soldados la llaman “[t]erruca hija de puta” y “[s]ubversiva de mierda”, así como se le injuria diciéndole que “[a]hora vas a ver lo rico que es que te la meta un Sargento por detrás, ya nunca vas a hablar de tu revolución” (74). De esta manera, se simboliza el carácter sistemático y generalizado de la violación sexual durante el período del conflicto, además de que se remarca la vulnerabilidad del cuerpo de la mujer en un contexto en el que se le subalterniza y se mantiene la hegemonía de un sistema de dominación patriarcal. Además, se plantea que la organización senderista no estuvo exenta de cometer este tipo de prácticas y que ello se encontraba naturalizado en varios de sus militantes40. Esto se observa cuando, luego de enterarse de la violación de Melanie, Marcela se molesta con los culpables por haberse dejado llevar por la “calentura”, mientras que ellos se excusan en que “también somos hombres”, además de referirse al hecho de que “nuestro líder 40 No obstante, resulta necesario señalar que la violencia sexual desplegada por Sendero Luminoso durante el período del conflicto tuvo en la práctica características diferentes de la que llegó a ejercer las Fuerzas Armadas. Como indica Boesten, mientras que los militares y policías efectuaron actos de violación sexual de modo institucionalizado y sistemático, la agrupación senderista “usó una violencia extrema en las ejecuciones públicas y los castigos, al ser los órganos sexuales y reproductivos su objetivo en la violencia basada en el género para enviar mensajes morales a los gais y travestis […], y forzaron a prostituirse a jóvenes en campamentos. Mujeres jóvenes y muchachas fueron obligadas a casarse, los hijos nacidos de esa unión fueron asesinados”. Todo ello permite concluir que “la manera como Sendero Luminoso empleó la violación sexual no fue de forma sistemática ni teniendo como objetivo la identidad de las poblaciones” (57). Por consiguiente, lo que resulta sugerente de las secuencias de violación de la novela de Salazar Jiménez no es la difuminación de dichas divergencias, sino que en aquellos pasajes se expresa simbólicamente cómo fue que tanto las fuerzas del orden como las de Sendero Luminoso reprodujeron la violencia de género contra la mujer durante el conflicto y que en ambos actores persistió una perspectiva machista y patriarcal, cuyas secuelas aún se ciernen sobre la sociedad peruana. 44 tiene dos mujeres” y que “el camarada jefe de la selva tiene su séquito de mujercitas” (73). Entonces, queda claro que se está proponiendo que Sendero Luminoso también contribuyó al sostenimiento de estas prácticas aborrecibles, lo que cuestiona que este haya aportado verdaderamente a mejorar la condición de la mujer. Por otro lado, ya más a nivel de discurso y organización, en la novela se critica al grupo senderista por sus obvias limitaciones en materia de transformación social. Como señala Vich, “para los senderistas la población peruana ya no debía diferenciarse por marcas étnicas o por su lugar en el modo de producción económica, sino simplemente por su adhesión o no al “partido” como entidad superior e indiscutible. Si la población no estaba con ellos, así fueran “pobres”, “indios” o “campesinos”, merecía la muerte” (Poéticas 45). Esto queda patente en la novela, pues se relatan múltiples actos de extrema crueldad llevados a cabo por sus militantes en contra de diferentes sectores de la población peruana. Frente a las distintas citas que se mencionan a lo largo de la novela (como las de Karl Marx, Mao Tse Tung y Lenin) que aluden tanto a los ideales de la revolución como a la necesaria participación de las mujeres en esta, se contrapone el accionar de una agrupación enceguecida por su dogmatismo, verticalidad y propensión a una violencia desmedida. Sobre todo, la veneración y falta de crítica hacia las decisiones del camarada Líder, así como la centralidad de su figura dentro de la organización, resultan aspectos que la novela no deja de auscultar críticamente. De esta manera, se alude al hecho de que, a pesar de que en Sendero Luminoso se dio cabida a un número significativo de mujeres dentro de la militancia, eso no evitó que la estructura misma del PCP-SL fuera patriarcal y androcéntrica (Silva Santisteban 220), así como su entronización del líder no permitió un verdadero cambio en el escenario de las relaciones de género en el país (aunque sí puso en debate conceptos sobre lo masculino y lo femenino) (Guerrero Peirano 87). El que Marcela adoptase los valores y preceptos del discurso senderista sin mayor discusión, así como que, al final de la novela, no demuestre demasiada capacidad de autocrítica41 (aunque sí sienta cierta culpabilidad por algunas de sus acciones, como el abandono de su hija), permite representar la cerrazón ideológica de ciertos miembros de Sendero Luminoso (por eso, 41 Si bien Marcela reflexiona sobre la necesidad de “pensar y revisarse, autocriticarse”, al final ella plantea que su agrupación no cometió errores, sino “excesos que debieron contenerse”, y sigue demostrando una impronta agresiva al repetir como dogma la idea de que “la violencia es partera de la historia” y al pensar que “[u]n tiro de gracia le quedaría bien” al comandante Romero (92-93) (violencia que también se simboliza en su forma de eliminar a un insecto que se encontraba en la mesa de la sala de interrogatorios, última acción que acomete en la novela). 45 resulta significativo que ella sea parte de la dirigencia) sin ceñirse a la falta de matices de las representaciones de las novelas hegemónicas ya analizadas. Asimismo, si bien la presencia de personajes como el camarada Felipe, el violento brazo militar de la agrupación, o la referencia a las performances de militantes condenadas por terrorismo dentro de las cárceles resaltan más aún la crueldad y el fanatismo delirante de quienes conformaban la agrupación senderista, el que se represente también ciertas discrepancias entre sus dirigentes (como la discusión entre el camarada Líder y Fernanda acerca de si se debiera mover o no la lucha armada a la ciudad) o los conflictos de poder dentro de su organización (lo que, por estrategia de Fernanda, lleva a que Marcela sea escogida como jefa militar de la zona central en vez de Felipe), impide que se replique el imaginario de un Sendero Luminoso homogéneo y simplemente alucinado, además de que se le coloca a la par de otros actores cuestionados dentro del entramado político del Perú de aquel entonces (pues en el libro se hace referencia también a mandatarios como Fernando Belaunde, Alan García y a la dupla de Alberto Fujimori-Vladimiro Montesinos, sin dejar de aludir a su responsabilidad política frente a crímenes terribles como los de Accomarca, la matanza en los penales o el accionar paramilitar en Lima). En el entramado novelesco compuesto en La sangre de la aurora, con la inclusión del personaje de Marcela dentro de la focalización múltiple de su narración, se confecciona entonces una heterogénea representación del conflicto armado que “desafía al lector más allá de la esperada empatía caritativa” propia de las producciones de la memoria cultural en el Perú (la que suele girar alrededor de la figura de la “víctima pura”)42 (Hibbett, “La problemática”). Asimismo, se encarna en el libro, mediante la ruptura del cuerpo del lenguaje (es decir, de la sintaxis), la ruptura del cuerpo social y del cuerpo físico, además de que dicho quebrantamiento exige una mirada distinta del pasado y presente del país (Cárdenas Moreno 21-44). La novela sintomatiza así algunas dimensiones de la violencia política que se encontraban veladas en las obras que se examinaron en la primera parte de este capítulo y, sobre todo, demanda una mayor reflexión sobre la persistencia de los antagonismos de género y de la violencia contra la mujer en el Perú de posconflicto (aparte de sugerir la necesidad de un horizonte revolucionario que realmente incentive la emancipación femenina). 42 Comentaré más acerca de este paradigma en el tercer capítulo de la tesis. 46 Para concluir, en este capítulo se ha demostrado que en algunas de las producciones más reconocidas de la narrativa de la violencia política se encuentran representaciones maniqueas, exotizantes y sin demasiados matices tanto de Sendero Luminoso como de sus militantes. Además, en dichas obras se recurre constantemente a una serie de fantasías ideológicas que velan las complejas dinámicas detrás del desarrollo del conflicto armado interno, como el relacionar a la agrupación senderista con el “primitivismo” andino, representarla como a una presencia externa y fantasmal o aludir a la amenaza de su posible retorno, todo lo que se encuentra en consonancia con un imaginario colectivo muy conservador. Por otra parte, se ha propuesto también que existen algunas novelas dentro del canon literario, como Rosa Cuchillo o La sangre de la aurora, que complejizan la representación de Sendero Luminoso al presentar otras aristas de aquella organización y al desarrollar narraciones acerca del conflicto que parten desde puntos de vista que pugnan con los discursos hegemónicos (ya sea que estas perspectivas tengan otras coordenadas epistemológicas, como en el libro de Colchado, o de género, como en la obra de Salazar Jimenéz). Entonces, será desde estas tensiones discursivas que analizaré la manera en la que Los rendidos cuestiona y problematiza las representaciones presentes en algunas de estas producciones, así como también la forma en la que este ensayo-testimonial introduce una serie de reflexiones soslayadas en el campo literario de la memoria cultural sobre el período de la violencia política y el contexto del posconflicto. 47 Capítulo 2: La composición discursiva y la representación de los senderistas en Los rendidos En este capítulo, a partir de lo señalado en la introducción, examinaré tanto la dimensión discursiva de la obra de Agüero como la manera en la que se representan a algunos de los personajes de afiliación senderista a lo largo de este texto. Lo que quiero demostrar es que la singularidad compositiva del discurso de Los rendidos permite representar a aquellos “senderistas del montón” de una forma que problematiza y excede al tipo de simbolizaciones literarias presentadas en el primer capítulo de esta tesis (sobre todo a aquellas en mayor consonancia con la memoria oficial del período de la violencia política). Para ello, el presente capítulo se dividirá en tres secciones. En primer lugar, me concentraré en revisar la composición discursiva de esta obra, sobre todo en lo referido a su dimensión genérica y al lugar de enunciación que se articula dentro de la misma. Esto es importante, pues, como ya se ha dejado entrever, el texto de Agüero no posee un formato convencional y, si se quiere desentrañar la potencia de sus imágenes, resulta necesario indagar primero acerca de las coordenadas de su composición. En segundo lugar, examinaré la manera en la que se caracteriza a los personajes senderistas mencionados en las diferentes secciones de Los rendidos. Considero que el retrato que se realiza de los padres de Agüero, así como de allegados y conocidos pertenecientes a la facción senderista, presenta dimensiones soslayadas dentro de las narrativas oficiales acerca del conflicto y una serie de matices que denotan las tensiones inherentes al campo de la memoria. Por ende, más allá de los relatos abarcadores y de las abstracciones más estereotípicas, se compone en el texto un acercamiento hacia este tipo de actores que repara sobre todo en su cotidianidad y en su dimensión afectiva, sin llegar por ello a justificar su accionar subversivo. Finalmente, partiendo de esta caracterización, plantearé que la representación que se realiza de los senderistas en la obra de Agüero permite problematizar e incluso horadar el saber hegemónico del período del conflicto armado, puesto que dicha representación señala los entrampamientos de su estructura socio-simbólica (y del tipo de imágenes que se han propagado para sostenerla), y se llega así a atravesar algunos de los velos fantasmáticos más persistentes de su configuración (aquellos que se encuentran en la base de las figuraciones literarias ya revisadas). 48 2.1 Género(s) y lugar de enunciación en Los rendidos En la sección “Sobre estos textos”, suerte de prefacio del libro, Agüero afirma que “[l]a naturaleza de este documento es algo indefinida. Por su forma agrupa relatos cortos, a media carrera entre reflexiones y apuntes biográficos de una época de violencia. Llamémoslos textos de no-ficción, sencillos, para no enrarecer más el entreverado campo de la memoria”. Seguidamente, señala que, además, “su contenido no es arbitrario”, pues este tratará “sobre diferentes dimensiones relacionadas con mi condición: ser hijo de padres que militaron en el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso y que murieron en ese trance, ejecutados extrajudicialmente” (13). De esta forma, de inicio el libro nos indica ciertos aspectos centrales acerca de su composición: que esta no se deja encasillar tan fácilmente, aunque se resalta el aspecto no-ficcional, y que su temática remite a la memoria de un período de violencia nacional y a la dimensión autobiográfica del autor. A partir de esto último, así como por la referencia a la “no-ficcionalidad” del texto, se puede comenzar a señalar la inserción de esta obra dentro de lo que Leonor Arfuch ha designado como “el espacio biográfico”: aquel espacio habitado “por una variedad de géneros discursivos […] concernidos diversamente por la narrativa vivencial: biografías, autobiografías, testimonios, memorias, correspondencias, historias y relatos de vida, entrevistas, diarios íntimos, confesiones” (165). Todos estos géneros, en la actualidad, remiten justamente a aquel “giro subjetivo” examinado críticamente por Beatriz Sarlo; es decir, estas escrituras se relacionan con “la actual tendencia académica y del mercado de bienes simbólicos que se propone reconstruir la textura de la vida y la verdad albergadas en la rememoración de la experiencia, la revaloración de la primera persona como punto de vista, la reivindicación de una dimensión subjetiva, que hoy se expande sobre los estudios del pasado y los estudios culturales del presente” (21-22). Esta tendencia, bastante marcada en las últimas décadas a nivel global, responde, entre otras razones, a la violencia del siglo XX y a las reflexiones acerca de la memoria tras estos períodos traumáticos, así como al imperativo de no olvidarse de sus consecuencias fatales, para lo que la figura del testimonio adquiere una dimensión central43. A partir de ello, según la relación que 43 Al respecto de esto, Annete Wieviorka (2006) ha señalado que la base de esta época sería la de la “era del testigo” (“age of the witness”). Sus planteamientos remiten al grado de influencia en el imaginario social que ha tenido el caso emblemático del Holocausto (evento cuya recepción y memorialización han servido de modelo simbólico para aproximarse a otros procesos históricos posteriores, como el de la violencia política en el Perú) y a la importancia que se le ha dado al archivo testimonial dentro de la reflexión acerca de este período. Para una mayor reflexión acerca de esta temática y del consiguiente “boom de la memoria”, véase también Huyssen (2007). 49 se propone en los fragmentos ya revisados del libro de Agüero con el tiempo del conflicto armado, se puede circunscribir a Los rendidos al género testimonial y a este “giro subjetivo”, si bien esto no supondrá su total encasillamiento, debido a algunas de las particularidades textuales de esta obra. Como ya he señalado en la introducción, la demarcación más canónica del género testimonial en América Latina (tal como ha sido teorizada por Beverley) no resulta del todo adecuada para referirse al libro de Agüero, ya que se trata de una formulación demasiado centrada en la categoría de la subalternidad (en sus acepciones más tradicionales). Según Victoria García, esta definición no se adecua a la gran diversidad de textos que, en la actualidad, tras la institucionalización del género, remiten a la noción de “literatura testimonial” dentro del contexto latinoamericano (373-374). Una delimitación más abarcadora (que resulta además más acorde al texto analizado en esta tesis) es la de Mabel Moraña, para quién las características de la narrativa testimonial son, a grandes rasgos, tres: que esta es producida por (o a partir) de “la información provista por un testigo que presenció o participó en los hechos narrados”, rasgo en el que se sostiene su carácter biográfico o autobiográfico; que esta posee una “voluntad documentalista” que se relaciona con “la preocupación por investigar o dar a conocer un determinado caso que se considera “ilustrativo”” y que, si se basa en una experiencia personal, permite que el testigo sea objeto y sujeto de su propio discurso; y que uno de sus núcleos más complejos es el de la articulación del binomio ficción/realidad, el que se ve influenciado, entre otros factores, por la operación de “literaturizar” la experiencia relatada (mediante la selección de los materiales, el lenguaje utilizado, la configuración de personajes, la definición del “narrador”, etc.) (121)44. Como se indica casi al finalizar el prefacio del libro de Agüero, las situaciones narradas son parte “de mi conocimiento directo en la mayoría de casos, pues tienen que ver con mi familia o con la forma en que experimenté (y aún experimento) las situaciones que la guerra nos trajo. Otras me han sido contadas por sus protagonistas” (18). De esta manera, se observa que, tanto el uso de la primera persona como el recalcar la dimensión de la experiencia cercana con lo que se relata, resaltan el posicionamiento como testigo y protagonista del narrador 44 Además, no se puede dejar de mencionar el rol que ha tenido la academia para la consolidación misma de lo testimonial como género (y su inclusión dentro del ámbito de la literatura). Así, como plantea García, el testimonio “ejemplifica cabalmente el constitutivo papel del conjunto de instituciones y agentes del campo en la práctica literaria y los textos que de ella resultan: muchos de los ejemplares de su corpus no poseen rasgos textuales constitutivamente caracterizables como literarios, y su inscripción en la serie literaria latinoamericana solo se explica por el rol desempeñado por la crítica y los mismos escritores del género” (375). 50 dentro del entramado textual de la obra (así como ya antes lo había hecho la referencia a su carácter autobiográfico). Además, también se afirma que se ha querido compartir con este texto “algo que para mí es importante y que quizá pueda servir para algo y para algunos” (14), con lo que se soslaya el carácter ilustrativo de las experiencias relatadas y la expectativa de que acaso puedan ser de alguna utilidad. Por último, si bien se ha subrayado la dimensión no-ficcional de esta obra, la construcción narrativa de ciertas secciones y la caracterización que se hace de algunos personajes, aspectos sobre los que se hará hincapié en el siguiente subcapítulo, remiten a aquella dimensión compositiva que Moraña ha catalogado como “literaturización”. Pero entonces, ¿se podría catalogar a Los rendidos tan solo como un ejemplo sobresaliente de nuestra producción testimonial?45 En su artículo acerca de las aproximaciones críticas a este género en Latinoamérica, Noemí Acedo Alonso señala que el testimonio “tiende a la hibridación y a establecer diálogos fructíferos — promovidos en el proceso de lectura— con otras formas expresivas, como son la autobiografía, las memorias, la entrevista, el relato etnográfico, la novela, etc.” (57). Esto me da pie para afirmar que la categorización del libro de Agüero no puede obviar su inserción dentro de lo testimonial, si bien tampoco tiene que dejar de lado su relación dialógica con otras tradiciones, como las de la autobiografía y del ensayo. En el primero de estos casos, resulta necesario recalcar el carácter de construcción propio de este tipo de textos. Como indica Esparza, la escritura autobiográfica “parece estar determinada, de modo más marcado e ineludible que otros géneros literarios, por convenciones y requerimientos retóricos”, mediante los que el sujeto que se propone “escribir una narrativa sobre sí mismo, aparentemente, no puede evitar referirse a ciertos modelos de vida y representación de la misma mediante la escritura” (El Perú 15). Además, el valor de lo autobiográfico se supondría “construido desde el ordenamiento contextual de los sucesos que han sido interpretados por los autores y le han dado sentido causal para mostrar una identidad que sea percibida por y para los otros. Por esta razón, se necesitará un lector que, desde el pacto de verdad, asocie la figura del protagonista a la 45 El esfuerzo además pasa por trazar una genealogía de la producción testimonial peruana (a partir también de una necesaria reformulación metodológica para el estudio de este corpus), asunto en el que no me centraré en la presente investigación, pero que resulta acuciante. Como plantea Cortez, la constante aparición de testimonios, sobre todo tras la presentación del Informe Final de la CVR, “nos obliga a revisar nuestras categorías de análisis y a repensar los procesos de canonización, estableciendo tanto temáticas como cronologías más adecuadas para la realidad peruana” (42). 51 del narrador y a la del autor” (Muñoz 34)46. Así, se puede observar que “[l]a vida contada está documentada en el relato con hechos concretos que han aparecido en diarios o en la televisión. El autor es de quién se narra y es también quien narra; al menos, nominalmente, coinciden, lo que permite insertarlo en un género como el autobiográfico” (Muñoz 48). No obstante, como ha señalado también Esparza, en el libro de Agüero se demuestra mucha (auto)conciencia de las determinaciones propias de los géneros tradicionales de la primera persona, como la autobiografía, y, en su intento por “no cerrar el sentido de su texto”, se trata de evitar las trampas retóricas de este tipo de escritura (aquellas que suelen “otorgar un sentido ulterior a hechos que no necesariamente tuvieron el significado que la narrativa les confiere”) (“Un ejercicio” 3). Se demuestra entonces esta relación problemática con la modalidad autobiográfica, tensión que se agudiza cuando se toma en cuenta la dimensión ensayística presente en Los rendidos. Claudia Salazar Jiménez, al examinar el libro de Agüero, propone que este no puede ser aprehendido dentro de un solo género discursivo, pues “es a la vez memoria, autobiografía y ensayo académico” (“Escrituras” 179). Como ya he explicado, el contacto con el campo de la memoria (a partir de la modalidad testimonial) resulta algo patente y su relación con la escritura autobiográfica es notoria, pero complicada. El nexo con el ámbito ensayístico viene a ser, entonces, uno de los aspectos que más singulariza a Los rendidos. El vínculo resulta notorio en el aparato paratextual de esta obra: se observa el uso pronunciado de pies de página a lo largo de sus secciones, así como de epígrafes; se discute y se hace referencia tanto a académicos e investigadores peruanos y latinoamericanos (Carlos Iván Degregori, Elizabeth Jelin, Ponciano del Pino, Beatriz Sarlo, entre otros) como a textos ensayísticos relacionados al tema de la memoria (como los de Primo Levi, Tzvetan Todorov y Paul Ricoeur) y a obras literarias (como Redoble por Rancas, La insoportable levedad del ser y Sin novedad en el frente), 46 Cuando me refiero al protagonista o al narrador de este texto, lo suelo designar mediante el mismo apellido del autor de la obra, pues eso es lo convencional cuando se trata con este tipo de escrituras autobiográficas. Sin embargo, las afirmaciones que haga respecto de lo que considero que el narrador o el protagonista realiza dentro del entramado textual del relato están supeditadas a lo que se (re)presenta en el mismo texto, no a referencias externas (a menos que explicite que más bien me refiero a su condición autoral). Lo mismo sucede con mi aproximación a las personas que se mencionan dentro del relato (por eso los suelo designar como “personajes”). Sin embargo, por el tipo de obra que esta es, las alusiones históricas o a figuras públicas que se presentan en el libro ya me colocan en una dimensión del análisis no solo circunscrito a lo textual. Por ello, con respecto del género testimonial, Acedo Alonso ha señalado adecuadamente que la estrecha relación “que mantiene esta escritura con el acontecer político social (histórico) de los países en que se escribe es muy polémica porque obliga a repensar la dialéctica mantenida entre la historia y la literatura, la política y la estética en el contexto latinoamericano” (49-50). 52 además de al Informe final de la CVR; y se presenta incluso una sección bibliográfica ordenada según el prototipo de un texto académico47. Además, como observa Sebastián Muñoz, lo determinante es que el uso del citado y de estas referencias no resulta anexo a la escritura central (no solo sirven para dar explicaciones contextuales o para proveer de mayor sustento a las reflexiones del narrador), sino que el diálogo intertextual suele trasladarse al relato principal, lo que revela que este testimonio fue pensado como académico, que “fue creado con ese fin” (48-49). Por estas razones, Esparza plantea que el libro se acerca “al personal essay o ensayo personal, género extraño en el Perú y en general en la tradición literaria en español” (“Un ejercicio” 4). Así, si bien en el prefacio se explica que hubo el intento de dar otra forma y de reescribir los textos que componen esta obra, “con rigor académico”, pero que esa idea fue abandonada (“Hay quienes pueden hacerlo con mayor talento. No me sentí cómodo. Reconozco que tampoco capaz”) (14), no se puede obviar que parte de ese discurso se encuentra entreverado con la composición misma de esta obra. Por todo ello, propongo que las designaciones híbridas de “ensayo-testimonial” y de “testimonio-ensayístico” resultan acaso las más adecuadas para acercarse a Los rendidos, ya que en ambas se alude tanto a su dimensión académica y reflexiva como a su tratamiento de una experiencia vivencial particular, en la que los sucesos traumáticos involucran a la esfera de lo íntimo y de lo nacional48. Pasaré entonces a examinar el lugar de enunciación del libro analizado. Según Arfuch, “[l]a fuerza performativa de la memoria –su propiedad de instaurar una realidad que como tal no preexiste a su intervención– se articula al acontecimiento de su enunciación”, el que es un momento “único, singular, situado, definido en relación con un otro, el destinatario, con un contexto, pero abierto a la iterabilidad de la cita, la posibilidad de otros contextos, la diferencia en la repetición” (79). Como se puede apreciar en Los rendidos, el espacio desde el que se enuncia es el de la condición explicitada al inicio del prefacio y que se alude constantemente: la de ser hijo de militantes senderistas ejecutados de forma extrajudicial. Esto no quiere decir que se le conciba como una suerte de “esencia”, sino que se trata más bien de una dimensión circunstancial que forma parte de la subjetividad del narrador y que sostiene su accionar 47 Se incluye incluso, como colofón, un breve ensayo de Rubén Merino Obregón que realiza una lectura acerca de lo íntimo y lo público en el texto de Agüero, inclusión que, si bien no forma parte del corpus principal, además de ofrecer un punto de entrada a la obra analizada, vuelve a remarcar la relación de lo escrito por Agüero con la escritura ensayística. 48 Aunque considero que la designación de “biografía ensayística” seleccionada por Muñoz (48) también resulta particularmente apropiada. 53 como testimoniante. Cuando Agüero señala que ha vivido “largo tiempo buscando un lugar legítimo para escribir, para hablar y para actuar en el espacio público” y que “no ha sido ni es sencillo” (119), esto refiere justamente a su difícil posicionamiento dentro del ordenamiento socio-simbólico del Perú posconflicto a causa de esta particular condición. Cuando se hace referencia a sus otras identidades, sea como académico o activista por los derechos humanos, se denota que aquello que problematiza o “desencaja” es justamente dicha filiación. Como afirma Salazar Jiménez, “la suciedad de Agüero y su familia instaura un nuevo lugar de enunciación que remueve las conciencias tranquilas” (“Escrituras” 180). Por ejemplo, cuando se narra el contacto que se ha tenido con víctimas de aquel período de nuestra historia, luego de escucharlas y de compartir su indignación frente al accionar tanto de Sendero Luminoso como del ejército, Agüero se pregunta: “¿[y] si supieran que mis padres fueron senderistas? ¿Me seguirían contando sus cosas, seguirían siendo mis amigas?” (58). Se trata así de una dimensión subjetiva “problemática” dentro de la composición social tras el período de la violencia política, una que singulariza al narrador y que condiciona sus reflexiones, pero que, al mismo tiempo, funda su esfuerzo por testimoniar y dar a conocer los avatares de su experiencia. Me resulta útil partir de la categoría de “postmemoria” de Marianne Hirsch para seguir reflexionando acerca del lugar desde el que se narra en el libro de Agüero. Como ella señala, “Postmemory” describes the relationship that the “generation after” bears to the personal, collective, and cultural trauma of those who came before –to experiences they “remember” only by means of the stories, images, and behaviors among which they grew up. But these experiences were transmitted to them so deeply and affectively as to seem to constitute memories of their own right. Postmemory’s connection to the past is thus mediated not by recall but by imaginative investment, projection and creation. […] It is to be shaped, however indirectly, by traumatic events that still defy narrative reconstruction and exceed comprehension. These events happened in the past, but their effects continue into the present. This is, I believe, the experience of postmemory and the process of its generation (5). Se trata de una categoría sugerente, ya que subraya la dimensión afectiva y fantasmática de la memoria de quienes no han sido partícipes directos de procesos históricos traumáticos, pero a los que se les ha trasmitido estas experiencias dolorosas y las han asimilado dentro de su constitución subjetiva, a pesar de la brecha generacional. A pesar de que no se puede aplicar del todo al caso de Agüero, ya que “él sí vivió el conflicto en su cotidianidad y es en ese ámbito de lo íntimo que se anclan los aspectos más dolorosos de sus memorias” (Jiménez, “Escrituras” 180), se introducen así aspectos 54 importantes de su escritura: la capacidad de proyección, de narrativizar episodios en los que no actuó directamente (sobre todo en lo que respecta a la caracterización de sus padres), en la investidura afectiva de lo relatado, en la presencia del pasado (y de los ausentes) cuando se hace mención a un contexto más contemporáneo. Pero claro, la gran diferencia es que la idea de la “postmemoria” implica también una falta de experiencia directa o de autoconciencia durante el período mismo de la violencia que la constituye, mientras que Agüero, en su testimoniar, no se presenta tan solo como un ser pasivo o que ignoraba ciertas dimensiones de conflicto a pesar de haber sido un niño o muy joven durante varios tramos de lo que nos narra. Por ejemplo, al relatar cómo ayudaba a Pedro, un senderista que alguna vez vivió junto con su esposa en la casa de la familia de Agüero, a manipular material explosivo, afirma: “No me planteaba claramente entonces la moral de esta actividad. Es decir, no pensaba detenidamente en ello. Pero algo sabía. No era un niño ingenuo. Si estas cosas se hacían en mi casa, si las hacían mis jóvenes amigos y “tíos”, bajo la tutela de mi madre, debía ser correcto” (86). Seguidamente, el narrador se define como un “niño viejo y culto”, y comenta que ayudó a esconder armas, quemó y transportó documentos, preparó “cartuchos que luego no sé cómo fueron usados (pero puedo presumir cómo fueron usados)”. A pesar del aprendizaje de los ideales de una “pedagogía de la solidaridad y sensibilidad extrema” (que parecía sostener la militancia de sus padres), se revela que, a pesar de que hizo todo lo anterior creyendo en la posibilidad de un futuro diferente, “al mismo tiempo, odiaba esa vida, poco a poco fui observando la miseria de este partido y sus contradicciones” (86-87). Esta relación conflictiva con la realidad que rodeaba a Agüero en plena época de la violencia política forma parte del sentido ético de la narración, el que, como ya explicaré con más detalle posteriormente, no busca justificar el accionar violento de los senderistas y, más bien, sostiene una defensa categórica de los derechos humanos (que va más allá de los convencionalismos y de su mera institucionalización). Así, tanto la filiación problemática del testimoniante como este horizonte ético configuran el lugar de enunciación del libro, con lo que se trazan unas coordenadas muy particulares que sostienen la singularidad de la voz narrativa. A lo largo del texto, Agüero presenta escenas en las que, por su condición o su perspectiva ética, es excluido o disiente de los consensos que manejan ciertos grupos y colectivos. Por ejemplo, en el noveno fragmento del capítulo “Estigma”, se relatan dos episodios en los que es discriminado por su filiación: uno en el que no le dejan entrar en la casa de una amiga que lo había invitado a jugar Monopolio; otro en el que, veinte 55 años después, una chica le comenta que su familia, al enterarse de que se conocían, le piden que se aleje de él, pues creían que estaba “lleno de ira y resentimiento”, que seguramente “quería vengarme de todo el mundo por lo de mis padres”. Si bien al final no se lo comenta a ella, el narrador reflexiona acerca de este rechazo: “A mí no me habían visto nunca, pero me habían construido desde su memoria de mi madre como un anexo de ella. Proyectado como una fuente de resentimiento, un senderista biológico, esencial, contagioso. […] Y en su miedo y las ganas de protegerla, no les importaba detenerse a pensar qué cosas pueden vivir los demás. Qué podría haber vivido mi familia o yo” (39-40). Esto último plantea una denuncia frente a los prejuicios y la poca consideración en los que se puede caer por falta de empatía frente a personas que se insertan difícilmente en el contexto del posconflicto. Además, sucesos de este tipo refuerzan la singularidad con la que se presenta el protagonista. Por otro lado, esto también se consigue cuando se relata episodios como el del (des)encuentro que este tiene con aquellos “jóvenes de izquierda, anarquistas, estudiantes universitarios” que querían derribar “los mitos sobre la guerra” creando “nuevos mitos sobre los senderistas y sus proezas libertarias” (y que, frente al cuestionamiento de Agüero, lo tildan de “neoliberal”, “pequeño burgués”, “academicista”, así como de acusarlos sutilmente de hacer apología al terrorismo) (21-23), o cuando el narrador conversa con “un par de exmuchachos, ahora en MOVADEF” y, luego de refutar, desde su experiencia en la CVR, algunas de sus posturas (sobre todo las que exculpaban a Sendero Luminoso por los crímenes cometidos), medita para sí que a él no le sirven “esas salidas retóricas, las fórmulas ideológicas, esa descalificación a las ONG o la CVR” (49-51). De esta manera, si bien se representa la capacidad de diálogo del protagonista (quien no resulta intransigente al momento de expresar sus opiniones frente a sus interlocutores), también se remarca que, por su horizonte ético y reflexivo, este no comparte los consensos que se manejan en dichas de agrupaciones (y su discusión con ciertos paradigmas teóricos de la esfera académica también contribuye en esta dirección). Otro modo en el que Agüero singulariza la dimensión discursiva de esta obra es refiriéndose a un texto testimonial publicado tan solo un par de años antes de Los rendidos y que resultó también significativo en la producción reciente acerca del período de la violencia política: Memorias de un soldado desconocido de Lurgio Gavilán49. En este libro se relata la experiencia autobiográfica de su autor, quien de niño 49 La primera edición de este libro fue la del 2012 por el Instituto de Estudios Peruanos. Ha tenido tres reimpresiones en el Perú y una segunda edición revisada y aumentada en el 2017 (la que incluye un 56 formó parte de Sendero Luminoso; después, fue capturado y pasó a engrosar las filas del ejército; más adelante, se unió a un convento; y, finalmente, llegó a estudiar antropología y a escribir sus memorias. Además del complejo tránsito vital del protagonista, el libro problematiza los límites entre las identidades de los actores del conflicto y reflexiona acerca de este período y del contexto contemporáneo (y sus interrelaciones). La sección que se centra en su paso por Sendero Luminoso relata su travesía como niño y adolescente dentro de este grupo, así como sus vínculos con los otros militantes, ciertas prácticas comunes en este movimiento y su contacto con las poblaciones rurales (el que pasó de ser, en algunas zonas, de apoyo a la causa senderista a convertirse en vínculo conflictivo e incluso antagónico por la violencia que trajo consigo esta agrupación). Debido a su dimensión autobiográfica y su revisión de las zonas grises del conflicto, se suele relacionar en el estudio a esta obra con el libro de Agüero, a pesar de que también se reconocen sus notorias diferencias50. No obstante, lo significativo es que en Los rendidos se hace alusión directa a la obra de Gavilán e incluso se la comenta. Luego de señalar que se trata de una biografía notable (y que Carlos Iván Degregori había anticipado que sería un boom), se afirma que “es el tipo de discurso que estaba esperando un sector de la población, sobre todo de Ayacucho”, pues el libro “[l]os ayuda a exculparse” al permitir matizar el mito de “la comunidad inocente” (que resulta ya insostenible) con “el nuevo mito de la comunidad despojada de su campo idílico, parida al mundo con dolor” (73-74). Se plantea además que para ello se utiliza varias estrategias como el hecho de que Gavilán narre “como un niño”, que infantilice la guerra, que reclame así “esos atributos del niño: la ingenuidad y la inocencia sobre todo”; otro recurso sería el de recurrir a un discurso conservador, “señalando que los indios no tenían cómo entender los manuales senderistas ni la complejidad de la vida política”; por último, se afirma que “Gavilán evita en todo lo posible generar algún momento de tensión que lleve a una discusión sobre su moral”, sobre todo al presentar todo como hechos graciosos o fútiles, incluso la violación sexual epílogo, así como nuevas fotografías y dibujos realizados por Edilberto Jiménez). Como señala Milton, esta obra y el diálogo que se difundió alrededor de ella hicieron posible la posterior publicación de otras memorias y registros personales alrededor del conflicto armado, como en el caso de Los rendidos (Conflicted 238). 50 Para ejemplo de ello, véase Muñoz (2016) y Salazar Jiménez (2016), entre otros. Además, tanto Gavilán como Agüero se han presentado juntos en diferentes espacios de discusión sobre temas de memoria y ambos han contribuido con su participación y testimonios en los documentales Caminantes de la memoria (2014) y La búsqueda (2018). 57 (74-75). Sin embargo, se remarca que, pese a las limitaciones señaladas, resulta importante que este autor se haya atrevido “a mostrar su participación en la guerra desde la primera persona”, sobre todo frente a la falta de espacios de verdadera libertad de expresión y reflexión para casos así (75)51. Entonces, las críticas de Agüero se centran, principalmente, en el lugar de enunciación articulado en el texto de Gavilán, si bien se reconoce que el libro tiene un valor enorme no solo por su relato, sino también por su acto mismo de narrar, por la exposición tanto de lo que se cuenta como de quien rememora (79-80). Ese detenimiento en el análisis de las estrategias de enunciación y del acto mismo de testimoniar refleja gran autoconciencia acerca de lo complejo que resulta llegar a expresarse mediante el testimonio, aspecto que además se relaciona con el libro del mismo Agüero, si bien con ello también se subraya la diferencia en las coordenadas de reflexión entre ambas propuestas autobiográficas. Quisiera traer a colación un último punto en lo que se refiere a uno de los recursos utilizados por el mismo Agüero a la hora de componer su relato: el uso de la duda sistemática. Como se explicita, “[e]ste libro está escrito desde la duda y a ella apela” (14). Y es verdad, ya que Agüero suele problematizar constantemente sus reflexiones con el fin de evitar las respuestas facilistas acerca del período de la violencia política, así como por los antagonismos dejados en el contexto de posconflicto. Y esto se traduce además en la misma dimensión textual del relato. Luego de comentar un episodio muy sentido acerca de una humilde vecina que, aparentemente, los había “señalado” con odio en medio de un operativo policial (a pesar de que la madre de Agüero le había ayudado, “le daba consejos, la trataba como a una sobrina necesitada de amparo” y no había intentado involucrarla con Sendero), se incluye una nota a pie de página en la que se comparte que uno de sus hermanos “no coincide con la descripción que hago de la actuación de la vecina”, pues él recuerda más bien “ella fue una de las que nos defendió”. Esto lleva a reflexionar al narrador: si bien este es consciente “de que lo importante no es la fidelidad de un hecho aislado”, también señala que el problema 51 Como señala Salazar Jiménez, en Memorias de un soldado desconocido, además de que se parte de ese posicionamiento “inocente” que excluye al narrador “de roles como víctima o perpetrador, quebrando así las dicotomías rígidas que hasta el momento habían configurado los discursos oficiales sobre el conflicto armado”, presenta también tanto su posición como letrado como “el haber vivido directamente las experiencias que narra” a manera de ejes sobre los que reposar la autoridad de su relato, además de construir “un relato de la precariedad para exaltar su situación de sobreviviente”, con lo que se complejiza la dimensión de lo narrado (176-177). No obstante, como señala la misma autora, el problema es que, a pesar de que el texto “desestabiliza las dicotomías que regían el discurso oficial, las lecturas críticas que se le han hecho buscan apaciguarlo e integrarlo a los discursos que se han venido en llamar del “buen recordar”, restándole así su posible fuerza irruptora” (“Escrituras” 179). 58 estriba en que él le dio significado “a este evento tomando en cuenta atributos de un sujeto, no solo su conducta” (en el episodio relatado se señala la pobreza en la que se veía sumida esta vecina y se propone que tal vez así, odiándolos y acusándolos, ella podía diferenciarse de aquellos que, además de pobres, estaban “sucios”). Por esto, la duda surge (y esta se comunica al lector): “si no fue ella (aunque creo que lo era), ¿la reflexión se sostiene?”. Y se concluye entonces que, por todo lo referido, no se debe olvidar “que aproximaciones como las de este libro son pequeños aportes en un proceso lento y complejo por discutir sobre la violencia. Y deben ser complementos de esfuerzos mayores de investigación” (30). De esta manera, la referencia a la necesidad de “la duda y su modestia” (17), sobre todo en lo que se relaciona con la composición de narrativas (como aquella que el mismo protagonista trató de esbozar alrededor del evento con la vecina), subraya la complejidad misma del recuerdo, así como de las operaciones deconstructivas del entramado textual de Los rendidos. 2.2 Caracterización de los personajes senderistas en Los rendidos Como ya he mencionado, las coordenadas genéricas del libro de Agüero remiten entonces a su condición de “ensayo- testimonial”. En la dimensión reflexiva o ensayística, “su soporte intelectual está dado por las instituciones en las que participa. Los grupos de memoria, de los cuales es parte, le entregan un poder simbólico, una autoridad del saber”. Por otro lado, en lo que refiere al aspecto testimonial, el principio articulador es “la condición familiar del narrador: ser hijo de senderistas” (Muñoz 95). Así, se parte de aquel estigma (que es justamente el título de la primera sección del libro) de tener “una familia que para una parte de la sociedad está manchada por crímenes, que es una familia terrorista” (19), para estructurar tanto la narración autobiográfica como su acercamiento distinto al de los discursos hegemónicos acerca de los miembros del movimiento senderista y del período de la violencia política. Cuando Agüero afirma que escribe “porque creo que a otros que han vivido situaciones parecidas, que son hijos de terroristas o que, más directamente, han militado en organizaciones subversivas y han sobrevivido, puede servirles que se hable de estos temas fuera de la intimidad de los hogares” (15), se está remarcando la inscripción del libro dentro de un espacio contencioso en el campo de la memoria: el que se encuentra relacionado con una visión “desde adentro” o con vínculos de filiación con Sendero Luminoso. 59 Según lo planteado por Stern, las “memorias emblemáticas” (aquellos marcos o contextos de significación que, a la vez, son “una manera de organizar los argumentos culturales en torno al significado”) proporcionan “un amplio significado interpretativo y un criterio de selección para la memoria personal –basadas en experiencias vividas directamente por el individuo– o para el conocimiento relatado por familiares, amigos, camaradas u otras relaciones”. Sin embargo, el espectro de una “memoria emblemática” también define cuáles memorias sueltas “importan” y pueden incorporarse dentro de su marco y “qué tipo de memorias es mejor olvidar o empujar hacia los márgenes exteriores”, pues existen aquellas que “parecen captar una verdad poderosa, pero no encajan con comodidad dentro de marcos emblemáticos importantes” y hay otras “que flotan libremente, desprovistas de una circulación o de un significado social más amplios y condenadas a una especie de marginalidad cultural” (Recordando 147-155). En el caso de las memorias de familiares de senderistas como Agüero, o incluso de miembros del mismo Sendero Luminoso que no asuman ya una “narrativa heroica”52, resulta difícil incorporarlas dentro de las “memorias emblemáticas” que circulan en la actualidad en nuestro país: la de la “memoria salvadora” (y negacionista, tanto del fujimorismo y de grupos conservadores como de un sector de las Fuerzas Armadas) o la que se alinea más a las iniciativas de los movimientos de derechos humanos, sobre todo circunscritas alrededor de lo propuesto en el Informe final de la CVR (es decir, una memoria de corte más “victomocéntrico” y que se resiste al embate de colectivos negacionistas)53. Más bien, estas memorias que desestabilizan e incomodan al espectro 52 Como señala Margarita Saona, el énfasis en la memoria en nuestro país ha llevado a que “grupos opuestos como las fuerzas armadas y el MOVADEF, heredero ideológico de Sendero Luminoso, creen museos, páginas web, arte mural y otras expresiones de memoria” con los que buscan presentar “un mensaje ideológico explícito en el que las víctimas se convierten en mártires heroicos” (12). En este caso, si un texto como el de Agüero o las memorias de otros familiares como él (e incluso de exsenderistas) no se inscriben directamente dentro de estas narrativas más tradicionales (o si es que se relacionan con estas de forma ambigua), resulta entonces más significativa la complejidad detrás de su no-inserción en las “memorias emblemáticas” circundantes. 53 Aunque, claro, proyectos de memoria como el de Agüero se encuentran en mayor consonancia con este segundo marco, si bien lo exceden o conducen algunos de sus imperativos éticos hasta sus últimas consecuencias. Por ejemplo, Degregori, al reflexionar acerca de la labor de la CVR, señala que frente a la “memoria salvadora”, se encontró el cuestionamiento de esa historia oficial tanto por parte de narrativas más “visibles”, como “las que surgían desde los organismos defensores de Derechos Humanos o el periodismo de oposición”, como también por parte de “las memorias silenciadas, arrinconadas al ámbito local o familiar, por temor y/o por la falta de canales para expresarse en la esfera pública”, y la CVR tuvo entonces como parte de su labor la exploración de aquellas “versiones cuestionadoras” (Qué difícil 276). Se puede discutir acerca de cuánto espacio simbólico realmente se les ha dado a las memorias silenciadas más “incómodas” dentro de las iniciativas oficiales de esta comisión y de proyectos allegados, pero no se puede negar que existe una mayor apertura para ello, por su horizonte más “democrático”, dentro de este marco que en el autoritarismo y negacionismo propios de la “memoria salvadora”. 60 hegemónico se catalogan dentro de lo que Michael Pollak ha designado como “memorias subterráneas”. Como observa Pollak, frente al encuadramiento de la memoria colectiva, podemos encontrar la oposición de estas otras memorias que “prosiguen su trabajo de subversión en el silencio y de manera casi imperceptible afloran en momentos de crisis a través de sobresaltos bruscos y exacerbados” (18). Así, enfrentándose a la memoria nacional, esos recuerdos son transmitidos en el marco familiar, en asociaciones, en redes de sociabilidad afectiva y/o política. Estos recuerdos prohibidos […], indecibles […] o vergonzosos […], son celosamente guardados en estructuras de comunicación informales y pasan desapercibidos por la sociedad en general. Por consiguiente, hay en los recuerdos de unos y otros zonas de sombra, silencios, “no-dichos”. […] Esa tipología de discursos, silencios, y también alusiones y metáforas, es moldeada por la angustia de no encontrar una escucha, de ser castigado por aquello que se dice, o, al menos, de exponerse a malentendidos. […] La frontera entre lo decible y lo indecible, lo confesable y lo inconfesable, separa […] una memoria colectiva subterránea de la sociedad civil dominada o de grupos específicos, de una memoria colectiva organizada que resume la imagen que una sociedad mayoritaria o el estado desean transmitir e imponer (23-24). Son varios los aspectos de esta categoría que se pueden relacionar con la obra de Agüero. En primer lugar, se puede observar cómo es que su indagación en la memoria parte de su experiencia autobiográfica, la que se articula a partir de su filiación, dimensión que se presenta como una “mancha” o “estigma” y que le ha dificultado anteriormente el poder expresarse (pues sus recuerdos serían “indecibles” o “vergonzosos” dentro del campo de la memoria dominante). En segundo lugar, a lo largo del texto se mencionan a personajes del entorno familiar o allegados que comparten también un pasado tormentoso por su relación con el movimiento subversivo (aspecto sobre el que volveré dentro de poco), con lo que se perfila a aquellas “redes de sociabilidad afectiva”. En tercer lugar, en una de las citas analizadas anteriormente, Agüero se refiere a otros “hijos de terroristas” y exsenderistas a los que su texto podría servir para “que se hable de estos temas fuera de la intimidad de los hogares”, con lo que se alude a la transmisión marginal y circunscrita al espacio de lo íntimo que han tenido estas memorias. Lo mismo sucede cuando en el libro se alude a aquellos “jóvenes de izquierda, anarquistas, estudiantes universitarios” que se juntaban en “un pequeño local al centro de la ciudad” para ver cintas independientes “que les ofrecieran un punto de vista alternativo al de las ONG o al de la televisión sobre el período de violencia política”, entre los que se encontraba una joven que afirma que sus padres participaron en la guerra “por el bien de los demás” (21-24). Se recalca así la presencia de “redes de 61 comunicación informales” para compartir esta clase de recuerdos o para comunicar el disenso frente al enmarcamiento de las “memorias emblemáticas”. Justamente, algo que realiza Los rendidos es componer un repositorio o registro de producciones culturales y académicas que exploran el terreno de estas “memorias subterráneas”: películas como Aquí vamos a morir todos, Sibila, Tempestad en los Andes, así como el documental de Martha Dietrich en el que se presentan a mujeres del MRTA “que viven fuera y dentro de la cárcel y que han hecho un balance de sus vidas” (33)54; el caso del testimonio de Alberto Gálvez Olaechea, exdirigente del grupo emerretista, del que se señala que en su libro Desde el país de las sombras (así como en su declaración ante la CVR) presenta una reflexión que “se ha ido construyendo con mucho esfuerzo” (con un discurso “en el que asume su responsabilidad en la época de la violencia política y se aleja de las motivaciones y métodos a los que se adscribió en lo que llama su ansiedad por cambiar las cosas y combatir la injusticia social”) (51) 55; trabajos como el de la tesis de Dynnik Asencios que ayudan a examinar “cuán diferentes podían ser los senderistas unos de otros, cada uno construyendo su militancia desde sus propios bagajes, perfiles, necesidades, sus propios márgenes de acción” (54)56, etc. Paradigmático resulta el caso de aquella investigación que se comenta que le demoró a su autor “años en armar, en encontrarle forma y en decidirse a presentarla públicamente” y que merece más de una lectura “sobre cómo se intenta construir la legitimidad para hablar”, a pesar de que no se cita en el libro por deseo de aquel mismo amigo, “porque lo que puede escribirse en un lugar y compartirse entre unos pocos, aún 54 La referencia remite a Entre memorias (2015), documental dirigido por Dietrich (estrenado después de la publicación del libro de Agüero) y realizado con la colaboración de familiares de desaparecidos, miembros de las fuerzas armadas y militantes encarceladas del MRTA (la propuesta de la película es el poner a dialogar estas distintas voces en su entramado audiovisual y discursivo). 55 El proyecto de Gálvez Olaechea ha continuado en el libro Con la palabra desarmada. Ensayos sobre el (pos)conflicto (2015), en el que reflexiona acerca de su papel en la organización emerretista y sobre el complicado tema de la reconciliación en el Perú de posconflicto. A finales del 2016, se produjo una controversia cuando un sector de la prensa conservadora cuestionó que en el segundo número de la revista Ojo Zurdo saliese un artículo suyo, pues dicha publicación apoya a sectores de la izquierda progresista peruana como el Frente Amplio y, posteriormente, al Movimiento Nuevo Perú (la polémica también se generó porque en la presentación de ese número estuvo presente tanto el autor en cuestión como la congresista Marisa Glave, quien en aquel entonces pertenecía al FA, organización que había alcanzado un papel protagónico en las elecciones presidenciales de aquel año). 56 Aquel estudio se terminó convirtiendo en el libro La ciudad acorralada. Jóvenes y Sendero Luminoso en Lima de los 80 y 90 (2016), investigación acerca de la presencia de jóvenes urbanos en el movimiento senderista entre los años 1989 y 1992; en este se examinó, a partir de entrevistas a hombres y mujeres dentro de ese rango de afiliación, las motivaciones detrás de su ingreso a esta agrupación, así como sus dinámicas internas y experiencias en Sendero Luminoso. 62 es incómodo compartirlo más allá de esas fronteras” (56). Además de que se trata de un ejemplo concreto acerca de la dificultad del estudio relacionado directamente con las “memorias subterráneas” de poder circular fuera de ciertos espacios (sobre todo en lo que respecta a su posible recepción), este caso resulta cercano al propio texto de Agüero, pues este también es un esfuerzo de lidiar con dichas memorias y en el que, igualmente, se busca, como ya se ha referido, “un lugar legítimo para escribir, para hablar y para actuar en el espacio público”. Esto, de nuevo, debería resaltar lo insólito que resulta que su autor se haya decidido a publicar finalmente Los rendidos y, más aún, que el libro haya alcanzado la favorable recepción que ha tenido hasta la fecha57. No obstante, también debemos recordar que la forma en la que se presenta la dimensión testimonial del libro posee ciertas coordenadas que permiten un acercamiento menos confrontacional hacia lo que se expresa en esta: una de ellas es, sin duda, la de su condena frontal al accionar violentista de Sendero Luminoso, cuestión que pasaré a comentar en lo que sigue. En lo que respecta al estar en contra de las acciones violentas del movimiento senderista, el libro adelanta su posición desde un inicio: en el prefacio, como primer pie de página de todo el texto (cuando se refiere a que sus padres “militaron en el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso”), se explica que se trató “de un grupo subversivo que declaró la guerra al Estado peruano en 1980” y se utiliza como base lo propuesto por la CVR para señalar que “el PCP-SL cometió actos terroristas, fue el principal causante de la guerra interna, el perpetrador de la mayor cantidad de crímenes contra los derechos humanos y tenía un potencial genocida” (13). Así, vemos que se acude a la autoridad de aquella fuente discursiva para caracterizar críticamente a dicha agrupación, sin obviar la gravedad de sus crímenes ni tampoco evitar el epíteto de “terrorista” para referirse a su accionar. A diferencia de aquellos jóvenes que pedían que “se “recuperara el contexto” en el que habían actuado, para poder entenderlos, ver que lo que habían hecho era política y no terrorismo”, pero que no dejaban de crear “nuevos 57 Sin embargo, vale mencionar que la recepción de esta obra ha provocado reacciones sugerentes e incómodas tanto en la crítica como en el periodismo nacional. Salazar Jiménez se refiere a dos casos en específico: el del escritor Jerónimo Pimentel, que en su reseña de Los rendidos alude a un “no-lugar” “cuando Agüero sí construye un lugar de enunciación que precisamente no ha sido reconocido en los discursos oficiales”, y el de la entrevista realizada por René Gastelumendi para el programa Cuarto Poder, en la que las “preguntas van en un tono algo hostil y que por momentos casi parecen cuestionar la existencia misma de Agüero”, además de que la “disposición de los cuerpos durante la entrevista revela cuestiones viscerales, de afectos aún no procesados y temas aún pendientes en una agenda nacional de reconciliación” (Escrituras 181). 63 mitos sobre los senderistas y sus proezas libertarias, su afán igualitarista, su entrega a causas mayores, su sacrificio personal por el bien de los demás” (22), Agüero no busca justificar ni idealizar la actuación violentista de aquel movimiento, sino que es bastante claro en zanjar con ella: “Sé que es cierto. Que las miles de muertes atroces que el PCP- SL cometió como costo de su revolución son ciertas. Sé que estaba previsto que la revolución los cegaba y ponía como meta el bien futuro a costo del bien presente. Que estaban enfermos de justicia. Que el exceso de justicia los llevaba al odio y la ansiedad de cambios, a la destrucción” (51). Inclusive, en el intercambio que se tiene con algunos miembros del MOVADEF, no se deja de aludir a los conocidos casos de Tarata y María Elena Moyano (incluyendo una breve explicación en un pie de página acerca de los mismos) para problematizar su visión acrítica de los crímenes cometidos por los senderistas. Asimismo, se afirma expresamente que estos “mataron miles de personas. Miles de ellas fueron objeto, antes de morir, de vejaciones infames. Cientos, quizá miles, después de ser asesinados sufrieron el uso de sus cuerpos para el ejemplo y la pedagogía del miedo. Las consecuencias de esta guerra aún se sienten en los pueblos, en los barrios, en la política, en la institucionalidad” (55). De esta forma, la voz narrativa condena sin ninguna duda las atrocidades cometidas, con lo que posiciona su horizonte ético y se relaciona con el sentir de la “memoria emblemática” humanitaria de la CVR y de otros movimientos afines a esta. Sin embargo, la experiencia autobiográfica de Agüero, sobre todo la que perfila su lugar de enunciación (que parte, como ya he explicado, de su condición de hijo de senderistas), es la que direcciona el carácter incómodo de sus memorias y de su proyecto de representación de algunos personajes afiliados a Sendero Luminoso. El libro inicia con la dedicatoria “A la memoria de/ Silvia Solórzano Mendívil (1945- 1992) y José Manuel Agüero Aguirre (1948-1986)”, con lo que se inscribe la presencia en el texto de aquellos padres ausentes desde un comienzo y es desde dicha filiación que se compone el ensayo-testimonial. Justamente, la desaparición de los padres de Agüero, “ausencia que constituye la piedra de toque de todo este relato, ordena la fragmentariedad del discurso. La presencia de los senderistas en este texto es, precisamente, producto de los vacíos y silencios que pueblan Los rendidos” (Salazar Jiménez, “Escrituras” 180). A partir de esta ausencia es que se trazan las coordenadas para la representación de algunos de los personajes de Sendero Luminoso en este texto, sobre todo la de los padres del testimoniante, como se menciona en los agradecimientos finales del prefacio: “Y gracias a mis padres, que no son vindicados en este libro, que 64 son recordados para los demás, casi como instrumentos para compartir preguntas y errores” (17). Resaltar así que no se va dar pie a una vindicación, sino que se les va a conjurar en pos de una exploración del campo de la memoria en el Perú de postconflicto (con un fin vinculante con la comunidad), adelanta entonces el espectro representacional en el que se movilizará el testimonio de Agüero y su contenido “subterráneo”. El recuerdo que se presenta en Los rendidos sobre los padres del narrador se manifiesta como una experiencia dolorosa y complicada con la que este tiene que lidiar y que conduce a diferentes disquisiciones. Una de estas se desprende de la “mancha” que el accionar de ellos ha traído consigo para quien enuncia el testimonio, sobre todo por su dimensión violentista e injustificada: “¿A cuánta gente mató mis padres? Saberlo es innecesario. Solo que sea posible plantear esta pregunta en cualquier momento, y que sea válida, es lo que sostiene este tipo de vergüenza” (20)58. Se presenta, de nuevo, como negativo el daño que los senderistas han infligido sobre sus víctimas durante el período de la violencia política, solo que esta vez ello se enfoca a partir de la afiliación de los padres de Agüero. Esta reflexión, más adelante, se generaliza a lo difícil que resulta el ser poseedor de una condición como la de quien narra, pues esta requiere aceptar “[q]ue miembros de tu familia, que tus amigos más queridos, que tu círculo íntimo, cometieron actos que trajeron muerte, no que solo incurrieron en errores. Requiere aceptar que lo hicieron en uso de su voluntad y no solo como un mandato de su generación rebelde” (24-25). No se deja de reconocer así la agencia de estos individuos, lo que los deja abiertos a una 58 Como ha planteado Montalbetti, la pregunta con la que inicia esta cita en particular demuestra “una cierta torpeza gramatical” (que también estaría presente en otras partes del texto), por lo que se ha comentado que el libro está “mal escrito” por no ceñirse a la norma prescriptiva. Sin embargo, como señala este mismo autor, estas desviaciones no resultan relevantes y más bien se pueden relacionar con el problema de expresión que se aborda en Los rendidos (su crítica a los límites del lenguaje del Perú de postconflicto) (“Notas”). Por otra parte, se puede hacer referencia a la dificultad que surge en los testimonios de la violencia política para representar simbólicamente situaciones traumáticas o sus secuelas, pues esto tiene efectos sintomáticos sobre la expresión. Según Denegri y Hibbett, refiriéndose a los testimonios de la CVR, lo que hay en ellos de “inenarrable e inefable, lo que queda en silencio, lo que no se logra transmitir con claridad, lo que se sugiere a través de anacolutos, contradicciones, interrupciones, repeticiones, interjecciones, y momentos de llanto o turbación interruptora, son importantes vehículos de significación. Son aspectos poderosamente interpeladores en la medida en que señalan la presencia de un núcleo que escapa a los discursos disponibles al sujeto testimoniante, pero que a pesar de eso insiste en manifestarse, mostrando las limitaciones de los discursos establecidos frente a la violencia social” (36-37). En el caso del ensayo-testimonial analizado, resulta significativo que existan expresiones de este tipo al lado de secciones con un lenguaje más académico y sofisticado (con lo que se refuerza también el carácter híbrido de esta obra). Así, la “incorrección” gramatical de la pregunta “¿A cuánta gente mató mis padres?” debiera más bien remontarnos a la dificultad misma de su formulación y al contenido afectivo que posee, lo que le brinda mayor contundencia a la crítica que se realiza posteriormente. 65 crítica moral si se posee un horizonte ético como el que tiene el testimoniante: “Hay que aceptar que sus decisiones implicaron asumir una teoría del daño colateral (sobre la propia familia, el entorno, el barrio, los vecinos, los inocentes que sí existen), y que como en toda guerra los consideraron costos aceptables en función de un bien superior” (25). El cuestionamiento alcanza también a las complejas consecuencias acarreadas por la actuación de sus padres durante el conflicto armado (que persisten hasta después de aquel período), sobre todo por el daño exponencial que se generó a partir de lo que realizaron: Las acciones de mis padres generaron un conjunto de reacciones en cadena que aún hoy se prolongan. Tocando la vida de la gente, afectaron sus rumbos para siempre y, en buena parte, para mal. Sus acciones fueron diversas: mataron, prepararon atentados, expusieron a mujeres y varones al peligro, debilitaron con estas acciones a dirigencias sindicales y barriales, afectaron familias y sus dinámicas. Su “trabajo de masas”, que vi en acción más de una vez, era una hábil seducción, tejer alrededor de gente sensible una esperanza de cambio. El “P” era introducido poco a poco, como una entidad secreta pero que se dejaba sentir, que era real en sus efectos. Apoyar el trabajo de los combatientes, de los “mejores hijos del pueblo”, aparecía como un acto de gran solidaridad, de generosidad y de desprendimiento, el mayor que podía hacerse, porque se hacía sabiendo que no era algo sin riesgo (61). Se puede observar entonces que se realiza una crítica contundente y en distintos niveles a los perjuicios ocasionados por el rol de los padres de Agüero en favor del bando senderista: no solo se reprocha los asesinatos y atentados, sino también el que se haya provocado la adhesión de “gente sensible” a Sendero Luminoso, que se les haya hecho partícipes activos del conflicto59. El que se mencione que se pudo “ver” directamente sus estrategias de “hábil seducción” involucra a Agüero como espectador de primera mano y sostiene con mayor precisión la censura que realiza de dichas actividades. Por otra parte, también se alude a la utilización de una “narrativa heroica” (la de los 59 Como se sabe, la labor de captación y reclutamiento era de suma importancia para la agrupación senderista. Según Asencios, el PCP-SL en Lima, “por medio de sus diferentes organismos generados y de fachada, infiltró diferentes espacios, como colegios, academias preuniversitarias, universidades, centros de estudiantes, comedores universitarios, barriadas y fábricas, entre otros, para la captación de simpatizantes y nuevos miembros para el Partido a través de un trabajo de movilización y formación política de los simpatizantes” (68-69). El que Agüero se concentre en relatar los perjuicios de esta actividad resulta significativo, pues su crítica se puede direccionar no solo a sus padres, sino también a toda la maquinaria de Sendero Luminoso. 66 “mejores hijos del pueblo”) y la apelación al apoyo frente a dicha entrega, lo que, como ya he señalado, no calza con la perspectiva acerca del accionar del grupo senderista que postula el narrador. A partir de ello es que, a continuación, se afirma que “[c]omo virus, así actuaban” (61), con lo que se desacredita simbólicamente su “trabajo de masas” al metaforizarlo a modo de una patología. Para concretizar esta crítica, se narra que “muchas señoras sencillas de pronto se vieron enredadas en un juego de guerra que las superaba” e incluso se menciona casos particulares como el de la muchacha de izquierda “que se enamoró de mi padre preso, que luego fue su pareja, afectó a su familia, y acabó también en la cárcel” (y cuyos hijos sufrieron por dicha elección); a la señora Sara que, por ayudar a su madre, “tuvo que huir de nuestro barrio, sus hijos mal cuidados, uno de ellos, el Mellizo, metido a delincuente, ya ha muerto” (61-62). La referencia a aquellos casos de vínculos familiares afectados articula la carga afectiva de este pasaje que vuelve así más emotivo el enjuiciamiento realizado. Además, anticipándose a la crítica de que esta narración de lo sucedido pareciera negar la agencia de las personas que se mencionan, se afirma que no es que se crea que estas “fueran títeres” que tan solo se dejaron manipular burdamente, pero sí se sostiene que sus padres “sí intervinieron en sus vidas de modo decisivo. Eran como activadores, les daban un toque a quienes ya estaban con la piel sensible para recibirlo” (62). De esta manera, Agüero confronta la responsabilidad de sus progenitores y se niega a romantizar o idealizar su actuación por el daño causado a sus prójimos y por las secuelas que persisten tras dicho accionar. Como se propuso entonces en el prefacio, la búsqueda del libro no pasa por la vindicación ni tampoco por la justificación de aquella militancia tan criticada, lo que complejiza el discurso de Los rendidos y le permite rehuir de los límites propios de una “narrativa heroica”. La caracterización de los padres de Agüero, sin embargo, no se circunscribe tan solo a las críticas ya mencionadas, pues esta busca incorporar otros matices y complejidades propios de una “memoria subterránea”. Con respecto del padre, por ejemplo, se trae a colación que un conocido periodista escribió un breve texto que circuló por Internet recordándolo. En este se describía que ambos compartieron algunos episodios de juventud, “un trabajo en la sierra central que no acabó bien por el trato de unos jefes abusivos. Mencionó su militancia en la izquierda, su rol como dirigente sindical a fines de los 70, durante las grandes movilizaciones de los paros nacionales. Finalmente, recordó su muerte en la isla penal de El Frontón en 1986, junto con otro centenar de 67 presos acusados de pertenecer a Sendero Luminoso” (66). Este sucinto recuento traza algunas características generales acerca de la biografía del mismo, como su activo involucramiento político previo a su militancia en la agrupación senderista, su contacto directo con ciertos problemas sociales y su fallecimiento producto de una ejecución extrajudicial en aquel conocido suceso de nuestra historia reciente (para el que se coloca un pie de página, a partir de lo planteado por el Informe final, en el que se señala las responsabilidades políticas de dicho acontecimiento, las que incluyen a Alan García, entonces presidente del Perú). A continuación, se refiere que dicho periodista, al recordar al padre de Agüero, “lo dibujó como un hombre consecuente y valiente. Encontró en las acciones del joven que defendía a sus compañeros de labor frente a los abusos patronales, a costa de su propio empleo, continuidad con el tipo que –según había oído– fue uno de los últimos en salir del destruido pabellón, y que luego fue fusilado” (66)60. Esta correspondencia entre un pasado de conciencia social y de defensa frente a los abusos del poder con aquella muerte trágica esboza un retrato positivo y no exento de admiración. No obstante, justo después de ello, Agüero comenta que un “técnico de los derechos humanos y de la justicia transicional” había criticado dicha descripción, pues, según él, “no había que buscar heroísmos entre los delincuentes y terroristas, y que mejores ejemplos debían rescatarse entre las víctimas civiles”. Esta respuesta (escrita “con ese poder que da el saberse moralmente superior”) le permite al testimoniante discutir la cerrazón de aquellas afirmaciones. Así, sin dejar de mencionar que resulta razonable estar de acuerdo con dicha postura y que acaso su juicio no sea objetivo, ya que es “el hijo del terrorista que ningunea”, Agüero realiza una serie de preguntas que problematizan a aquellas “verdades evidentes y de consenso cómodo” que movilizaron al tecnócrata: ¿Puede morir dignamente un terrorista miembro de Sendero Luminoso? ¿Puede morir preocupándose por sus compañeros heridos, intentando salvarlos? ¿Puede 60 Ya anteriormente el mismo Agüero había mencionado estas cualidades para referirse a su padre, solo que relacionándolas con un acto de violencia: “Sé que en la acción donde detuvieron a mi padre por última vez un policía fue asesinado. No sé si el disparó. Me cuesta imaginarlo. Pero también creo que pudo ser él. Era un tipo decidido y valiente. Pero el policía era un pobre hombre, un trabajador, que seguramente estaba asustado cuando perseguía el auto en que huían mi padre y sus compañeros. Alguien a quien ese disparo debió dolerle, quemarlo, paralizarlo pensando en su familia mientras se escapaba su pequeña vida de un par de décadas” (51-52). Esta formulación fantasmática del (posible) daño acometido se utiliza para sostener con mayor consistencia emocional la crítica frente al potencial accionar violento de sus padres, así como problematiza también el que se celebre acríticamente la valentía de este personaje (con lo que se impide también la afirmación de una “narrativa heroica” si es que esta se sostiene sobre la violencia en contra de los demás, con lo que se diferencia de perspectivas de representación que adopten algo de este modelo, como en el caso de Rosa Cuchillo). 68 morir en silencio, sin rogar a sus asesinos, de pie frente a quienes lo fusilaron? ¿Hay dignidad, aunque sea la más ínfima, la que sobra, en este país de tanto sufrimiento, en la agonía de este hombre que vivió aún por buen rato sintiendo una pared que lo sepultaba? […] ¿Haber pecado vuelve asqueroso al pecador, lo aparta del mundo de los humanos? ¿De qué elite de humanos puros? (66-67). Lo que hace el narrador con estas interrogantes es remitirse a la figura de la muerte de su padre para formular este sentido cuestionamiento sobre la satanización sin matices de los senderistas dentro de la memoria hegemónica nacional. La referencia final al imaginario judeocristiano sostiene retóricamente sus objeciones, puesto que se espera que el lector implícito comprenda que el ser “pecador” no tiene que estar divorciado de la consideración de “ser humano”, ni que tampoco existe aquella “élite” que se podría arrogar el derecho de denegarles su humanidad a los demás61. El que estas consideraciones surjan a partir no del juicio de una voz negacionista o conservadora, sino por lo afirmado por aquel individuo imbuido en el discurso de los derechos humanos resalta también las tensiones entre el horizonte ético que intenta formular Agüero y las limitaciones propias de aquella otra “memoria emblemática”. El retrato que se hace de la madre de Agüero es otra parte importante de su proyecto ético-representacional, por todas las aristas que este esfuerzo trae consigo. A pesar de las críticas que se realizan al lado violento de su participación en el conflicto, se señala también que sus vecinos la estimaban y “la consideraban una luchadora social” (29). Así, en el texto no se deja de caracterizarla como a una mujer movida por el deseo de justicia y por el ideal de llegar a transformar la sociedad, pero cuya apuesta por el senderismo fue lo que resultó terriblemente desacertado. Sin embargo, a diferencia de Marcela en La sangre de la aurora, su compromiso con Sendero Luminoso no la llevó a abandonar a sus hijos y a su hogar para centrarse en la militancia, sino que ella trató de balancear ambos roles, a pesar de las críticas que recibía: “A mi madre algunos compañeros del partido la acusaban de preferir atender críos que entregarse por completo a la revolución. Los problemas que tuvo por ello, por años, son bastante complejos y ya habrá ocasión de pensar en ellos” (53). A pesar de que era una apuesta riesgosa, este personaje no cejaba en su afán de proseguir con el cuidado de sus hijos, si 61 La persistencia de este imaginario dentro del libro ha sido criticada por Richard Parra, quien plantea que se propone así “un mesianismo cristiano como sostén ideológico de la memoria”. Es una observación bastante pertinente para atender a ciertas limitaciones que permean a las reflexiones de Agüero, si bien se debe señalar que el horizonte ético de esta obra no se rige tan solo por este paradigma ni tampoco se limita a una postura de compasión y caridad cristiana como la que se encuentra en el trasfondo del discurso que moviliza al protagonista en La hora azul. 69 bien el narrador confirma que aquello también resultaba peligroso para ellos: “Sé que con su decisión de no dejarnos y estar en su revolución a medias nos cuidaba, pero también nos exponía al peligro. No podía evitarlo. Ella creía que era necesario cambiar un mundo que la indignaba hasta el desasosiego. Pero no podía dejarnos simplemente, para ser más pobres aún de lo que ya éramos” (54). Se postula entonces que tanto sus vínculos afectivos como las difíciles condiciones materiales de su familia eran lo que motivaba a esa mujer para no dejar de lado su rol materno (ni tampoco irse del Perú), pero, ¿por qué no tratar de abandonar entonces la militancia, sobre todo cuando en el relato también se alude a que muchos le aconsejaban que así lo hiciese? Agüero propone que no solo era por sus hijos que ella no abandonaba el país, sino también por aquello que había motivado su afiliación senderista y que la hacía persistir a pesar de los cuestionamientos (propios y ajenos): Pero también creo que no se fue porque no podía hacerlo. No solo por nosotros. Por inercia en parte. Pero también porque no podía imaginarse una rendición de tal magnitud para su vida. La conocí profundamente. Sé que era transparente y que amaba a la gente, quizá en exceso si eso es posible. Que le dolía el dolor de los demás hasta hacerla sufrir. Ella sabía que el PCP-SL era ya a inicios de los 90 un terrible error. Pero no podía salirse por completo. Era la único que le daba sentido. Ella no estaba lista para rendirse (54). En este fragmento, la forma en la que se procede a diseccionar la dimensión psicológica de la madre de Agüero resulta reveladora: se alude primero al lazo emocional que ella tenía con sus hijos, pero este no agota su subjetividad. Además, se menciona que acaso ella no se iba por desidia o falta de voluntad, pero aquello tampoco era el motivo último que la (in)movilizaba. Lo que se plantea más bien es que su deseo de justicia social se había entreverado tan profundamente con su afiliación a Sendero Luminoso que dejar a aquella agrupación y la lucha le resultaba algo casi insostenible, a pesar de que para entonces ya se había desencantado del rumbo tomado por dicho movimiento. Así, a “contracorriente del sentido común que define al senderista como un dogmático totalitario que, incapaz en su sectarismo e intolerancia de ver las razones del otro, es capaz de cualquier cosa por defender su causa, Agüero describe a su madre como una persona que «no estaba segura de nada» pero para quien, salir de Sendero «era casi imposible»” (Denegri y Hibbett 32). Esta densidad en el retrato de aquel personaje y de su encrucijada existencial impide que ella calce dentro de un guion fantasmático 70 maniqueo y, además, interpela al lector y le hace preguntarse acerca de qué fue lo que hizo posible que el discurso senderista se entretejiera tanto con su deseo de enfrentarse a la injusticia más allá de la cerrazón ideológica, duda que puede extenderse no solo a ella, sino a la motivación detrás de otros miembros de Sendero Luminoso62. Además de explicar que ella no había permitido que sus hijos militen en el movimiento senderista, pues decía que estaba metida en esa “maldita guerra” para que ellos ya no tuvieran que hacerla y puedan así “vivir en paz” (91), en el texto de Agüero se relata su muerte y las consecuencias de este terrible hecho con diferentes aproximaciones. En primer lugar, se narra el episodio en el que un amigo del barrio trajo un recorte de periódico con la noticia (ya pasada para aquel día) sobre el suceso y con una foto en la que aparecía “una mujer tendida en la arena de la playa”, con un cartel que decía “así mueren los traidores” (y con el nombre y el apellido cambiados ligeramente, de seguro “por negligencia del reportero al copiar el parte policial”). Es a partir de esto que Agüero explica que su madre “era una senderista desconocida”, una “terrorista de segunda”, cuyo asesinato parecía haber sido llevado a cabo por sus propios camaradas, por lo que no era una noticia que llamase la atención (31). Tras esto, se incluye un pie de página en el que se indica más bien que ella había sido ejecutada extrajudicialmente en mayo de 1992 y que, por las averiguaciones del narrador, este crimen había sido llevado a cabo por agentes del ejército peruano. Y, a continuación, luego de relacionar este suceso con acciones similares llevadas a cabo en los primeros meses de aquel año (con referencias tanto al Informe final como a Muerte en el Pentagonito), se relata a modo de crónica lo acontecido, sin ningún afán de dramatizar más aquel episodio. Posteriormente, luego de aludir a la conflictiva relación del testimoniante con lo acontecido (pues llegó a sentir alivio por la desaparición de su madre, lo que, a su vez, 62 Asencios indica que todos los entrevistados dentro de su investigación, tanto hombres como mujeres, “sin importar el año de ingreso al PCP-SL, señalan como motivación principal para su ingreso la lucha contra las desigualdades, injusticias e inequidades, la ausencia de una visión de país, el deseo de cambio y la búsqueda de justicia social y, por tanto, una opción válida para ello. Sin duda, cabe señalar, al respecto, que las motivaciones personales en la guerra, así como ciertas condiciones subjetivas y materiales potencian en quienes las viven sentimiento de clase: de amor u odio según sea, respetivamente, hacia el compañero-amigo o hacia el enemigo”. No obstante, también el autor es cuidadoso de anotar que se deben tomar aquellas respuestas en su contexto (pues los entrevistados podrían haber articulado ese guion como mecanismo frente a los años de prisión o la necesidad de reafirmar su pertenencia al PCP-SL) (167- 168). Sin embargo, esto también sugiere que resulta necesario el estudio acerca de las motivaciones y las condiciones socio-históricas detrás de la afiliación de los militantes senderistas (más allá de las respuestas facilistas o demasiado abarcadoras), tanto para comprender mejor el fenómeno del conflicto armado como para impedir que en un futuro el vínculo entre “justicia social” y un discurso tan violento (y limitado) como el de Sendero Luminoso pueda volver a formularse. 71 le provocó también culpa) y referirse a que familiares, amigos cercanos, allegados de una ONG (“que la habían conocido desde sus años en la izquierda radical pero legal”) e incluso el mismo Agüero le habían pedido que saliera del país, se vuelve a aludir a aquel trágico final, aunque ya de forma más emotiva: “Al final no se fue. Se quedó paralizada frente a una playa de Chorrillos, de tres balazos. Su sangre uniéndose al mar, ese lugar donde puedo verla aún, serena. Repitiéndose” (53). Por último, el suceso se reelabora con una mayor carga poética y ficcional (Esparza, “Un ejercicio” 8), lo que, sumado a la impronta que posee el personaje en las reflexiones del narrador, le confiere al pasaje centralidad dentro de todo el entramado textual del libro: Ella caminó por la playa. Serían las 12 de la noche. Pensó que sus hijos iban a esperarla en vano para cenar salchipapas de a sol cincuenta y discutir de política antes de dormir, como era costumbre. Le hubiera gustado avisarles que no llegaría, pero cómo. Miró hacia abajo, vio la arena, la espuma que llegaba y se iba, sus pies. Sintió los disparos, los tres en la espalda, como las palmadas de un amigo que te ha esperado mucho. Se tendió junto al mar, respirando fuerte, pensando en su mamá y en cuánto la extrañaba, con sus canciones y sus remedios de hierbas, respirando aún, mal, mal, una pantomima de respirar. Y en sus hijos. Y la angustia súbita. Y por primera vez ver la sangre corriendo hacia el océano, abandonándola. Desaguándola. Acabándola. Respiró más. Más. Como sea. Respiró apenas. “Los crié para esto”. Como si alguien le hubiera soplado el pensamiento en la oreja, bajito. “Ellos comprenden”. Y entonces de nuevo la calma. Y ver que su sangre no la abandonaba, que el océano la acogía, sereno. Para ser en la mirada de sus descendientes. Y no cerró los ojos para verlos también. Y por fin, no respiró más (92). De esta manera, se representa de forma atípica el destino final de alguien afiliado a Sendero Luminoso (sobre todo haciendo la comparación con el resto de los textos examinados en esta investigación)63. Las alusiones a la playa y a los tres disparos 63 Acaso en Rosa Cuchillo, en episodios como el de la muerte de Santos y Omar (o las ejecuciones de los compañeros de Liborio), se puede encontrar ciertos paralelismos, si bien estos sucesos no poseen tanta centralidad dentro de aquella trama como el que tiene la muerte de la madre de Agüero en Los rendidos (además de que en la novela de Colchado se trata de muerte de “combatientes”, en una lógica dramática, pero que resalta lo “heroico” de su sacrificio). Aparte, se puede argüir que el dolor por la muerte del hijo senderista es uno de los hilos conductores de esa novela (y esto se remarca con el fin mismo del libro, el que se cierra con la desolación de una madre al enfrentarse a la pérdida de su hijo), pero, como ya se ha mencionado, el cuestionamiento de su propia afiliación a Sendero Luminoso (y de las limitaciones del discurso de dicha agrupación) es una de las características principales del desarrollo del personaje de 72 remiten a lo que ya se había indicado sobre lo acontecido, aunque ahora con una mayor investidura emocional. El conmovedor episodio se concentra en el rol materno y en la cotidianidad familiar del personaje, sobre todo por lo que se propone que ella podría haber estado pensando en los instantes previos a su ejecución y en sus últimos momentos64. La narración es omnisciente, pero se encuentra focalizada en la madre de Agüero y la sigue en su recorrido final, sin dejar de reparar en su dimensión emocional y en sus lazos afectivos. Luego de que se le dispara, la narración se vuelve progresivamente más entrecortada, hasta que, luego que se le viene a la mente un pensamiento reconfortante (que sus hijos estarían preparados para aquel suceso, que comprenderían), la secuencia adquiere una serenidad melancólica y se termina con dos concisas oraciones que expresan de forma contundente lo trágico de dicho acontecimiento. No obstante, cabe entonces preguntarse por qué se apela a la narración ficcional para relatar, nuevamente, la muerte de la madre de Agüero, sobre todo en relación al discurso que se trata de articular en el entramado de la obra analizada. Como plantea Žižek, “la fantasía es la forma primordial de la narración con la que se disimula algún atolladero original”. Así, “la narración en cuánto tal aparece para erradicar algún antagonismo elemental reorganizando sus elementos en una sucesión temporal. En consecuencia, la propia forma de la narración pone de relieve la existencia de un antagonismo reprimido” (El acoso 16). Si lo que Agüero realiza en el fragmento mencionado es la formulación de una narrativa fantasmática para relatar aquel terrible suceso, ¿qué es lo que se encuentra en el fondo de dicha decisión expresiva? Considero que, ya que quien testimonia no puede comprender por completo la motivación detrás del impulso militante de este personaje y tampoco comparte ni justifica su apuesta por la lucha armada, lo que se simboliza con esta escena es el deseo mismo del narrador: resaltar la conexión afectiva con aquella mujer frente a la muerte trágica que tuvo por su vínculo con Sendero Luminoso (y así se palia, de alguna forma, aquella faceta con la que Liborio, lo que, sumado al trasfondo mítico del relato, diluye la identificación inmediata de este con aquel movimiento. 64 Como propone Muñoz, un aspecto sobre el que sería interesante reflexionar sería sobre la representación de los roles de género en Los rendidos y en otras producciones testimoniales del Perú contemporáneo (como el texto de Lurgio Gavilán). Según este autor, una perspectiva así “daría luces de cómo estos textos proponen una visión paternalista de la participación de la mujer, ya que, en la mayoría de los casos, más que mostrar su agencia en el conflicto, se resalta su rol de madre, de niña o de indefensión” (108-109). 73 Agüero no se puede relacionar). Además, que se concentre esta experiencia en el daño recibido (sobre todo por su carácter extrajudicial, como ya había sucedido con el personaje paterno) transfigura a la mujer y la relaciona con la categoría de “víctima culpable” que quien rememora trata de formular (figura a la que volveré en el siguiente capítulo). Por otro lado, que este episodio resulte tan llamativo destaca también su dimensión “literaturizada” (en especial si se le compara con la primera vez que se alude a la muerte de la madre de Agüero, así como si se le contrasta con la escritura fragmentaria y autorreflexiva del resto del libro) y, al mismo tiempo, acentúa el soporte emocional que permea al campo de la memoria65. Finalmente, esta escena logra activar la identificación del lector y proyectar la historia familiar a la memoria de la nación (“Un ejercicio” 9), con lo que se va adelantando el proyecto de comunidad nacional que se desprende del discurso de Los rendidos y que analizaré posteriormente. Lo que se busca entonces con la caracterización de los padres de Agüero es retratar, más allá de los estereotipos del senderista como fanático inhumano o “agente del Mal”, la complejidad de estos sujetos sin caer en esencialismos ni tampoco en la apología. Si en Lituma en los Andes se les presentaba como seres violentos sin mayor individualidad y el énfasis estaba puesto en su salvajismo, en el ensayo-testimonial analizado se problematiza dicha representación y se pone el acento más bien en su dimensión cotidiana y afectiva (sin dejar de lado el cuestionamiento a su accionar subversivo). Como plantea Agüero, sus padres no fueron monstruos, sino que “tuvieron sus motivos personales para luchar, tenían ideales, urgencias”, lo que, si bien no los exime de la culpa, quizás (en el “ejercicio incierto” conjurado por la voz narrativa) “les devuelve algo de significado a sus vidas. Los aproxima a la historia y no los expulsa como una pesadilla o enfermedad” (58). A pesar de que está de acuerdo en catalogar como “monstruosidades” a muchos de los actos cometidos por Sendero Luminoso, como señala que sus colegas suelen hacer, Agüero comenta que le cuesta recordar como “monstruosos” no solo a sus padres, sino también a muchos amigos a los que vio “vivir 65 Luego de la narración de este evento, Agüero comenta, que tras la muerte de su madre y, meses después, la captura de Abimael Guzmán, se dio cuenta de que “en varios sentidos mi vida anterior también se había extinguido. Y al mismo tiempo, mi futuro”, pues él “había sido educado en valores que no tenían sentido, que hubieran servido de haberse instaurado el socialismo utópico” (93). Con ello, en el libro también se refleja esa aura de “visión terminal” (“the autobiographer bearing witness to that which is no more”) que Silvia Molloy ha detectado en la escritura autobiográfica hispanoamericana (por su tendencia testimonial) y que no solo “aggrandizes the author's individual persona but reflects the communal dimension sought for the autobiographical venture” (8-9). Sin embargo, la complicada relación de Agüero con dicho legado problematiza el aspecto conmemorativo que esta dimensión traería consigo en otras producciones de este género. 74 con plenitud y luego morir” (55) (aunque no deja de recalcar que todos ellos perpetraron atrocidades y las justificaron). Por ello, en su testimonio se evoca a allegados senderistas como Benito, “muy querido por mi familia por su gentileza, el cariño con que trataba a los niños y por su timidez” (28-29); Gerardo, “un muchacho de unos 25 años” que no hablaba mucho de política, pero “contaba cosas sencillas de la vida, de sus recuerdos, sus aventuras en el colegio” y que parecía “siempre en paz” (82-83); Pedro, quien “estaba casado con una antigua amiga de mi madre, pequeña, desordenada, nerviosa”, y que juntos eran “como unos tíos jóvenes” para Agüero y sus hermanos (85), etc. El cariño con el que se retrata fugazmente a estos personajes impera frente a las muertes trágicas de algunos de ellos (Benito es ejecutado, Gerardo muere en el motín de 1985 en el penal de Lurigancho) y acumula así breves semblanzas de las relaciones del narrador con estos individuos que, como sus padres, “eran senderistas del montón” (33). En otro fragmento, la narración, brevemente, le cede la voz al testimonio de una senderista que relata el terrible episodio de su tortura y violación, y que, luego de salir del penal, se puso a trabajar en un colegio (en el que nadie sabía nada de su pasado, por la posibilidad de que pueda peligrar su empleo). Sobre ella, se comenta que asesinó y “perjudicó de un modo imborrable a decenas de familias”, pero también que no se trata de “una mujer loca, ni de un monstruo sádico”. No obstante, tampoco se le cataloga como un ser desvalido (“como se suele pensar a la víctima de violaciones de los derechos humanos”): el narrador más bien indica que era una citadina proveniente de un barrio marginal y “que por razones muy diversas, generacionales, familiares, por una propia inclinación, por influencias, por mil cosas, se enroló en Sendero Luminoso”, lo que lo lleva a concluir que “nos encontramos frente a una mujer que cometió crímenes pero cuyas motivaciones no fueron, como decirlo, bajas” (102). Esta sucinta, pero elaborada descripción (así como el gesto de no mediar su testimonio) añade al relato otro personaje senderista esbozado con complejidad (además de abordado con algo más de distancia emocional que con los padres y amigos cercanos del testimoniante) y explora un aspecto vital frente al que Agüero se muestra frustrado por su incapacidad para comprender del todo: el de la motivación detrás de la afiliación senderista. Sobre sus padres y conocidos se afirma: “Tenían sus razones para ser de izquierda, para ser radicales como muchos otros en aquel entonces. Pero tenían una motivación extra, difícil de conocer, inaprensible, que era de una minoría, para hacer la guerra, coger las armas, luchar por el poder usando la fuerza ¿Cuál era esta razón? Esta es la respuesta 75 que siempre se me escapa” (57). Como se observa, esta dimensión difícil de aprehender para el narrador no se presenta de forma ominosa (ni remite a un núcleo mítico y perturbador, como sucedía en Abril rojo), sino que se entiende como un ámbito que se debiera explorar más y que acaso tiene que suscitar un mayor esfuerzo de comprensión e investigación (lo que queda más claro con la posterior mención a Carlos Iván Degregori y a sus disquisiciones acerca de que se tenía que “entender a las personas” y el porqué de su accionar más allá de las explicaciones generales)66. Se sostiene, así, casi como imperativo ético, la necesidad de reconocer que “el monstruo senderista pudo haber tenido su motivación y esta pudo ser muy diversa y pudo cambiar con el tiempo, pudo haber tenido su padecer y este no haber sido banal”. Por el contrario, este monstruo “en realidad esconde a un monstruo de mil cabezas o toda una fauna o bestiario. Tantos senderistas con sus senderismos, en tensión con El Sendero institucional” (56). El planteamiento no pasa entonces por revisar “los hechos históricos para darles mayor sentido a los asesinatos, sino en revisitar el discurso de aquellos culpables desde una perspectiva moral, descentrando al terrorista y preguntándose por el sujeto que realizó actos de violencia extremos” (Muñoz 96). Según Merino Obregón, “Agüero apuesta por acercarse a la singularidad del senderista”; en otras palabras, se intenta “pensar en los sujetos concretos que formaron parte de la organización, sujetos con íntimas y diversas motivaciones, con complejas relaciones familiares, amicales e intracomunales, con capacidad de agencia y de interpretación o cuestionamiento de la ideología” (140). El narrador propone “[d]evolver densidad, darles contexto, recuperarlos en sus trayectorias de vida, de generación”, para así “[c]onocerlos, entonces, saliendo del estereotipo” (56-57). Lo que 66 Como plantea Asencios, las investigaciones que han generado las grandes explicaciones sobre el fenómeno senderista, si bien resultan valiosas, además de adolecer de falta de evidencia empírica, también se han encargado de construir “representaciones estereotipadas y generalizadoras; como, por ejemplo, que el PCP-SL era una agrupación monolítica, sin fisuras, homogénea en el tiempo, con rostro andino”, lo que perdió de vista “los matices existentes en ella y su mayor complejidad a partir de la incorporación de una variedad de jóvenes urbanos en la etapa más convulsionada del conflicto” (29). Resulta claro además que se puede trazar alguna correspondencia entre las limitaciones de las narrativas abarcadoras de estas investigaciones y el sustrato que permea en el imaginario hegemónico acerca de la figura del senderista. Así, trabajos como el de Agüero y Asencios (desde sus diferentes perspectivas y disciplinas) responden al imperativo planteado por Degregori en el prefacio de la tercera edición de El surgimiento de Sendero Luminoso: Ayacucho 1969-1979: “si bien nuevos estudios sociales y creaciones artísticas van arrojando más luces sobre el cielo de violencia que vivimos, el enigma sobre lo que fue SL no está del todo develado. Su dirigencia nacional y su dirigente máximo fueron los responsables fundamentales del baño de sangre que sufrió el país. Pero, al mismo tiempo, SL fue un fenómeno profundamente peruano. Sus integrantes no fueron un conjunto de alucinados que cayó del cielo. Por ello sigue siendo indispensable adentramos en la historia y la cultura de nuestro país para estar alertas ante nuestras debilidades históricas y actuales” (14). 76 se busca entonces en el ensayo-testimonial es que, más allá de los estereotipos que demonizan a quienes formaron parte de Sendero Luminoso, se vislumbre la “dimensión del prójimo” que se encuentra presente en estos actores (sobre todo en aquellos “senderistas del montón”): aquel “abismo de infinitud” que se relaciona con un sujeto al que se le reconoce como un otro “con una rica vida interior llena de historias personales que se narran a sí mismas para adquirir una experiencia de la vida llena de sentido” (Žižek, Sobre 61-62). Así, frente a la estética de “no-representación” y deshumanización de los senderistas (cuyo sostén reposa en la (in)consistencia de los saberes dominantes) presente en novelas como La hora azul, el texto de Agüero articula un mosaico de personalidades que revela más bien las limitaciones de aquel otro acercamiento e, incluso, el silenciamiento mayúsculo con el que este opera. De esta manera, la caracterización de aquellos “senderistas del montón” en Los rendidos problematiza las coordenadas de representación de las novelas hegemónicas comentadas en el capítulo anterior, así como pone el énfasis en aspectos que diferencian su propuesta de las variantes canónicas de la narrativa de la violencia que también he examinado. Si se parte de la idea de que “el arte es la experiencia de cómo se ha naturalizado un significado en el mundo” (Ubilluz, “El fantasma” 66), se observa que en las producciones literarias dominantes se ha tramitado una serie de estereotipos acerca de los senderistas que han calado en el imaginario colectivo y que se relacionan con perspectivas conservadoras o muy esquemáticas acerca de lo acontecido durante la época de la violencia en el país. Entonces, cuando Agüero alude a la barbarie de estos personajes, pero luego cuestiona si es que ello los deshumaniza por completo, a todos, todo el tiempo, si es que acaso se les puede diferenciar por completo del resto de los peruanos (“¿En Sendero todos? ¿Y realmente, no se nos parecen?”) (67), se sugiere que el maniqueísmo con el que se ha abordado el tema puede resultar contraproducente para llegar a un mayor entendimiento del período del conflicto armado, así como que esto trae consecuencias que afectan a los vínculos sociales en el Perú contemporáneo. Por ende, la restitución de la complejidad para dichos actores, producto del acercamiento desde el terreno de la “memoria subterránea” de este ensayo-testimonial, se confronta entonces con las representaciones de aquellas producciones literarias circunscritas al discurso oficial y abarca dimensiones mayores que alcanzan al mismo reparto de lo sensible del posconflicto, como pasaré a examinar a continuación. 77 2.3 Las “trampas del lenguaje” y la verdad de Los rendidos Según lo planteado por Denegri y Hibbett, frente a un “buen recordar” que apunta tanto a la redención (desde un imaginario cristiano) como a la fidelidad y transparencia del recuerdo, el “recordar sucio” comprende el rol ético de la memoria como una dimensión en la que se insiste “en aquello que desestabiliza en cuanto puede llamar al cambio productivo en el presente”67. Se trata de una perspectiva que permite considerar al testimonio “como un espacio que pone en escena las disputas del «recordar sucio» e inestable de la «zona gris»”; es decir, aquella zona en la que los binarios morales habituales (por ejemplo, el de “lo bueno-lo malo” o “aliado-enemigo”) “no funcionan claramente, y por lo tanto es imposible condenar al villano o celebrar al héroe, imposible atribuir responsabilidades claramente delineadas a uno u a otro, a un afuera o adentro”. Así, si se lee al testimonio “más allá de la dicotomía entre «víctima pura» y «perpetrador» –central al «buen recordar»–, se accede a una mirada crítica capaz de visibilizar la «zona gris»” (31-32). En el caso del libro de Agüero, lo testimonial (y su relación con la reflexión ensayística) apunta a subvertir tanto el esquematismo de las narrativas oficiales acerca del período de violencia como el lenguaje instaurado en el Perú del posconflicto, sobre todo por el uso de categorizaciones simplistas y maniqueas. Así, el “recordar sucio” propugnado en este texto insiste en una serie de aspectos que desestabilizan al ámbito simbólico, lo que permitirá que también se llegue a horadar algunas de las fantasías sociales acerca de los senderistas que persisten en el imaginario de la nación. Acerca de la existencia de “trampas del lenguaje” que dificultan que uno se acerque con compasión a las memorias de los demás, Agüero apunta, en una nota a pie de página, dos casos que le permiten discurrir acerca de este problema: en el primero se refiere a la reseña de María Eugenia Ulfe y Carmen Ilizarbe sobre el documental Sibila, mientras que en el segundo alude a Tempestad en los Andes y parte del discurso de una de sus protagonistas. Con respecto al texto, señala que a las autoras les extraña que una mujer senderista pueda ser, al mismo tiempo, “paloma y acero”. Sobre la joven sobrina 67 Como señalan estas autoras, el caso del Informe final de la CVR resulta complejo en su relación con dichos paradigmas: este excede al discurso del “buen recordar”, si bien también lo promueve “en ciertas dimensiones de sus actividades o productos” (por ejemplo, en algunos de sus alcances relacionados con el problemático concepto de “reconciliación” o en la recepción modélica que se esperaba de la difusión de las Audiencias Públicas) (27). Esto resulta importante de resaltar, pues, como ya he comentado, el ensayo-testimonial de Agüero se encuentra en un diálogo tenso con la “memoria emblemática” promovida por la CVR y considero que se relaciona de forma productiva con algunas zonas del “recordar sucio” presentes en aquella fuente discursiva. 78 de Augusta La Torre (en la película de Wiström), se indica, por medio de una paráfrasis, que ella no comprende cómo es que su tía “era tan suave y al mismo tiempo dura”. El narrador entonces afirma que, en ambas apreciaciones, se está partiendo de un pensamiento dicotómico que es producto de las limitaciones de nuestro lenguaje. Así, él se termina por preguntar lo siguiente: “¿Quién no es duro y también dulce o sensible? ¿Por qué no partir de aceptar que estamos ante personas a las que podemos considerar si no iguales, muy parecidas a nosotras?” (38). En los dos ejemplos seleccionados, se demuestra la persistencia de una conciencia ética constreñida por la dificultad de atravesar ciertos binarismos morales tradicionales, como el no llegar a comprender que alguien que acomete actos terribles puede desplegar también una cálida humanidad para con los suyos, dificultad que se presenta en distintos escenarios en los que hayan sucedido acontecimientos de violencia extrema (Žižek, Sobre 64). Resulta además sugerente que uno de los casos escogidos para dicha reflexión sea el de un texto con autoras que proceden del ambiente académico, mientras que el otro forme parte del sentido testimonio del familiar de una senderista: con esta selección, Agüero vuelve a singularizar su discurso, así como resalta lo difícil que resulta escapar de las restricciones del lenguaje que se han impuesto en una sociedad de posconflicto, a pesar de los distintos lugares de enunciación que se lleguen a ocupar en esta. Sin embargo, el narrador tampoco deja de advertir, de manera autocrítica, que él mismo no se ha encontrado exento de caer en estas “trampas del lenguaje”. Luego de referirse a sus cuestionamientos a los jóvenes universitarios de izquierda, y mientras escuchaba los reproches que ellos le hacían, Agüero se pregunta si es que no había sonado represivo, si es que acaso no habría un modo de señalarles sus observaciones “sin que el lenguaje ya lleve en sí mismo una carga de condena. Un juicio”. A partir de esto, propone que existe el problema de arrogarse, sea o no a propósito, la careta de “guardián de alguna moral superior”, con lo que se dificulta “escuchar al que tiene algo diferente que decir, porque lo puedes estar obligando a callar o a decantarse por un discurso políticamente correcto con tal de que cualquier sospecha de terrorismo se aleje de él” (23-24)68. Con ello, en su reflexión se presenta el imperativo ético de no ser tan 68 En una nota a pie de página, Agüero rememora también la ocasión en la que, en una sesión del Taller de Estudios por la Memoria, se convirtió, sin querer, en “un mecanismo de censura” al realizar algunas observaciones críticas acerca del uso de cierta terminología por parte de sus amigos expositores cuando se tocaba el tema de las nuevas formas de aproximarse e investigar la experiencia senderista, sobre todo en las cárceles, lo que provocó cierta incomodidad e incluso que uno de ellos tuviera que “zanjar públicamente” “con cualquier apología del terrorismo” (24). De esta manera, el testimoniante alude a las complicaciones que aún se encuentran presentes en nuestro contexto para dialogar, incluso en un contexto 79 simplista en el sojuzgamiento moral, lo que lo lleva indefectiblemente a cuestionar “los lenguajes que desde la vida pública nos condicionan a organizar las identidades y las relaciones de acuerdo con lo hegemónico” (Merino Obregón 140). En especial, se puede observar que la autocrítica que realiza Agüero se remite al deseo de no replicar una censura alineada con el discurso oficial y su condena facilista de lo disidente, sobre todo con la amenaza siempre imperante del “terruqueo” (si bien, como ya he señalado anteriormente, también se cuestionan las “verdades evidentes y de consenso cómodo” provenientes de ciertos sectores asociados con el paradigma de los derechos humanos). Justamente, acerca del término “terruco”, en el texto se explica que se trata del “modo popular con que se llamó y se llama aún a los integrantes del PCP-SL”, así como que el vocablo se ha impuesto “de un modo tan hegemónico que sirve incluso para denominar no solo a los sujetos “terroristas” sino a todo el período de violencia como “la época del terrorismo” y adquiere mayor sentido como parte de un discurso autoritario-militar que buscó imponerse como memoria oficial en el Perú” (29-30)69. La manera en la que se relaciona dicha terminología con la imposición de una narrativa dominante sobre el conflicto armado devela el vínculo entre lo discursivo y las dinámicas de la memoria colectiva, así como la centralidad del problema del lenguaje en lo que respecta a la representación de los diferentes actores tras aquella época de violencia. Por ello, más adelante, Agüero señala que decir “terruco” o “terruca” “es como decir “bruja” o “demonio”. Este rótulo fija a una persona como un horror-error. Un ser de espanto ajeno a la comunidad, que debe ser eliminado”, lo que lo lleva a concluir que “[d]esde este lenguaje es imposible un intento por recuperar a estas personas como sujetos políticos” (103). Esta práctica de estigmatización se presenta entonces como negativa para alcanzar una mayor compresión de lo acontecido en el conflicto, así como para la convivencia en la sociedad actual. Se propone que un lenguaje “con “terruco” adentro es inservible porque no nos permite pensar con seriedad […]; es un lenguaje en el que deambulan fantasmas no-enunciables y por lo tanto no- sujetos. Ni sujetos de derecho, ni sujetos de pensamiento, ni siquiera sujetos académico, acerca de ciertas dimensiones del conflicto armado y sus secuelas, así como el temor frente a que a uno se le acuse de estar haciendo apología, pues se cierne así el espectro de la sanción social. 69 Carlos Aguirre afirma que el uso generalizado y constante de dicho término durante el período del conflicto armado estuvo muy vinculado con la demonización del enemigo (es decir, de los grupos subversivos) y que ello contribuyó decisivamente a la puesta en práctica (y posterior justificación) de atroces violaciones a los derechos humanos durante aquella época (en contra tanto de militantes de aquellos bandos como de quienes se consideraban sospechosos de serlo) (134). 80 gramaticales” (Montalbetti, “Nota”). Por ende, la propuesta de Agüero no se circunscribe solamente al plano de la imagen que se tiene de los senderistas, sino que también considera necesario cuestionar a la misma dimensión simbólica del Perú de posconflicto, pues se comprende que aquello también afecta considerablemente a la representación de estos personajes (lo que repercute en la interacción social) y a la manera en la que se ha llegado a (des)articular nuestra comunidad nacional. Para explicar la centralidad de la figura del senderista en el andamiaje sociosimbólico del Perú contemporáneo, me remito a una de las operaciones ideológicas por excelencia: la de la figuración de un enemigo como responsable de la desintegración social. Según lo teorizado por Žižek, para sostener la (in)consistencia del deseo hay que inventar un objeto específico en el que se materialice y exteriorice la causa de cierta imposibilidad constitutiva. Este objeto es de carácter espectral y carece de consistencia ontológica concreta, lo que permite que se preste de diferentes formas para velar la existencia de los distintos antagonismos sociales de una comunidad. Se trata así de “una «magnitud negativa» kantiana: la concreción de la fuerza enemiga del «mal», cuya acción explica que nunca pueda alcanzarse plenamente el orden del bien” (El acoso 87- 88). Además, la formulación del enemigo se suele presentar como “un cuerpo extraño que introduce la corrupción en el incólume tejido social”, pues esta figura es un fetiche “que simultáneamente niega y encarna la imposibilidad estructural de ‘Sociedad’” (Žižek, El sublime 173). En el caso peruano, sin negar el accionar violento de Sendero Luminoso durante el período del conflicto armado ni tampoco la necesidad de que los culpables de dicho bando paguen por sus terribles crímenes, la figura del senderista (y, más vagamente, la del “terruco”) ha venido a constituirse como un recurso que permite el oscurecimiento de las causas estructurales de algunos problemas sociales en el Perú de posconflicto, lo que lleva a su sobredimensionamiento en el imaginario colectivo contemporáneo (operación que, como ya he señalado anteriormente, se sostiene por conveniencias político-económicas y por la influencia de algunos medios de comunicación)70. En última instancia, inclusive, se puede afirmar que “[e]l sistema democrático peruano no ignora a Sendero (no lo forcluye dirían los lacanianos) sino que 70 Como señala Hibbett en un artículo reciente, no es que no existan remanentes de Sendero Luminoso y grupos que aún justifican la violencia, “sino que los fujimoristas y otras fuerzas populistas tienen un interés muy grande en que se crea que su presencia es mucho mayor a la que es. Definitivamente hay menos terroristas en el país que terruqueados”. Así, en lo que se refiere, por ejemplo, a la ley contra la apología, esta “ayuda a prestar una imagen de un país unido contra “los terroristas”, donde cualquier disidencia ̶ de clase, de género, etc.– no puede venir de adentro, por razones legítimas, sino que tiene que venir de “afuera”, de “ellos”, a quienes no debemos escuchar” (“El LUM”). 81 lo utiliza para darse consistencia, para declararse (verdaderamente) democrático” (Montalbetti, “Nota”), lo que resulta, de forma clara, una tremenda limitación constitutiva de nuestra organización sociosimbólica. ¿Cuáles son entonces las consecuencias de que se siga sosteniendo esta clase de lógica? Además de su aprovechamiento político (y los graves efectos que ello acarrea), resulta necesario cuestionar la centralidad negativa que se le ha conferido a la figura del senderista en nuestra (des)articulación comunitaria, puesto que dicha operación impide que se lidie de forma efectiva con los problemas reales que afectan a la sociedad peruana, así como permite que se mantenga una dinámica de confrontación que afecta tremendamente a los vínculos entre los ciudadanos, algo que le preocupa profundamente al narrador de Los rendidos. Según lo formulado por Denegri y Hibbett (a partir de lo propuesto por Judith Butler), se debe evitar caer en el facilismo de pensar “que es posible erradicar las causas de la violencia emitiendo un juicio sobre alguien como víctima o perpetrador, o «expulsando» al violento de la sociedad, como si no fuera producto de ella” (37). Consciente de ello, Agüero considera que vale la pena “re-mirar a los culpables, a los traidores, a los criminales, a los terroristas, y por contraste también a los héroes, a los activistas, a los inocentes y quizá también a los que no son nada, a los espectadores, los que creen que son el público pasivo en este drama” (15), pues resulta beneficioso cuestionar la cerrazón de la identidades que los sentidos comunes dominantes han instaurado tras la violencia política, entre lo que se encuentra el desmontaje de la fantasía hegemónica del enemigo senderista. La operación del ensayo-testimonial, entonces, pasa por “recuperar mi herencia sin mitificar a Sendero, tampoco humanizándolo, reconstruyendo su experiencia compleja, pero sin conceder una mentira a la presión de los poderes que han triunfado, que no siempre pueden resumirse como el triunfo de la Democracia. No es tan simple” (120). Se reconoce así que se trata de un esfuerzo complicado, pero que no se debe avasallar frente al maniqueísmo que impera en las narrativas oficiales, pues se reconoce que resulta contraproducente la persistencia de los estereotipos que se han propagado acerca de los senderistas. La idea de que lo mejor es caracterizar como a “agentes del Mal” a quienes han formado parte de una agrupación que ha acometido actos de violencia extrema ha sido criticada por Badiou, quien, al referirse al caso del nazismo, señala que el no contemplar que este se trató de un pensamiento, de una política, impide que se le pueda juzgar como es debido, con lo que se veda toda política real que imposibilite el retorno de dicho accionar y, por el contrario, lo que esto produce es que aquel 82 pensamiento violentista permanezca entre nosotros “impensado y, por consiguiente, indestructible” (El siglo 15-16)71. En otras palabras, quedarse en el sentido común de que Sendero Luminoso fue tan solo un grupo fanático e irracional sin mayor consistencia termina más bien por velar los antagonismos sociales que permitieron el desarrollo del conflicto armado interno, así como impide que se llegue a “derrotar” por completo a esta agrupación72. Por estas razones, la “memoria subterránea” de Agüero advierte que “[p]ensar en ellos solo como seres sedientos de sangre o revancha o incognoscibles nos puede quitar la oportunidad de comprender mejor toda una época que aún nos alcanza” (54), por lo que vale la pena desestabilizar los esencialismos morales a los que nos hemos habituado y explorar las posibilidades que trae consigo un acercamiento ético más complejo a la experiencia de estos sujetos. A partir de todo lo anterior, planteo que el “recordar sucio” de Los rendidos, aquel que permite que el libro se posicione “como un dispositivo que incomoda las narrativas que se han elaborado sobre el conflicto armado” (Salazar Jiménez, “Escrituras” 182), además de indagar en las tensiones que persisten en nuestra sociedad, produce una “verdad” que descompleta lo comúnmente aceptado acerca de los senderistas en el Perú contemporáneo. No obstante, ¿cómo es que un texto tan deconstructivo, tan crítico de los esfuerzos totalizantes y de la fijeza de los significados, puede llegar a elaborar algo que se considere “verdadero”? Lo que sucede es que estoy partiendo de la formulación lacaniana de que la verdad es aquello que agujerea “la totalidad del saber, que ella horada el saber aceptado”. Esto no significa que se esté formulando “una versión más exacta del mundo objetivo”, sino que, de esta manera, se “toca lo real que se hallaba ocluido por el saber que constituye la objetividad del mundo” (Ubilluz, “La nación” 67). Entonces, por medio de una indagación en aquello que (aún) no resulta “decible” o 71 Badiou propone que negar categóricamente que el nazismo haya sido una política (por lo que la singularidad del exterminio se localizaría principalmente en el Mal) “es una posición a la vez débil y sin valor”: débil, pues “la constitución del nazismo en subjetividad “masiva”, que integra la construcción de la palabra judío como esquema político, es lo que hizo posible, luego necesario, el exterminio”; sin valor, porque “es imposible pensar la política hasta el fin, si se renuncia a considerar que puedan existir políticas cuyas categorías orgánicas, las prescripciones subjetivas, sean criminales” (La ética 97). 72 Claro, más que al legado mismo de Sendero Luminoso, me refiero al “aura” de amenaza que este posee por culpa del sobredimensionamiento del que se le ha dotado en los discursos hegemónicos. Por otra parte, como plantea Theidon, existe una diferencia importante “entre la derrota militar y la ideológica: la segunda no se logra con armas, sino con transformaciones estructurales y diálogo” (aparte de que resulta importante comprender a cabalidad “por qué tantos peruanos marginados apoyaron a Sendero y, en algunos casos, siguieron siendo militantes durante la represión militar”) (257). Además, como ya he mencionado, la apuesta también tendría que ser la de impedir que, en un futuro, el deseo de justicia social se vuelva a entreverar con propuestas tan perniciosas e insuficientes como la que manejó aquella agrupación. 83 “pensable”, este ensayo-testimonial produce una elaboración novedosa que insiste en aquello que se encontraba velado. Se trata así de una obra que hace “the “unimaginable” imaginable” y que, como algunas otras producciones artísticas, sin necesariamente articular una narrativa singular o incluso coherente, llega a inscribir y promover la multiplicidad de memorias y de significados, con lo que además contrarresta las tendencias homogeneizantes de los discursos oficiales (Milton, “Introduction” 18). Propongo entonces que Los rendidos horada el sentido común hegemónico de la “memoria salvadora” acerca de los senderistas, pero que, asimismo, problematiza ciertos aspectos del saber de la memoria emblemática afín a los derechos humanos (sobre todo en su dimensión más académica e “institucional”). Como ya se ha examinado en el capítulo anterior (con la vinculación a textos narrativos sobre la violencia política), el discurso estereotípico acerca de Sendero Luminoso, promovido por algunas fuerzas políticas y grupos de poder económico, ha calado profundamente en el imaginario colectivo y sostiene una serie de fantasías sociales acerca de esta agrupación (que se trataba de una colectividad fanática muy relacionada con el “primitivismo” andino, que esta tenía una conexión profunda con una violencia mítica y de carácter ritual, que dicho bando es una amenaza externa y espectral que podría retornar en cualquier momento, etc.). Asimismo, diferentes investigaciones que han tratado de abordar el fenómeno senderista sin demasiada base empírica y con respuestas muy abarcadoras, promovieron la representación de que “el PCP-SL era una agrupación monolítica, sin fisuras, homogénea en el tiempo, con un rostro andino” (Asencios 29). Frente a todo ello, la caracterización de los “senderistas del montón” que realiza Agüero, que se sostiene sobre la dimensión “subterránea” de sus memorias y por la forma híbrida y deconstructiva de su escritura (la que, a su vez, se rehúye a articular una narrativa clara y convencional), desarticula este saber tan arraigado, pues presenta una serie de zonas grises acerca de estos personajes. En Los rendidos, los senderistas que rememora Agüero son criticados profundamente por sus acciones violentas, pero se les representa como a un grupo bastante heterogéneo (circunscrito sobre todo al ambiente urbano), en el que los militantes poseían diferentes intereses y formas de relacionarse con el “Sendero institucional”. Retratados en su cotidianidad y en su dimensión afectiva (y por medio también de las reflexiones del testimoniante), la versión maniquea de la “memoria salvadora” acerca de los senderistas se pone en entredicho y se puede vislumbrar entonces la inconsistencia de sus imágenes. 84 No obstante, también ciertos aspectos del saber de la memoria emblemática “humanitaria” resultan problematizados por el ensayo-testimonial, sobre todo en su dimensión más programática y autocomplaciente. A lo largo de la obra, Agüero se remite a la autoridad de la fuente discursiva de la CVR y su Informe final para explicar o contextualizar algunos de los acontecimientos históricos a los que se refiere (por ejemplo, como ya he indicado, cuando alude a la actuación de Sendero Luminoso durante el conflicto, en el caso de la matanza de los penales y en el de las ejecuciones extrajudiciales cometidas por agentes militares). Asimismo, él comenta su participación en la toma de testimonios para dicha comisión y narra algunos episodios en los que reflexiona a partir de aquella actividad. Todo ello llevaría entonces a pensar que el discurso de Los rendidos comulga sin mayores tensiones con los parámetros de la memoria emblemática en la que se enmarcan la CVR y las agrupaciones de defensa de los derechos humanos, pero esto no es así. En el texto, se cuestiona la actuación de aquellos “activistas, artistas, promotores de memorias, intermediarios culturales” que, mediante su acercamiento a los familiares “inocentes” o a las víctimas “correctas”, obtienen “ganancias” (con lo que se cuestiona el aprovechamiento simbólico realizado por aquellos “líderes de la memoria y la moral”) (35-36). Por otro lado, también se critica directamente a la tecnocracia en el campo de los derechos humanos. Como expresa Agüero, al recordar una presentación en la Universidad Católica de técnicos de la justicia transicional, “veo una tecnología que comparto, pero que muy en el fondo, me parece envilecida. Toda una disciplina y sus expertos constituyéndose pulcra, para ir tras los pueblos que se han matado en exceso” (109-110). De esta forma, se reprueba el posicionamiento demasiado “cómodo” alrededor de la memoria emblemática de los derechos humanos, ya que esto promueve la sedimentación de su discurso y que este se distancie de la complejidad del drama humano tras el período del conflicto armado. En el texto, también se menciona el rol de las ONG y su posicionamiento dentro del paradigma de los derechos humanos. Como se señala, el empleo de categorías como “perpetrador”, “víctima”, “culpabilidad” e “inocencia” son parte importante del discurso planteado por estos organismos, así como sostener (como en otros países) su versión acerca de “la población entre dos fuegos”73, lo que las ha dotado de identidad y les ha 73 En el contexto peruano, el macrorrelato difundido es el de la comunidad andina atrapada entre la violencia senderista y el accionar contrasubversivo (narrativa que se encuentra propuesta en el Informe final de la CVR). Para una crítica de las limitaciones de dicho imaginario desde el análisis del paradigmático caso de Lucanamarca, véase Ramírez Mendoza (2016). 85 permitido cumplir con sus roles en un escenario abiertamente hostil (como en el peruano, en el que, “la propaganda del gobierno autoritario de Alberto Fujimori buscó con relativo éxito que se convierta[n] en sinónimo de institución usada por el terrorismo o conformada por personas que lucran con la pobreza y el sufrimiento de los grupos más vulnerables”) (21). Más adelante, se indica que, en la actualidad, las ONG, sobre todo internacionales, “sostienen un sistema elaborado a partir de conceptos como Justicia Transicional, que procuran sistematizar experiencias de graves crisis políticas y conflictos armados en el mundo, principalmente de comisiones de verdad, y pensarlas como un modelo replicable” (95). A partir de todo este andamiaje simbólico, Agüero, además de demostrar su conocimiento sociohistórico acerca de aquellas organizaciones y el discurso que manejan, se va a insertar dentro de una discusión bastante compleja en el terreno de la memoria: el del estatuto de la figura de la víctima, con lo que se introduce una serie de indagaciones acerca del tema que desestabilizan ciertos posicionamientos alrededor de dicho debate. La mención a las ONG permite que Agüero introduzca una de las dimensiones de esta polémica: la de la centralidad de la “víctima inocente” en el discurso y accionar de los actores relacionados con la defensa de los derechos humanos. Así, en el texto se señala que muchas de aquellas organizaciones abdicaron “de su mandado de defender a todos por igual”, ya que, desde muy temprano en el conflicto, las oficinas o áreas legales “tomaron la iniciativa de no patrocinar a nadie que estuviera militando en Sendero. Solo se ayudaría a víctimas inocentes” 74. Para llevar a cabo dicha decisión (que se debió a la necesidad de poder maniobrar políticamente y al criterio de que era necesario conseguir “el máximo de bien posible en una situación desesperada”), se escogió identificar “inocentes” “de acuerdo a ciertos criterios de exclusión, defenderlos solo a ellos y abandonar a todos los demás, a los culpables, a la tortura segura, la cárcel, la desaparición y la muerte” (76-77). Esta resolución, así como las concesiones que, ya 74 No obstante, vale la pena mencionar, como señala Nelson Manrique, que, debido a la crueldad de sus acciones, Sendero Luminoso se ganó, justamente, el rechazo de diferentes sectores de la ciudadanía, lo que legitimó el sentido común que “aún hoy no acepta que quienes violaron los derechos humanos de una manera brutal puedan reclamar derecho alguno” (y el que los senderistas se sirvieran instrumentalmente de la legalidad, “reclamándola en todo lo que pudiera favorecerles y violándola sin ningún reparo en cualquier otra circunstancia”, también contribuyó a reforzar aquella animosidad). Por ello, quienes han trabajado en organismos de defensa de derechos humanos enfrentaron serios problemas para convencer “a importantes sectores de la población de que los senderistas, al igual que cualquier otra persona, tienen derechos inalienables por el sólo hecho de ser humanos, independientemente de las atrocidades que pudieran haber cometido” (24). Obviamente, para que se mantenga aquella tremenda estigmatización han aportado los actores políticos asociados con la “memoria salvadora” y varios medios de comunicación, por lo que sigue siendo un tema contencioso dentro de la esfera pública. 86 posteriormente, realizó el Consejo de Reparaciones (que aceptó que las víctimas vinculadas a Sendero Luminoso no formen parte del proceso de reparaciones), se circunscriben, como bien reconoce el texto, a la necesidad de “arrancar algún beneficio para los afectados por la violencia” y a un contexto bastante adverso en el que se vieron obligadas a maniobrar aquellas instituciones. Sin embargo, con la mención de varias personas que el narrador dice conocer que “por haber sido sindicadas como terroristas por otras, sin haber sido juzgadas por ello, se han quedado al margen de su registro” (como el sentido caso de un “dedicado líder de desplazados” al que se le tuvo que indicar por estas razones que ya no podía ser dirigente de su zona de Apurímac, a pesar de ser “el alma y motor de esa pequeña base activa”) (110-111), se subraya la limitación ética de aquel procedimiento que se sostiene sobre la exclusión sistemática de aquellos que no calcen con un concepto de “víctima” demasiado reduccionista. Se presenta esto entonces como un problema fundacional que atraviesa a las prácticas relacionadas con los derechos humanos en el Perú desde el período de la violencia política, pero que también forma parte constitutiva del discurso instaurado tras el progresivo desarrollo de la memoria emblemática humanitaria en el posconflicto. Como ha señalado Hibbett, “el discurso y la práctica de la Comisión de la Verdad peruana tuvo a la noción de la víctima como uno de sus ejes principales”, lo que fue necesario por distintas razones (por ejemplo, para que los sectores limeños sintieran empatía por los grupos afectados por la violencia y que se promovieran iniciativas para la reparación de las personas afectadas), así como porque, en un contexto tan polarizado, “la única voz que habla del tema en el foro público, y a la vez puede generar consenso y hacer que el público de Lima indiferente se dé por aludido, es la víctima inocente; más aún si es presentada a través de nociones cristianas de culpa y redención” (“La problemática”). Se halla entonces en el legado de la CVR el imperativo ético- político de la “memoria deber”: enfrentar al negacionismo por medio de la ubicación y reivindicación de las víctimas que la comisión “visibilizó” “como al único sujeto al cual reconocer” (Salazar Borja 281-282). Esta formulación, si bien ha resultado muy importante para el reconocimiento de que un gran sector históricamente marginado de la población peruana fue el más afectado por los terribles crímenes cometidos durante el tiempo del conflicto (y para la consiguiente búsqueda de justicia), también adolece por la necesidad de que el espectro de las víctimas se tenga que presentar necesariamente como “inmaculado”. Según Theidon, este insistir en el carácter de “inocencia” “no permite construir una sociedad más justa porque si solamente los “inocentes” tienen 87 derechos humanos”, entonces se da pie a que se haga lo que se desee con los “culpables” (234). Y es justamente esto lo que se encuentra en las reflexiones críticas de Agüero: sobre dichas restricciones se fundó el tabú sobre “sujetos indefendibles, sin derechos, casi innombrables” (como las senderistas presas víctimas de violaciones o aquellos militantes que pasaron por procesos de tortura), lo que lo lleva a concluir que “[l]os derechos humanos trazaron su frontera allí, derrotados, impotentes, rendidos” (78). Se presenta así estas convenciones humanitarias como un fracaso simbólico que ha traído consigo dolorosas repercusiones para un sector de la población, a pesar de que también se tiene claro que muchas medidas valiosas no se hubieran podido alcanzar, finalmente, sin aquellos sacrificios. Sin embargo, en el ensayo-testimonial también se indica que, en el campo de los estudios de la memoria, el enfoque victimocéntrico ha recibido varios cuestionamientos en los últimos años, sobre todo por cómo es que este les quita agencia a los sujetos y termina por velar ciertas dinámicas sociales complejas que se llevaron a cabo durante el conflicto armado. Agüero comenta que, en principio, aquellas críticas le parecen válidas y sugerentes, pero advierte que aquel entusiasmo académico por “descentrar” a la víctima resulta, a fin de cuentas, problemático. Primero, él se pregunta acerca de la dimensión ética de dicho acercamiento, pues considera que la noción de “recuperar al actor”, más allá del gesto retórico, amerita una mayor reflexión (“¿Enfocarse sobre lo que la gente hizo es más valioso que enfocarse en lo que le hicieron? ¿Lo que le hicieron, lo que su cuerpo acogió, no nos dice más sobre el tipo de vida y muerte que le tocó en suerte compartir con otros de su época y generación?”) (99). Segundo, recuerda que, en un país como el nuestro, la victimización es a veces una estrategia política que tiene sentido, que cumple funciones. De esta forma, en el Perú, “donde cuesta tanto tener un estatus de lo que sea, tener el de víctima puede ser ya algo, puede ser un paso hacia el de ciudadano” (116). Finalmente, ya más como una cuestión ontológica, plantea que ser una víctima no es solo un proceso discursivo, sino que “[l]a víctima se construyó al destruirse. Víctima alude a un proceso, por efímero que sea, por breve que sea, en que un individuo o una comunidad fue sometida a otras voluntades que iban en contra del sentido propio de su reproducción”. Así, ser víctima “[n]o se borra simplemente con el paso del tiempo o porque se necesite desde las ciencias sociales comprender mejor la sociedad y sus conflictos” (105). Se trata entonces de resaltar la dimensión de aquella experiencia del daño, del dolor, y que, como propone Frisancho, no hay que olvidarse de “que la “construcción de la víctima” no es únicamente un 88 proceso del lenguaje, sino que tiene su raíz generativa en el acto de violencia que destruye un cuerpo y somete una voluntad” (“Hondos”). Solo desde aquel presupuesto ético, se propone que se podría evitar caer en un academicismo deshumanizante. A partir de todo lo anterior, Agüero más bien deja entrever la idea de que acaso antes de dejar de lado aquella categoría, se debiera contemplar la necesidad de volverla menos excluyente, de que se tome en cuenta a esas “víctimas culpables” o “no-inocentes” dentro del panorama (e incluso también a sus familiares, como se examinará en el siguiente capítulo de la tesis). Como él señala, cuando se pide desmantelar la centralidad o la función social de la víctima, ¿se está pensando en aquellas senderistas o exsenderistas que fueron torturadas (e incluso violadas) y que no buscaron ser víctimas? “¿[E]stamos pensando seriamente en personas como estas, que ni siquiera han tenido el modesto consuelo de ser tratadas como víctimas por su comunidad?”. Si se tiene razón con lo del imperativo de “salir de la víctima”, “¿en qué páramo sin nombre quedan estos sujetos? ¿En qué lugar sin nombre dentro de nuestro mundo de memorias y derechos?” (103-104). La idea es que estas personas, así como no debieran quedarse al margen de las políticas ni de los derechos de la memoria (Del Pino y Agüero 80), tampoco debieran dejar de ser reconocidos como sujetos cuya humanidad también tiene que resguardarse. Anteriormente, mediante la concepción maniquea de que un terrorista o subversivo era incapaz de insertarse dentro del marco de las leyes nacionales, se ha sostenido que este no tenía opción de “ser reconocido como víctima, como sujeto de derechos humanos ni tampoco como ser pasible de humanidad”, lo que además ha permitido “accionar con dureza, autoritarismo e inflexibilidad a un gran sector de la opinión pública” (Silva Santisteban 206). Por el contrario, por medio de ese “saber endeble” presente en el libro de Agüero, de su “desposesión de la verdad”, se nos invita a “abandonar nuestras trincheras y sentir curiosidad por el padecer de los que nos son ajenos e incluso odiados” (17). Como se aprecia, a partir tanto de las reflexiones críticas del narrador como de la representación afectiva y con matices que en esta obra se ha realizado sobre los “senderistas del montón”, con la que se desarticulan aquellas representaciones estereotípicas de los discursos oficiales, el testimoniante invita a que, sin por ello excusar o justificar los crímenes de los que son culpables estos militantes (y mucho menos abogar por la impunidad), no se siga sosteniendo una concepción tan limitada sobre la categoría de “víctima”, para así dejar de mantener un régimen de exclusión y de violencia simbólica que repercute negativamente sobre las bases de 89 nuestra comunidad (así como sobre las coordenadas éticas de la memoria emblemática humanitaria). Para concluir, en este capítulo se ha examinado la representación que en Los rendidos se realiza de ciertos militantes senderistas. En primer lugar, he tratado de desentrañar las coordenadas discursivas y genéricas a partir de las que se trazan las singularidades del ensayo-testimonial de Agüero (como, por ejemplo, la inscripción de su particular lugar de enunciación). En segundo lugar, analicé cómo la caracterización de aquellos “senderistas del montón” en esta obra problematiza las coordenadas de representación de las novelas hegemónicas comentadas en el primer capítulo de la tesis, así como las fantasías sociales dominantes acerca de dichos actores. Esto se lleva a cabo mediante el ejercicio de la rememoración “subterránea” de Agüero, la que trata de restituir la complejidad de aquellos sujetos al referirse a sus facetas cotidianas y afectivas, así como sosteniendo una crítica constante de su accionar violento y de las narrativas de corte “heroico”. Por último, planteé que, a partir de dicha caracterización y de las reflexiones del testimoniante, este libro indaga en las limitaciones de nuestra dimensión sociosimbólica y, finalmente, produce una verdad que descompleta, en diferentes niveles, los saberes instaurados por las memorias emblemáticas del Perú de posconflicto. Lo que me propongo entonces es partir de este análisis para examinar los alcances de la propuesta ético-política de Los rendidos, ejercicio que considero necesario para entablar un verdadero diálogo con lo desarrollado en esta importante obra. 90 Capítulo 3: La dimensión ético-política de Los rendidos En este último capítulo, me concentraré en analizar la propuesta ético-política que se desprende de lo esbozado en Los rendidos, así como presentaré algunas críticas a su discurso a partir de ciertas formulaciones teóricas contemporáneas. Lo que espero entonces es desarrollar una lectura más dialéctica de mi objeto de estudio, así como reflexionar acerca de los alcances del proyecto de comunidad que se configura en el libro de Agüero. Para ello, el presente capítulo se dividirá en dos secciones. En la primera, revisaré la forma en la que en esta obra se plantea la necesidad de reconocer el sufrimiento de los demás (sobre todo enfocándose en la figura de los familiares de los “enemigos”, lo que tiene como base la caracterización que se ha hecho de los senderistas a lo largo del ensayo-testimonial), además de examinar cómo es que en el libro se proyecta un horizonte comunitario sobre la reformulación de los vínculos sociales (lo que se cimienta tanto en la necesidad del perdón como en evitar el caer en los excesos de un deseo de justicia sin piedad). En la segunda, se discutirán ciertas dimensiones del discurso propuesto en Los rendidos mediante la utilización de herramientas de la teoría crítica actual (con referencias a pensadores como Badiou, Rancière y Žižek, entre otros) para así examinar su significación ético-política. Considero necesario este último paso para proseguir con indagación de las interrelaciones entre memoria y política, en especial dentro del problemático y polarizado contexto del Perú de posconflicto. 3.1 La comprensión frente al dolor de los demás y el don del perdón Como ya he mencionado, la dimensión testimonial del texto de Agüero resalta que la experiencia vivencial relatada trata sobre sucesos traumáticos que involucran tanto a la esfera de lo íntimo como a la de lo nacional. Asimismo, el narrador indica que él “quería compartir, usando un lenguaje que me es familiar y que por ello, siento más personal, algo que para mí es importante y que quizá pueda servir para algo y para algunos” (14). Según LaCapra, “pese a las diversas formas de ruptura, desconcierto y aparente recuperación del pasado” que presenta este tipo de modalidad discursiva, dar testimonio constituye una indicación de que uno no se limita simplemente a atestiguar el trauma reviviendo el pasado y consumiéndose por sus secuelas. Es también un acto performativo en cuanto ayuda a proporcionar cierto espacio en el que uno puede recogerse, abordar el presente e intentar abrir posibilidades viables. El testimonio constituye también –y de manera importante– una relación social y 91 quizá política en cuanto requiere la presencia real o virtual de otros a quienes narrar la propia historia o transmitir el propio relato (La historia 91-92). Aquel “pueda servir para algo y para algunos” mencionado por Agüero contiene entonces la sugerencia de que se espera tener algún impacto social dentro de la comunidad, tanto para visibilizar las historias silenciadas de su memoria “subterránea” como para alterar el reparto de lo sensible nacional, lo que se relaciona con aquella apertura de posibilidades y potencial político del testimonio a los que se refiere LaCapra. Como también se señala en el prefacio del libro, “lo personal es el recurso desde el cual hoy encuentro que es más sencillo abrir estos temas a lo público” (17), con lo que la voz narrativa insiste en la necesidad comunicativa de encontrar el medio adecuado para expresarle a los demás su experiencia subjetiva y sus reflexiones, por lo que la presencia virtual de los receptores del texto forma parte importante de su misma constitución testimonial. Tras enterarse de la muerte de su madre, Agüero comparte que no pudo evitar sentirse aliviado, ya que la presencia de aquella mujer había constituido una carga muy pesada, sobre todo por las exigencias vivenciales y emocionales que, a su “yo” de entonces, le demandaban la afiliación de ella a Sendero Luminoso. Sin embargo, también ese alivio le hacía sentirse culpable. Se pregunta entonces si aquello era solo un asunto personal, íntimo, o si, además, podía tener “relación alguna con las cosas públicas”. Considera que sí, en parte, ya que, si bien ese era su problema “y a nadie tendría que interesarle cómo proceso mis dramas”, también le resulta posible extrapolar su caso y señalar que este puede ser, más bien, sintomático y reflejar entonces un antagonismo mayor: “¿No es una forma de padecer injusto que miles de personas han vivido en el mundo y siguen viviendo, porque se ven forzados a necesitar que se muera lo que aman? ¿No es quizá una tremenda institución invisible de nuestra modernidad?” (43)75. De esta forma, el drama personal se ve entreverado con una dimensión social mucho más extensa, lo que, en el entorno del posconflicto peruano, remite directamente a la difícil experiencia de los familiares de senderistas (y de subversivos en general). Lo que deja entrever Agüero, por medio de la revelación de aquel doloroso recuerdo (que, 75 Además, esta sugerencia parece complementar lo planteado por Giorgio Agamben sobre el “estado de excepción” permanente en el que vivimos en la época contemporánea, pues, si en la modernidad este resulta ser el paradigma de gobierno dominante (Estado 25), entonces, como señala Agüero, las consecuencias que dicha normatividad trae consigo para las relaciones humanas y su impronta en nuestra socialización resultan tremendamente dramáticas (sobre todo para quienes se ven afectados por la exclusión o marginalidad). 92 tras tantos años, se ve rememorado y en el que se remarca su investidura afectiva), es que el procesamiento de la pérdida de su madre, además de insistir en las complejidades subjetivas de quienes se relacionaban (o se relacionan) con ciertos actores del período de la violencia política, también posee un alcance más amplio y debe provocar una mayor reflexión alrededor de este tipo de situaciones. Así como con su caso, Agüero retrata los de algunos otros familiares de subversivos, con lo que se hace hincapié en la particular situación de estas personas y el legado con el que tienen que lidiar. Se relata el trance de la esposa de Gerardo, una mujer ya anciana con la que se encuentra el narrador y su hermana en los pasillos del Ministerio Público. Si bien se indica que en algún momento la familia de Agüero la odió mucho, pues la vincularon con la muerte de su madre, en aquella ocasión se narra su situación de forma muy sentida y melancólica (e incluso se produce un emotivo contacto entre ella y su hermana, un reconocimiento de su dolor), ya que esta mujer seguía reclamando “por un muerto de hace 30 años, una sombra pegada en la pared de un muro que ya no existe, rechazada como víctima por las instituciones, incluso las de derechos humanos” (84). De otra mujer “de cabello cano a sus 40 años” se menciona que, en una conversación en un cerro de Lima, mientras freía pescado rodeada de sus hijos sentados en la mesa (y con el testimoniante de invitado), ella comentó “ojalá ya se muera para que podamos descansar, para que nos deje en paz ese maldito”, refiriéndose a su esposo preso (43). Sobre la abuela de Agüero, se relata que ella no aceptó con facilidad la muerte de su hijo. Por lo acontecido, esta anciana odiaba a Sendero Luminoso; no obstante, asistió al homenaje que preparó aquella organización en honor de los desaparecidos de los penales y agradeció el gesto que tuvieron con ella (se le entregó una pequeña insignia en honor del caído, por lo que el narrador exclama: “¡Cuánto puede valer un símbolo!”) (72). Y también se menciona a Gonzalo, quien decide cambiarse el nombre a Ricardo, pues sus padres lo habían nombrado en honor al apelativo usado por Abimael Guzmán (este personaje y el narrador recuerdan además a otros conocidos llamados Lenin, Mao y Stalin, bautizados así “por la promesa de la revolución”). Al despedirse, Agüero comenta que su amigo ya “no es más Gonzalo, eco de un presidente de pesadilla. Ya no tiene esa marca que lo había hecho sufrir tanto” (26-27). De esta manera, al retratar el dolor por los seres queridos arrebatados, la falta de reconocimiento de las tragedias íntimas y el legado culposo que perturba el presente de estos personajes, se representa el drama humano de aquellos familiares desde diferentes aristas, lo que, sumado a la experiencia subjetiva del testimoniante y a su 93 sentida narración, permite vislumbrar con contundencia aquellas historias ocultas que también se han (re)producido por consecuencia del conflicto armado interno. Según Saona, “[e]l arte y los artefactos culturales tienen el potencial de impactar al público con diferentes formas de comprensión de la experiencia ajena en formas que trascienden la transmisión directa de información” (59). Así, incorporar la experiencia traumática de otros como parte de la memoria colectiva, permitiría “expandir el círculo del nosotros” (y por esto, se ha hecho uso de este recurso en propuestas de memorialización como la de Yuyanapaq), por lo que la empatía “juega un rol importante en nuestra capacidad para concebir la experiencia de otros como parte de nuestro pasado común”. No obstante, resulta necesario diferenciar la empatía cognitiva (que supone la comprensión de la situación de los demás) de la emocional (que se trata más bien de “compartir” o experimentar los sentimientos de los otros), si bien “las respuestas de compasión al dolor ajeno muy probablemente involucran ambos sistemas, dependiendo del contexto y las condiciones que los activen” (45-51). En Los rendidos, al develar el sufrimiento de los familiares de los subversivos (así como la dimensión afectiva y cotidiana de aquellos “senderistas del montón”), se utiliza el recurso de la empatía para que se pueda comprender el dolor ajeno y se deje de lado la demonización sin tapujos de dichos actores, así como para que se tome en cuenta el sentir de sus seres queridos y allegados. Si anteriormente el drama de Agüero y de otros casos como el de él resultaban “sinlugar” (dimensión que remite a la de “un elemento que pertenece materialmente a un determinado orden sociosimbólico sin tener un nombre, sin estar incluido (imaginaria o simbólicamente) en él”) (Ubilluz, La venganza 187-188), lo que se aspira con el ensayo-testimonial es “expandir el círculo del nosotros” y que se pueda ser más comprensivo con aquellas difíciles experiencias que, hasta la actualidad, siguen resultando “subterráneas” (sin embargo, el que esto remita justamente a allegados de senderistas y/o de “víctimas no-inocentes”, así como que se proponga al lado de reflexiones críticas acerca de ciertos aspectos de la memoria emblemática humanitaria, impide que este ejercicio se circunscriba demasiado cómodamente dentro del paradigma del “buen recordar”). No obstante, el narrador menciona que siempre ha sospechado “que no habría mucha empatía hacia mi tipo de experiencia. Hijo de terroristas, por más que hayan sido mal matados, algo de malo tendrá” (115). En el actual ordenamiento sociosimbólico, se tiene claro que “[l]os hijos de terroristas no tienen derecho a grandes manifestaciones de duelo. Todo, incluso la muerte, es parte de un secreto transparente y vulgar” (68). Como 94 señala LaCapra, una pregunta importante para contextos en los que se han llevado a cabo fenómenos histórico-políticos de gran violencia es si es que aquellas sociedades disponen de adecuados rituales públicos que colaboren con el emprendimiento de procesos de duelo regenerativos (Representar 227). Justamente, al encontrarnos en un entorno en el que los discursos dominantes siguen operando con la fantasía de que el senderista aún es ese enemigo responsable de la desintegración social, el tema del duelo de los familiares de estos personajes es uno que todavía resulta incómodo, que perturba, pues, en el imaginario colectivo hegemónico, no se contempla que se pueda llegar a sentir verdadero pesar frente a esas pérdidas, con lo que se deslegitima su sufrimiento (se le condena a permanecer “sinlugar”). Como plantea Merino Obregón, a partir de lo formulado por Butler, en esta “distribución diferencial del duelo” no todos tienen el derecho de ser víctimas, así como “no todas las muertes son lloradas ni todos los duelos son respetados” (lo que posee entonces una dimensión política que revela algunos de los lazos fundamentales de nuestra comunidad) (143-144). Esta falta del reconocimiento del dolor ajeno se presenta entonces como una tara profunda de nuestra constitución social, un escollo que debilita los vínculos comunitarios y permite que se siga reproduciendo el desamparo. Frente a ello, Agüero va a formular dos operaciones: primero, la de una mayor extensión de la categoría de “víctima” y, segundo, la de la necesidad del perdón. Como ya he mencionado, en el libro se plantea la necesidad de que no se siga sosteniendo una concepción demasiado limitada de la categoría de “víctima” (en otras palabras, una que solo acepte la legitimidad de la “víctima inocente”). Por ello, frente a los estudios que buscan descentrar dicha categoría, él propone más bien que, en algunos casos, se podría tomar el rumbo inverso: “un camino de aceptación y abandono para lograr ser una víctima”. Así, Agüero se decide entonces, a pesar de su renuencia a lo largo del texto, a “[s]er víctima por primera vez, para poder tener la oportunidad de perdonar y, luego, rendirme” (120). Esta decisión del testimoniante se sostiene sobre el reconocimiento de que “el entorno en el que se ha desenvuelto y en el que vive en el momento enunciativo es el del sufrimiento, el del juicio, el de la violencia simbólica, el de la exclusión” (Muñoz 70), por lo que con ello no se está apelando a la piedad del lector, sino que se reclama “que se le reconozca más allá del estigma condenatorio: es decir, que a él le sea posible identificarse como alguien que ha sufrido pérdidas” (Merino Obregón 143). De esta manera, Agüero, “[a]l incluirse en esta categoría, la desestabiliza y repolitiza; hace visible zonas grises” (Hibbett, “La problemática”). Se trata así de una formulación en 95 consonancia con su horadamiento de los saberes establecidos y que, además, es el preámbulo para el desarrollo de su propuesta acerca del “don del perdón”. Según lo señalado por el narrador, perdonar es un don y, en ese sentido, “su facultad está restringida a ciertas personas y grupos que se enmarcan dentro de esta economía de la indulgencia” (119). Para Agüero, a partir de su lectura de Levinas, el perdón amerita una entrega total hacia los demás, “[n]o se trata de esperar un acto recíproco o un efecto político. Es dejarse en ti y tener la voluntad a su vez de acoger, consolar, dejarnos fascinar por los demás, o dejarnos morir en los demás. No puede ser un acto de orgullo ni un regalo. Es un acto de humildad” (131-132). En el ensayo-testimonial, se remite además a dos formulaciones acerca del tema: la de Paul Ricoeur y la de Jacques Derrida. Sobre el primero, se alude a su noción de “perdón difícil”: aquel que no busca borrar el agravio ni desaparecer los hechos que, inexorablemente, ya han acontecido, “sino reconfigurar el sentido presente y futuro de esa deuda aceptando, desde una de las partes que será siempre impagada y desde la otra que uno será siempre un deudor incapaz de honrar la deuda”. Se trata así de un “pacto en el fracaso”, pero que vendría ser “lo más cercano al perdón mutuo”. Sin embargo, para Agüero, el problema de este planteamiento es que le parece que sigue demasiado anclado en la idea de la reciprocidad: por el contrario, para él sería mejor no esperar nada, “ni siquiera un pacto de fracaso” (132). Sobre lo formulado por Derrida, se alude a su propuesta de que solo se puede perdonar lo imperdonable, aquello que se halla “más allá” del perdón. En cambio, cuando se le instrumentaliza para conseguir algún fin (como con la figura de la amnistía o del indulto), el perdón deja de ser “puro” y excepcional76. Agüero menciona esto cuando considera que, “torpe e ingenuamente”, su perdón puede acaso ayudar a la paz: así, si bien lo que él espera se aleja de la proposición derrideana, no por ello abandona la esperanza de que aquel don pueda tener algún alcance positivo para la 76 Lo propuesto por Derrida se encuentra en la entrevista entre este pensador y Michel Wieviorka publicada en español en el libro El siglo y el perdón. Fe y saber. Sobre el carácter “ilimitado” del perdón, se señala lo siguiente: “Si hay algo a perdonar, sería lo que en lenguaje religioso se llama el pecado mortal, lo peor, el crimen o el daño imperdonable. De allí la aporía que se puede describir en su formalidad seca e implacable, sin piedad: el perdón perdona sólo lo imperdonable. No se puede o no se debería perdonar, no hay perdón, si lo hay, más que ahí donde existe lo imperdonable. Vale decir que el perdón debe presentarse como lo imposible mismo. Sólo puede ser posible si es imposible”. La “advertencia” a la que se refiere Agüero es la siguiente: “cada vez que el perdón está al servicio de una finalidad, aunque ésta sea noble y espiritual […], cada vez que tiende a restablecer una normalidad […], entonces el “perdón” no es puro, ni lo es su concepto. El perdón no es, no debería ser, ni normal, ni normativo, ni normalizante. Debería permanecer excepcional y extraordinario, sometido a la prueba de lo imposible: como si interrumpiese el curso ordinario de la temporalidad histórica” (12-13). Se volverá a este planteamiento en el siguiente subcapítulo de la tesis. 96 comunidad (133)77. Si bien no se trata entonces de un medio para buscar la impunidad ni la amnistía (al contrario del uso que le pueden dar a esta terminología grupos como el MOVADEF o ciertos grupos de poder), en el libro sí se desea que este don sea un gesto simbólico (con consecuencias ético-políticas) que permita la rearticulación de los vínculos sociales, lo que va acorde con el proyecto de comunidad que se esboza en el discurso de esta obra78. Una puesta en práctica de aquel perdón ejemplar es el que acomete Agüero luego de referirse a los hombres que, posiblemente, mataron a sus padres (de los que prefiere mantener su identidad en el anonimato, pues, si bien indica que no tiene claro el porqué de esta decisión, por el momento quiere “que sus hijos no hereden ningún estigma. Darles la oportunidad a esos hombres de que hereden a sus hijos su mejor versión”) (127-128). A diferencia de su abuela, quien no perdonó jamás a Alan García por haber sido el responsable político de la matanza de El Frontón (así como de la muerte de los presos en Lurigancho y Santa Bárbara), y de su madre, quien también lo odiaba, el testimoniante opta por perdonar al exmandatario, a pesar de que se reconoce su culpabilidad (y se señala que no se necesita sentencias para saber eso), así como las decisiones negligentes y despectivas de su segundo gobierno (las que condujeron “a la muerte de trabajadores, policías y gente que protestaba por un poco de ciudadanía”). Se trata de un gesto simbólico que, si bien no busca eximirlo de las resoluciones tomadas ni mucho menos justificarlo (por lo que se afirma que “[s]i la justicia llega a comprobarle alguna responsabilidad, pues que la asuma”), sí ensaya un acercamiento comprensivo hacia su persona, a pesar de que este no haya pedido disculpas ni purgado 77 No obstante, al final, en una clara operación deconstructiva, también se problematiza este planteamiento y se declara que su perdón no vale nada, que no ayudará a la paz, pues “[n]o hay paz en el perdón. Solo la prolongación de una entrega. Y una fe en los demás que no será satisfecha” (134). Esta conclusión, que prácticamente llega a caer en la aporía, es sintomática del horizonte ético que se sostiene en Los rendidos (el que evita las respuestas abarcadoras y prefiere mantener los cuestionamientos). Asimismo, como señala LaCapra, la aporía “puede indicar un problema que aún precisa ser elaborado en el intento de generar mejores lecturas y tensiones o modos de interacción más deseables en la vida social” (Representar 236). Sin embargo, también se puede problematizar el entrampamiento propositivo en el que cae Agüero, como se hará más adelante. 78 Se trata de una “reformulación”, no de la idea de “regeneración” o “recomposición” que se encuentra detrás de la noción más esquemática de “reconciliación”. Como indica Ilizarbe, uno de los aspectos problemáticos de dicho proyecto político es el que implica “que una situación de conciliación existió anteriormente y que se trata de recomponer los vínculos rotos o dañados. En el caso peruano nos remite a la comunidad política previa a la década de los 80 y parece sugerir que en ese tiempo lo característico eran la integración y las relaciones sociales y políticas basadas en el reconocimiento mutuo, oscureciendo las múltiples formas de exclusión y desigualdad que han caracterizado al Perú en su historia republicana y que aún lo siguen haciendo” (252). 97 sus culpas (128). De esta manera, se sigue la lógica de un perdón inmotivado que no significa el olvido ni la impunidad, uno que puede reformular los lazos sociales sin dejar de lado el afán de justicia. Así, “el perdón del que nos habla Agüero no es una práctica pasiva, sino una acción en la que se sostienen valores morales y políticos concretos” (Merino Obregón 146), un ejercicio cargado de significancia y que insiste en el horizonte comunitario que se ha venido manejando a lo largo del ensayo-testimonial. Además, escoger perdonar a Alan García se engarza de forma directa con otro de los postulados éticos del libro: el de evitar, justamente, los “excesos” en la búsqueda de justicia. Para ejemplificarlo, se relata la ocasión en la que el líder de un grupo de familiares que había ganado un caso muy importante para el país ante el sistema interamericano de justicia se mostró del todo intransigente: este hombre, se señala, “[q]uería destruir a todos, a los que antes lo humillaron en la comisión de indultos, a los que le negaron apoyo desde las ONG, a los que lo estigmatizaron”. Pero, además, el testimoniante afirma que lo que lo alejó de él fue “su deseo insaciable de desenmascarar a otras víctimas del caso, porque sospechaba de ellas como posibles informantes de los agentes estatales, o como oportunistas”. De esta manera, ese personaje andaba en búsqueda de un tipo de justicia que a Agüero le resulta extremista: una justicia sin piedad (122-123). Este exceso lo encuentra también en la actitud de amigos y compañeros de ruta frente a los rivales políticos: un deseo de confrontación abierta, el sostener visiones maniqueas acerca del Estado y sus funcionarios, el deshumanizar a los agentes de policía79. Así como no se encuentra a favor de la demonización de los senderistas, el narrador también se opone a la patologización de quienes apoyan (o no rechazan de plano) opciones como las del fujimorismo o el MOVADEF (sobre todo, se refiere a aquellas personas que no forman parte de la dirigencia política o del ámbito institucional de dichas agrupaciones) (123-124). 79 Lo que, además, también resulta un accionar contraproducente (y limitante) en lo político. Por ejemplo, como indica Hibbett, es necesario, debido a la coyuntura actual en la que nos encontramos (en la que propuestas reaccionarias con respecto a cómo rememorar lo acontecido en el conflicto se suceden en nuestro país y alcanzan una cierta acogida dentro de sectores de la población), plantear iniciativas que articulen las memorias y experiencias de quienes se sienten más representados por formulaciones “populistas”, como en el caso de los militares, quienes “quizá no encuentran un lugar en un discurso que suele retratarlos como perpetradores, cuando son también víctimas –no solo de Sendero Luminoso, sino de todo un sistema social que hizo de sus cuerpos y de sus subjetividades, los instrumentos de una guerra criminal” (“El LUM”). Para un análisis bastante detallado de las memorias y las producciones culturales de las Fuerzas Armadas sobre el período de la violencia política (y su impacto en el posconflicto), véase Milton (2018). 98 Inclusive, se reprueba aquella “lujuria de justicia”, aquel goce que impulsa, por ejemplo, a gente de sectores progresistas a mofarse y hacer escarnio de la salud de Fujimori, a burlarse y humillar a su familia. Si bien se reconoce que se debe resistir la acometida de su grupo político y de sus aliados en los medios de comunicación (quienes mienten sistemáticamente y se comportan con cinismo), así como que este exmandatario “no debería ser indultado si no lo merece de acuerdo a nuestras normas”80, Agüero afirma que “no quisiera construir mi militancia en los derechos humanos bajo imágenes de crueldad o ligereza. No me reconforta la desgracia de nadie, ni de un culpable atroz” (125-126). De esta forma, se rechaza en el libro el caer en la lógica de considerar al “enemigo” como responsable de la desintegración social, de alterizar a aquellos otros miembros de nuestro (des)ordenamiento colectivo. Lo que se busca entonces entra en consonancia con la propuesta de construir “una gramática no violenta ordenadora de la sociedad” (Drinot 67) con la que se logre reformular también la noción de una reconciliación “pacificadora” y darle mayor importancia a la cuestión de la comprensión, “una comprensión de la cual todavía falta mucho por elaborar, por entender en qué términos debe articularse” (Salazar Jiménez, “Escrituras” 182). No se trata así de un proyecto de comunidad ya predeterminado, sino de una suerte de work- in-progress en el que se sintomatiza la necesidad de reelaborar los vínculos de nuestra sociedad de posconflicto a partir de las coordenadas ético-políticas ya presentadas. 3.2 Observaciones críticas a la significación ético-política de Los rendidos Como afirma Agüero desde el prefacio, nadie escribe en vano, aunque no escriba desde la claridad. Creo que hay experiencias que no tienen el valor de salvar a sus portadores de la reprobación, pero que al compartirlas sí pueden tener efectos hacia afuera, morales y políticos, que ayudan a hacer visible lo que se quiere dejar de lado y a desestabilizar los pactos a veces inconscientes con los que damos por natural nuestra realidad, nuestra historia de la guerra y su proyección en el orden del presente (15). 80 Desde el 2012 se estuvo solicitando el indulto para Alberto Fujimori, pues se aducía que se encontraba en un delicado estado de salud (sobre todo por un cáncer a la lengua, síntoma al que alude directamente Agüero). En diciembre del 2017, unos días después del primer proceso de vacancia al entonces presidente Kuczynski, se le concedió el indulto y derecho de gracia “por razones humanitarias” al exmandatario, si bien resulta claro que las razones que motivaron este gesto fueron en realidad de corte político. El 3 de octubre de este año, en medio de una coyuntura poco favorable para la facción fujimorista, el Juzgado de Investigación Preparatoria de la Corte Suprema declaró fundado el pedido de no aplicación del indulto (el que fue presentado por los familiares de las víctimas de Barrios Altos y La Cantuta), con lo que se revocaron sus efectos y se ordenó el reingreso del exmandatario al establecimiento penitenciario. 99 De esta manera, como he comentado ya, con el ensayo-testimonial se espera tener algún impacto social dentro de la comunidad, sobre todo en lo que se refiere a proponer una reformulación de los lazos sociales en el contexto de posconflicto y buscar el reacomodo del reparto de lo sensible nacional81. La idea de problematizar los saberes estancados (como las fantasías hegemónicas acerca de los senderistas) y de cuestionar las narrativas abarcadoras que se encuentran en pugna en la dinámica de la memoria colectiva (mediante la apelación a la duda sistemática y a reflexiones bastante críticas) han sido los pilares a partir de los que el testimoniante llegó a formular su propuesta ético-política: la de promover el ensanchamiento de la categoría de “víctima”, sostener la necesidad del perdón y de la comprensión ante el dolor de los demás y advertir acerca de los “excesos” en la búsqueda de justicia. Se trata así de una obra comprometida de forma concreta con la transformación de la sociedad peruana contemporánea, si bien este imperativo se construye a modo de un “ejercicio incierto”. Por ello, para indagar en el potencial ético-político del discurso y de la propuesta de Agüero, a continuación, voy a someter a algunos de sus elementos constitutivos a una revisión crítica, sobre todo para vislumbrar de forma más dialéctica los alcances de las elaboraciones desarrolladas en Los rendidos. Si bien creo haber explicado por qué considero que lo planteado en esta obra resulta fundamental para comprender el contexto del posconflicto y para ir más allá de un imaginario colectivo maniqueo y reaccionario (promovido activamente por grupos de poder y medios de comunicación, así como propagado en varias producciones culturales hegemónicas), también me parece importante realizar el balance de algunas de sus formulaciones, para así reflexionar a profundidad acerca de cómo en este texto se entreveran lo político, lo ético y lo simbólico. Entonces, en este último subcapítulo de la tesis, me centraré en las siguientes temáticas: la inscripción del ensayo-testimonial dentro del denominado “giro ético”, su desconfianza frente al horizonte revolucionario, la (des)vinculación entre derechos humanos y desigualdad económica en esta obra, las coordenadas de su propuesta del “don del perdón” y, para terminar, la dimensión estética del discurso que se desarrolla en Los rendidos (lo que incluye su carácter de dispositivo de la memoria 81 Además, más concretamente, algo que ha logrado la obra de Agüero, aparte de impulsar en el debate público “la necesidad de pensar en el grupo humano de ex-subversivos sin demonizarlo”, ha sido convocar “a lectores de este grupo, quienes, gracias a la naturaleza testimonial del texto, han podido establecer una relación de retroalimentación con su autor y se han apropiado del texto de diversas maneras” (Hibbett, “La problemática”). 100 cultural peruana). Con todo esto, espero completar mi análisis del libro, el que partió desde el examen de la composición discursiva y la dimensión representacional del mismo y que ahora termina en la proyección política que llegan a alcanzar dichos aspectos. El denominado “giro ético” es el horizonte que se ha instaurado como motor de la mayoría de movimientos progresistas, del discurso humanitario y de una gran parte de la producción cultural a lo largo de las últimas décadas. Como señala Rancière, este viraje remite a la “transformación de los esquemas interpretativos de nuestra experiencia” que afectan a la política y a la estética contemporáneas (El malestar 139). Se trata de una forma de entender lo que es y no es “ético” que se haya profundamente influenciada por los procesos de violencia política del siglo XX y el desarrollo del paradigma de los derechos humanos en Occidente. Según Ubilluz, esta es una postura ideológica “que sacraliza la ética “democrática”-humanitaria hasta el punto de inhibir la política de emancipación” y su afianzamiento global se produjo “a partir del fracaso del experimento soviético” (La venganza 232). Justamente, debido a fenómenos sociohistóricos como el del Holocausto, este horizonte tiene como principio activo al Mal, pues se intenta evitar por sobre todo que suceda algún otro desastre humanitario, si bien con ello también se desconfía de las prácticas de afirmación política. Para Badiou, esta ética se concibe entonces “como capacidad a priori para distinguir el Mal”, ya que “en el uso moderno de la ética, el Mal –o lo negativo– está primero”, lo que conduce a que se dé el “consenso” de que “toda tentativa de reunir a los hombres en torno de una idea positiva del Bien, y más aún, de identificar al Hombre por tal proyecto, es en realidad la verdadera fuente del mal mismo”; en otras palabras, desde hace unas décadas se nos inculca que “todo proyecto de revolución, calificado de “utópico”, tiende […] a la pesadilla totalitaria” (La ética 32-38). Así, el “giro ético”, si bien responde a la exacerbación de la violencia en el siglo XX, época en la que la principal determinación subjetiva era la de la “pasión por lo real” (es decir, la afirmación política sin tapujos) (Badiou, El siglo 83), también se ha convertido en un potente mecanismo ideológico que se enfrenta a cualquier proyecto de transformación social que no se ajuste a los parámetros del discurso humanitario, con lo que contribuye al sostenimiento de la hegemonía del globalismo neoliberal, como se explicará más adelante. En el caso peruano, este horizonte “se afianza con aun mayor fuerza debido a la aparición de Sendero Luminoso, con sus atentados terroristas, sus “retiradas” al monte y sus incursiones genocidas a las comunidades indígenas”, lo que ha influido en la 101 literatura de la violencia política y en el resto de producciones culturales que se abocan a representar dicho período (así como sus consecuencias en el posconflicto): se encuentra así en estas obras aquella doble impronta ética (“una global por la caída del muro, otra local por Sendero Luminoso”) que “se materializa en la denuncia humanitaria” y que apunta a disuadir al receptor del acto subversivo y la política revolucionaria (Ubilluz, La venganza 232-233). El libro de Agüero, como varias de aquellas producciones, se encuentra muy inserto dentro del “giro ético”, puesto que su perspectiva de transformación parte desde las coordenadas del paradigma humanitario y, si bien se le problematiza en cierta medida, lo que se busca en realidad es llevarlo hasta sus últimas consecuencias, más allá de su estancamiento institucional y académico. Y es que, en Los rendidos, se presenta una gran desconfianza frente a la afirmación política. Como ya señalé, en la obra se alude al legado de las ideas de los padres por medio de una “visión terminal” (con la que se atestigua acerca de lo que ya no existe) y, a partir de ella, se vislumbra aquel horizonte de justicia social como todo un fracaso que solo dejó desolación. Al mencionar cómo la madre de Agüero se burlaba de la preferencia por las humanidades del narrador, pues más bien ella quería que estudiase algo “útil”, como estadística o física, “[p]ara construir la sociedad de nueva democracia”, se afirma con cierto pesar: “Qué lejos de sus sueños. Qué lejos de su utopía quedó todo” (91). Casi al final del libro, cuando Agüero comenta la situación del cuarto en Villa María que construyeron sus padres, se menciona que ellos no planearon vivir allí, sino que su casa “estaba en algún lugar del futuro, en una utopía romántica que sabían que no llegarían a ver, pero que esperaban nos tocara disfrutarla, y a sus nietos y a los nietos de todos” (135). Si bien estas referencias contienen una carga nostálgica y de tristeza, eso se debe al recuerdo de los padres y a la inversión emocional del testimoniante, no al hecho de que se añore en verdad aquella perspectiva de emancipación. La decisión de condenar, justamente, la violencia desmedida, la ortodoxia y los crímenes de los senderistas resulta del todo acertada, pero, además, en el ensayo- testimonial se parte de aquello para terminar condenando toda posibilidad de lucha revolucionaria de impronta anticapitalista. Cuando en el libro se desaprueba a aquellos “extremistas de izquierda” que, por medio de su discurso e influencia, “sensibilizaron a sus estudiantes o discípulos y los alentaron hacia una radicalización terrible” (pues estos jóvenes ingresaron a Sendero Luminoso y “murieron o fueron desaparecidos o se 102 pudrieron en la cárcel”), mientras que dichos izquierdistas “se quedaron en sus vidas de provocadores, radicales de la palabra”, la crítica a su inconsecuencia política resulta bastante sólida. Sin embargo, después de ello se afirma que varios dirigentes de izquierda caben en esta descripción y se enumera algunos de sus recursos discursivos (“[e]l lenguaje de la revolución, el deber de cambio, la conciencia de la injusticia y de su indignidad (no poder vivir tranquilo mientras la injusticia esté allí, manchando los días y los desayunos)”, así como presentar la opción “por tomar valor y atreverse a luchar por medio de la fuerza”), para luego señalarse que “[e]spíritus sensibles y rebeldes” fueron “alimentados de este modo. Jugar así con estos jóvenes, fue colocarlos al borde de una decisión extrema. Y muchos la tomaron” (62-63). Esta lamentación final, a pesar de que remite de manera directa a lo acontecido con la subversión senderista, si se suma a otras afirmaciones de Agüero, como cuando se plantea que “[l]argos años le tomó a la izquierda y a muchos activistas que ahora son grandes demócratas aprender el lenguaje y el valor de la democracia”, pues ello se debió a la necesidad de desaprender “viejos instintos, viejas fórmulas” (con lo que enfrenta al “ideal” del parlamentarismo y del consenso democrático con aquel horizonte perteneciente al “pasado”), sugiere una deslegitimación general de la opción emancipatoria, la que, si bien tiene que adecuarse a los tiempos y evitar la violencia y contradicciones de grupos como Sendero Luminoso, tampoco se debería desprestigiar por completo, sobre todo frente al grado de desigualdad económica y exclusión que se ha alcanzado en el sistema capitalista contemporáneo82. Asimismo, el proyecto de Agüero de reelaborar los lazos sociales en el Perú del posconflicto se puede circunscribir también dentro del paradigma del “giro ético”. Como plantea Rancière, en esta postura ideológica, la “comunidad política” (un modo de estructuración simbólica que no evade el disenso y que “no es nunca lo mismo que la suma de la población”, pues es siempre “una forma de simbolización complementaria 82 Además, el testimoniante afirma que los líderes de izquierda no tomaron aquella decisión extrema y que algunos, de forma irresponsable, “siguieron clamando un discurso de violencia armada hasta que la destrucción de la Izquierda Unida los destruyó a su vez”. A partir de eso, señala que a ellos se les debe perdonar también, pues eran “[h]ijos de su tiempo” y han sido derrotados (incluso, se comenta que, “aunque algunos aún caminen por plazas y escriban en periódicos, no se han dado cuenta de cuán fantasmas son”) (63). Nuevamente, criticar la inconsecuencia política, la ortodoxia y el facilismo de los discursos violentistas dentro de la izquierda peruana resulta muy importante, pero no por eso se debe rehuir por completo de la necesidad de la afirmación política y de la impronta anticapitalista en el contexto actual (ni dar a entender que dichas opciones debieran tan solo quedarse en el pasado). Al hacer esto, el discurso de Los rendidos cae en el marco ideológico de la “pospolítica”; es decir, aquella “lógica que condena la política de emancipación universal en nombre de la política identitaria, el consenso democrático y la atención humanitaria a la víctima” (Ubilluz, La venganza 11). 103 respecto de cualquier recuento posible de la población y de sus partes”) se transforma tendencialmente en “comunidad ética”; es decir, “en comunidad de un único pueblo y en la que todo el mundo está supuestamente cuantificado” (El malestar 140-141). Se puede afirmar que la propuesta de Agüero tiende así a la despolitización y apuesta demasiado por la ética humanitaria83. No obstante, un aspecto que se puede discutir, hasta cierto punto, de lo elaborado por Rancière es cuando él afirma que aquella “comunidad ética” tropieza únicamente “con un resto problemático”: el de “el excluido”. En esta formulación, “este complemento ya no tiene razón de ser porque todo el mundo está incluido”, por lo que “el excluido” no posee entonces “estatus en la estructuración de la comunidad” (y, así, queda relegado o a ser alguien “al que la comunidad debe tenderle la mano caritativa para restablecer su ‘lazo social’” o al que se rechazará por completo) (El malestar 141-142). Si bien Rancière se está refiriendo a la capacidad de reconfigurar lo sensible y de llegar a articular “operaciones disensuales”, el libro de Agüero, con su singular horizonte discursivo que invita a la comprensión de los demás y a no caer en narrativas de exclusión de los otros (incluso si se les considera “enemigos”), busca componer una “comunidad ética” que no caiga tanto en la uniformización y donde se demuestre particular autoconciencia frente al tema de lo “sinlugar” (aunque, ya en el plano de la emancipación colectiva, el ensayo-testimonial se muestra muy aprensivo). Como expliqué, en Los rendidos se plantea también la necesidad de reformular la categoría de “víctima” y el discurso alrededor de esta: que el enfoque no esté puesto solamente en la figura de la “víctima inocente” ni que tampoco se la descentre por completo en la reflexión acerca de la violencia política y sus consecuencias. Así, se contempla el volver menos excluyente a dicha categoría y dejar de violentar simbólicamente a aquellas “víctimas culpables” o “no-inocentes” (y, además, a los familiares de estas). No obstante, puede considerarse también como problemático el reificar demasiado a aquello que entraña la condición de víctima. Como señala Badiou, “el estado de víctima […] asimila al hombre a su sustancia animal, a su pura y simple identidad de ser viviente”, lo que resulta bastante reduccionista, pues no se toma en cuenta que en el individuo se presenta también una obstinada necesidad de persistir 83 Según Žižek, cuando se opone la esfera de la política a la de los derechos humanos, el discurso humanitario pierde consistencia y se ve obligado a circunscribirse al espacio de la ética contemporánea: “debe apelarse a referencias a la oposición prepolítica entre el Bien y el Mal”, lo que conduce a “un gesto violento de despolitización, de negarle a las víctimas otra subjetivación política” (La suspensión 194- 198). 104 como más que solo su cuerpo; es decir, de ser “precisamente otra cosa que una víctima, otra cosa que un ser-para-la-muerte, o sea: otra cosa que un mortal” (La ética 35-36). Cuando Agüero afirma que “en una guerra el daño es un tema central para comprender las relaciones”, se trata de una observación pertinente y que resulta difícil de rebatir, pero cuando a continuación comenta que aquel daño “[f]unda un mundo de víctimas. Un pueblo está habitado de víctimas. Esa es la primera condición para acercarse a él. El país, el mundo entero es una fosa común” (108), se está esencializando demasiado aquella dimensión, lo que va acorde con la propuesta ontológica del dolor del libro, pero es un punto que se ancla excesivamente en el padecimiento y no en otros aspectos del ser humano84. Por otra parte, como concluye Hibbett, a pesar de que en Los rendidos se logra repolitizar la categoría de víctima, aquello se ve limitado, pues “el texto se inscribe en un proceso de visibilizar y convocar a un grupo invisibilizado, más que de búsqueda de justicia, de politización de su receptor, de análisis de causas históricas del conflicto o de retar injusticias estructurales en el presente” (“La problemática”). Como resultado de ello, el horizonte ético-político del libro se presenta muy restringido por esa centralidad de la figura de la víctima, si bien esto también acarrea un cuestionamiento profundo de los discursos oficiales y de los vínculos sociales en el posconflicto que no se debiera desatender. En el ensayo-testimonial, el narrador plantea que, “por más que el sistema genere injusticias y conflictos sociales”, hay que aceptar que “la guerra no es igual que la paz”. Se propone así que la violencia política fue algo atroz y brutal, y que “no hay modo de igualarla con la posguerra, pese a las continuidades que aparecen tentadoras como argumentos para borrar toda diferencia entre el pasado y el presente (como la pobreza, la explotación, el racismo…)” (25). Resulta innegable que lo acontecido durante el período del conflicto armado fue en verdad terrible y que sus secuelas traumáticas aún persisten en nuestra sociedad, pero, con aquella afirmación, así como con la desconfianza frente a la impronta emancipatoria, el texto de Agüero parece relativizar otro tipo de violencia (sobre la que, justamente, no se profundiza demasiado en el discurso del libro): aquella que es de carácter “sistémico”. Como plantea Žižek, además de la violencia de tipo “subjetivo” (la que es producto de los agentes sociales, los 84 Aunque, también, se puede criticar lo elaborado por Badiou por no contemplar las diferentes dinámicas de resistencia, búsqueda de ciudadanía y demás funciones que puede cumplir dicha categoría en contextos particulares de posconflicto, como lo observa Agüero en el caso peruano (con lo que se presenta una capacidad de agenciamiento que luego podría llegar a encauzarse políticamente). 105 individuos malvados, los aparatos disciplinados de represión o las multitudes fanáticas) y la “violencia simbólica” (que se refiere a la que se encuentra presente en el ámbito del lenguaje), se encuentra también la “violencia sistémica”, la que viene a ser la de “las consecuencias a menudo catastróficas del funcionamiento homogéneo de nuestros sistemas económico y político” (Sobre 10-21). En Los rendidos, si bien no se representa directamente las escenas de “violencia subjetiva” (salvo excepciones importantes, como la de la ejecución de la madre de Agüero), sí se presentan de manera constante sus secuelas y el gran dolor que han ocasionado. Asimismo, como ya indiqué, se reflexiona en la obra acerca de “las trampas del lenguaje” y la exclusión y el sufrimiento que ellas reproducen. Sin embargo, a la “violencia sistémica” solo se le exhibe contextualmente, pues se alude en estas memorias a entornos de pobreza y marginalidad (como en las vivencias del protagonista cuando vivía en El Agustino), pero no se propone algún horizonte de cambio para combatir a aquella rampante desigualdad económica. En el sexto fragmento del relato, se narra que los padres del testimoniante no participaron en “grandes batallas ni épicas”, sino que lo de ellos era “parte de una guerra silenciosa, pequeña, de casas humildes, de chozas de esteras, de barriadas y conos; guerra de armas siempre escasas y “medios” viejos, de puntos de apoyo”. Además, se señala que los policías a los que se enfrentaban esos “senderistas del montón” debían tener una rutina similar y que acaso ellos estaban “igual de desamparados, dejados a su suerte, con familias viviendo quizá en los mismos barrios pobres que sus enemigos, con armas igual de miserables” (32). Este comentario acerca de cómo las clases con menos recursos se vieron muy afectadas durante el conflicto (y que así se complicó aún más su capacidad de subsistencia) es un aspecto que Agüero visibiliza, pero sobre el que no reflexiona realmente a profundidad, a pesar de tratarse del telón de fondo de gran parte de lo rememorado. Lo que sucede es que aquella “violencia sistémica” (que persiste en el período del posconflicto) es precisamente la violencia inherente a “aquel estado de cosas «normal» y pacífico” que sostiene el orden “contra lo que percibimos como subjetivamente violento” (Žižek, Sobre 10). No es que el discurso del libro sea entonces indiferente a estas desigualdades, pero en el horizonte pospolítico de Los rendidos no se contempla alguna forma de hacerles frente y, más bien, se critica la opción de la emancipación política por la posibilidad de que pueda perturbar la “paz”85 (con lo que, inconscientemente, se permite la pervivencia del sistema). 85 Aparte, esta dicotomía tan marcada entre “guerra” y “paz” trazada por Agüero se puede problematizar en otros aspectos de antagonismo social, como en la dimensión de la violencia de género. Según Boesten, 106 Cuando Agüero critica la “justicia sin piedad”, así como aquellos “excesos” y falta de compasión dentro del activismo progresista, señala que “no quisiera construir mi militancia en los derechos humanos bajo imágenes de crueldad o ligereza” (126). Justamente, aquella “militancia” es la única que se sostiene directamente a lo largo del texto, pues la idea de criticar la tecnocracia y el academicismo en el campo de los derechos humanos parte de querer evitar dichos entrampamientos que promueven la sedimentación de aquel discurso y de su accionar. No obstante, resulta necesario señalar ciertas limitaciones del posicionamiento del campo de los derechos humanos en la actualidad. Como plantea Samuel Moyn, si bien se ha alcanzado un importante desarrollo en cuanto al reconocimiento de los derechos de ciertas minorías y de grupos oprimidos (así como una condena general del autoritarismo y de la violencia estatal), este activismo se ha quedado corto a la hora de oponerse al fundamentalismo del mercado que se propagó desde de la década de los 70s (época en la que, también, se llevó a cabo la expansión del paradigma contemporáneo de los derechos humanos)86. De esta forma, “[t]he real trouble about human rights, when historically correlated with market fundamentalism, is not that they promote it but that they are unambitious in theory and ineffectual in practice in the face of market fundamentalism’s success. Neoliberalism has changed the world, while the human rights movement has posed no threat to it”. No se trata entonces de abandonar del todo aquel paradigma, pero sí de criticar su falta de compromiso frente a la desigualdad material y buscar su reformulación, para que así los derechos humanos dejen de acompañar tan apaciblemente al neoliberalismo y ya no se contenten con ser tan solo la “brújula moral” en un mundo injusto (213-220). A pesar de las fundadas críticas de Agüero hacia la institucionalización humanitaria, al no ser más frontal con el tema de la desigualdad económica y la necesidad de la redistribución, el discurso de Los rendidos no se escapa de los límites de dicho paradigma, lo que reduce bastante los alcances de su propuesta ético-política para el Perú del posconflicto en esta época de hegemonía neoliberal. “en el caso de la violencia contra las mujeres hay más que estructuras persistentes [en el posconflicto]”, pues “la misma violencia continúa, aunque en formas distintas que en tiempos de guerra” (26). 86 Como indica Moyn, el texto fundacional de aquel paradigma, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, sí vislumbraba aspectos de igualdad distributiva, sobre todo por abogar por el modelo del welfare state tras la Segunda Guerra Mundial (que en ese contexto presentaba muchas limitaciones, pues persistía la subordinación de gran parte de la población mundial a causa del colonialismo y, además, en esos estados aún se mantenían las desigualdades de género, raza, etc.) (13-14). Resulta entonces sintomático que se haya perdido aquella dimensión de los derechos socioeconómicos en el paradigma humanitario actual y que este mantenga una coexistencia no-problemática con el sistema neoliberal dominante. 107 Sobre la propuesta del “don del perdón” elaborada por Agüero, ya he comentado que lo que se busca es que este gesto simbólico tenga consecuencias ético-políticas y que permita la rearticulación de los vínculos sociales, sin por ello promover la impunidad o la amnistía para los crímenes cometidos durante el período del conflicto armado. Por otra parte, algo que también se observó es que dicho planteamiento tiende hacia la indeterminación, lo que resulta sintomático, pues se trata de un punto de contención que alude a una serie de antagonismos aún no resueltos sobre cómo diferentes sectores de la población pueden relacionarse con quienes fueron (o con quienes aún consideran) sus “enemigos”. Sin embargo, este entrampamiento propositivo también se puede problematizar, sobre todo si es que en el texto se espera que dicho don fomente, con alguna consistencia, un horizonte comunitario. Como concluye Esparza, el texto de Agüero se moviliza en aquel límite tenso entre la “ética hiperbólica del perdón” (de influencia derrideana) y “el perdón político que debería ocurrir en la historia actual” (“Un ejercicio” 11), lo que acaso requiere de una re-significación para que pueda llegar a trascender “más allá del gesto retórico” (Montalbetti, “Nota”). Así, cuando el testimoniante problematiza la noción del “perdón difícil” por tener el carácter de un “pacto de reciprocidad” e indica que, más bien, sería mejor apuntar a “no esperar nada, ni siquiera un pacto de fracaso” (132), la indeterminación a la que se llega parece caer incluso en el nihilismo (Parra) o, al menos, en un exceso de desconfianza propositiva. Además, si bien este acercamiento al perdón se desarrolla, justamente, por la experiencia singular de Agüero, es necesario recordar que, como señala Theidon en su análisis de las dinámicas de algunas comunidades bastante afectadas por lo acontecido en el conflicto armado, se tienen que tomar en cuenta las condiciones de desigualdad social y económica al momento de reflexionar acerca del fenómeno del perdón, ya que los conceptos morales “no son ahistóricos ni abstractos: nacen en ciertas condiciones materiales, de nuestra interacción sentient con el mundo” (así, por ejemplo, “[e]n un mundo de privación, es poco probable que el perdón florezca”) (209-210). Por ello, si bien la propuesta del perdón presente en Los rendidos posee aristas que nos alejan de ciertos lugares comunes acerca de cómo articular nuestras relaciones sociales en el posconflicto, su apuesta por la indeterminación discursiva y su grado de abstracción resultan muy limitantes para que el planteamiento adquiera un mayor potencial ético- político. Por último, quisiera referirme a la dimensión estético-política que se encuentra presente en Los rendidos. Con ello, me refiero a cómo es que en esta producción 108 testimonial se articula dicha relación a partir de una poética que no se circunscribe a un formato convencional y cuya escritura es de corte deconstructivo, además de tratarse de un dispositivo de la memoria cultural peruana. Para lo primero, me remito al uso que he venido haciendo de lo formulado por Rancière para comprender cómo es que el libro plantea el vínculo entre lo estético y lo político. La conceptualización de este pensador parte de entender a la literatura y a su relación con lo político como a “una cierta forma de intervenir en el reparto de lo sensible que define al mundo que habitamos: la manera en que éste se nos hace visible y en que eso visible se deja decir, y las capacidades e incapacidades que así se manifiestan” (Política 20). Como ya he mencionado, el libro de Agüero realiza dos operaciones importantes: visibilizar, mediante sus “memorias subterráneas”, otras facetas de los “senderistas del montón”, así como el sufrimiento de sus familiares (y la violencia simbólica a la que están sometidos); y problematizar los discursos oficiales y las fantasías ideológicas de corte hegemónico. De esta manera, se quiere intervenir en el reparto de lo sensible nacional para llegar a influir en lo que se puede “decir” y en el reconocimiento de los sujetos que pueblan nuestra comunidad (con lo que sus coordenadas coinciden con la elaboración rancièreana). Sin embargo, como se comentó en la introducción de la tesis, la propuesta de Rancière ha recibido varias críticas por su manera de vincular el arte y la política. A continuación, señalaré brevemente algunas de estas observaciones (las que resultan más pertinentes para mi análisis) y la manera en la que pueden también relacionarse (o no) con la dimensión estético-política del libro de Agüero. En primer lugar, como señala Stephan Gruber, en lo elaborado por Rancière se plantea una “estetización de la política”, debido a que “su concepto de política (emancipatoria) se emparenta con la indeterminación de la estética, así como una politización de la estética, en el sentido que el arte del régimen estético contribuye siempre ya a la emancipación a través de la indeterminación del sentido” (138). Por ello, se postula a dicha indeterminación como algo valioso, pues la posibilidad de que el reparto de lo sensible sea más fluido e indeterminado permite que las formas sedimentadas de dominación “sean más infrecuentes o en todo caso siempre más abiertas a crítica”. No obstante, esto no puede ser considerado como un valor en sí mismo, ya que “la fluidez de lo social no significa realmente una restricción de la dominación”, además de que el cambio en sí “no siempre es bueno, este puede implicar una radicalización de la desigualdad más que su solución” (140). En segundo lugar, como advierte Mijail Mitrovic, en cuanto a la experiencia estética, como esta se propone 109 como un gesto disensual, la apuesta de Rancière es por una “lucha contra lo cotidiano y lo normalizado sin transformar –siquiera pensar– las condiciones que producen y estructuran nuestro lugar en la sociedad”. Se busca entonces un cambio imaginario y abstracto, no concreto, “una huida de lo real que aparece bajo la forma de la emancipación”. Por ello, al no tematizar “el carácter ideológico del arte y, más aún, al expulsar la ideología de lo artístico y estético”, la teoría de Rancière se devela como “incapaz de dar cuenta de la forma concreta en que el arte reproduce los compromisos ideológicos que lo determinan como una práctica social” (61-62). Si bien se puede plantear que el libro de Agüero, si se le relaciona con la propuesta estética de Rancière, calza muy bien con el uso de la categoría del “reparto de lo sensible” y maneja su potencial político en dicho registro (puesto que se pretende influir en la dimensión sociosimbólica nacional, tanto en lo que se puede “decir” como en el reconocimiento de los sujetos que pueblan nuestra comunidad), esta obra (por su carácter testimonial y su horizonte ético) no busca quedarse en la pura indeterminación, ya que este se halla muy anclado al contexto contemporáneo y pretende responder a él (pos)políticamente, a pesar de que su propia propuesta acentúe más el ámbito de lo ético y lo moral. La indeterminación en el libro se cuela, sobre todo, en su elaboración sobre el perdón y en la falta de afirmación política, dos aspectos que pueden resultar, desde cierta perspectiva, problemáticos en el discurso de Agüero. Si bien entonces se le puede criticar a Los rendidos su falta de compromiso político, su dependencia del paradigma humanitario o que algunas de sus propuestas parezcan quedarse en el gesto retórico, no se trata de un texto que se regodee en el esteticismo ni que se contente con el jugueteo discursivo. En este ensayo-testimonial, la dimensión estética se haya fuertemente vinculada con un compromiso sincero con la transformación social (por el lado de los vínculos comunitarios), a pesar de las limitaciones que se le puedan achacar a sus coordenadas ético-políticas. Acerca de su carácter como dispositivo de la memoria cultural y la manera en la que aquel parámetro discursivo afecta, en cierta medida, su potencial ético-político, se puede señalar lo siguiente. Como plantea Peter Osborne, el marco interpretativo del paradigma de la memoria en la producción cultural presenta algunas limitaciones para abordar de forma compleja la reflexión acerca de la experiencia histórica (lo que, por inferencia, también trae consecuencias para las obras que se producen desde ese mismo marco). Una de estas limitaciones es que, si bien es una virtud del modelo de la memoria su manera de asociar “history with the living, that is, with the present, and not just the 110 past”, esto resulta ser algo muy restringido, pues “history is not just a relationship between the present and the past, it is equally about the future” (205). Con esto, se alude a la noción de “futuricidad”: de que puede ser posible el ir más allá de la realidad social actual y sus antagonismos. Si bien, como se ha señalado, el texto de Agüero alude a un proyecto de comunidad y aboga por una serie de aspectos que pueden (re)ordenar los lazos de nuestro entorno colectivo (con lo que, entonces, se intenta ir más allá del retrato de las dificultades del presente), su limitada politización y su anclaje en el marco de la memoria no le permiten ser más afirmativo con dicha propuesta, por lo que el futuro esbozado se ve bastante constreñido. Por otra parte, Osborne también señala un problema de corte más contextual: que el marco de la memoria “presumes that historical understanding can be grounded in the recovery of a set of determinate intersubjective relations. Not only is this problematic as a matter of general principle, but it neglects the historical fact that what we might call capitalistic sociality (the grounding of social relations in exchange relations) is essentially abstract”. Esto quiere decir que este tipo de discurso no permite aprehender del todo la especificidad de las relaciones sociales en el contexto del capitalismo contemporáneo (206). En Los rendidos, como ya he mencionado, no se presta demasiada atención a la dinámica social dentro del contexto capitalista, lo que se conecta con su poca profundización respecto de la desigualdad socioeconómica del Perú de posconflicto y con la falta de reflexión acerca de la necesidad de un horizonte de cambio en ese sentido. No obstante, el modelo de la memoria cultural en el que se inscribe la obra de Agüero presenta un par de aspectos importantes a considerar dentro de nuestro contexto. Como plantea Hibbett, a pesar de que en Los rendidos no se lleva a cabo un cambio de paradigma respecto de otras producciones de este tipo (pues aún se sigue girando alrededor de la imagen de la víctima), esto tiene lógica y no le quita importancia social (aunque esta se tenga que sopesar adecuadamente), pues se trata de algo todavía útil “para la producción cultural limeña, dadas las características de la sociedad peruana: es un espacio seguro, que suscita una empatía básica que convoca a la audiencia objetiva de las obras, pese a las tensiones que aún dispara el pasado violento” (“La problemática”). Por otra parte, en un contexto en el que “se está usando el debate por la memoria de la violencia para dividir a la población en dos bandos: “el enemigo” (los terruqueados) y “nosotros” (el ‘pueblo’ fujimorista)”, si bien es necesario no perder de vista los aspectos estructurales que se encuentran detrás de esto (como la hegemonía neoliberal y la corrupción) (Hibbett, “El LUM”), también resulta importante traer a 111 colación la forma en la que en Los rendidos se sostiene la necesidad de ir más allá de los razonamientos binarios y de la lógica del “enemigo”: si bien esta propuesta no va entonces al meollo del problema, sí llega a trazar algunas coordenadas básicas a partir de las que se puede comenzar a reflexionar a fondo acerca de cómo afrontar estos antagonismos sociales sin verse entrampado en aquellos esquemas ideológicos que no contribuyen a la transformación social (algo que, como Agüero comentó, afecta incluso a los sectores considerados más “progresistas”). Para concluir, en este capítulo he examinado la dimensión ético-política del ensayo- testimonial de Agüero. En primer lugar, he revisado cómo en esta obra se plantea la necesidad de reconocer el sufrimiento de los demás (en particular, de los familiares de los “enemigos”) y de sostener una serie de coordenadas (las de la necesidad del perdón y de evitar el deseo de una justicia sin piedad), para así sostener la propuesta de un horizonte comunitario en el que se reformulen los vínculos sociales. En segundo lugar, confronté distintos aspectos del discurso de esta obra con algunas categorías y reflexiones contemporáneas para realizar un balance acerca de los alcances de su propuesta ético-política. Lo que puedo concluir es que, si bien se ha hecho patente que el discurso del libro tiene una serie de limitaciones a la hora de trazar su horizonte de cambio social, Los rendidos sí contiene dimensiones valiosas que se deben tomar en cuenta si lo que se espera es contribuir a mejorar significativamente nuestro actual ordenamiento social. 112 Conclusiones Comencé este trabajo analizando la forma en la que los personajes senderistas eran retratados en Los rendidos, pues me interesaba examinar cómo es que se problematizaban las imágenes reproducidas por los discursos oficiales y las memorias emblemáticas del conflicto armado peruano. Mi hipótesis era que, por medio de la representación que en este ensayo-testimonial se hacía de aquellos militantes, así como también por el uso de algunas estrategias retóricas y argumentativas, se desconfiguraban diversas fantasías hegemónicas sobre los senderistas y se cuestionaban también las consecuencias que dicho imaginario había tenido sobre nuestra configuración social. A continuación, haré un recuento de lo que pude concluir en cada capítulo de esta tesis, para luego reflexionar acerca de qué tan relevante realmente resulta el trabajo realizado dentro del contexto de posconflicto actual en el que nos encontramos. En el primer capítulo, se examinaron algunas de las producciones literarias más reconocidas de la narrativa de la violencia política. Entre estas, se encontraron representaciones estereotípicas y exotizantes de los militantes de Sendero Luminoso. Asimismo, en el trasfondo de aquellas imágenes, se halló un vínculo recurrente con una serie de fantasías ideológicas que velan las complejas dinámicas sociohistóricas detrás del desarrollo del conflicto armado en el Perú, como el relacionar a la agrupación senderista con un supuesto “primitivismo” andino, caracterizarla como a una presencia externa y fantasmal (y, por ende, incognoscible) o aludir a la amenaza de su posible retorno, todo lo que se encuentra en consonancia con el imaginario colectivo hegemónico. No obstante, también se analizó cómo es que algunas novelas dentro del canon literario han complejizado dichas representaciones al presentar otras aristas de aquella organización y al desarrollar narraciones acerca del conflicto que parten desde puntos de vista que pugnan con los discursos dominantes. Se trata entonces de un panorama de enfrentamientos discursivos y en el que la dinámica de la memoria cultural se sintomatiza en toda su complejidad, aspectos por los que esta tradición narrativa sigue siendo un campo relevante para la expresión y reflexión crítica. En el segundo capítulo, comencé con el examen de Los rendidos, estudio que traté de realizar por medio de una lectura detenida de dicho texto, para luego pasar a desentrañar la representación que en este se hacía de los militantes senderistas. Por ello, en primer lugar, me referí a sus coordenadas discursivas y genéricas para poder comprender mejor las características particulares de la obra de Agüero. Que sea un “ensayo-testimonial” 113 (designación con la que se alude a su composición académica y autobiográfica), que se articule alrededor de un singular lugar de enunciación (el de la complicada filiación del testimoniante), que se apele a la duda sistemática: todas estas dimensiones del libro repercuten en su proyecto representacional, así como en su horizonte ético. En segundo lugar, a partir de las propiedades ya mencionadas, analicé cómo la caracterización de aquellos “senderistas del montón” en esta obra cuestiona abiertamente los estereotipos y maniqueísmos propios de la memoria cultural dominante, lo que se sostiene sobre la dimensión “subterránea” de la rememoración de Agüero. De esta manera, mediante un retrato que incide en las facetas cotidianas y afectivas de aquellos militantes (sin que ello signifique justificar su accionar violento o trazar alguna otra narrativa “heroica”) se llega a problematizar las coordenadas de representación de las novelas hegemónicas comentadas en el primer capítulo de la tesis, así como algunos de los presupuestos de los discursos oficiales. En tercer lugar, propuse que, por medio de aquella representación y de las estrategias argumentativas de la voz narrativa, este libro indaga en las “trampas del lenguaje” y los binarios morales habituales de nuestra dimensión sociosimbólica actual y, finalmente, produce una verdad que descompleta, en diferentes niveles, los saberes instaurados por las memorias emblemáticas del Perú de posconflicto (tanto la de la “memoria salvadora” como de la memoria de corte humanitario). Por todo ello, Los rendidos se erige, dentro del panorama cultural contemporáneo, como una producción textual importantísima y que amerita una mayor difusión y discusión más allá del espacio académico y universitario. En el último capítulo, examiné la propuesta ético-política que se desprende de lo esbozado en Los rendidos, así como planteé un par de críticas a su discurso a partir de algunas formulaciones teóricas contemporáneas. Primero, revisé la forma en la que en esta obra se plantea la necesidad de reconocer el sufrimiento de los demás (sobre todo enfocándose en la figura de los familiares de los “enemigos”, lo que tiene como base la caracterización que se ha hecho de los senderistas a lo largo del ensayo-testimonial), además de examinar cómo es que en el libro se proyecta un horizonte comunitario sobre la reformulación de los vínculos sociales (lo que se sostiene tanto en la necesidad del perdón como en evitar el caer en los excesos de un deseo de justicia sin piedad). Posteriormente, puse en discusión ciertas dimensiones del discurso propuesto en Los rendidos mediante la utilización de herramientas de la teoría crítica actual (con referencias a pensadores como Badiou, Rancière y Žižek, entre otros) para así realizar un balance de su significación ético-política. Me enfoqué en comentar la inscripción del 114 ensayo-testimonial dentro del denominado “giro ético”, su desconfianza frente al horizonte revolucionario, la (des)vinculación entre derechos humanos y desigualdad económica en esta obra, las coordenadas de su propuesta del “don del perdón” y, por último, la dimensión estética del discurso que se desarrolla en Los rendidos y su carácter como dispositivo de memoria cultural. De esta forma, si bien se encontraron varias “limitaciones” en el proyecto de Agüero, también se pudo tener una idea más clara de la importancia que poseen algunas de sus elaboraciones en general, aunque sea para reflexionar sobre ciertas dimensiones de nuestra constitución de posconflicto, así como para formular un punto de arranque desde el que se llegue a emprender un necesario proceso de transformación social. Esta tesis ha sido terminada el 2018, año que ha sido nombrado oficialmente como “Año del Diálogo y la Reconciliación” en un esfuerzo cínico del gobierno de turno por aprovechar aquella terminología para negociar políticamente y promover la impunidad (esta designación se consignó poco después de aprobarse el indulto a Alberto Fujimori, condenado por crímenes de lesa humanidad, y remite de forma directa a un discurso a favor del olvido y de “voltear la página”). Además, en los últimos meses, se llevó a cabo una ofensiva de los sectores conservadores y/o de afiliación fujimorista para deslegitimar a distintas instituciones relacionadas con la memoria humanitaria y fortalecer así a la “memoria salvadora”: desde la campaña de desprestigio en contra del LUM promovida por el congresista Edwin Donayre (pues se le acusaba de “apología al terrorismo”, como en el 2017 ya había sucedido con el Museo de la Memoria de Ayacucho), hasta la propuesta fujimorista de construir un parque temático a favor de los “héroes de la democracia”, todo ello se suma a un contexto en el que también se ha proseguido con las denuncias y ataques a distintas producciones culturales (como lo sucedido con las tablas de Sarhua o la carpeta “Resistencia Visual 1992-2017”, polémica por la que el año pasado el entonces director de LUM, Guillermo Nugent, tuvo que abandonar el cargo). Frente a este turbulento panorama, me parece que Los rendidos (sobre todo, en algunas de sus formulaciones analizadas en esta tesis) sigue siendo una producción tremendamente relevante, ya que invita al lector a cuestionarse acerca de una gran cantidad de sentidos comunes que se propagan por intermediación de los medios de comunicación y los actores políticos actuales. Además, a pesar de las críticas que se le pueden hacer a algunas de las elaboraciones del libro (como las que he tratado de ensayar en la última sección de la tesis), el horizonte ético y los argumentos que se desarrollan en esta obra no lo dejan a uno indiferente por su grado de 115 interpelación e invitan a enfrascarse en un diálogo complejo acerca de nuestros lazos comunitarios y nuestra constitución como sociedad de posconflicto. Por otra parte, Agüero ha producido, en estos últimos años, un conjunto de obras literarias y testimoniales de gran valor y con una poética muy personal, en las que el dolor, la memoria, la densidad reflexiva y el cuestionamiento de los grandes relatos han marcado el rumbo de aquella escritura tan sincera como necesaria. Tanto Los rendidos como el poemario Enemigo, el conjunto de relatos de Cuentos heridos y Persona, otro libro difícil de clasificar, demuestran la significancia de este autor dentro del actual panorama literario peruano (además de tratarse de un corpus que valdría la pena investigar en su conjunto). Se trata entonces de un escritor que resulta ser “contemporáneo” en el sentido propuesto por Agamben: “aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo, para percibir, no sus luces, sino su oscuridad” (Desnudez 21). La obra de Agüero mantiene así una relación tensa con la dimensión sociosimbólica del Perú actual, pero esto es justamente lo que permite que sus textos resulten tan reveladores y cruciales para llegar a comprender, en gran medida, nuestra presente (des)configuración nacional. Que este año él haya recibido el Premio Nacional de Literatura en la categoría de “No-ficción” por Persona sigue demostrando la buena recepción que ha estado teniendo su obra en ciertos ámbitos, lo que no deja de ser una grata noticia en medio de un contexto en el que, como ya he mencionado, resurgen continuamente los embates del negacionismo y de los sectores más reaccionarios. Esto último, que puede parecer algo paradójico, resulta sintomático de un país en el que Agüero presenta sus libros y dialoga en diferentes auditorios sobre temas de memoria y literatura (con gran interés de parte del público), pero también en el que se ha objetado sin mayores fundamentos su participación en la Comisión de Lineamientos para el desempeño del LUM y en el que en algunos medios y espacios de la esfera pública se le sigue denostando por ser “hijo de terroristas”. Resulta claro entonces que el posicionamiento de este autor aún es complicado dentro del escenario de posconflicto, aunque el buen recibimiento de su producción y el apoyo de diversos sectores de la población son aspectos que vale la pena resaltar (y celebrar). Considero necesario hacer algunas últimas observaciones. El estudio que he realizado ha partido de relacionar a esta obra con un corpus de textos narrativos y de estudiarlo desde la literatura y la teoría contemporánea. Si bien ya he señalado el porqué de dicha aproximación, así como la validez de un acercamiento de este tipo (sobre todo por la importancia de vincular lo literario con la política y la memoria), también soy 116 consciente de que se trata de un espectro bastante delimitado de aproximación académica, sobre todo frente a un libro híbrido que dialoga de manera compleja con otros campos del saber. Por otra parte, en este trabajo se ofrece una lectura particular de un texto que continuamente trata de problematizarse y que parte de la incertidumbre y de la duda sistemática, por lo que mi intención no es tratar de cerrar su campo de significación, sino dialogar con esta obra y reflexionar acerca de temas trascendentes para nuestro actual (des)ordenamiento socio-simbólico. En el campo de los debates académicos, el tema de la memoria de la violencia política en el Perú sigue resultando materia de mucha discusión. Investigaciones de estos últimos años como La ciudad acorralada. Jóvenes y Sendero Luminoso en Lima de los 80 y 90 (2016), Dando cuenta: estudios sobre el testimonio de la violencia política en el Perú (1980-2000) (2016), La guerra senderista: hablan los enemigos (2017), Género y conflicto armado en el Perú (2018), entre otros, traen consigo nuevas perspectivas para la comprensión de dicho período, sobre todo en lo que respecta a memorias que no se insertan armónicamente con el imaginario sostenido por la historia oficial. Espero que esta tesis pueda contribuir a dichas reflexiones, ya que considero necesario problematizar los saberes asentados en nuestra comunidad, en especial si estos traen consigo la pervivencia de diversos problemas estructurales dentro del país. Por último, tengo que señalar una característica constitutiva de este trabajo que, según el punto de vista con el que se lo mire, puede resultar quizás un defecto o una virtud. Mi acercamiento a Los rendidos en esta investigación ha sido puramente académico y conceptual, con un claro sesgo literario; es decir, como a un objeto de estudio frente al que he realizado un análisis formal detallado y al que he relacionado con ciertas categorías teóricas para llegar a producir así un saber que se inserte dentro de los parámetros del discurso universitario. Sin embargo, este tipo de aproximación también puede ser puesto en cuestionamiento, sobre todo por la naturaleza de la obra analizada. Como señala Agüero, [con] las mejores intenciones, algunos estudiosos o artistas pueden recuperar la memoria y buscan avanzar en el reconocimiento de todas las memorias. Incluidas las de las mujeres y hombres de Sendero o el MRTA. Pero no hay rastro de compasión en su aproximación. No es obligatorio que la haya tampoco. Cada quien hace lo que mejor le acomoda. Pero siento que es una debilidad. Porque no se detienen a pensar y a sentir si en el proceso que impulsan para conocer, pisan una vez más la intimidad de familias que quizá ya tuvieron bastante y están cansadas de formar parte de estas historias locales de la infamia (38). 117 Se trata de un llamado de atención al que también se puede incluir a un trabajo como este, el que se acerca desde lo discursivo y se queda dentro de ese espectro, sin llegar a involucrarse directamente con el aspecto más descarnado y personal de estas memorias, sino tratando de circunscribirlas al estudio académico. En verdad, se ha tratado de un problema sobre el que he meditado constantemente y por el que he tratado de tener mucho cuidado de no instrumentalizar en demasía el contenido de este libro ni de perder el horizonte ético de mi análisis. Si aun así he seguido con esta investigación es porque considero que la aproximación que he tomado, con todas sus limitaciones, resulta necesaria. El libro de José Carlos Agüero permite la reflexión sobre una serie de temas acuciantes para nuestra realidad social contemporánea, y me parece que los estudios literarios no debieran de eludir los debates de esta naturaleza, sobre todo en lo que respecta a la memoria de la violencia política y su repercusión dentro del Perú de postconflicto. Así como la expresión literaria contribuye al reparto de lo sensible y a la consolidación de una memoria colectiva, también el saber académico tiene que preocuparse por no dejar de lado el análisis de dicha dinámica que afecta de una u otra forma a los habitantes de una comunidad. Y de la misma forma que en Los rendidos hay una preocupación perenne por el futuro de nuestra nación, en esta investigación también se encuentra el interés de contribuir, modestamente, en el ámbito de la transformación social. 118 Bibliografía Acedo Alonso, Noemí. “El género testimonio en Latinoamérica: aproximaciones críticas en busca de su definición, genealogía y taxonomía”. Latinoamérica 64.1 (2017): 39-69. Agamben, Giorgio. Estado de excepción. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2005. --------. Desnudez. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2014. Agüero, José Carlos. Los rendidos. Sobre el don de perdonar. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2015. Aguirre, Carlos. “Terruco de m… Insulto y estigma en la guerra sucia peruana”. Histórica XXXV.1 (2011): 103-139. Arfuch, Leonor. Crítica cultural entre política y poética. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2008. Badiou, Alain. La ética. Ensayo sobre la conciencia del mal. México, D.F.: Herder, 2004. --------. El siglo. 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